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Escocia, 1745. Brigham Langston quedó cautivado por la arrebatadora belleza de Serena MacGregor. Pero, para Serena, Brigham no era más que otro inglés despreciable. Sin embargo, en los brazos del peligroso caballero, el odio de la joven escocesa pronto se consumió en el fuego de la pasión.
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Seitenzahl: 311
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1988 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Rebelión, n.º 58 - octubre 2017
Título original: Rebellion
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Este título fue publicado originalmente en español en 1999
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-9170-413-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Los MacGregor
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Bosque de Glenroe, Escocia, 1735
Se presentaron al atardecer, cuando los aldeanos estaban cenando y el humo de los fuegos de turba de las chimeneas ascendía en espiral al aire frío de noviembre. La semana anterior había nevado; luego el sol había brillado con fuerza y se había retirado, haciendo que el hielo se asentara, duro como una piedra, bajo los árboles desnudos. El ruido de los caballos que se acercaban reverberó con estrépito por el bosque, espantando a los animales, que corrieron a refugiarse en sus madrigueras.
Serena MacGregor acomodó a su hermano pequeño sobre su cadera y se acercó a la ventana. Su padre y los hombres regresaban pronto de su partida de caza, pensó, pero no se oían gritos de saludo ni sonoras carcajadas en las casas más apartadas.
Esperó, con la nariz casi pegada a los cristales, aguzando el oído para oír las primeras señales de su regreso y reprimiendo el resentimiento porque a ella, por ser chica, no le permitieran sumarse a las expediciones de caza.
Coll había ido pese a que apenas tenía catorce años y no era tan diestro con el arco como ella. Y se lo habían permitido desde los siete años. Serena se enfurruñó mientras escudriñaba el exterior iluminado por el sol poniente. Su hermano mayor no hablaría de otra cosa durante días, mientras que ella tendría que contentarse hilando y haciendo las tareas de la casa.
El pequeño Malcolm empezó a inquietarse y Serena le hizo cosquillas inconscientemente mientras observaba el camino escarpado entre los huertos y las casas.
–Calla, papá no quiere oírte chillar cuando entra por la puerta –pero algo le hizo sujetarlo con más fuerza y volver la cabeza nerviosamente hacia su madre.
Las lámparas estaban encendidas y se respiraba el olor al sabroso guiso que cocía a fuego lento en la cocina. La casa estaba limpia como una patena. Serena y su madre, y su hermana pequeña, Gwen, habían trabajado todo el día para dejarla así. Los suelos estaban fregados y las mesas enceradas. No quedaba ni una sola telaraña en los rincones. Serena notó el dolor en los brazos solo de pensarlo. Habían hecho la colada y las pequeñas bolsitas de lavanda que tanto le gustaban a su madre estaban guardadas en las cómodas.
Como su padre era un terrateniente, tenían la mejor casa en kilómetros a la redonda, construida con pizarra azul. Su madre no era de las que dejaban que el polvo se asentara en ella.
Todo parecía normal, pero algo le había acelerado el corazón. Serena tomó un chal, envolvió en él a Malcolm y abrió la puerta para ir a buscar a su padre.
No hacía viento, ni más ruido que los cascos de los caballos resonando con fuerza sobre el hielo del camino. Subirían la cresta de un momento a otro, pensó, y por una razón que no supo describir, se estremeció. Cuando oyó el primer grito, se tambaleó. Ya se había enderezado con intención de avanzar cuando su madre la llamó.
–Serena, vuelve enseguida.
Fiona MacGregor, con su precioso rostro inusualmente tenso y pálido, bajó corriendo los peldaños de la entrada. Su pelo, del mismo tono rojizo que el de su hija, estaba sujeto hacia atrás con horquillas y recogido en una redecilla. No se lo retocó, como era su costumbre siempre que su marido regresaba a casa.
–Pero mamá…
–Corre, hija, por el amor de Dios –Fiona la agarró del brazo y la arrastró al interior de la casa–. Llévate al bebé arriba, con tu hermana. Quedaos allí.
–Pero papá…
–El que viene no es tu padre.
En aquel momento, cuando los caballos llegaron a lo alto de la colina, Serena vio no el gabán escocés de caza de los MacGregor, sino las casacas rojas de los dragones ingleses. Solo tenía ocho años, pero había oído las historias de saqueo y opresión. Ocho años era edad suficiente para sentirse ultrajada.
–¿Qué quieren? No hemos hecho nada.
–No hace falta hacer, solo existir –Fiona cerró la puerta y echó el cerrojo, más por desafío que por esperanza de contener a los intrusos–. Serena…
La mujer menuda y esbelta que era su madre la asió por los hombros. Había sido la hija preferida de un padre complaciente, y luego la esposa adorada de un amante esposo, pero Fiona no era frágil. Tal vez por eso los hombres de su vida le habían brindado su respeto, así como su afecto.
