Sortilegio - Nora Roberts - E-Book

Sortilegio E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

El legado mágico que habían heredado de sus antepasados los hacía muy especiales… La adorable e ingenua Rowan Murray se sentía atraída hacia Liam Donovan con una intensidad que jamás había creído posible, casi mágica. Y cuando la besó, se convenció de que Liam sentía lo mismo. Pero pronto se dio cuenta de que su enigmático vecino era tan esquivo como el misterioso lobo que había visto merodeando por su casa... Antes de poder confesar su amor por Rowan, Liam tenía que confiar en ella y confesarle la increíble verdad respecto a sí mismo y su familia.

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Seitenzahl: 241

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Sortilegio, n.º 26 - agosto 2017

Título original: Enchanted

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2000

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-171-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Los Donovan

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Prólogo

 

Negro como la noche, el lobo corría bajo la luna llena. Corría por gusto y corría solo, a través de los árboles, de las sombras moradas del bosque, de la magia nocturna.

El viento del mar silbaba canciones antiguas, azotaba los pinos, llenaba el aire con su fragancia. Pequeñas criaturas de ojos brillantes se ocultaban y miraban la bala depredadora que corría aullando a través de la niebla que envolvía el suelo.

Sabía que estaban allí, podía olerlas, oír el latido temeroso de sus corazones. Pero esa noche no cazó nada, salvo la noche misma.

No iba acompañado, no tenía más pareja que la soledad.

Una inquietud lo consumía. En busca de paz y sosiego, el lobo conquistaba el bosque, subía a los acantilados, rodeaba los descampados, pero nada le aliviaba ni satisfacía.

Cuando el sendero comenzó a inclinarse y los árboles se espaciaron, redujo la velocidad y olfateó el aire. Había algo… algo que lo seducía e impulsaba a coronar los acantilados del Pacífico. Subió las rocas con decisión y aguzó la vista buscando, explorando.

Allí, en ese punto en que las olas rompían y la luna se bañaba blanca y llena, alzó la cabeza y aulló. Al mar, al cielo y a la noche.

A la magia.

El aullido resonó, se expandió, llenó la noche con su pregunta, con un poder tan natural como respirar.

Y los susurros que le respondieron le dijeron que se avecinaba un cambio. Era el destino.

De nuevo, el lobo de dorados ojos alzó la cabeza y aulló. Quería saber más, era importante. En algún lugar del horizonte un relámpago rompió la noche con un destello blanco y cegador. Después, solo un segundo más tarde, se pudo oír la respuesta.

«El amor se acerca».

Y la magia retembló en el aire, bailó sobre el mar a carcajadas. El cielo se consteló de estrellas. Y el lobo observó, escuchó. Incluso cuando regresó al espesor y a las sombras del bosque, la respuesta lo persiguió.

«El amor se acerca».

La inquietud que lo consumía le aceleró el corazón, lo lanzó disparado entre los árboles, desgarrando la niebla con cada paso. La sangre le hervía, giró a la izquierda, hacia el suave brillo de las luces. La ventana de un refugio le daba la bienvenida. Los susurros de la noche enmudecieron.

Mientras subía las escaleras, una nube blanca lo envolvió, resplandeció una luz azulada. Y el lobo se convirtió en hombre.

Uno

 

Cuando Rowan Murray divisó la cabaña, sintió una mezcla de alivio y temor. Le aliviaba haber terminado el largo viaje que la había conducido desde San Francisco a ese refugio de la costa de Oregón. Y eso mismo le dio también miedo.

Estaba allí. Lo había hecho.

¿Qué haría a continuación?

Lo práctico era salir del todoterreno, abrir la puerta y echar un vistazo al sitio que sería su hogar durante los siguientes tres meses. Deshacer las maletas, prepararse un té y darse una ducha.

Sí, eso era lo práctico, se dijo Rowan, sentada en el asiento delantero de su nuevo Range Rover, apretando el volante con fuerza.

Estaba sola. Absolutamente sola.

Era lo que quería, lo que necesitaba. Lo que había buscado desde hacía meses. Por eso, cuando le habían ofrecido la cabaña, se había aferrado a ella como un náufrago a una tabla.

Y ahora que estaba allí, no se atrevía ni a salir del coche.

—No seas tonta, Rowan —susurró al tiempo que cerraba los ojos—. No seas cobarde.

Permaneció sentada, haciendo acopio de valor. Era una mujer baja, esbelta, de pelo liso y castaño. Lo llevaba recogido por detrás en una coleta que se estaba soltando. De nariz larga y afilada, tenía una boca ligeramente ancha para el triángulo de la cara. Sus ojos, cansados tras horas de conducir, eran azul oscuro y alargados…

Ojos de elfo, solía decir su padre. Al pensar en él, sintió que se le poblaban de lágrimas.

Lo había decepcionado. Y también a su madre. La culpa le pesaba en el pecho como una piedra granítica. No había sido capaz de explicar con claridad por qué no había querido seguir el camino que con tanto cuidado le habían allanado sus padres. Pero cada paso que había dado por ese camino la había hecho sentirse infeliz, segura de estar alejándose del sitio en que necesitaba estar.

Alejándola de lo que necesitaba ser.

Así que había acabado huyendo. Aunque no exactamente. Era demasiado previsora para echar a correr como una ladrona en medio de la noche. Se había trazado un plan y había seguido unos pasos concretos… que la habían apartado de su casa, de su carrera y de su familia. De un amor que la estaba asfixiando como si tuviese manos para taparle la nariz y la boca.

Allí, en esa cabaña, sería capaz de respirar, de pensar y decidir. Y quizá, solo quizá, lograría comprender qué le impedía ser lo que todos esperaban de ella.

Si al final descubría que estaba equivocada y todos los demás tenían razón, estaba dispuesta a asumirlo. Pero antes se tomaría tres meses para ella.

Abrió los ojos, miró y se relajó. Era un paisaje bello. Los árboles se elevaban majestuosos hacia el cielo, el sol brillaba entre el follaje y la misma cabaña destellaba bajo el sol. El porche parecía ideal para sentarse durante las mañanas perezosas o los plácidos atardeceres. Además, ya se habían abierto los primeros brotes de la primavera.

Aunque aún hacía frío. Belinda le había recomendado que se comprara una bufanda y la había avisado de que la primavera tardaría todavía en llegar a ese pequeño rincón del mundo.

Encendería la chimenea, se dijo Rowan. Uno de los lugares favoritos de la casa de sus padres era la chimenea del salón, siempre crepitante y acogedora cuando el frío caía riguroso sobre la ciudad.

Sí, encendería un fuego en cuanto se instalase, se prometió Rowan. Para darse la bienvenida a su nueva casa.

Más calmada, abrió la puerta y bajó del todoterreno. Rompió una rama con las botas y el sonido le asustó un poco. Luego se echó a reír. Movió las llaves para hacer ruido mientras se dirigía a la cabaña. Subió los dos escalones del porche, introdujo la llave de la entrada en la cerradura, respiró profundo, abrió…

Y se enamoró.

—¡Qué maravilla! —exclamó sonriente—. Belinda, te quiero.

Las paredes estaban decoradas con algunos de los cuadros por los que su amiga era famosa, la chimenea estaba limpia y tenía una pila de leños esperando para arder, el suelo estaba cubierto por alfombras coloridas, los muebles compartían la belleza de la sencillez y había varios cojines color esmeralda, zafiro y rubí.

Para completar el cuento de hadas, había estatuas de dragones, magos, cuencos llenos de piedrecillas, minerales y flores secas. Rowan subió las escaleras entusiasmada y siguió sonriendo al descubrir las dos espaciosas habitaciones de la planta superior.

Una, muy luminosa, era el despacho que usaba su amiga cuando iba al refugio, como lo probaban el caballete, los lienzos, pinceles y paletas de pintura que había a la vista.

Tenía candelabros de plata, estrellas cristalinas y una bola también de cristal.

El dormitorio le encantó. Tenía una cama enorme, una chimenea pequeña para calentar la pieza y un armario de madera.

Se respiraba paz. Sí, allí sí podía respirar, se dijo Rowan contenta. Por alguna extraña razón, tuvo la sensación de que podría echar raíces en ese bosque.

Deseosa por instalarse, bajó las escaleras, salió de la cabaña y fue a su todoterreno. Había agarrado una primera caja del portamaletas cuando la piel de la nuca se le erizó. De pronto, el corazón le golpeó el pecho con fuerza y las palmas se le humedecieron de sudor.

Se giró a toda velocidad y se quedó boquiabierta.

El lobo era negro, con ojos brillantes como monedas de oro. Y estaba entre los árboles, quieto como una estatua, observándola. Rowan no podía sino mirar al animal. ¿Por qué no gritaba?, se preguntó. ¿Por qué no echaba a correr?

Sobre todo, ¿por qué estaba más sorprendida que asustada?

¿Había soñado con él?, ¿estaba recordando un sueño en el que un lobo se acercaba a ella en medio de la niebla?

Pero eso era ridículo. Ella nunca había visto un lobo fuera de un zoo. Y, desde luego, seguro que no había visto ninguno que la mirase de esa manera.

—Hola —lo saludó con naturalidad. Luego rio, pestañeó y, al abrir los ojos, el lobo había desaparecido.

Por un momento, tuvo la sensación de estar saliendo de un trance. Cuando por fin se le despejó la cabeza, miró hacia los árboles en busca de algún movimiento, de alguna sombra o algún rastro.

Pero no había más que silencio.

—Ya te estás imaginando cosas —se reprochó mientras cargaba la caja—. Si allí había algo, no era más que un perro.

Los lobos eran animales nocturnos, ¿no? No se acercaban a las personas a la luz del día, para quedarse quietos mirando y luego desvanecerse.

Pero estaba segura de que había sido un lobo. Belinda no le había hablado de ninguno, sin embargo. Como no le había dicho que tuviese ningún vecino cerca. Era extraño, por otra parte, que no le hubiese preguntado ella si los tenía.

En fin, era evidente que había un vecino en los alrededores y que tenía un perro grande y negro. Supuso que podrían mantenerse alejados el uno del otro.

 

 

El lobo miraba desde las sombras de los árboles. ¿Quién era esa mujer?, ¿por qué era la mujer? Se movía de prisa, un poco nerviosa, lanzando alguna mirada hacia atrás mientras llevaba sus pertenencias del coche a la cabaña.

La había olido a más de quinientos metros de distancia. Había olido sus temores, su ansiedad y sus deseos. Y la había seguido.

Apretó los dientes enfadado y desafiante. Se negaba a ir por ella. No podía dejar que esa mujer lo cambiara o cambiase lo que quería.

Se dio media vuelta en silencio y desapareció entre los árboles.

 

 

Rowan encendió un fuego y fue organizando el equipaje mientras las llamas flameaban en la chimenea. No tenía muchas cosas en realidad. Ropa sobre todo. La mayoría de las cajas estaban atestadas de libros. Libros de los que no podía prescindir, libros que se había prometido leer. Libros de estudio y libros de ocio. Había desarrollado una gran afición por la lectura, por explorar nuevos mundos por medio de la palabra escrita. Y era ese amor tan grande el que le hacía cuestionarse a menudo su trabajo de profesora.

Sus padres siempre la habían animado a que lo fuese. Ella siempre había tenido facilidad para aprender. Había sacado buenas notas en el instituto, se había licenciado en la universidad y luego había realizado un máster en Didáctica y Pedagogía. A los veintisiete años, ya llevaba seis enseñando.

Y lo hacía bien, pensó mientras daba un sorbo a una taza de té. Localizaba los puntos fuertes y débiles de sus alumnos, sabía captar su interés y hacerlos participar, desafiarlos.

Pero apenas avanzaba con el doctorado. Se despertaba cada mañana vagamente insatisfecha y regresaba a casa descontenta todas las tardes.

Porque no amaba la enseñanza.

Cuando había intentado explicárselo a la gente que la quería, estos se habían quedado perplejos. Sus alumnos la apreciaban y respetaban, los compañeros del colegio también la valoraban. ¿Por qué no se doctoraba, se casaba con Alan y llevaba una vida ordenada como era debido?

Eso mismo se preguntaba Rowan. Y la única respuesta que tenía estaba en su corazón.

Decidió salir a dar un paseo para despejarse y hacerse una idea de dónde estaba. Quería ver los acantilados de los que le había hablado Belinda.

Cerró la puerta con cerrojo, respiró hondo y aspiró la fragancia de los pinos y el mar. Recordó el dibujo que su amiga le había hecho de la cabaña, del bosque, de los acantilados. Puso a un lado sus dudas y sus nervios y echó a andar.

Nunca había vivido fuera de la ciudad. Crecer en San Francisco no la había preparado para la amplitud del bosque de Oregón, para sus olores y sus sonidos. Aun así, poco a poco logró ir relajándose. Los abetos se alzaban por encima de ella, la hierba crecía tupida y el suelo se poblaba de coníferas.

Por todas partes podían verse helechos, algunos finos y afilados como espadas, otros transparentes… «como hadas que bailan por la noche», pensó Rowan.

El agua de un arroyo corría mansamente hasta caer por una pequeña cascada, fría e impoluta. Siguió el curso del agua y se relajó con su arrullo.

Había una curva más arriba y, justo a la vuelta, encontraría el tocón de un viejo árbol que parecía la cara de un anciano. Era un buen lugar para sentarse y ver el bosque plácidamente.

Entonces, al ver la corteza del árbol que, en efecto, parecía la cara de un anciano, se detuvo. ¿Cómo había sabido la existencia de ese tocón? No formaba parte del dibujo que le había hecho Belinda; así que ¿cómo lo había adivinado?

—Porque lo habrá mencionado. Me lo diría en algún momento —se dijo Rowan—. Es la clase de cosas que a Belinda le gusta contar y a mí se me habrá olvidado.

Pero Rowan no se sentó. Tenía la sensación de que el bosque estaba vivo, encantado, precisó sonriente. Estaba en el bosque encantado con el que todas las niñas soñaban, donde las hadas bailan y el príncipe espera a rescatar a la dama para liberarla del hechizo de un brujo malvado.

No tenía que temer nada. Estaba sola en el bosque y nadie la reprendería si se abandonaba a ensoñaciones sobre cuentos de hadas. Sus sueños le pertenecían a ella.

Sí, si tuviera que contarle un cuento a una niña, sería sobre un bosque encantado… y sobre un príncipe que lo habitaba y caminaba entre los árboles en busca de su verdadero amor. Estaba hechizado, pensó Rowan, convertido en un lobo negro. Hasta que la doncella aparecía y lo salvaba gracias a su valor, su astucia y su amor.

Rowan suspiró y lamentó no tener más talento para inventar los detalles de un buen cuento. Tenía buenas ideas, pero nunca conseguía transformarlas en relatos absorbentes.

Así que se dedicaba a leer y admiraba a quienes sí tenían talento escribiendo.

Oyó el susurro del mar y giró hacia la izquierda de una bifurcación. Lo que al principio había sido un susurro fue convirtiéndose en un rugido. Rowan apretó el paso y casi estaba corriendo cuando salió del bosque y llegó a los acantilados.

Mientras se encaramaba a las rocas, el viento soplaba. Soltó una sonora carcajada, entusiasmada al alcanzar la roca más alta.

Sin duda, era una vista fabulosa. Kilómetros de océano azul que acababan estrellándose contra las rocas, el sol de la tarde relucía y destellaba sobre aquella alfombra ondulante.

Había un par de veleros a lo lejos, cabalgando las olas, y una isla pequeña salía del agua con forma de joroba.

A sus pies se acumulaban los mejillones, negros y brillantes. Rowan apoyó la barbilla sobre las manos y observó el mar hasta que los veleros desaparecieron y el mar se quedó vacío.

—La primera vez en mucho tiempo que no hago nada en toda la tarde —murmuró mirando al cielo—. Qué gozada.

Suspiró contenta, se levantó, estiró los brazos, dio media vuelta… y estuvo a punto de caerse por los acantilados.

Lo habría hecho si él no se hubiera movido tan rápidamente; tanto, que Rowan no había advertido el movimiento. Pero sus manos la estaban sujetando con firmeza para que recuperase el equilibrio.

—Quieta —dijo él.

Podía ser el príncipe soñado por cualquier mujer. O el ángel oscuro de sus fantasías más secretas. Su cabello era negro como una noche sin luna y le caía suelto alrededor de la cara, iluminada por el sol. Una cara de facciones contundentes, con una boca firme que no sonreía, rebosante de belleza masculina.

Era alto, aunque eran sus ojos los que la tenían hipnotizada. Porque tenía los mismos ojos del lobo que creía haber visto, de un color marrón dorado, intenso, bajo unas cejas negras como el cabello. La estaba mirando fijamente, sin soltarla aún, y Rowan advirtió impaciencia y curiosidad en aquel rostro tan atractivo.

—Yo… me has asustado. No te había oído —balbuceó Rowan.

El hombre comprendía la sorpresa de la intrusa. Podía haberse hecho notar de modo gradual. Pero verla sonriendo sobre la roca, con la mirada perdida en el mar, lo había aturdido.

—No me has oído porque estabas soñando despierta —respondió él por fin—. Hablabas contigo misma —añadió.

—Sí… tengo esa mala costumbre… de hablar sola.

—¿Por qué estás tan nerviosa?

—No estoy… no lo estaba —susurró Rowan. ¡Dios!, ¡se iba a poner a temblar como aquel desconocido no la soltara enseguida! Hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de ningún hombre que no fuese Alan. Y más aún que su cuerpo no reaccionaba de ese modo tan violento y perturbador. ¡Hasta había estado a punto de caerse al agua!

—No lo estabas —el hombre deslizó las manos hasta captarle el pulso en las muñecas—. Pero ahora sí lo estás.

—Ya te he dicho que me has asustado —respondió ella—. Es una buena caída —argumentó.

—Cierto —el hombre la retiró del precipicio un par de pasos—. ¿Mejor?

—Sí… Bueno, me llamo Rowan Murray, voy a ocupar la cabaña de Belinda Malone una temporada —se presentó ella. Le habría ofrecido la mano para estrechar la de él, pero era imposible, dado que seguía reteniéndola por las muñecas.

—Donovan, Liam Donovan —se presentó él.

—Pero no eres de aquí.

—¿Ah, no?

—Quiero decir, tu acento. Es irlandés.

Cuando Liam sonrió y los ojos se le iluminaron, Rowan contuvo las ganas de suspirar como una adolescente frente a su ídolo de rock.

—Soy de Irlanda, pero vivo aquí desde hace casi un año. Mi cabaña está a menos de medio kilómetro de la de Belinda.

—¿Así que la conoces?

—Más o menos —contestó Liam. Había dejado de sonreír y la estaba mirando a los ojos—. No me dijo que fuera a tener compañía.

—Se le olvidaría. A mí tampoco me comentó que tenía un vecino cerca —repuso Rowan. Por fin la había soltado, pero aún sentía el calor de sus dedos en torno a las muñecas—. ¿Qué haces por aquí?

—Lo que me apetezca en cada momento. Supongo que tú vienes con la misma intención. Te vendrá bien, para variar.

—¿Cómo dices?

—Tú no haces lo que te apetece a menudo, ¿no es cierto, Rowan Murray?

Rowan sintió un escalofrío e introdujo las manos en los bolsillos. El sol se iba ocultando tras el horizonte y la sensación de frío estaba justificada.

—Creo que será mejor que tenga cuidado con lo que digo de mí misma a un vecino sigiloso y desconocido.

—Estamos a medio kilómetro, tranquila. Me gusta estar solo —respondió él—. No te molestaré.

—No pretendía ser ruda —Rowan esbozó una sonrisa y lamentó haber sido tan descortés—. Siempre he vivido en la ciudad y…

—No te gusta —murmuró Liam.

—¿Qué?

—La ciudad. No te gusta, o no estarías aquí, ¿no es cierto? —se explicó Liam. ¿Pero qué más le daba si le gustaba o no la ciudad?, se preguntó desconcertado. Esa mujer no sería nada en su vida a menos que así lo decidiera él mismo.

—Yo… no estaré mucho tiempo.

—De eso hay más que de sobra en este bosque. ¿Sabes volver?

—¿Qué?, ¿a la cabaña? Sí, tomo el sendero de la derecha y luego todo recto.

—No te entretengas mucho —Liam se dio media vuelta y empezó a bajar de las rocas—. La noche cae muy rápido a estas alturas del año y es fácil perderse en la oscuridad —añadió, girando la cabeza para hablarle a la cara.

—No, no tardaré en volver… ¿Liam?

Él se detuvo y le lanzó una mirada tan transparente que a Rowan no le costó ver la sombra de impaciencia que la apagaba.

—¿Sí?

—Me preguntaba… ¿dónde está tu perro?

Esbozó una sonrisa fugaz y radiante que la hizo sonreír también a ella.

—No tengo perro —contestó Liam.

—Pero yo creía que… ¿hay más cabañas por aquí?

—A unos cuatro kilómetros. Aquí solo estamos nosotros… y lo que vive en el bosque —dijo él—. No tengas miedo, no hay nada que temer. Disfruta de tu paseo y del resto del día —añadió para tranquilizarla, al advertir cierta inquietud en la expresión de Rowan.

Antes de que se le ocurriera otra pregunta con que retenerlo, Liam había saltado por una roca y se había perdido entre los árboles. Fue entonces cuando advirtió que estaba oscureciendo, que hacía frío y soplaba el viento. Dejó a un lado su orgullo, bajó las rocas y lo llamó.

—¿Liam?, ¿te importa esperarme? Iré contigo un rato.

Pero solo obtuvo la respuesta del eco. Rowan avanzó aprisa, con la garganta seca, convencida de que lo había visto entre unos troncos. Pero no logró encontrarlo.

—Además de sigiloso, rápido —murmuró mientras respiraba hondo—. Está bien, aquí no hay nada que no estuviera ya cuando había luz. Vuelve por donde has venido y deja de comportarte como una idiota —se dijo.

Pero a medida que se internaba en el bosque, más sombrío se tornaba este y mayor era la niebla que envolvía el camino.

Habría jurado que oía música, como unas campanas… o quizá una risotada. Armonizaba con el sonido del arroyo y el frufrú de las hojas mecidas por el viento.

Una radio, pensó Rowan. O una televisión. Los sonidos se transmitían de modo extraño en algunos lugares. Liam habría puesto algo de música y, por cualquier razón, ella podía oírlo. Lo curioso era que parecía proceder de su propia cabaña. El viento jugaba esos trucos.

Suspiró aliviada cuando por fin divisó el refugio… pero se quedó de piedra al ver un par de ojos destellantes entre las sombras. Un segundo después, unas hojas se movieron al frente y el animal desapareció.

Rowan avivó el paso y no lo redujo hasta haber alcanzado la cabaña. Y no volvió a respirar con normalidad hasta que estuvo dentro y hubo cerrado la puerta con cerrojo.

Encendió todas las luces de la planta baja y, ya más calmada, se sirvió una copa de vino de una de las botellas que había llevado consigo. Alzó la copa y, antes de tragar el líquido, brindó:

—Por los comienzos extraños, los vecinos misteriosos y los perros invisibles.

Luego, para sentirse más cómoda, calentó una sopa de sobre y se la tomó de pie, soñando, mirando por la ventana de la cocina, como solía hacer en su apartamento de la ciudad.

Pero los sueños de ahora eran mejores, más claros. Sueños con árboles gigantes, agua y olas de blancas crestas, crepúsculos.

Sueños sobre un hombre guapo de ojos marrón dorado que la salvaba de caer al mar y la miraba sonriente.

Suspiró. Le habría gustado haber reaccionado de otro modo, haber encontrado el modo de coquetear con él, de hablarle con naturalidad, para que la hubiese mirado con interés, en vez de con impaciencia.

Lo que era una estupidez, pues seguro que Liam Donovan no estaría perdiendo el tiempo pensando en ella. Sin duda, era inútil abandonarse a ese tipo de fantasías.

Fregó el plato que había usado y subió las escaleras. Una vez arriba, se dio el capricho de llenar la bañera con agua caliente y burbujas fragantes, y se metió dentro con un libro y una segunda copa de vino.

En seguida cayó en la cuenta de que aquel era un lujo que no acostumbraba a permitirse.

—Pero eso va a cambiar —se dijo mientras recostaba la espalda y gemía de placer—. Como tantas otras cosas.

