Sab - Gertrudis Gómez de Avellaneda - E-Book

Beschreibung

Once años antes de que La cabaña del tío Tom se ocupase del tema de la abolición de la esclavitud en Norteamérica, Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) escribió Sab, una historia de amor desgraciado entre un esclavo mulato y la hija de su dueño blanco. El libro fue tan polémico que no se publicó en Cuba hasta 1914, setenta y tres años después de su aparición en España. Aquí se reflejan las luchas por abolición de la esclavitud en las colonias americanas. La novela nos narra las relaciones humanas entre amos y esclavos antes de que se promulgara la ley que abolía la esclavitud. - Sab es un esclavo mestizo, hijo de una esclava y del amo de la finca donde trabaja, - que se enamora de Carlota, la heredera de la finca, - y que antepone el amor que siente hacia ella a su libertad y a la de los suyos.Pero Sab es también la historia de Teresa, la criada de Carlota, que a través de sus actos y sus palabras refleja la voz del otro lado oscuro de la esclavitud: la mujer esclava de la época. El esclavo al menos puede cambiar de amo, puede esperar que juntando oro comprará algún día su libertad: pero la mujer, cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: «En la tumba». Además, la obra expone la situación trágica de los indígenas de Cuba, que es reflejo de hasta dónde es capaz de llegar esa sociedad que arrasó con todo lo que no se incluía en sus planes, como arrasó con el pueblo, la cultura, la lengua y la sociedad de la Cuba anterior a la conquista.

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Gertrudis Gómez de Avellaneda

Sab Edición de Adriana López-Labourdette

Barcelona 2023

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Sab.

© 2023, Red ediciones.

© Prólogo y revisión de Adriana López-Labourdette.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN CM: 978-84-9007-945-4.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-350-4.

ISBN rústica: 978-84-96290-74-7.

ISBN ebook: 978-84-9816-976-8.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Prólogo 7

Bibliografía crítica 13

Palabras al lector 15

Primera parte 17

Capítulo I 19

Capítulo II 28

Capítulo III 33

Capítulo IV 40

Capítulo V 46

Capítulo VI 53

Capítulo VII 59

Capítulo VIII 64

Capítulo IX 71

Capítulo X 78

Capítulo XI 91

Segunda parte 101

Capítulo I 103

Capítulo II 113

Capítulo III 126

Capítulo IV 135

Capítulo V 143

Conclusión 151

Carta de Sab a Teresa 159

Libros a la carta 171

Prólogo

Afirmaba Jorge Luis Borges, en uno de esos giros tan caprichosos como lúcidos, que la muerte de un autor conllevaba siempre a un proceso «ruin, porque parece husmear corrupciones»1 en el que los críticos intentan vaticinar cuán fugaz o imperecedera será la obra de dicho autor. Sab (Madrid, 1841), la primera novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda estuvo, ya mucho antes de la muerte de su autora, sometida a un juicio que parecía querer dictaminar su permanencia en el mundo de los lectores. Sab fue censurada en Cuba hasta 1883 y excluida de sus Obras completas por la propia autora, en 1869. A eso se suma la poca frecuencia con que ha sido reeditada, y la relativa atención que durante mucho tiempo le dedicó la crítica. Sab ha sido considerada como obra menor, cargada de los clásicos errores de una ópera prima y fiel a un supuestamente pobre paradigma de la novela romántica, en el que una historia de amor imposible se desarrolla en un escenario mezcla de locus amoenus y cuidado exotismo. Quizá la más dura predicción haya venido de manos de Marcelino Menéndez y Pelayo, lúcido crítico español del siglo XIX y en ciertas ocasiones elogioso de la obra de la autora cubana,2 para quien la primera novela de Gómez de Avellaneda «no tiene posibilidades de llegar a la posteridad». Incluso las «Palabras al lector», correspondientes al 1841 —el texto fue escrito entre 1836 y 1838— parecieran mostrar un distanciamiento de la propia autora para con su texto, señalando que: «acaso si esta novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones».

En todo caso, el tiempo y los lectores han hecho de esta novela un clásico ya no solo de la literatura cubana, caribeña o hispanoamericana, sino también un texto clave dentro de la literatura romántica, la literatura antiesclavista o la literatura femenina.