–Sube al cuarto de los niños. No te separes de Malcolm ni de Gwen, y no bajes hasta que no te lo diga.
El valle reverberó con otro grito y un llanto salvaje. Por la ventana vieron el techo de paja de una casa ardiendo en llamas. Fiona daba gracias a Dios por que su marido y su hijo no hubiesen regresado.
–Quiero quedarme contigo –los grandes ojos verdes de Serena abrumaban su rostro, húmedo en aquellos momentos con unas lágrimas incipientes. Pero apretó los labios, recreando la mueca de obstinación a la que tantas veces aludía su padre–. Papá no querría que te dejara sola.
–Tu padre querría que me obedecieras –Fiona oyó cómo los caballos se detenían delante de su puerta. Se oyó el tintineo de unas espuelas y los gritos de los hombres–. Vete ahora mismo –giró en redondo a su hija y la empujó hacia las escaleras–. Mantén a salvo a los niños.
Malcolm se echó a llorar y Serena subió corriendo los peldaños. Estaba en el rellano cuando oyó cómo tiraban la puerta abajo. Se paró y se volvió a tiempo de ver cómo su madre se enfrentaba a media docena de dragones. Uno dio un paso al frente e hizo una reverencia burlona.
–¿Serena? –la llamó la pequeña Gwen desde lo alto de las escaleras.
–Toma al bebé –Serena dejó a Malcolm en los brazos regordetes de su hermana de cinco años–. Ve al cuarto de los niños y cierra la puerta –bajó la voz hasta apenas un susurro–. Date prisa… Intenta que no haga ruido –del bolsillo de su delantal sacó un confite que había estado guardando–. Llévate esto. Y vete antes de que nos vean.
Luego Serena se agazapó en lo alto de las escaleras y observó.
–¿Fiona MacGregor? –preguntó el dragón con vistosos galones.
–Soy lady MacGregor –Fiona mantuvo la espalda recta y la vista al frente. En lo único que pensaba era en proteger a sus hijos y su casa. Como luchar era imposible, empleó la única arma que tenía a mano… su dignidad–. ¿Con qué derecho irrumpen en mi hogar?
–El derecho que nos otorga ser oficiales del rey.
–¿Y vuestro nombre?
–Capitán Standish, a vuestro servicio –se quitó los guantes, esperando, confiando, en ver miedo en los ojos de la mujer–. ¿Dónde está vuestro marido, lady MacGregor?
–El terrateniente y sus hombres están cazando.
Standish hizo una seña y tres de sus soldados empezaron a registrar la casa. Uno volcó una mesa a su paso. Aunque tenía la boca tan seca como el polvo, Fiona no se movió. Sabía que el capitán podía ordenar que incendiaran su casa, como había hecho con los hogares de sus cultivadores. Tenía pocas esperanzas de que su rango, o el de su marido, los protegiera. Su única elección era defenderse ante el insulto con otro insulto, y con serenidad.
–Como podéis ver, solo somos mujeres y niños. Vuestra… visita no es oportuna si lo que deseáis es hablar con mi marido. O tal vez por eso habéis tenido la valentía de adentraros en Glenroe con vuestros hombres.
El capitán la abofeteó, haciendo que se tambaleara por la fuerza del golpe.
–Mi padre os matará por eso –Serena bajó corriendo las escaleras como una bala y se abalanzó sobre el oficial. El capitán maldijo cuando le clavó los dientes en la mano y la empujó a un lado.
–Mocosa del demonio, me has hecho sangre –levantó el puño, pero Fiona se interpuso entre él y su hija.
–¿Acaso los hombres del rey Jorge apalean a los niños? ¿Así es como gobiernan los ingleses?
Standish estaba respirando atropelladamente. Su orgullo estaba en juego. No podía permitir que sus hombres vieran cómo una mujer y una niña lo superaban en ingenio, sobre todo cuando eran inmundicia escocesa. Solo tenía órdenes de registrar e interrogar. Era una pena que el llorón de Argyll hubiese convencido a la reina, en su cargo de regente, para que no se aplicara la Ley de penas y perjuicios; de lo contrario, Escocia sí que sería coto de caza. De todas formas, la reina Carolina estaba furiosa con sus súbditos escoceses, y no era probable que un incidente aislado en las Tierras Altas llegara a sus oídos. Hizo una seña a uno de los dragones.
–Llévate arriba a esa mocosa y enciérrala.
Sin decir una palabra, el soldado levantó a Serena con un brazo, haciendo lo posible para evitar sus patadas y sus mordiscos y sus pequeños puñetazos. Mientras forcejeaba, Serena maldijo a los soldados.
–Criáis gatas salvajes en las Tierras Altas, milady –el oficial se envolvió la mano con un pañuelo.
