Tras sus pasos - Nora Roberts - E-Book

Tras sus pasos E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

A Gillian Fitzpatrick le habían dicho que Trace O'Hurley era el mejor para encontrar a su hermano, desaparecido en México. Pero cuando lo conoció, su impresión no pudo ser más negativa: era un hombre rudo, desaliñado y desagradable. Sin embargo, cuando lo miró a los ojos, se dio cuenta de que Trace era un hombre muy capaz y peligroso....

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Seitenzahl: 315

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1990 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tras sus pasos, n.º 60 - octubre 2017

Título original: Without a Trace

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2002

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-415-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

 

A las ovejas negras

N.R.

Prólogo

 

–Sube el ritmo en la presentación, Tracey, muchacho, no dejes que decaiga.

Frank O’Hurley se hallaba en su marca, a la derecha del escenario, preparado para realizar otra vez el número de presentación. Las tres noches de actuación en Terre Haute quizá no fueran el punto más importante de su carrera, y bajo ningún concepto eran la culminación de sus sueños, pero iba a darle al público el espectáculo por el que había pagado. Cada actuación era un ensayo para la gran oportunidad.

Cuando llegó el momento, se sumergió en el número con el entusiasmo de un hombre de la mitad de su edad. El calendario podía estipular que tenía cuarenta años, pero sus pies siempre tendrían dieciséis.

Él mismo había escrito el número, con la gran esperanza de que llegara a convertirse en el sello de los O’Hurley. Al piano, su hijo mayor y único varón trataba de darle cierta vida a una melodía que había tocado infinidad de veces… y soñaba con otras cosas y otros lugares.

Al oír la señal, su madre entró en el escenario girando en brazos de su padre. Incluso después de incontables números, de innumerables teatros, Trace aún los admiraba, a pesar de que la constante repetición de su actuación lo tenía frustrado.

¿Estaría siempre allí, tocando una melodía de segunda en un piano de segunda, tratando de llenar los grandes sueños de su padre que no tenían viso alguno de esperanza de volverse realidad?

Como había hecho toda la vida, Molly acompasó sus pasos a los de Frank. Habría podido hacer el número con los ojos vendados. De hecho, mientras lo ejecutaba, tenía la mente puesta más en su hijo que en la sincronización.

Sabía que el chico no era feliz. Y ya tampoco era un chico. Se hallaba en el umbral de ser un hombre y anhelaba seguir su propio camino. Percibía que era eso lo que aterraba a Frank hasta el punto de que se negaba a reconocerlo.

Las discusiones se habían vuelto más frecuentes y acaloradas. «Pronto va a estallar algo», pensó, «y no seré capaz de recoger todas las piezas».

Con el corazón próximo al de Frank, pudo sentir cómo su marido se llenaba de orgullo en el momento en que sus tres hijas entraron en el escenario. Odiaría que perdiera ese orgullo o la esperanza que lo mantenía como el soñador juvenil del que se había enamorado.

Cuando Frank y ella abandonaron el escenario, el número avanzó hasta la primera canción. Las Trillizas O’Hurley, Chantel, Abby y Maddy, se lanzaron a la armonía de tres partes como si hubieran nacido cantando.

Pero, como Trace, ellas tampoco eran niñas ya. Chantel había empezado a emplear su ingenio y atractivo para fascinar a los hombres del público. Abby, firme y serena, aguardaba su momento. Y no pasaría mucho antes de que perdieran a Maddy. Como madre, Molly sentía orgullo y pesar ante la idea de que sus hijas menores tenían demasiado talento para seguir siendo parte durante mucho más tiempo de un grupo itinerante.

Sin embargo, era Trace quien la preocupaba en ese momento. Se sentaba ante el viejo piano en el sucio local, con la mente puesta a miles de kilómetros de distancia. Había visto los folletos que guardaba. Imágenes e historias sobre lugares como Zanzíbar, Nueva Guinea, Mazatlán. A veces, en los largos trayectos en tren o autobús de ciudad en ciudad, Trace hablaba de las mezquitas, cuevas y montañas que quería ver.

Y Frank barrería esos sueños como si fueran polvo, aferrándose con desesperación a los suyos propios… y a su hijo.

–No ha estado mal, preciosas –Frank regresó al centro del escenario para abrazar a cada una de sus hijas–. Trace, tu mente no está en la música. Necesitas darle un poco de vida.

–No ha habido vida en este número desde Des Moines.

Unos pocos meses antes, Frank se habría reído y pasado una mano por el pelo de su hijo. Pero en ese momento sintió el aguijonazo de la crítica, de hombre a hombre.

–A la canción no le pasa nada y nunca le ha pasado. Es a tu interpretación a la que le falta vivacidad. Perdiste el ritmo en dos ocasiones. Estoy cansado de que te dediques a rumiar sobre las teclas.