Sab cuenta el amor imposible del esclavo del mismo nombre, prendado locamente de Carlota, joven criolla, proveniente de una familia de la antigua sacarocracia provinciana (la novela se desarrolla en Camagüey, provincia oriental de la isla) que a su vez persigue el amor de Enrique, un apuesto joven inglés en busca de una pretendiente acomodada social y sobre todo, económicamente. Teresa, Don Carlos, Jorge y Martina completan el cuadro de personajes en el que priman las asociaciones no tanto en función de lazos familiares (Carlota, Teresa y Don Carlos por un lado, Jorge y Enrique por el otro, y, finalmente, Sab y Martina), sino más bien a partir de afinidades selectivas que, una y otra vez, reorganizan la escena en que se desarrolla el relato. Dichas afinidades se erigen básicamente alrededor de tres ejes principales: la actitud frente a la naturaleza —o su contraparte, la civilización—, la condición subalterna —o su contraparte, el poder—, y la alteridad irresuelta —o su contraparte, la identidad en tanto unidad y homogeneidad—. La fuerza de la primera novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda consiste precisamente en imbricar dichos ejes de modo tal que en la fluidez del relato estos se tornen imperceptibles. Bajo la apariencia de una «simple» novela sentimental se oculta un complejo tejido de posicionamientos y desplazamientos.

El texto abre con un encuentro entre Sab y Enrique, el prometido de Carlota, que por primera vez visita el ingenio Bellavista, donde vive Don Carlos junto a Carlota y Teresa. Ambos personajes son presentados al lector a través de un narrador que se detiene en su fisionomía cual si de un cuadro se tratara. Enrique, alternativamente visitante, viajero y extranjero, de «hermosa presencia», blanco, rubio y de cabellos azules, se contrapone a Sab, campesino, labriego o nativo cuya alta estatura y proporciones regulares no esconde su «fisonomía particular», «un compuesto singular en que se descubría el cruzamiento de dos razas diversas». Nada se dice de su condición de esclavo. Por el contrario, su belleza peculiar, su facilidad de palabra y su cuidada dicción desorientan tanto al visitante como al lector, que «ven» por primera vez a Sab. De hecho, Enrique llega a pensar que Sab es un terrateniente de la zona:

—Presumo que tengo el gusto de estar hablando con algún distinguido propietario de estas cercanías. No ignoro que los criollos cuando están en sus haciendas de campo, gustan vestirse como simples labriegos, y sentiría ignorar por más tiempo el nombre del sujeto que con tanta cortesía se ha ofrecido a guiarme. Si no me engaño es usted amigo y vecino de don Carlos de B...

Confusión sostenida no solo por la apariencia del esclavo —por ese «pasar por blanco» que tanto eco tiene en el habla cubana—, sino también debido al hecho de que el propio Sab resalta las condiciones inhumanas en que trabajan y viven los esclavos, refiriéndose a estos en tercera persona y creando así una distancia entre ellos y su propia persona. Solo ante la insistencia del visitante, Sab se «identifica» y lo hace con el gesto y la mirada antes que con la palabra:

—No soy propietario, señor forastero, y aunque sienta latir en mi pecho un corazón pronto siempre a sacrificarse por don Carlos no puedo llamarme amigo suyo. Pertenezco —prosiguió con sonrisa amarga—, a aquella raza desventurada sin derechos de hombres... soy mulato y esclavo.

Como es sabido, la apertura de un texto es esencial no solo porque presenta —adelanta— el cuadro que enmarca al relato, sino también porque crea un horizonte de expectativas y otorga ciertas pautas de lectura. En lo que respecta al personaje protagónico, éste aparece como figura irresuelta de una amalgama entre el ser y el parecer (parecer terrateniente y ser esclavo), entre el cuerpo y el alma (de alma libre y cuerpo esclavo), entre lo público y lo privado (el nombre oficial, Bernabé, frente al nombre familiar, Sab), entre el pasado y el presente (un pasado grandioso, encarnado en la madre, «libre y princesa», y un presente villano, de humillaciones y esclavitud), etc. Toda una serie de contraposiciones frente a las cuales Sab aparece como híbrido o figura inquietante, que se exime de toda categorización rigurosa e inamovible. Esto explica las referencias al «monstruo de especies tan raras», en el epígrafe del primer capítulo, que al responder a las dos preguntas primeras: «¿Quién eres? ¿Cuál es tu patria?», sitúa la problemática de la identificación (en ambos sentidos de la palabra) en el centro de toda la novela. Pero más que nada se apunta aquí, y a través de la propia descripción del esclavo, la voluntad antiesclavista de toda la novela.