–No está acostumbrada a ver cómo un hombre golpea a su madre, ni a ninguna otra mujer.
La mano le dolía. No recuperaría la estima de sus hombres castigando a una niña enclenque. Pero la madre…. sonrió mientras paseaba la mirada por su cuerpo. La madre era otra cuestión.
–Vuestro marido es sospechoso de participar en el asesinato del capitán Porteous.
–¿El capitán Porteous, que fue sentenciado a muerte por la Justicia por disparar al gentío?
–Le conmutaron la pena, señora –Standish posó la mano sobre la empuñadura de su espada. Incluso entre los suyos se le consideraba cruel. El temor y la intimidación mantenían a sus hombres a raya; lo mismo funcionaría con una perra escocesa–. El capitán Porteous disparó a un grupo de alborotadores durante una ejecución pública. Luego unos desconocidos lo sacaron de la cárcel y lo colgaron.
–Me cuesta lamentar su suerte, pero ni yo ni nadie de mi familia conocemos tales hechos.
–Si se demuestra lo contrario, vuestro marido será un asesino y un traidor. Y vos, lady MacGregor, quedaréis sin protección.
–No tengo nada que decir.
–Qué lástima –sonrió y dio un paso adelante–. ¿Queréis que os enseñe lo que les ocurre a las mujeres desamparadas?
En el piso de arriba, Serena golpeó la puerta hasta que las manos le sangraron. A su espalda, Gwen abrazaba a Malcolm y lloraba. No había más luz en el cuarto que la de la luna y las llamas de las casas incendiadas. Fuera se oían los gritos de los hombres, el llanto de las mujeres, pero Serena solo pensaba en su madre, sola allá abajo, indefensa, con los ingleses.
Cuando la puerta se abrió, Serena se tambaleó. Vio la casaca roja, oyó el ruido metálico de las espuelas. Luego vio a su madre, desnuda, magullada, con su hermoso pelo enredado y suelto alrededor de su rostro y hombros. Fiona cayó de rodillas a sus pies.
–Mamá –Serena se arrodilló a su lado, le tocó el hombro con una mano vacilante. Había visto a su madre llorar antes, pero nunca de aquella manera, con lágrimas calladas de desesperación. Como la piel de Fiona estaba fría, Serena sacó una manta del baúl y la cubrió.
Mientras oía cómo los dragones se alejaban en sus caballos, Serena sostuvo a su madre con un brazo y apretó a Gwen y a Malcolm contra ella con el otro. Solo tenía una vaga comprensión de lo ocurrido, pero bastó para que el odio la embargara y jurara vengarse.
Londres, 1745
Brigham Langston, cuarto conde de Ashburn, frunció el ceño al recibir la carta mientras desayunaba en su elegante mansión residencial. Era una misiva que había estado esperando con ansiedad, pero una vez en sus manos, leyó cada palabra con cuidado, con expresión solemne en sus ojos grises y los labios apretados. Un hombre no recibía todos los días una carta que pudiera cambiar su vida.
–Maldita sea, Brig, ¿cuánto tiempo vas a tenerme en ascuas? –Coll MacGregor, el escocés pelirrojo e irascible que había sido compañero de Brigham en varios viajes por Italia y Francia, parecía incapaz de guardar silencio.
Como respuesta, Brigham levantó una estrecha mano de piel pálida, con adornos de encaje en la muñeca. Estaba acostumbrado a los exabruptos de Coll y, por lo general, le hacían gracia. Pero en aquella ocasión, en aquel momento crucial, haría esperar a su amigo hasta haber leído la carta por completo.
–¿Es de él, verdad? Maldita sea, es del príncipe.
Coll se levantó de la silla y empezó a dar vueltas por el pequeño salón. Solo los modales inculcados por su madre lo refrenaron de arrancar la carta de las manos de Brigham. Aunque la certeza de que, a pesar de la diferencia en altura y corpulencia, Brigham sabía defenderse en una pelea, también jugó un papel importante en su decisión.
–Tengo tanto derecho como tú.
Brigham levantó la vista al oír aquello y contempló al hombre que estaba dando zancadas con una fuerza capaz de hacer trepidar la vajilla de porcelana. Aunque tenía los músculos contraídos y la mente volaba en una docena de direcciones diferentes, Brigham habló en voz baja.
–Por supuesto, pero la carta está dirigida a mí.
–Solo porque es más fácil hacer llegar clandestinamente una carta al todopoderoso conde inglés de Ashburn que a un MacGregor. En Escocia todos somos sospechosos de rebeldía –los penetrantes ojos verdes de Coll brillaban con desafío. Cuando Brigham se limitó a proseguir la lectura de la carta, Coll volvió a maldecir y se arrellanó en una silla–. Pones a prueba el alma de un hombre.