Pacificadora, Abby se interpuso entre su padre y su hermano. Hacía semanas que la creciente tensión tenía nerviosa a la familia.

–Creo que todos estamos un poco cansados.

–Puedo hablar por mí mismo, Abby –Trace se apartó del piano–. Nadie está rumiando sobre las teclas.

–¡Ja! –Frank apartó la mano apaciguadora de Molly. «Dios, el chico es alto», pensó. «Alto, recto y casi un desconocido». Pero Frank O’Hurley seguía al mando, y era hora de que su hijo lo recordara–. Llevas de mal humor desde que te dije que no iba a tolerar que un hijo mío se largara a Hong Kong o Dios sabe dónde como un gitano. Tu lugar está aquí, con tu familia. Tu responsabilidad es con la compañía.

–No es mi maldita responsabilidad.

–Cuida tu tono, muchacho –Frank entrecerró los ojos–, no eres tan grande como para que no te baje los humos.

–Era hora de que alguien empleara este tono contigo –continuó Trace, soltando todo lo que llevaba demasiado tiempo conteniendo–. Año tras año tocamos canciones de segunda en locales de segunda.

–Trace –musitó Maddy con mirada de súplica–. No.

–¿No qué? –exigió–. ¿Que no le cuente la verdad? Dios sabe que de todos modos no la escuchará, pero no me callaré. Vosotras tres y mamá lo habéis protegido de ella demasiado tiempo.

–Las rabietas son tan aburridas –comentó Chantel con pereza, aunque tenía los nervios tensos como un arco–. ¿Por qué no nos separamos y nos vamos a rincones neutrales?

–No –temblando de indignación, Frank se separó de sus hijas–. Adelante, entonces, di lo que tengas que decir.

–Estoy harto de subir a un autobús que no lleva a ninguna parte, de fingir que la siguiente parada será nuestra consagración. Nos arrastras de ciudad en ciudad, un año tras otro.

–¿Arrastraros? –el rostro de Frank se encendió de furia–. ¿Eso es lo que hago?

–No –Molly se adelantó con los ojos puestos en su hijo–. No, no es así. Todos hemos ido por propia voluntad, porque es lo que queríamos. Si alguno de nosotros no lo desea, tiene derecho a decirlo, pero no a ser cruel.

–¡No escucha! –gritó Trace–. No le importa lo que yo quiero o no quiero. Te lo he dicho. Te lo he dicho –encaró a su padre–. Cada vez que intento hablar contigo, lo único que recibo es que tenemos que mantener a la familia unida, cómo nuestra gran oportunidad está a la vuelta de la esquina, cuando lo único que nos aguarda a la vuelta de la esquina es otra patética actuación en otro local de tres al cuarto.

Estaba demasiado cerca de la verdad, demasiado cerca de lo que haría que se sintiera un fracasado, cuando lo único que quería era darle a su familia lo mejor. El temperamento era la única arma de la que disponía Frank, y la empleó.

–Eres un desagradecido, un egoísta y un estúpido. Toda mi vida he trabajado para allanarte el camino. Para abrirte puertas. Y ahora ya no te parece bastante bueno.

Trace sintió que unas lágrimas de frustración le quemaban los ojos, pero no se retiró.

–No, no es suficiente, porque yo no quiero atravesar tus puertas. Quiero otra cosa, algo más, pero estás tan cegado por tu sueño perdido que no eres capaz de ver que lo odio. Y que cuanto más me empujas a seguir tu sueño en vez del mío, más cerca estoy de odiarte a ti.

Trace no había tenido intención de decir eso, y se quedó mudo al oír sus propias y amargas palabras. Ante sus ojos asombrados, su padre se puso pálido, pareció envejecer y marchitarse. Si hubiera podido retractarse, quizá lo hubiera hecho. Pero era demasiado tarde.

–Recoge tu sueño, entonces –anunció Frank con voz dominada por la emoción–. Ve adonde te lleve. Pero no regreses, Trace O’Hurley. No vuelvas a mi lado cuando te desencante. Aquí no recibirás cobijo.

–No habla en serio –se apresuró a intervenir Abby, tomando el brazo de Trace–. Sabes que no.

–Ninguno de los dos habla en serio –con los ojos húmedos, Maddy miró con impotencia a su madre.

–Todo el mundo necesita calmarse –incluso con su amor por lo dramático, Chantel estaba conmocionada–. Vamos, Trace, iremos a dar un paseo.

–No –Molly suspiró y movió la cabeza–. Chicas, vosotras id, dejad que hable con Trace –esperó hasta que se quedaron solos, luego, sintiéndose vieja y cansada, se sentó en el banco del piano–. Sé que no has sido feliz –expuso en voz baja–. Y que has ido acumulando frustración. Debí hacer algo al respecto.

–No es culpa tuya.