En el carácter abolicionista de Sab coincide una buena parte de la crítica literaria. El énfasis con que, por ejemplo Max Henríquez Ureña,3 lo subraya sin dejar de anotar su vocación romántica y costumbrista, hace pensar que la unanimidad de opiniones al respecto no ha estado exenta de dudas.4 Once años antes de La cabaña del tío Tom Harriet Beecher Stowe (1852), considerada hoy el paradigma de la literatura abolicionista, Sab ofrecía un discurso antiesclavista basado en idénticos argumentos. En el contexto cubano, las primeras décadas del siglo XIX estuvieron marcadas por un alza en el deseo abolicionista en lucha con los intereses políticos de la época (la capitanía general en manos de Miguel de Tacón y Leonardo O’Donell). El discurso antiesclavista proviene básicamente de las tertulias del grupo delmontino (alrededor de la figura de Domingo del Monte) que, tras comprar la libertad del poeta cubano Juan Francisco Manzano, promueve su Autobiografía (1938). La novela de Gómez de Avellaneda coincide en tiempo —que no en espacio, pues la autora radicaba por aquel entonces en España— con el ateneo delmontino. Sin embargo, en lugar del elogio a la metrópolis inglesa, tan ensalzada por del Monte y su grupo, aparece en Sab un claro rechazo que cobra en los personajes de Enrique y su padre una significación innegable. Al ateneo delmontino pertenecía también Cirilo Villaverde que publicara en Cuba en 1939 una primera versión de su famosa novela Cecilia Valdés y más, tarde, ampliada y revisada, en Nueva York en 1882, una segunda y definitiva versión. En este contexto, la primera novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda puede ser considerada, por su indudable amalgama de un discurso antiesclavista y un discurso de género, como disyuntiva al grupo delmontino. No menos esclarecedor resulta observar los paralelismos de Sab con la producción textual de la Condesa de Merlín en una perspectiva de género, así como la manifiesta disparidad en cuestiones sociales y de raza, teniendo en cuenta el carácter claramente pro-esclavista de ésta última.

En las últimas décadas el acento de la crítica a esta novela se ha desplazado hacia la cuestión de género (Guerra, Davies, Araujo, Pastor). En esta línea la localización de Sab en una red de textos o escritos por mujeres (por ejemplo, Aves sin nido [1889] de Clorinda Matos) o cuyos personajes centrales son mujeres (María de Jorge Isaac [1867], Amalia de José Mármol [1851] o Cumandá de Juan León Mera [1879]) ponen en evidencia un momento particular de la producción tanto del sujeto nacional como del sujeto femenino.

La larga discusión del origen (literario) de Gertrudis Gómez de Avellaneda y su correspondiente pertenencia a un canon cubano y/o español ha ido perdiendo eco en aras de una lectura que asume el vínculo doble y ve en esa irresolución una de las mayores riquezas de toda la producción de la Avellaneda. El problema de la identidad de sí mismo y del otro aparece en Sab como un problema central, en el que cada personaje aparece en un movimiento hacia un espacio futuro (Sab hacia el sacrificio, Teresa hacia la paz interior, Carlota hacia el desengaño, Enrique hacia la riqueza). De modo que el escenario en el que se afianza el yo aparece proyectado hacia un lugar en el que aún no se está, un lugar más del deseo que de la propia experiencia. Es precisamente esta postergación del deseo el motor más fuerte de todo el relato y aporta, además, una fortaleza inusitada a la «Conclusión» de la novela. Aquí el desenlace del capítulo anterior, en el que matrimonio (de Enrique y Carlota) muerte (de Sab), y reclusión (de Teresa) parecerían cerrar la obra, se convierten en material transitorio a través de un encuentro —cinco años después— entre Carlota y Teresa, por un lado, y, por el otro, una carta de Sab dirigida a Teresa y redirigida ahora a Carlota. Con esto se reabre el relato a un «nuevo» final, que al presentar otro orden de cosas hace del desplazamiento —la inseguridad de todo estado aparentemente seguro, la doble cara de toda realidad sosegada— un tema central tanto para la construcción del relato como para la misma historia que se cuenta. De esta forma la supuesta liberación —a través del amor, la muerte, o la fe— se convierte en otra forma de atadura. Este ciclo puede ser leído como alegoría de la dinámica poscolonial basada en procesos sucesivos de sometimiento y emancipación, tal y como lo advirtiera William Louis en su análisis de las diferentes etapas de la sociedad cubana (Literary Bondage: Slavery in Cuban Narrative, 1990).