–Gracias –dejando la carta junto a su plato, Brigham se sirvió más café. Tenía la mano tan firme como cuando empuñaba una espada o una pistola. Y, de hecho, aquella carta era un arma de guerra–. Tienes razón en todo, amigo mío. La carta es del príncipe Carlos –Brigham tomó un sorbo de café.
–Bueno, ¿y qué dice?
Cuando Brigham le señaló la carta con un movimiento de la mano, Coll se abalanzó sobre ella. La misiva estaba escrita en francés y, aunque no dominaba la lengua tanto como Brigham, concentró todos sus esfuerzos en descifrarla.
Mientras lo hacía, Brigham paseó la mirada por el salón. El papel de la pared había sido elección de su abuela, una mujer a la que recordaba tanto por su suave acento escocés como por su obstinación. Era un azul intenso y brillante que, según había dicho, evocaba los lagos de su patria. Los muebles eran elegantes, casi delicados, con sus formas curvas y bordes dorados. Las delicadas figuras de porcelana de Meissen que tanto había valorado todavía estaban sobre la pequeña mesa redonda junto a la ventana.
De niño tenía permiso para mirarlas pero no para tocarlas, y sus dedos siempre habían anhelado levantar la estatuilla de la pastora de largo pelo de porcelana y rostro frágil.
Había un retrato de Mary MacDonald, la valerosa mujer que se había convertido en lady Ashburn. Estaba colgado sobre la chimenea, donde el fuego crepitaba en aquellos momentos, y en él aparecía con una edad próxima a la de su nieto. Había sido alta para ser mujer y delgada como un junco, con una cabellera maravillosa de color ébano y un rostro alargado y delicado. La forma en que ladeaba la cabeza indicaba que podían persuadirla, pero no forzarla; pedirle, pero no darle órdenes.
Los mismos rasgos, del mismo color, habían pasado a su nieto. No había menos elegancia en su forma masculina: la frente alta, las mejillas hundidas y los labios llenos. Pero Brigham había heredado de Mary algo más que su altura y sus ojos grises. También había heredado su pasión y su sentido de la justicia.
Pensó en la carta, en las decisiones que había de tomar y alzó su taza hacia el retrato.
«Me harías ir», pensó. «Todas las historias que me contabas, tu creencia en la legitimidad de la causa de los Estuardo que grabaste en mi cabeza durante los años que me criaste y cuidaste. Si siguieras viva, irías tú misma. ¿Cómo no voy a ir yo?».
–De modo que ha llegado el momento –Coll plegó la carta. En su voz, en sus ojos, se traslucía entusiasmo y tensión. Tenía veinticuatro años, solo seis meses menos que Brigham, pero aquel era el momento que había estado esperando durante toda su vida.
–Tienes que aprender a leer entre líneas, Coll –en aquella ocasión, fue Brigham quien se puso en pie–. Carlos todavía alberga esperanzas de recibir el apoyo de los franceses, aunque empieza a darse cuenta de que el rey Luis prefiere hablar antes que actuar.
Frunciendo el ceño, levantó a un lado la cortina y contempló sus jardines durmientes. En la primavera estallarían con colores y fragancias, pero no era probable que estuviera allí para verlo.
–Cuando estuvimos en la corte, Luis se mostró más que interesado en nuestra causa. Profesa el mismo afecto que nosotros a la marioneta de Hanover que ahora mismo ocupa el trono –dijo Coll.
–Sí, pero eso no significa que vaya a abrir sus arcas al príncipe y a la causa de los Estuardo. La idea de Carlos de armar una fragata y partir para Escocia parece más realista. Pero estas cosas requieren su tiempo.
–Y ahí entro yo.
Brigham dejó caer las cortinas.
–Conoces los ánimos de los escoceses mejor que yo. ¿Cuánto apoyo recibirá?
–Suficiente –con la confianza del orgullo y la juventud, Coll sonrió–. Los clanes se levantarán por el verdadero rey y pelearán por el hombre que lo respalda –entonces se puso en pie, consciente de lo que su amigo quería saber. Brigham arriesgaría algo más que su vida yendo a Escocia. Podía perder su título, su casa y su reputación–. Brig, podría llevar la carta a mi familia y desde allí correr la voz entre los clanes de las Tierras Altas. No es necesario que vengas tú también.
Brigham elevó una ceja negra y casi sonrió.
–¿Tan inútil soy?
–Vete al diablo –la voz de Coll era brusca, sus gestos amplios, pero eran parte de él, como las sonoras cadencias de su patria y el orgullo que sentía por ella–. ¿Un hombre como tú, que sabe hablar, luchar, un aristócrata inglés que desea unirse a la rebelión? Nadie mejor que yo sabe de lo que eres capaz. A fin de cuentas, me salvaste la vida en más de una ocasión en Italia y, sí, también en Francia.
–No te pongas empalagoso, Coll –Brigham agitó el encaje de su muñeca–. No es propio de ti.
El rostro amplio de Coll se quebró con una sonrisa.
–Sí, y es encomiable la forma en que puedes adoptar la pose de conde de Ashburn en un abrir y cerrar de ojos.
–Querido amigo, soy el conde de Ashburn.
El humor refulgió en los ojos de Coll. Cuando estaban de pie, frente a frente, se acentuaban los contrastes entre los dos hombres. Brigham con su complexión delgada, Coll con su corpulencia. Brigham con sus modales elegantes, casi lánguidos; Coll tosco pero eficaz. Nadie sabía mejor que el escocés qué había debajo de aquel exquisito traje y el encaje.
–No fue el conde de Ashburn el que luchó conmigo cuando asaltaron nuestro coche en las afueras de Calais. Tampoco fue el conde de Ashburn el que me ganó bebiendo a mí, a un MacGregor, en aquella casa de juego en Roma.
–Te aseguro que lo fue, porque recuerdo muy bien los dos incidentes.
Coll sabía que no llegaría a ninguna parte bromeando con Brigham.
–Brigham, en serio. Como conde de Ashburn mereces quedarte en Inglaterra, en tus bailes y partidas de cartas. Podrías servir a la causa desde aquí, manteniéndote al corriente de los hechos.
–¿Pero?
–Si voy a luchar, me gustaría tenerte a mi lado. ¿Vendrás?
Brigham estudió a su amigo, luego elevó la vista a su espalda, al retrato de su abuela.
–Por supuesto.
En Londres el tiempo era frío y húmedo. Se mantuvo así tres días después, cuando los dos hombres iniciaron su viaje al norte. Alcanzarían la frontera en la relativa comodidad del coche de Brigham, el resto del camino lo harían a caballo.
Para quienquiera que se quedara en Londres, con aquel tiempo miserable del mes de enero, y sintiera curiosidad, lord Ashburn estaba realizando un viaje sin transcendencia alguna a Escocia para visitar a la familia de su amigo.
Había unos cuantos londinenses que sabían la verdad, un puñado de conservadores leales y jacobitas ingleses en los que Brigham confiaba. A ellos les dejó el cuidado de su mansión familiar, Ashburn Manor, así como su casa de Londres y el servicio de sus criados. Lo que pudo llevarse sin previo aviso se lo llevó. Lo que no, lo dejó atrás con el pleno conocimiento de que pasarían meses, tal vez años, hasta que pudiera regresar a reclamarlo. El retrato de su abuela seguía sobre la repisa, pero llevado por el sentimentalismo, tenía consigo la pastora.
Había oro, mucho más oro del necesario para visitar a la familia de un amigo, en un cofre cerrado con llave bajo el suelo del coche de caballos.
Se vieron obligados a avanzar lentamente, más lentamente de lo que Brigham hubiese deseado, pero los caminos estaban resbaladizos y ventiscas de nieve ocasionales hicieron que el cochero llevara a pie a los caballos. Brigham habría preferido estar sobre la grupa de un buen caballo y disfrutar de la libertad del galope.
Al mirar por la ventana comprendió que el tiempo más al norte solo podría ser peor. Con la paciencia que había aprendido a cultivar, Brigham se recostó, apoyó las botas en el asiento opuesto, donde Coll dormitaba, y dejó que sus pensamientos vagaran hasta París, donde había pasado unos meses rutilantes el año anterior. Así era la Francia de Luis XV, opulenta, deslumbrante, toda luces y música. Había conocido a mujeres hermosas, con su pelo empolvado y escandalosos vestidos. Había sido fácil flirtear con ellas, y más. Un joven lord inglés con la bolsa llena y talento para la burla no tenía dificultades en hacerse un hueco en sociedad.
Había disfrutado de aquella exuberancia y ociosidad. Pero también empezó a inquietarse, anhelando la acción y la iniciativa. A los Langston siempre les había complacido la intriga política tanto como el fulgor de los bailes. Lo mismo que, durante tres generaciones, habían jurado en silencio su lealtad a los Estuardo, los reyes legítimos de Inglaterra.
Así que cuando el príncipe Carlos Eduardo se presentó en Francia, un hombre magnético, valiente y enérgico, Brigham le había ofrecido su ayuda y su juramento. Muchos lo habrían llamado traidor. Sin duda los liberales anquilosados que defendían al rey Jorge, el alemán gordinflón que ocupaba el trono de Inglaterra, de haberlo sabido habrían deseado su muerte. Pero Brigham no había olvidado las historias que su abuela le contaba sobre la desastrosa rebelión del 1715, ni de las ejecuciones y persecuciones anteriores y posteriores.
A medida que el paisaje se hacía más agreste y Londres quedaba cada vez más atrás, Brigham pensó por enésima vez que la Casa de los Hanover había hecho muy poco por ganarse el afecto de los escoceses. Siempre había estado presente la amenaza de la guerra, desde el norte o desde el otro lado del Canal. Si Inglaterra quería fortalecerse, necesitaría a su legítimo rey.
Había sido algo más que los ojos sinceros y las facciones hermosas del príncipe, el llamado Joven Pretendiente, lo que había incitado a Brigham a ponerse de su lado. Había sido su coraje y su ambición, y tal vez la confianza de un hombre joven de poder reclamar lo que era suyo.
Pararon a pasar la noche en una pequeña posada donde las suaves colinas de las Tierras Bajas empezaban a elevarse y dar paso a las montañas de las Tierras Altas. El oro de Brigham, y su título, les depararon sábanas secas y un salón privado. Con el estómago lleno y al calor de un fuego llameante, jugaron a los dados y bebieron cerveza mientras el viento bajaba de las montañas y azotaba los muros. Durante unas horas solo eran un par de jóvenes acaudalados que compartían una amistad y una aventura.
–Malditos sean tus huesos, Brig, esta noche eres un bastardo con suerte.
–Eso parece –Brigham recogió los dados y las monedas. Sus ojos, centelleantes de humor, se posaron en los de Coll–. ¿Buscamos otro juego?
–Tira los dados –Coll sonrió y plantó más monedas en el centro de la mesa–. Tarde o temprano tu suerte cambiará –cuando el dado cayó, lanzó una risita–. Si no puedo superar eso… –cuando su tirada se quedó corta, movió la cabeza–. Parece que no puedes perder. Como aquella noche en París en la que te jugaste el afecto de mademoiselle.
Brigham se sirvió más cerveza.
–Con o sin los dados, ya me había ganado el afecto de mademoiselle.
Riendo con estrépito, Coll plantó más monedas sobre la mesa.
–Tu suerte no puede brillar todo el tiempo. Aunque espero que dure los meses venideros.
Brigham levantó la vista y comprobó que la puerta del salón estaba cerrada.
–Se trata más de la suerte de Carlos que de la mía.
–Sí, él es lo que necesitamos. Su padre nunca ha tenido ambición y siempre ha estado seguro de su propia derrota –levantó su jarra de cerveza–. Por el Joven Pretendiente.
–Necesitará algo más que su hermosura y su lengua ingeniosa.
Coll alzó sus cejas rojas.
–¿Dudas de los MacGregor?
–Eres el único MacGregor que conozco –pero antes de que Coll pudiera pronunciar un discurso sobre su clan, Brigham cambió de tema–. ¿Qué me dices de tu familia, Coll? Te alegrarás de volverlos a ver.
–Ha sido un año muy largo. No es que no haya disfrutado de las vistas de Roma y París, pero cuando un hombre nace en las Tierras Altas, prefiere morir allí –Coll bebió largamente, pensando en los páramos púrpura y en los lagos de un azul intenso–. Sé que mi familia se encuentra bien por la última carta que me escribió mi madre, pero prefiero comprobarlo por mí mismo. Malcolm tendrá ya nueve o diez años, y está hecho una fiera, según me han dicho –sonrió, henchido de orgullo–. Pero todos somos así.
–Dijiste que tu hermana era un ángel.
–Gwen –la ternura impregnó su voz–. La pequeña Gwen. Sí que lo es, dócil, paciente y bonita como una flor.
–Estoy ansioso por conocerla.
–Todavía es una niña –le dijo Coll–. Me encargaré de que no lo olvides.
Un poco mareado por la cerveza, Brigham se inclinó hacia atrás en la silla.
–Tienes otra hermana.
–Serena –Coll agitó el cubilete en la palma de su mano–. Dios sabe que el nombre es engañoso. Es una gata salvaje, y tengo cicatrices que lo demuestran. Serena MacGregor tiene el genio de un demonio y un puño rápido.
–¿Pero es bonita?
–No cuesta mirarla –dijo Coll–. Mi madre dice que los chicos han empezado a cortejarla este año y que Serena los espanta a patadas.
–Tal vez no hayan encontrado la manera, digamos, apropiada de cortejarla.
–¡Ja! La enfadé una vez y agarró la espada de mi abuelo de la pared y me persiguió por el bosque –el orgullo se reflejó en su voz, si no la ternura–. Compadezco al hombre que ponga sus miras en ella.
–Una amazona –Brigham imaginó a una joven robusta y rubicunda con las facciones anchas de Coll y el pelo rojo y enmarañado. Sana como una lechera, e igual de descarada–. Prefiero las mujeres más plácidas.
–No hay un solo hueso plácido en su cuerpo, pero es leal –aunque la cerveza flotaba en la cabeza de Coll, eso no impidió que levantara otra vez la jarra–. Te hablé de la noche en que los dragones vinieron a Glenroe.