–Es tanto mía como suya, Trace. Las cosas que dijiste le llegaron al alma, y no sanarán en un tiempo. Sé que algunas fueron provocadas por la pasión del momento, pero otras eran verdad –alzó la cabeza y estudió el rostro de su primogénito y único hijo–. Creo que era verdad que terminarías por odiarlo si no te soltaba.

–Ma…

–No. Fue algo duro de oír, pero más duro si se vuelve realidad. Quieres marcharte.

Él abrió la boca, a punto de volver a ceder. Pero la furia que le inspiraba su padre estaba demasiado próxima, y lo asustaba.

–He de irme.

–Entonces, hazlo –se levantó para apoyar las manos en sus hombros–. Y hazlo con rapidez y limpieza, de lo contrario él te convencerá de que te quedes, bien con la persuasión o con la culpa, y tú nunca lo perdonarás. Sigue tu propio camino. Estaremos aquí cuando vuelvas.

–Te quiero.

–Lo sé. Y quiero que siga siendo así –lo besó, luego se marchó a toda velocidad, sabiendo que debería contener sus propias lágrimas hasta que hubiera consolado a su marido.

 

 

Aquella noche, Trace guardó sus pertenencias: ropa, una armónica y docenas de folletos. Dejó una nota que simplemente ponía: Escribiré. Llevaba trescientos veintisiete dólares en el bolsillo cuando salió del motel y se puso a hacer autoestop.

Capítulo 1

 

El whisky era barato y mordía como una mujer airada. Trace respiró a través de los dientes y esperó morir. Al no hacerlo, se sirvió otra copa de la botella, se recostó en la silla y contempló la extensión abierta del Golfo de México. A su espalda, la pequeña cantina se preparaba para el negocio de la noche. En la cocina se freían frijoles y enchiladas. El olor a cebolla llegaba con fuerza y competía con el de licor y tabaco. Las conversaciones se mantenían en un español rápido que Trace entendía y soslayaba.

No quería compañía. Quería el whisky y el agua.

El sol era una bola roja sobre el golfo. Nubes bajas titilaban con tonalidades rosadas y doradas. El fuego del whisky se asentaba en un calor agradable y cómodo en su estómago. Trace O’Hurley estaba de vacaciones, y por Dios que pensaba disfrutarlas.

Los Estados Unidos se hallaban a un trayecto corto de avión. Hacía años que había dejado de pensar en ellos como en su hogar… o al menos se había convencido de eso. Habían pasado doce años desde que zarpó de San Francisco siendo un joven idealista dominado por la culpabilidad e impulsado por los sueños. Había visto Hong Kong y Singapur. Durante un año había viajado por Oriente, ganándose la vida con su ingenio y el talento que había heredado de sus padres. Por la noche había tocado en salones de hotel y en tugurios, mientras por el día asimilaba las vistas y los olores extranjeros.

Luego había estado en Tokio. Había tocado música americana en un pequeño antro, con la idea de atravesar Asia.

Simplemente había sido cuestión de hallarse en el lugar adecuado en el momento adecuado. O al revés. En los bares las peleas eran asiduas. Frank O’Hurley le había enseñado a su hijo mucho más que saber mantener el ritmo. Trace sabía cuándo golpear y cuándo retirarse.

No había sido su intención salvar la vida de Charlie Forrester. Y desde luego no había sabido que Forrester era un agente estadounidense.

«El destino», pensó en ese momento, mientras observaba el sol rojo acercarse más al horizonte. Era el destino el que lo había llevado a desviar el cuchillo destinado al corazón de Charlie. Y era el destino, con sus designios caprichosos, el que lo había enredado en el sombrío juego del espionaje. Trace había llegado a cruzar Asia, y llegado más allá. Pero enrolado en el servicio del Sistema de Seguridad Internacional.

En ese momento Charlie estaba muerto. Se sirvió otra copa y brindó por su amigo y mentor. No fue la bala de un asesino ni un cuchillo en un callejón oscuro lo que había acabado con él, sino un paro cardíaco. El cuerpo de Charlie simplemente había decidido que su tiempo se había agotado.

Allí, sentado en aquel antro mexicano, Trace O’Hurley reflexionó.

El funeral iba a celebrarse catorce horas después en Chicago. Como aún no estaba listo para cruzar el Río Grande, iba a quedarse en México a beber por su viejo amigo y a contemplar la vida. Mientras estiraba sus largas piernas enfundadas en unos pantalones caqui, decidió que su amigo lo comprendería. Charlie jamás había sido un devoto de las ceremonias. Su lema era siempre hacer el trabajo, beber una copa y pasar al siguiente.

Sacó una cajetilla aplastada de cigarrillos y buscó unas cerillas en el bolsillo de la camisa sucia. Tenía manos largas. Con diez años había soñado en convertirse en concertista de piano. Pero había soñado en convertirse en muchas cosas. Un sombrero viejo ocultaba su rostro en sombras al encender una cerilla y acercarla al cigarrillo.