La perspectiva poscolonial sugiere además una atención especial a la representación del otro, en este caso desdoblado en las figuras del esclavo, el subalterno y la mujer. Tal y como lo ha visto una crítica basada en la vinculación obra-autor estas figuras responden a un desdoblamiento de la autora. Más fructífera que esta perspectiva algo estrecha, heredera de aquella postura que asume el texto literario como representación especular de una biografía, sería otra que resultaría de antender al acto de traducción que aparece sea en el texto sea en la vida de la propia Avellaneda. Su situación intermedia entre España y Cuba, como espacios de producción pero también de recepción, producen un horizonte de lectura y de pertenencia doble que es igualmente un horizonte imposible. A esta tensión no resuelta obedece quizá una apertura, que algún crítico ha visto como desequilibrio del texto y falta de unidad. A diferencia de otras obras en las que el amor imposible corresponde al esquema mujer-mestiza-subalterna versus hombre-blanco-poder, en Sab estos términos se invierten. Aquí la invisibilidad del esclavo viene a ser matizada por una insistencia recurrente en el cuerpo y sus sentidos, mientras que, paralelamente, el mutismo del subalterno —del que hablaba Gayatri Spivak— viene a ser difuminado con la carta final en la que el esclavo toma la palabra y cierra todo el relato. La autora traduce el paradigma del otro como reverso —apasionado, pasivo y mudo— de un sujeto occidental, tan visitado por la novela romántica, a una situación de entremedio; Sab traduce el paradigma y —siguiendo el conocido juego entre traduttore y traditore— lo traiciona. Si bien el texto ofrece suficientes puntos que podrían leerse como una repetición más del clásico «buen salvaje», la autorización que al final de la novela transfiere el poder de la palabra al esclavo hace pensar que más que ante una mímesis del modelo romántico estamos ante aquello que Homi Bhabha denominaba mimicry. En la apropiación de una estrategia de poder (la palabra) por parte de un sujeto «inapropiado» (mujer-esclavo en el caso de Sab) se visualiza el poder colonial y patriarcal, y en esa semejanza, en esa familiaridad que Sab, como novela romántica, ofrece al lector está la amenaza a ese poder y también la más contundente riqueza de esta novela.

Adriana López-Labourdette

Bibliografía crítica

Araujo, Nara: Visión romántica del otro: Estudio comparativo de Atala y Cumanda, Bug-Jargal y Sab. México: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, 1998.

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1 Esta posición se afianza en la particular actitud de Jorge Luis Borges frente a la idea de inmortalidad literaria, asociada, según él, a un proceso de inmovilización y agotamiento, que termina por anular todo placer lectivo que sería el único sentido de la literatura. Dice el escritor argentino: «No hay muerte de un escritor sin el inmediato planteo de un problema ficticio, que reside en indagar —o profetizar— qué parte quedará de su obra. Ese problema es generoso, ya que postula la existencia posible de hechos intelectuales eternos, fuera de la persona o circunstancia que los produjeron; pero también es ruin, porque parece husmear corrupciones». («Paul Groussac», Discusión, Obras completas. Volumen I: 234)

2 En otra ocasión y desde otra perspectiva Menéndez y Pelayo afirma que la fuerza e inmortalidad de toda la producción de Gertrudis Gómez de Avellaneda radica en «lo femenino eterno» presente sobre todo en su poesía, esa «expresión, ya indómita y soberbia, ya mansa y resignada, ya ardiente e impetuosa, ya mística y profunda de todos los anhelos, tristezas, pasiones, desencantos, tormentas y naufragios del alma femenina».