–Sí.
Los ojos de Coll se ensombrecieron con aquel recuerdo.
–Cuando los soldados terminaron de avergonzar a mi madre y de incendiar los tejados, Serena la cuidó. No era más que una niña, pero metió a mi madre en la cama y se ocupó de ella y de los pequeños hasta que regresamos. Tenía un moretón en la cara donde aquel bastardo la golpeó, pero no lloró. Se sentó, con los ojos secos, y nos contó toda la historia.
Brigham puso una mano sobre la de su amigo.
–No es tiempo de vengarse sino de hacer justicia.
–Para mí no hay diferencia –murmuró Coll, y volvió a tirar los dados.
A la mañana siguiente salieron temprano. A Brigham le dolía cabeza, pero el aire frío y ventoso pronto se la despejó. Avanzaron a caballo, dejando que el coche siguiera su camino más pausadamente.
Por fin estaban en la tierra de la que le habían hablado de niño. Era salvaje y agreste, con altos riscos y páramos extensos y desolados. Las cimas escarpadas perforaban el gris lechoso del cielo, a veces atravesadas por cascadas impetuosas y ríos helados llenos de peces. En otros puntos, las rocas se desperdigaban por el paisaje como si una mano descuidada hubiera jugado con ellas a los dados. Parecía un lugar arcaico, habitado por dioses y hadas, pero de vez en cuando se avistaba una casa de techo de paja por cuya abertura central se elevaba el humo.
El suelo estaba cubierto de nieve y el viento la arrastraba como sábanas por el camino. A veces casi los cegaba, mientras Coll dirigía la marcha por las colinas escarpadas. En las rocas se abrían cuevas, y aquí y allá se veían indicios de que se había buscado refugio en ellas. Los lagos, con aguas de un azul oscuro y peligroso, tenían una costra de hielo en las orillas.
Cabalgaron con ahínco cuando la tierra lo permitía, luego se abrieron paso entre ventisqueros tan altos como la cintura de un hombre. Con cautela, pasaron de largo los fuertes que los ingleses habían construido y evitaron la hospitalidad que habrían recibido sin vacilación en cualquier granja. Hospitalidad, que según Coll le había advertido, incluiría preguntas sobre todos los aspectos de su viaje, sus familias y su destino. No era frecuente ver a extraños en las Tierras Altas, y se los apreciaba por sus noticias tanto como por su compañía.
En lugar de arriesgarse a que los detalles de su viaje se difundieran de pueblo en pueblo, se ciñeron a los caminos y colinas escabrosos y optaron por hacer un alto en una taberna para almorzar y dejar descansar a los caballos. El suelo estaba sucio, y la chimenea no era más que un agujero en el tejado que retenía más humo del que dejaba salir. La habitación estaba atestada y olía a sus ocupantes y a pescado del día anterior. No era un establecimiento que el cuarto conde de Ashburn quisiera frecuentar, pero el fuego ardía con fuerza y la carne era casi fresca.
Bajo su abrigo, que en aquellos momentos colgaba cerca del fuego, Brigham llevaba unos pantalones de montar de color pardo, una camisa de linón fino y su chaqueta de montar más sobria. Pero a pesar de su sobriedad, se ceñía sin la más mínima arruga sobre sus hombros anchos. Sus botas se habían resentido por el tiempo, pero se entreveía sin dificultad que eran del mejor cuero. Llevaba su gruesa melena recogida con una cinta, y en sus esbeltas manos lucía el sello de su familia y una esmeralda. Distaba de estar ataviado con sus mejores galas de la corte, pero provocaba miradas intensas y susurros intrigados.
–No ven a tipos como tú en este tugurio –dijo Coll. Cómodo con su falda y su gorra escocesas, con el ramito de pino de su clan sujeto en la banda, atacaba con hambre el pastel de carne.
–Eso parece –Brigham comió pausadamente, pero sus ojos, tras sus párpados entornados, permanecían alerta–. Tanta admiración halagaría a mi sastre.
–Bueno, no es solo la ropa –Coll levantó su vaso de cerveza para vaciarlo y pensó con deleite en el whisky que tomaría con su padre aquella noche–. Parecerías un conde aunque llevaras harapos –ansioso por irse, arrojó las monedas sobre la mesa–. Los caballos ya deben de estar descansados, pongámonos en marcha. Estamos bordeando la tierra de los Campbell –los modales de Coll eran demasiado pulidos para escupir, pero le habría gustado hacerlo–. Prefiero no entretenerme.
Tres hombres salieron de la taberna antes que ellos, dejando entrar un soplo de aire frío y deliciosamente puro.
A Coll empezaba a costarle contener su impaciencia. Una vez de regreso en las Tierras Altas, anhelaba ver su casa, a su familia. El camino ascendía y daba vueltas, bordeando ocasionalmente un puñado de casas o un rebaño que pastaba plácidamente en el paisaje irregular.
Aunque les faltaban horas de camino, ya podía oler su casa… El bosque, con sus ciervos rojos y lechuzas pardas. Aquella noche habría un festín y muchos brindis. Londres, con sus calles bulliciosas y modales refinados, había quedado atrás. El cielo se había despejado, dando paso a un azul brillante. Por encima de sus cabezas, un águila majestuosa y dorada volaba en círculos.
–Brig…
A su lado, Brigham se había puesto repentinamente rígido. El caballo de Coll se encabritó cuando Brigham sacó su espada.
–Protege tu flanco –gritó, luego dio media vuelta para enfrentarse a los dos jinetes que habían salido de detrás de unas rocas.
Montaban caballos recios escoceses y aunque sus gabanes aparecían deslucidos por los años y la suciedad, las hojas de sus espadas brillaron al sol de media tarde. Las espadas chocaron, y Brigham apenas tuvo tiempo para percatarse de que los hombres que cargaban contra ellos habían estado en la taberna.
A su lado, Coll empuñó su espada contra otros dos. Las altas colinas vibraron con los ruidos de la batalla, el estruendo de los cascos contra el suelo duro. El águila planeaba sobre sus cabezas, esperando.
Los atacantes habían subestimado a su presa al ver a Brigham. Tenía las manos delgadas, el cuerpo esbelto como el de un bailarín, pero sus muñecas eran tanto flexibles como fuertes. Utilizando las rodillas para conducir a su montura, luchó con una espada en la mano y una daga en la otra. Tal vez hubiera joyas en las empuñaduras, pero las hojas estaban afiladas para matar.
Oyó gritar y maldecir a Coll. En cuanto a él, peleó en silencio. El acero chirrió cuando se defendía, retumbó cuando atacaba, asestando un golpe a un enemigo y superando en estrategia al otro. Sus ojos, normalmente de un color gris límpido y claro, se habían ensombrecido y entornado como los de un lobo al olfatear sangre. Frenó la espada de su oponente con un quite brutal y definitivo y hundió la suya con un impulso certero.
El escocés gritó, pero el sonido no duró más que un instante. La sangre salpicó la nieve al tiempo que se desplomaba. Su caballo, asustado por el olor a muerte, huyó despavorido hacia las rocas. El otro hombre, con mirada frenética, renovó su ataque con más ferocidad. Brigham sintió la punta de la espada en el hombro y el flujo cálido de sangre allí donde el acero había rasgado las capas de tela hasta hundirse en la carne. Entonces contraatacó con golpes rápidos y firmes, haciendo retroceder a su presa hacia las rocas. Sus ojos no se desviaron del rostro de su oponente, no parpadearon ni vacilaron. Con fría precisión, hizo un quite, dio una estocada y le perforó el corazón. Antes de que el hombre hubiera tocado tierra, Brigham ya se estaba volviendo hacia Coll.
Eran uno contra uno, porque otro de sus atacantes yacía muerto detrás de Coll, así que Brigham se tomó un momento para respirar hondo. Luego vio cómo el caballo de Coll resbalaba, casi tambaleándose. Vio centellear una espada y corrió hacia su amigo. El último hombre de la banda levantó la vista y vio un caballo con jinete cargando hacia él. Muertos sus tres camaradas, hizo girar a su caballo y huyó escalando las rocas.
–¡Coll! ¿Estás herido?
–Sí, voto a Dios. Maldito Campbell –luchó para no desplomarse sobre la silla. Le ardía el costado, donde había recibido la estocada.
Brigham enfundó su espada.
–Déjame que me ocupe de eso.
–No hay tiempo. Ese chacal puede volver con otros más –Coll sacó un pañuelo y lo apretó contra la herida, luego levantó la mano enguantada. Estaba manchada pero firme–. Todavía no estoy acabado –sus ojos, brillantes de la batalla, se posaron en los de Brigham–. Estaremos en casa al atardecer.
Acto seguido, hostigó a su caballo para partir al galope.
Cabalgaron arduamente. Brigham vigilaba con un ojo el camino y con el otro, a Coll. El corpulento escocés estaba pálido, pero su paso no flaqueó. Solo una vez, ante la insistencia de Brigham, pararon para poder vendar la herida de forma más satisfactoria.
A Brigham no le gustó lo que vio. El corte era profundo y Coll había perdido demasiada sangre. Aun así, su amigo estaba febril por llegar a Glenroe y reunirse con su familia, y Brigham no habría sabido dónde pedir ayuda. Coll aceptó la petaca que Brigham le llevó a los labios y bebió largamente. Cuando recobró el color del rostro, Brigham lo ayudó a subir a la silla.