Estaba muy bronceado, ya que su último trabajo lo había mantenido al aire libre. Tenía el pelo tupido y lo bastante largo como para ondularse por debajo del sombrero en un desorden de un rubio oscuro. El calor le humedecía la cara enjuta. A lo largo de la mandíbula izquierda había una cicatriz pequeña y blanca, encuentro con una botella rota. Desde los dieciséis años tenía la nariz un poco torcida… por una pelea por el honor de una joven.

En ese momento se encontraba más próximo a la delgadez debido a una prolongada estancia en el hospital. La última bala que había recibido había estado a punto de matarlo. Incluso sin el whisky y sin el pesar que lo embargaba, tenía un aspecto peligroso. Los huesos eran prominentes, los ojos intensos.

No se había afeitado en tres días, lo que acentuaba aún más su aspecto hosco. El camarero estaba encantado de dejarlo en paz con la botella y su soledad.

A medida que anochecía, la cantina se tornaba más bulliciosa. Por una radio salía música mexicana interrumpida por esporádicos ruidos de mala sintonización. Alguien rompió una copa. Dos hombres comenzaron a discutir de pesca, política y mujeres. Trace se sirvió otro trago.

La vio en cuanto entró. Los viejos hábitos lo impulsaron a clavar la vista en la puerta. El entrenamiento hizo que asimilara los detalles sin dar la impresión de que miraba. «Una turista que tomó el desvío equivocado», pensó mientras observaba la piel de porcelana salpicada de pecas que hacían juego con el pelo rojo. Se achicharraría después de una hora bajo el sol de Yucatán. «Es una pena», concluyó, concentrándose otra vez en la bebida.

Había esperado que retrocediera nada más darse cuenta del sitio en el que había entrado. Pero en lugar de eso fue directamente a la barra. Trace cruzó los tobillos y se dedicó a estudiarla.

Llevaba unos pantalones blancos impecables a pesar del calor polvoriento del día. Los acompañaba con una blusa de tono púrpura lo bastante amplia como para ser fresca. Aun así, notó que era esbelta, con suficientes curvas como para darle cierto estilo a los pantalones holgados. El pelo, casi del color del sol poniente, estaba recogido en una trenza, pero tenía el rostro girado, de modo que únicamente le veía el perfil. «Clásico», concluyó sin mucho interés. «Estilo camafeo». El tipo de mujer de champán y caviar.

Se bebió el resto del trago y decidió emborracharse… en honor de Charlie.

Acababa de alzar la botella cuando la mujer se volvió y lo miró directamente. Desde las sombras del sombrero, Trace le devolvió la mirada. Tenso, continuó sirviéndose whisky mientras ella atravesaba la sala en su dirección.

–¿Señor O’Hurley?

Él enarcó levemente una ceja al oír el acento. Tenía un deje irlandés, el mismo que exhibía su padre cuando estaba furioso o alegre. Bebió whisky sin decir una palabra.

–¿Es usted Trace O’Hurley?

También notó un deje de nervios en la voz. Y de cerca pudo ver ojeras bajo unos ojos extraordinariamente verdes. Ella apretó los labios. Cerró los dedos con fuerza sobre el asa de un bolso de paja que le colgaba del hombro. Trace dejó el whisky sobre la mesa y se dio cuenta de que estaba un poco borracho para sentirse molesto.

–Podría ser. ¿Por qué?

–Me dijeron que estaría en Mérida. Llevo dos días buscándolo –y era cualquier cosa menos lo que había esperado. Si no se sintiera tan desesperada, ya habría salido corriendo. Tenía la ropa sucia, hedía a whisky y parecía un hombre capaz de despellejar a alguien sin hacerlo sangrar. Respiró hondo y decidió arriesgarse–. ¿Puedo sentarme?

Trace se encogió de hombros y con el pie apartó una silla de la mesa. Una agente, de cualquier bando, lo habría abordado de manera diferente.

–Como quiera.

Se sentó, ya que no tenía las piernas tan firmes como le hubiera gustado. Se preguntó por qué su padre creía que ese tosco borracho era la respuesta.

–Es muy importante que hable con usted. En privado.

Trace estudió la cantina que se vislumbraba tras ella. En ese momento se encontraba atestada, y más ruidosa por momentos.

–Esto servirá. ¿Y ahora por qué no me cuenta quién es, cómo sabía que iba a estar en Mérida y qué diablos quiere?

Ella juntó los dedos porque le temblaban.

–Soy la doctora Fitzpatrick. Gillian Fitzpatrick. Charles Forrester me dijo dónde estaba, y quiero que salve la vida de mi hermano.

Trace no apartó los ojos de ella mientras alzaba la botella.

–Charlie está muerto –repuso con voz apagada.

–Lo sé –le pareció vislumbrar un destello de humanidad en los ojos de él–. Lo siento. Tengo entendido que eran amigos.

–Me gustaría saber de dónde saca esas conclusiones o por qué espera que crea que Charlie le habría revelado dónde encontrarme.