3 Para Max Henríquez Ureña la novela Sab es, por su contenido, antiesclavista, aunque el propósito que la animó a escribirla no fuera el de librar una campaña abolicionista, sino el de dar vida, en una narración sentimental, a cuadros y escenas basados en los recuerdos de su Camagüey natal».

4 Para Helena Percas (1962), que disiente de Emilio Cortarelo y Morti quien en 1930 había apuntado que «no hay nada de protesta contra la esclavitud más que el hecho de admitir en el héroe el impedimiento de aspirar a su dicha», debido a la presencia de otros aspectos, en su opinión «expuestos con mayor vigor», la temática antiesclavista «no resalta tanto».

Palabras al lector

Por distraerse de momentos de ocio y melancolía han sido escritas estas páginas. La autora no tenía entonces la intención de someterlas al terrible tribunal del público.

Tres años ha dormido esta novelita casi olvidada en el fondo de su papelera; leída por algunas personas inteligentes que la han juzgado con benevolencia y habiéndose interesado muchos amigos de la autora en poseer un ejemplar de ella, se determina a imprimirla, creyéndose dispensada de hacer una manifestación del pensamiento, plan y desempeño de la obra, al declarar que la publica sin ningún género de pretensiones.

Acaso si esta novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones, pero sea por pereza, sea por la repugnancia que sentimos en alterar lo que hemos escrito con una verdadera convicción (aun cuando ésta llegue a vacilar), la autora no ha hecho ninguna mudanza en sus borradores primitivos, y espera que si las personas sensatas encuentran algunos errores esparcidos en estas páginas, no olvidarán que han sido dictadas por los sentimientos algunas veces exagerados pero siempre generosos de la primera juventud.

Primera parte

Capítulo I

¿Quién eres? ¿Cuál es tu patria?

Las influencias tiranas

de mi estrella, me formaron

monstruo de especies tan raras,

que gozo de heroica estirpe

allá en las dotes del alma

siendo el desprecio del mundo.

Cañizares

Veinte años hace, poco más o menos, que al declinar una tarde del mes de junio un joven de hermosa presencia atravesaba a caballo los campos pintorescos que riega el Tínima, y dirigía a paso corto su brioso alazán por la senda conocida en el país con el nombre de camino de Cubitas, por conducir a las aldeas de este nombre, llamadas también tierras rojas. Hallábase el joven de quien hablamos a distancia de cuatro leguas de Cubitas, de donde al parecer venía, y a tres de la ciudad de Puerto Príncipe, capital de la provincia central de la isla de Cuba en aquella época, como al presente, pero que hacía entonces muy pocos años había dejado su humilde dictado de villa.

Fuese efecto de poco conocimiento del camino que seguía, fuese por complacencia de contemplar detenidamente los paisajes que se ofrecían a su vista, el viajero acortaba cada vez más el paso de su caballo y le paraba a trechos como para examinar los sitios por donde pasaba. A la verdad, era harto probable que sus repetidas detenciones solo tuvieran por objeto admirar más a su sabor los campos fertilísimos de aquel país privilegiado, y que debían tener mayor atractivo para él si, como lo indicaban su tez blanca y sonrosada, sus ojos azules, y su cabello de oro había venido al mundo en una región del Norte.

El Sol terrible de la zona tórrida se acercaba a su ocaso entre ondeantes nubes de púrpura y de plata, y sus últimos rayos, ya tibios y pálidos, vestían de un colorido melancólico los campos vírgenes de aquella joven naturaleza, cuya vigorosa y lozana vegetación parecía acoger con regocijo la brisa apacible de la tarde, que comenzaba a agitar las copas frondosas de los árboles agostados por el calor del día. Bandadas de golondrinas se cruzaban en todas direcciones buscando su albergue nocturno, y el verde papagayo con sus franjas de oro y de grana, el cao de un negro nítido y brillante, el carpintero real de férrea lengua y matizado plumaje, la alegre guacamalla, el ligero tomeguín, la tornasolada mariposa y otra infinidad de aves indígenas se posaban en las ramas del tamarindo y del mango aromático, rizando sus variadas plumas como para recoger en ellas el soplo consolador del aura.