Cuando el agua se quedó tibia, se levantó para secarse y estrenar uno de los dos pijamas de lana que había comprado. Después encendió la chimenea del dormitorio, se tumbó sobre la cama y se acomodó, dispuesta a proseguir con la lectura de su libro.

Diez minutos después estaba dormida, con las gafas de leer resbalándole sobre la nariz, las luces dadas y el vino calentándose en la copa.

Soñó con un lobo negro y ágil que entraba de puntillas en el dormitorio y la observaba con curiosidad mientras dormía. Tenía los ojos dorados y parecía hablarle telepáticamente:

—No estaba buscándote —le decía el animal—. No quiero lo que me vas a ofrecer. Vuelve a tu mundo, Rowan Murray. El mío no es para ti.

—Solo quiero tiempo —contestaba ella con el pensamiento—. Necesito un poco de tiempo.

El lobo se acercaba a la cama, de modo que Rowan casi podía tocarle la cabeza con la mano.

—Si lo buscas aquí, podemos quedar atrapados. ¿Estás dispuesta a arriesgarte?

—Ya es hora de que alguna vez me arriesgue —respondía Rowan mientras acariciaba la piel del lobo.

Entonces, el lobo se convertía en un hombre y se acercaba a ella.

—¿Qué pasaría si te besara ahora, Rowan? —le preguntaba. Rowan gemía y estiraba los brazos para darle la bienvenida—. Duerme —añadió Liam al tiempo que le quitaba las gafas y las colocaba sobre la mesilla de noche.

Luego apagó la luz, se metió las manos en los bolsillos para no tocar a Rowan y suspiró.

—Maldita sea —se lamentó Liam—. No quiero que pase. No la quiero.

Y desapareció.

 

 

Después, mucho después, Rowan soñó con un lobo negro como la medianoche sobre los acantilados. Alzaba la cabeza al cielo y aullaba a la luna que nadaba en el mar.

Dos

 

Durante los siguientes días, Rowan se dedicó a buscar al lobo. Solía encontrarlo por la mañana, o justo antes del crepúsculo, parado entre los árboles.

Observando la cabaña, pensó ella. Observándola.

Y se dio cuenta de que sentía cierta decepción cuando no lo veía. Tanta que empezó a dejar comida afuera, con la esperanza de seducirlo y convertirlo en un visitante que frecuentara lo que Rowan ya empezaba a considerar su pequeño y nuevo mundo.

Pensaba en él a menudo. Despertaba casi todas las mañanas con retazos de sueños en la memoria. Sueños en los que el lobo se sentaba junto a la cama mientras ella dormía, en los que a veces estiraba la mano para acariciarle la piel o sentir su potente lomo.

De vez en cuando, el lobo y su vecino se mezclaban. Esos días, despertaba temblorosa, con una sensación de frustración sexual que la apabullaba y avergonzaba.

Cuando recuperaba la lucidez, se recordaba que Liam Donovan era el único ser humano que había visto en la última semana. Además, se trataba de un hombre espectacular, modelo perfecto para alimentar sueños eróticos.

Pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o dibujando, o dando largos paseos. E intentando no pensar que ya era hora de realizar la llamada telefónica semanal que les había prometido a sus padres.

Aunque disfrutaba de la paz, la soledad y la falta de obligaciones con que ocupar el tiempo, también había momentos en que se sentía desoladoramente solitaria. Pero ni siquiera cuando le acuciaba la necesidad de escuchar otra voz, o de establecer un mínimo contacto humano, reunió el valor ni encontró una excusa razonable para buscar a Liam.

Podría ofrecerle una taza de café, pensó mientras el sol se perdía tras los árboles. O invitarlo a cenar y charlar un rato, pensó mientras jugueteaba con su coleta.

—¿Es que él no se siente solo nunca? —se preguntó—. ¿Qué hace durante todo el día y toda la noche?

El viento sopló y un trueno sonó a lo lejos. Se avecinaba una tormenta, musitó Rowan mientras se acercaba a la entrada para abrir la puerta al aire fresco. Alzó la vista, miró las nubes negras que se amontonaban en el cielo y vio el destello de un relámpago lejano.