Gillian se secó una palma húmeda sobre una pierna del pantalón antes de abrir el bolso. En silencio, le entregó un sobre cerrado.

Algo le dijo a Trace que lo mejor era que no lo aceptara. Que debería ponerse de pie, largarse de allí y perderse en la cálida noche mexicana. Rompió el sobre y leyó la nota que había dentro sólo porque ella había mencionado a Charlie.

Su amigo había utilizado el código con el que se habían comunicado durante la última misión. Como siempre, fue breve:

 

Escucha a la mujer. En esta ocasión no tiene nada que ver con la organización. Ponte en contacto conmigo.

 

Desde luego, ya no había modo de ponerse en contacto con Charlie; dobló la carta y miró a la mujer.

–Explíquese.

–El señor Forrester era amigo de mi padre. Yo no lo conocí muy bien, ya que viajaba mucho. Hace unos quince años trabajaron juntos en un proyecto llamado Horizonte.

Trace hizo a un lado la botella. Sin importar que estuviera de vacaciones, ya no podía permitirse el lujo de embotar más sus sentidos.

–¿Cómo se llama su padre?

–Sean. Doctor Sean Brady Fitzpatrick.

Conocía el nombre. Conocía el proyecto. Hacía quince años habían contratado a algunos de los mejores investigadores y científicos del mundo para desarrollar un suero que inmunizara al hombre contra los efectos de las lesiones por radiación ionizada, uno de los resultados colaterales más desagradables de la guerra nuclear. El SSI había estado a cargo de la seguridad y había supervisado y mantenido el proyecto. Había costado cientos de millones de dólares, siendo un fracaso absoluto.

–Usted sería una niña.

–Tenía doce años –se sobresaltó y se volvió nerviosa cuando algo cayó con estrépito en la cocina–. Desde luego, por entonces desconocía la existencia del proyecto, pero más tarde… –el olor a cebolla y a licor resultaba abrumador. Quería levantarse, quería caminar por la playa, donde el aire sería cálido y limpio, pero se obligó a continuar–. El proyecto se abandonó, pero mi padre siguió trabajando en él. Tenía otras obligaciones, aunque siempre que le era posible reanudaba los experimentos.

–¿Por qué? No recibía fondos para ello.

–Mi padre creía en Horizonte. El concepto lo fascinaba, no como una defensa, sino como una respuesta a la locura que todos sabemos que existe. En cuanto al dinero… bueno, ha alcanzado un punto en el que puede permitirse el lujo de entregarse a sus creencias.

«No sólo es un científico, sino que es un científico rico», pensó Trace mientras la observaba por debajo del ala del sombrero. Y la hija daba la impresión de haber asistido a un elegante internado en Suiza.

–Continúe.

–En cualquier caso, hace cinco años, después de sufrir su primer ataque al corazón, mi padre le entregó todas sus notas y hallazgos a mi hermano. Durante los últimos años mi padre ha estado demasiado enfermo para proseguir con un trabajo intenso en el laboratorio. Y ahora… –cerró los ojos un momento. El terror y el viaje empezaban a pasarle factura. Como científica, sabía que necesitaba comer y descansar. Como hija, como hermana, tenía que terminar–. Señor O’Hurley, ¿podría beber algo?

Trace empujó la botella y el vaso por la mesa. Todavía no estaba dispuesto a morder el cebo. No cabía duda de que ella despertaba su interés, pero hacía tiempo que había aprendido que se podía tener interés y no involucrarse.

Ella habría preferido café o como mucho una copa de brandy. Iba a rechazar el whisky, pero entonces captó la expresión de los ojos de Trace. De modo que la ponía a prueba. Automáticamente alzó el mentón e irguió los hombros. Sin vacilar se sirvió un whisky doble y se lo bebió de un trago.

Respiró hondo y sintió como si se hubiera tragado un soplete. Parpadeó para controlar la humedad de los ojos y soltó el aire.

–Gracias.

–De nada –por primera vez en sus ojos resplandeció un toque de humor.

–Mi padre está muy enfermo, señor O’Hurley. Demasiado para viajar. Se puso en contacto con el señor Forrester, pero fue incapaz de trasladarse a Chicago en persona. En su lugar fui yo, y el señor Forrester me remitió a usted. Se me ha informado de que es usted el mejor hombre para el trabajo.

Trace encendió otro cigarrillo. Estaba convencido de que no había sido el mejor hombre para nada desde que estuvo en el suelo desangrándose, con una bala a cinco centímetros del corazón.

–¿Y cuál es?

–Hace aproximadamente una semana, mi hermano fue secuestrado por una organización conocida como Martillo. ¿Ha oído hablar de ella?

Fue el entrenamiento lo que mantuvo el rostro de él inexpresivo, sin revelar la mezcla de temor y furia que lo embargó. Su contacto con esa organización había estado a punto de costarle la vida.