El viajero después de haber atravesado sabanas inmensas donde la vista se pierde en los dos horizontes que forman el cielo y la tierra, y prados coronados de palmas y gigantescas ceibas, tocaba por fin en un cercado, anuncio de propiedad. En efecto, divisábase a lo lejos la fachada blanca de una casa de campo, y al momento el joven dirigió su caballo hacia ella; pero lo detuvo repentinamente y apostándole a la vereda del camino pareció dispuesto a esperar a un paisano del campo que se adelantaba a pie hacia aquel sitio, con mesurado paso, y cantando una canción del país cuya última estrofa pudo entender perfectamente el viajero:

Una morena me mata

tened de mí compasión,

pues no la tiene la ingrata

que adora mi corazón.

El campesino estaba ya a tres pasos del extranjero y viéndole en actitud de aguardarle detúvose frente a él y ambos se miraron un momento antes de hablar. Acaso la notable hermosura del extranjero causó cierta suspensión al campesino, el cual por su parte atrajo indudablemente las miradas de aquél.

Era el recién llegado un joven de alta estatura y regulares proporciones, pero de una fisonomía particular. No parecía un criollo blanco, tampoco era negro ni podía creérsele descendiente de los primeros habitadores de las Antillas. Su rostro presentaba un compuesto singular en que se descubría el cruzamiento de dos razas diversas, y en que se amalgamaban, por decirlo así, los rasgos de la casta africana con los de la europea, sin ser no obstante un mulato perfecto.

Era su color de un blanco amarillento con cierto fondo oscuro; su ancha frente se veía medio cubierta con mechones desiguales de un pelo negro y lustroso como las alas del cuervo; su nariz era aguileña pero sus labios gruesos y amoratados denotaban su procedencia africana. Tenía la barba un poco prominente y triangular, los ojos negros, grandes, rasgados, bajo cejas horizontales, brillando en ellos el fuego de la primera juventud, no obstante que surcaban su rostro algunas ligeras arrugas. El conjunto de estos rasgos formaba una fisonomía característica; una de aquellas fisonomías que fijan las miradas a primera vista y que jamás se olvidan cuando se han visto una vez.

El traje de este hombre no se separaba en nada del que usan generalmente los labriegos en toda la provincia de Puerto Príncipe, que se reduce a un pantalón de cotín de anchas rayas azules, y una camisa de hilo, también listada, ceñida a la cintura por una correa de la que pende un ancho machete, y cubierta la cabeza con un sombrero de Yarey bastante alicaído: traje demasiado ligero pero cómodo y casi necesario en un clima abrasador.

El extranjero rompió el silencio y hablando en castellano con una pureza y facilidad que parecían desmentir su fisonomía septentrional, dijo al labriego:

—Buen amigo, tendrá usted la bondad de decirme si la casa que desde aquí se divisa es la del Ingenio de Bellavista, perteneciente a don Carlos de B...

El campesino hizo una reverencia y contestó:

—Sí señor, todas las tierras que se ven allá abajo, pertenecen al señor don Carlos.

—Sin duda es usted vecino de ese caballero y podrá decirme si ha llegado ya a su ingenio con su familia.

—Desde esta mañana están aquí los dueños, y puedo servir a usted de guía si quiere visitarlos.

El extranjero manifestó con un movimiento de cabeza que aceptaba el ofrecimiento, y sin aguardar otra respuesta el labriego se volvió en ademán de querer conducirle a la casa, ya vecina. Pero tal vez no deseaba llegar tan pronto el extranjero, pues haciendo andar muy despacio a su caballo volvió a entablar con su guía la conversación, mientras examinaba con miradas curiosas el sitio en que se encontraba.

—¿Dice usted que pertenecen al señor de B... todas estas tierras?

—Sí señor.

—Parecen muy feraces.

—Lo son en efecto.

—Esta finca debe producir mucho a su dueño.

—Tiempos ha habido, según he llegado a entender —dijo el labriego deteniéndose para echar una ojeada hacia las tierras objeto de la conversación—, en que este ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de azúcar cada año, porque entonces más de cien negros trabajaban en sus cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario actual de Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros, ni excede su Zafra de seis mil panes de azúcar.

—Vida muy fatigosa deben de tener los esclavos en estas fincas —observó el extranjero—, y no me admira se disminuya tan considerablemente su número.

—Es una vida terrible a la verdad —respondió el labrador arrojando a su interlocutor una mirada de simpatía—: bajo este cielo de fuego el esclavo casi desnudo trabaja toda la mañana sin descanso, y a la hora terrible del mediodía jadeando, abrumado bajo el peso de la leña y de la caña que conduce sobre sus espaldas, y abrasado por los rayos del Sol que tuesta su cutis, llega el infeliz a gozar todos los placeres que tiene para él la vida: dos horas de sueño y una escasa ración. Cuando la noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar a la tierra abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar con su sudor y con sus lágrimas al recinto donde la noche no tiene sombras, ni la brisa frescura: porque allí el fuego de la leña ha sustituido al fuego del Sol, y el infeliz negro girando sin cesar en torno de la máquina que arranca a la caña su dulce jugo, y de las calderas de metal en las que este jugo se convierte en miel a la acción del fuego, ve pasar horas tras horas, y el Sol que torna le encuentra todavía allí... ¡Ah!, sí; es un cruel espectáculo la vista de la humanidad degradada, de hombres convertidos en brutos, que llevan en su frente la marca de la esclavitud y en su alma la desesperación del infierno.

El labriego se detuvo de repente como si echase de ver que había hablado demasiado, y bajando los ojos, y dejando asomar a sus labios una sonrisa melancólica, añadió con prontitud:

—Pero no es la muerte de los esclavos causa principal de la decadencia del Ingenio de Bellavista: se han vendido muchos, como también tierras, y sin embargo aún es una finca de bastante valor.

Dichas estas palabras tornó a andar con dirección a la casa, pero detúvose a pocos pasos notando que el extranjero no le seguía, y al volverse hacia él, sorprendió una mirada fija en su rostro con notable expresión de sorpresa. En efecto, el aire de aquel labriego parecía revelar algo de grande y noble que llamaba la atención, y lo que acababa de oírle el extranjero, en un lenguaje y con una expresión que no correspondían a la clase que denotaba su traje pertenecer, acrecentó su admiración y curiosidad. Habíase aproximado el joven campesino al caballo de nuestro viajero con el semblante de un hombre que espera una pregunta que adivina se le va a dirigir, y no se engañaba, pues el extranjero no pudiendo reprimir su curiosidad le dijo:

—Presumo que tengo el gusto de estar hablando con algún distinguido propietario de estas cercanías. No ignoro que los criollos cuando están en sus haciendas de campo, gustan vestirse como simples labriegos, y sentiría ignorar por más tiempo el nombre del sujeto que con tanta cortesía se ha ofrecido a guiarme. Si no me engaño es usted amigo y vecino de don Carlos de B...

El rostro de aquel a quien se dirigían estas palabras no mostró al oírlas la menor extrañeza, pero fijó en el que hablaba una mirada penetrante: luego, como si la dulce y graciosa fisonomía del extranjero dejase satisfecha su mirada indagadora, respondió bajando los ojos:

—No soy propietario, señor forastero, y aunque sienta latir en mi pecho un corazón pronto siempre a sacrificarse por don Carlos no puedo llamarme amigo suyo. Pertenezco —prosiguió con sonrisa amarga—, a aquella raza desventurada sin derechos de hombres... soy mulato y esclavo.

—¿Conque eres mulato? —dijo el extranjero tomando, oída la declaración de su interlocutor, el tono de despreciativa familiaridad que se usa con los esclavos—: bien lo sospeché al principio; pero tienes un aire tan poco común en tu clase, que luego mudé de pensamiento.

El esclavo continuaba sonriéndose; pero su sonrisa era cada vez más melancólica y en aquel momento tenía también algo de desdeñosa.