–He oído hablar de ella.

–Lo único que sabemos es que se llevaron a mi hermano de su hogar en Irlanda, donde había continuado, y casi completado, el trabajo del proyecto Horizonte. Pretenden retenerlo hasta que haya perfeccionado el suero. ¿Comprende cuáles podrían ser las repercusiones si un grupo como ése poseyera la fórmula?

Trace echó la ceniza del cigarrillo sobre el suelo de madera.

–Me han dicho que poseo una inteligencia razonablemente desarrollada.

Ella le asió la muñeca. Como era una mujer en un campo de hombres, por lo general reservaba el contacto físico para la familia y los seres queridos. En ese momento se aferró a Trace y a la única esperanza que tenía.

–Señor O’Hurley, no podemos bromear con esto.

–Vaya con cuidado en cómo emplea el plural –esperó hasta que los dedos de ella se abrieron–. Permita que le pregunte, doctora Fitzpatrick, si su hermano es un hombre inteligente.

–Es un genio.

–No, no, lo que quiero saber es si posee dos gramos de sentido común.

Ella volvió a enderezar los hombros, porque tenía ganas de apoyar la cabeza sobre la mesa y ponerse a llorar.

–Flynn es un científico brillante y un hombre que, en circunstancias normales, puede cuidar de sí mismo con competencia.

–Perfecto, porque sólo un idiota creería que si le entregara la fórmula a Martillo seguiría con vida un minuto más. A sus integrantes les gusta llamarse terroristas, libertadores, rebeldes. Pero en realidad son un grupo de fanáticos desorganizados dirigidos por un demente rico. Matan a más personas por error que por planificación –se pasó una mano por el pecho–. Poseen suficiente astucia como para seguir siendo operativos, y montones de dinero, pero básicamente son idiotas. Y no hay nada más peligroso que un puñado de idiotas entregados. Mi consejo a su hermano sería que les escupiera a los ojos.

La piel pálida de ella había adquirido una blancura espectral.

–Tienen a su hija –Gillian posó una mano en la mesa para apoyarse mientras se incorporaba–. Se han llevado a su hija de seis años –entonces abandonó la cantina.

Trace permaneció donde estaba. Mientras acercaba otra vez la botella se dijo que no era asunto suyo. Estaba de vacaciones. Había regresado de entre los muertos y pretendía disfrutar de su vida. Solo.

Con un juramento, depositó la botella en la mesa y salió tras ella.

La furia la impulsaba a cubrir terreno con rapidez. Lo oyó llamarla por su nombre pero no se detuvo. Había sido una idiota al creer que un hombre como él podría ayudar. Le iría mejor si trataba de negociar con los terroristas. Al menos con ellos podría esperar algo de compasión.

Cuando sintió que la agarraba por el brazo, giró. El mal humor le brindó la energía que la falta de sueño y comida le había consumido.

–Le pedí que esperara un maldito minuto.

–Ya me ha ofrecido su considerada opinión, señor O’Hurley. No parece haber necesidad de prolongar la discusión. No sé qué vio en usted el señor Forrester. No sé por qué me envió a buscar a un hombre que preferiría estar sentado en un local de mala muerte empapándose en whisky que ayudar a salvar vidas. Vine en busca de un hombre de valor y compasión, y encontré a un borracho cansado y sucio al que sólo le importa una persona.

Le dolió más de lo que habría esperado. Mantuvo los dedos firmes sobre el brazo de ella mientras con la otra mano espantaba a un niño que vendía chicles.

–¿Ha terminado? Está montando una escena.

–Mi hermano y mi sobrina están siendo retenidos por un grupo de terroristas. ¿Cree que me importa si le hago pasar vergüenza?

–Hace falta algo más que una pelirroja irlandesa para avergonzarme –repuso con normalidad–. Pero tengo por costumbre no atraer la atención sobre mi persona. Viejos hábitos. Demos un paseo.

Estuvo a punto de soltarse con fuerza. Su parte orgullosa se moría por hacerlo. Pero triunfó la parte sensata. Caminó al lado de él en silencio por las pasarelas estrechas que conducían al agua.

La arena era blanca en contraste con un mar oscuro y un cielo más oscuro todavía. Había unas pocas embarcaciones atracadas, a la espera de la pesca o los turistas del día siguiente.

–Mire, doctora Fitzpatrick, me ha pillado en un mal momento. No sé por qué Charlie la envió a verme.

–Yo tampoco.

Él se detuvo para cerrar las manos en torno a una cerilla y un cigarrillo.

–Lo que quiero decir es que esta situación debería ser llevada por el SSI.

Ella había vuelto a calmarse. No le importaba perder los nervios. De hecho, le sentaba bien. Pero también sabía que se conseguía más con el control.

–El SSI quiere la fórmula tanto como Martillo. ¿Por qué habría de confiarles las vidas de mi hermano y mi sobrina?

–Porque son los buenos.

Gillian se volvió hacia el mar y el viento impactó de lleno en su cara. Aunque la ayudó a despejar la cabeza, le impidió notar las primeras estrellas que cobraban vida.

–Es una organización dirigida por muchos hombres… algunos buenos, algunos malos, todos ambiciosos y con su propio concepto sobre lo que es necesario para la paz y el orden. En este momento, mi única preocupación es mi familia. ¿Tiene familia, señor O’Hurley?

–Sí –dio una calada profunda al cigarrillo. «Del otro lado de la frontera», pensó. No los veía desde hacía siete u ocho años. Ya había perdido la cuenta. Pero sabía que Chantel se hallaba en Los Ángeles rodando una película y Maddy en Nueva York protagonizando una nueva obra de teatro. Abby criaba caballos y niños en Virginia. Sus padres terminaban una actuación de una semana en Búfalo.

Podía haber perdido la cuenta del tiempo, pero no de su familia.

–¿Confiaría la vida de alguno de sus miembros a una organización? ¿A una que si lo considerara necesario por el bien común pudiera sacrificarlos? –cerró los ojos. El viento era celestial, cálido, salado y fuerte–. El señor Forrester comprendía y compartía que lo que hacía falta para salvar la vida de mi hermano y su hija era un hombre para quien ellos fueran más importantes que la fórmula. Consideraba que usted era ese hombre.

–Pues se equivocó –tiró el cigarrillo al oleaje–. Charlie sabía que por mi cabeza pasaba la idea de retirarme. Éste era su modo de mantenerme en el juego.

–¿Es tan bueno como él me contó?

–Probablemente mejor –rió y se frotó el mentón–. A Charlie no le gustaba halagar.

Gillian se volvió para mirarlo. Con esa barba de días de no afeitarse y la ropa sucia no le parecía un héroe. Pero en su mano había sentido fuerza cuando él la agarró del brazo, y había percibido una corriente subterránea de violencia. «Será apasionado cuando desee algo», pensó, ya fuera una meta, un sueño o a una mujer. En circunstancias normales, prefería hombres con mentes frías y analíticas, que atacaban un problema con lógica y paciencia. Pero en ese momento no necesitaba a un científico.

Trace metió las manos en los bolsillos y contuvo el impulso de encogerse. Ella lo miraba como si fuera una rata de laboratorio, y no le gustaba. Quizá fuera por la insinuación de Irlanda en su voz o por sus ojeras, pero no logró convencerse de dejarla y marcharse.

–Mire, me pondré en contacto con el SSI. La oficina de campo más cercana está en San Diego. Puede transmitirles toda la información de que disponga. En veinticuatro horas algunos de los mejores agentes del mundo se centrarán en buscar a su hermano.

–Puedo darle cien mil dólares –había tomado una decisión. La lógica quedaba descartada a favor del instinto. Forrester había dicho que ese hombre podía hacerlo. Su padre había estado de acuerdo. Gillian unía su voto al de ellos–. El precio no es negociable, porque es todo lo que tengo. Encuentre a mi hermano y a mi sobrina y con cien mil dólares podrá retirarse con estilo.

La observó un momento; luego, conteniendo un juramento, caminó hacia el mar. La mujer estaba loca. Él le ofrecía la habilidad de la mejor organización de inteligencia del mundo, y ella le arrojaba dinero a la cara. Una buena suma.

Contempló el avance y el retroceso del mar. Jamás había sido capaz de tener más de un par de miles juntos. Simplemente no formaba parte de su naturaleza. Pero cien mil podían representar la diferencia entre retirarse o hablar de hacerlo.

Movió la cabeza y sintió la espuma en la cara. No quería involucrarse, ni con ella, ni con su familia y tampoco con una nebulosa fórmula que podría o no salvar al mundo de la gran bomba.

Lo que quería era regresar a su hotel, pedir que le subieran una cena de cinco estrellas e irse a la cama con el estómago lleno. Dios, quería un poco de paz. Tiempo para pensar en lo que hacer con su vida.

–Si está decidida a tener a un autónomo, puedo proporcionarle un par de nombres.

–No quiero un par de nombres. Lo quiero a usted.

Algo en el modo en que lo dijo le provocó un nudo en el estómago. La reacción le dio mayor determinación para deshacerse de ella.

–Acabo de salir de nueve meses de trabajo de incógnito. Estoy quemado, Doc. Necesita a alguien joven, entusiasta y codicioso –por segunda vez se pasó las manos por la cara–. Me encuentro cansado.

–Ésa es una retirada –afirmó.

De pronto él pensó que sumida en la furia y la desesperación era la mujer más hermosa que había visto jamás. Pero olvidó esa idea al verla avanzar.

–No desea involucrarse. No quiere ser responsable de las vidas de un hombre inocente y una niña pequeña. No quiere que algo así le afecte. El señor Forrester lo veía como a una especie de caballero con armadura, un hombre de principios y compasión, pero se equivocaba. Es usted el caparazón egoísta de un hombre que no podría haber merecido tener un amigo semejante. Él era un hombre con sentimientos, que intentaba ayudar sólo porque alguien lo necesitara y que murió por ser coherente con sus propios patrones de conducta.

–¿De qué diablos está hablando? –alzó la cabeza con brusquedad. Con un movimiento veloz y silencioso tomó los dos brazos de Gillian–. ¿A qué diablos se refiere? Charlie tuvo un ataque al corazón.

A ella le palpitaba el corazón con fuerza. Jamás había visto a alguien más capacitado para asesinar que a Trace en ese momento.

–Él intentaba ayudar. Tres hombres me habían seguido.

–¿Qué tres hombres?

–No lo sé. Terroristas, agentes, lo que prefiera llamarlos. Entraron en la casa cuando yo estaba con él –intentó controlar la respiración concentrándose en el dolor que le infligían los dedos de él sobre los brazos–. El señor Forrester me introdujo en una especie de panel oculto en su biblioteca. Los oí del otro lado. Me buscaban a mí –incluso en ese momento pudo recordar el calor y la oscuridad del cubículo–. Les mintió y les dijo que me había marchado. Lo amenazaron, pero él se ciñó a esa historia. Dio la impresión de que le habían creído –le temblaba la voz; se mordió el labio inferior–. Reinó un gran silencio. Eso me asustó más y traté de salir para ayudarlo. No pude encontrar el mecanismo.

–Está a cinco centímetros del techo.

–Sí. Tardé casi una hora en localizarlo –no añadió que en todo momento había tenido que combatir contra la histeria–. Cuando salí, estaba muerto. Si yo hubiera sido más veloz, tal vez habría sido capaz de ayudarlo… Jamás lo sabré con certeza.

–El SSI dijo que había sido un ataque al corazón.

–Se le diagnosticó uno. Esas cosas se pueden provocar con una simple inyección. En cualquier caso, ellos se lo indujeron, y mientras me buscaban a mí. He de vivir con eso –Trace la había soltado y ella le había agarrado la pechera sin darse cuenta–. Y también usted. Si no quiere ayudarme por compasión o por dinero, quizá lo haga para buscar venganza.

Volvió a darle la espalda. Ya había aceptado una vez la muerte de Charlie. Un ataque al corazón, una pequeña bomba de tiempo en el cerebro preparada para estallar en un momento dado. El destino había dicho: Charlie, tienes sesenta y tres años y cinco meses en la Tierra. Aprovéchalos. Eso lo había aceptado.

Y en ese momento le decían que no era el destino, sino tres hombres. Como era bastante irlandés, el destino era algo con lo que podía vivir. Pero a los hombres se les podía odiar, se les podía hacer pagar. Era algo en lo que valía la pena reflexionar. Decidió tomarse una jarra entera de café y meditar en ello.

–La llevaré de vuelta a su hotel.

–Pero…

–Pediremos café y me contará todo lo que dijo Charlie, todo lo que sepa. Luego le contestaré si la ayudo.

–Me registré en el mismo hotel que usted –si era todo lo que le iba a dar, lo aceptaría–. Me pareció práctico.

–Perfecto –la tomó del brazo y comenzó a caminar con ella. Notó que no estaba firme. Fuera cual fuese el fuego que la había empujado hasta ese momento, se apagaba con rapidez. Tuvo que sujetarla con fuerza cuando osciló–. ¿Cuándo fue la última vez que comió?

–Ayer.

–¿Qué clase de doctora es usted? –soltó un bufido que bien podría haber sido una risa.

–Soy doctora en física.

–Incluso una doctora en física debería saber algo sobre nutrición. Funciona de la siguiente manera. Si come, se mantiene con vida. Si no come, se derrumba –le soltó el brazo para rodearle la cintura. De haber tenido energía, Gillian habría protestado.

–Huele como un caballo.

–Gracias. Pasé casi todo el día dando tumbos por la selva. ¿De qué parte de Irlanda?

La fatiga comenzaba a extenderse de sus piernas hasta el cerebro. El brazo de él era fuerte. Sin darse cuenta, se apoyó contra Trace.

–¿Qué?

–¿De qué parte de Irlanda es usted?

–Cork.

–El mundo es un pañuelo –la condujo hacia el vestíbulo–. Mi padre también. ¿Qué habitación?

–Doscientos veintiuno.

–Justo al lado de la mía.

–Le di al recepcionista mil pesos.

Como los ascensores eran pequeños y calurosos como hornos, fue hacia las escaleras.

–Es usted una mujer emprendedora, doctora Fitzpatrick.

–Casi todas las mujeres lo son. Pero sigue siendo un mundo de hombres.

Lo dudaba, pero prefirió no discutir.

–¿Llave?