—Es —dijo volviendo a fijar los ojos en el extranjero—, que a veces es libre y noble el alma, aunque el cuerpo sea esclavo y villano. Pero ya es de noche y voy a conducir a su merced al ingenio ya próximo.

La observación del mulato era exacta. El Sol, como arrancado violentamente del hermoso cielo de Cuba, había cesado de alumbrar aquel país que ama, aunque sus altares estén ya destruidos, y la Luna pálida y melancólica se acercaba lentamente a tomar posesión de sus dominios.

El extranjero siguió a su guía sin interrumpir la conversación:

—¿Conque eres esclavo de don Carlos?

—Tengo el honor de ser su mayoral en este ingenio.

—¿Cómo te llamas?

—Mi nombre de bautismo es Bernabé, mi madre me llamó siempre Sab, y así me han llamado luego mis amos.

—¿Tu madre era negra, o mulata como tú?

—Mi madre vino al mundo en un país donde su color no era un signo de esclavitud: mi madre —repitió con cierto orgullo—, nació libre y princesa. Bien lo saben todos aquellos que fueron como ella conducidos aquí de las costas del Congo por los traficantes de carne humana. Pero princesa en su país fue vendida en éste como esclava.

El caballero sonrió con disimulo al oír el título de princesa que Sab daba a su madre, pero como al parecer le interesase la conversación de aquel esclavo, quiso prolongarla:

—Tu padre sería blanco indudablemente.

—¡Mi padre!... yo no le he conocido jamás. Salía mi madre apenas de la infancia cuando fue vendida al señor don Félix de B... padre de mi amo actual, y de otros cuatro hijos. Dos años gimió inconsolable la infeliz sin poder resignarse a la horrible mudanza de su suerte; pero un trastorno repentino se verificó en ella pasado este tiempo, y de nuevo cobró amor a la vida porque mi madre amó. Una pasión absoluta se encendió con toda su actividad en aquel corazón africano. A pesar de su color era mi madre hermosa, y sin duda tuvo correspondencia su pasión pues salí al mundo por entonces. El nombre de mi padre fue un secreto que jamás quiso revelar.

—Tu suerte, Sab, será menos digna de lástima que la de los otros esclavos, pues el cargo que desempeñas en Bellavista prueba la estimación y afecto que te dispensa tu amo.

—Sí, señor, jamás he sufrido el trato duro que se da generalmente a los negros, ni he sido condenado a largos y fatigosos trabajos. Tenía solamente tres años cuando murió mi protector don Luis el más joven de los hijos del difunto don Félix de B... pero dos horas antes de dejar este mundo aquel excelente joven tuvo una larga y secreta conferencia con su hermano don Carlos, y según se conoció después, me dejó recomendado a su bondad. Así hallé en mi amo actual el corazón bueno y piadoso del amable protector que había perdido. Casose algún tiempo después con una mujer... ¡un ángel! y me llevó consigo. Seis años tenía yo cuando mecía la cuna de la señorita Carlota, fruto primero de aquel feliz matrimonio. Más tarde fui el compañero de sus juegos y estudios, porque hija única por espacio de cinco años, su inocente corazón no medía la distancia que nos separaba y me concedía el cariño de un hermano. Con ella aprendí a leer y a escribir, porque nunca quiso recibir lección alguna sin que estuviese a su lado su pobre mulato Sab. Por ella cobré afición a la lectura, sus libros y aun los de su padre han estado siempre a mi disposición, han sido mi recreo en estos páramos, aunque también muchas veces han suscitado en mi alma ideas aflictivas y amargas cavilaciones.

Interrumpíase el esclavo no pudiendo ocultar la profunda emoción que a pesar suyo revelaba su voz. Mas hízose al momento señor de sí mismo; pasose la mano por la frente, sacudió ligeramente la cabeza, y añadió con más serenidad:

—Por mi propia elección fui algunos años calesero, luego quise dedicarme al campo, y hace dos que asisto en este ingenio.

El extranjero sonreía con malicia desde que Sab habló de la conferencia secreta que tuviera el difunto don Luis con su hermano, y cuando el mulato cesó de hablar le dijo: