Última parada - Nora Roberts - E-Book

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Nora Roberts

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Beschreibung

Él era el hombre con el que ella soñaba y al que nunca se atrevió a amar. Pero ahora que habían vuelto a encontrarse, Cynthia Fox se veía obligada a enfrentarse a Lance Matthews y a los sentimientos que aún fluían vertiginosamente entre ellos. Como en el mundo del automovilismo, Foxy sabía que las apuestas eran altas... pero que también lo era el premio. Porque esta vez la única victoria verdadera sería la del amor. Nora Roberts está en lo más alto dentro del género romántico. People

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Seitenzahl: 336

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1982 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Última parada, n.º 46 - agosto 2017

Título original: The Heart’s Victory

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-191-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Uno

 

Foxy miraba fijamente los bajos del MG. El olor a aceite la envolvía mientras apretaba tornillos.

–¿Sabes, Kirk?, no tienes idea de cuánto te agradezco que me hayas prestado este mono –su tersa voz de contralto tenía un toque de sarcasmo.

–¿Para qué están los hermanos? –Foxy oyó una sonrisa en su voz, aunque sólo veía los bajos de sus vaqueros gastados y sus zapatillas mugrientas.

–Es maravilloso que tengas esa amplitud de miras –apretó los dientes mientras trabajaba con la llave de carraca–. Algunos hermanos quizá se habrían empeñado en arreglar ellos mismos la transmisión.

–Yo no soy machista –contestó Kirk. Foxy miró sus zapatillas mientras él cruzaba el suelo de cemento del garaje. Oyó el tintineo y el estrépito de las herramientas al moverse–. Si no hubieras decidido hacerte fotógrafa, te habría contratado en el taller.

–Por suerte para mí, prefiero el líquido de revelado al aceite de motor –Foxy se pasó el dorso de la mano por la mejilla–. Y pensar que si no me hubieran contratado para hacer las fotos del libro de Pam Anderson no estaría aquí, metida hasta los codos entre piezas de coche…

Cuando Foxy oyó su risa cálida y fugaz, comprendió de pronto cuánto lo había echado de menos. Quizá fuera porque los dos años que habían pasado separados no habían obrado ningún cambio en él. Kirk seguía siendo exactamente el mismo, como si ella hubiera cerrado la puerta y hubiera vuelto a abrirla sólo unos minutos después. Seguía teniendo la cara curtida y morena, con arrugas y mellas que prometían hacerse más profundas y atractivas con la edad. Su pelo seguía siendo tan rizado como el de ella, aunque el de Kirk era rubio oscuro y el suyo rojizo intenso. Su bigote de siempre se torcía sobre su boca cuando sonreía. Foxy no recordaba haberlo visto nunca sin él. Ella tenía seis años y el dieciséis cuando hizo su aparición, y diecisiete años después se había convertido en un rasgo permanente de su cara. Foxy había visto también que la temeridad de siempre seguía allí. Estaba en su sonrisa, en sus ojos, en sus movimientos.

De pequeña había sentido adoración por él. Kirk era un héroe alto y dorado que le permitía seguirlo a todas partes y rendirle homenaje. Había sido él quien distraídamente le había puesto el mote de Foxy, y la pequeña Cynthia Fox, que por entonces tenía diez años, se había aferrado a aquel nombre como si fuera un regalo. Cuando Kirk se fue de casa para dedicarse profesionalmente al automovilismo, Foxy vivía para sus visitas ocasionales y sus cartas, que eran siempre cortas y esporádicas. En su ausencia, se volvió más dorado, más indestructible. Tenía veintitrés años cuando ganó su primera carrera importante. Foxy tenía trece.

Aquel año de su vida (un año de aprendizaje, indeciso y vulnerable) había sido de indescriptible dolor. Era ya tarde cuando Foxy volvía en coche de la ciudad con sus padres. La carretera estaba resbaladiza a causa de la nieve. Foxy la veía precipitarse contra las lunas del coche mientras la radio emitía una melodía de Gershwin que ella, por ser demasiado joven, ni reconocía ni sabía apreciar. Se había tumbado en el asiento de atrás y con los ojos cerrados había empezado a tararear una canción más popular entre su generación. Deseó por un momento estar en casa para poder poner sus discos y llamar a su mejor amiga para hablar de las cosas importantes: los chicos.

No hubo aviso cuando el coche empezó a patinar. Daba vueltas frenéticamente, ganando velocidad a medida que las ruedas giraban sin encontrar agarre en la nieve mojada y lisa. Hubo un borrón blanco fuera de las ventanillas del coche y Foxy oyó maldecir a su padre mientras luchaba por recuperar el control del volante, pero su miedo no tuvo ocasión de materializarse. Oyó el estruendo del impacto cuando el coche se estrelló contra el poste de teléfonos, sintió la sacudida y un dolor inmediato. Sintió el frío cuando la sacaron del coche, y luego el restallido húmedo de la nieve contra su cara. Luego ya no sintió nada.

Fue la cara de Kirk lo primero que vio al despertar tras dos días en coma. Su oleada de alegría se heló cuando recordó el accidente. Lo vio en los ojos de Kirk: el cansancio, la pena, la resignación. Sacudió la cabeza para negar lo que él no le había dicho aún. Suavemente, él se inclinó para apoyar la mejilla sobre la suya.

–Ahora nos tenemos el uno al otro, Foxy. Yo voy a cuidar de ti.

Y eso había hecho, a su modo. Durante los cuatro años siguientes, Foxy fue de circuito en circuito. Se educó con una serie de tutores y diverso grado de éxito. Pero durante sus años adolescentes, Cynthia Fox aprendió algo más que historia americana o álgebra. Aprendió acerca de cilindradas y motores turbo; aprendió a desmontar un motor y a volver a montarlo; aprendió las reglas del pitlane. Creció en un mundo eminentemente masculino, entre el olor de la gasolina y el rugido de los motores. La supervisión había sido laxa a veces; otras, inexistente.

Kirk Fox era un hombre con una pasión devoradora: las carreras de coches. Foxy sabía que había ocasiones en que se olvidaba completamente de su existencia, y lo aceptaba. Ver las fallas de su perfección sólo hacía que lo quisiera aún más. Creció salvaje y libre, y también, paradójicamente, sobreprotegida.

La universidad había sido un shock. Durante los cuatro años siguientes, el mundo de Foxy se expandió. Descubrió las rarezas de vivir en un colegio mayor femenino. Empezó a saber más sobre Cynthia Fox. Tenía una sensibilidad refinada para el color, el corte y la línea, y empezó a desarrollar un gusto propio para la ropa. Descubrió que los clubes y las hermandades femeninas no eran para ella; su infancia había sido demasiado libre como para permitirle aceptar normas y reglamentos. Le había resultado fácil resistirse a los universitarios, porque le parecían jovenzuelos tontos e inmaduros. Había entrado en la universidad siendo una muchacha larguirucha y torpe, y había salido siendo una mujer esbelta como un junco, con su propia gracia innata y pasión por la fotografía. Durante los dos años que siguieron a su graduación, invirtió todo su talento y sus esfuerzos en construir su carrera. El encargo de Pam Anderson era un regalo por duplicado: le permitía pasar algún tiempo con su hermano y entreabrir un poco más la puerta del éxito. Foxy sabía que la primera parte de aquel regalo era aún más importante para ella que la segunda.

–Supongo que te escandalizará saber que hacía más de dos años que no veía los bajos de un coche –afirmó mientras apretaba los últimos tornillos.

–¿Y qué haces cuando hay que ajustar la transmisión? –preguntó Kirk mientras echaba un último vistazo bajo el capó del MG.

–Mandarlo al taller –masculló Foxy.

–¿Con lo que sabes? –Kirk estaba tan perplejo que se inclinó y miró con enfado su coronilla–. Por un crimen como ése te pueden caer entre veinte años y cadena perpetua.

–No tengo tiempo –Foxy suspiró y añadió como si quisiera disculparse–: El mes pasado cambié los remaches y las bujías.

–Este coche es un clásico –Kirk cerró suavemente el capó y pasó su superficie con un trapo limpio–. Estás loca si dejas que alguien le meta mano.

–Bueno, no puedo mandárselo a Charlie cada vez que se acatarra y además… –Foxy dejó de justificarse al oír que un coche se detenía fuera.

–Eh, que éste no es sitio para empresarios –Foxy oyó una sonrisa en las palabras de su hermano mientras dejaba la llave de carraca.

–Sólo quería ver cómo va mi inversión.

Lance Matthews. Foxy reconoció al instante su voz baja y parsimoniosa. Y al instante sus manos se cerraron con fuerza. Notó un ardor burbujeante en la garganta. Se obligó lentamente a calmarse. «Qué absurdo», pensó mientras flexionaba los dedos. «El resentimiento no debería sobrevivir a una separación de seis años».

Vio desde su punto de observación que él también llevaba vaqueros y playeras. Aunque éstas no mostraban ninguna mancha de grasa, estaban desgastadas y viejas. «Sólo ha venido a visitar los barrios bajos», pensó, y sofocó un bufido de indignación. «Seis años es mucho tiempo», se dijo. Quizá Lance fuera ahora casi soportable. Aunque lo dudaba.

–No he podido venir al entrenamiento de esta mañana. ¿Qué tal se ha portado?

–200,558 –Foxy oyó el chasquido y el burbujeo de una cerveza que alguien abría–. Charlie quiere darle un último repaso, pero es una joya, una auténtica joya –por el tono de su hermano, Foxy comprendió que había olvidado que estaba allí, que se había olvidado de todo, menos del coche y la carrera.

–Está empeñado en batir un récord el domingo –se oyó un leve chasquido y un aroma acre llegó hasta Foxy. Le sorprendió reconocer en él el olor de los puritos finos que Lance solía fumar.

Se frotó la nariz con el dorso de la mano como si quisiera borrar aquella fragancia de sus sentidos.

–¿Un juguete nuevo? –preguntó Lance, acercándose al MG. Foxy oyó que levantaba el capó–. Parece el cochecito que le compraste a tu hermana cuando se sacó el carné. ¿Sigue jugando con sus cámaras?

Ofuscada, Foxy dio un empujón y salió de debajo del coche. Durante el instante en que permaneció tumbada en la camilla, vio cómo una expresión de sorpresa cruzaba el semblante de Lance.

–Es el mismo cochecito –dijo con frialdad mientras luchaba por ponerse en pie–. Y yo no juego con las cámaras, trabajo con ellas.

Llevaba el pelo recogido en una coleta, apartado de la cara manchada de grasa. El mono la hacía parecer amorfa y desaliñada. En una mano salpicada de aceite sostenía la llave de carraca. A pesar de su indignación, notó que Lance Matthews estaba más atractivo que nunca. Aquellos seis años habían ahondado las arrugas de su cara huesuda, que, por un extraño milagro, se libraba por poco de ser guapa. «Guapo» era una palabra demasiado insignificante para describir a Lance Matthews. Su pelo, de un negro intenso, se rizaba y se metía bajo el cuello de su camisa y se desmandaba alrededor de su cara. Sus cejas se arqueaban ligeramente sobre unos ojos que podían pasar de un gris pétreo a un gris humo dependiendo de su humor. Una pequeña cicatriz blanca sobre la ceja izquierda contrarrestaba sus facciones clásicas y aristocráticas. Era más alto que Kirk y más atlético, y había en sus maneras una despreocupación de la que carecía Kirk. Foxy sabía que aquella fachada de indolencia encubría una aguda conciencia de su entorno. A los veinte años, había sido uno de los mejores pilotos del mundillo del automovilismo. Foxy había oído decir que Lance Matthews tenía las manos de un cirujano, el instinto de un lobo y la desvergüenza del diablo. A los treinta, había ganado el campeonato del mundo y se había retirado repentinamente. Foxy sabía por las escuetas cartas de su hermano que Lance llevaba tres años patrocinando con éxito coches y pilotos. Vio cómo su boca formaba la sonrisa de medio lado que siempre había sido su distintivo.

–Vaya, pero si es Foxy –sus ojos se deslizaron por el mono y volvieron luego a posarse en su cara–. No has cambiado nada en seis años.

–Ni tú –replicó ella, furiosa por hallarse con aquel atuendo en su primer encuentro. Se sentía otra vez como una adolescente estúpida y desgarbada–. Qué pena.

–Sigues teniendo la lengua tan afilada como siempre –sus dientes relumbraron en una sonrisa–. ¿Me has echado de menos?

–Todo lo que he podido –contestó ella, y le tendió la llave a su hermano.

–Sigue sin tener ningún respeto a sus mayores –le dijo Lance a Kirk mientras sus ojos se detenían en el semblante rebelde de Foxy–. Te daría un beso, pero nunca me ha gustado el sabor del aceite de motor.

Se estaba burlando de ella, como había hecho siempre, y Foxy levantó la barbilla, como de costumbre.

–Por suerte para nosotros, Kirk tiene una provisión de aceite ilimitada.

–Si te paseas así el resto de la temporada –la advirtió Kirk mientras colocaba en su sitio la herramienta–, muy bien podrías trabajar en los talleres.

–¿La temporada? –la mirada de Lance se afiló mientras daba una calada a su cigarro–. ¿Vas a quedarte toda la temporada? Menudas vacaciones.

–Nada de eso –Foxy se limpió las palmas en las perneras del mono e intentó ponerse digna–. Estoy aquí como fotógrafa, no como espectadora.

–Foxy está trabajando con esa escritora, Pam Anderson –dijo Kirk mientras volvía a recoger su cerveza–. ¿No te lo dije?

–Dijiste algo de la escritora –murmuró Lance. Estaba estudiando la cara de Foxy como si quisiera ver por debajo de las manchas de grasa–. Entonces, ¿vas a volver al circuito?

Foxy recordaba la intensidad de sus ojos. Había veces en que podían cortarle la respiración. Había algo descarnado y profundo en aquel hombre. Foxy había sido consciente de su sensualidad básica incluso siendo una adolescente. Más tarde la había encontrado fascinante, y ahora conocía sus peligros. Por pura fuerza de voluntad logró sostenerle la mirada.

–Eso es. Es una lástima que tú no.

–Te equivocas –contestó él. La intensidad desapareció de sus ojos y Foxy los vio aclararse de nuevo–. Kirk va a pilotar mi coche. Pienso viajar con el equipo y verlo ganar –vio que Foxy fruncía el ceño antes de volverse hacia su hermano–. Supongo que conoceré a Pam Anderson en la fiesta que dais esta noche. No te laves la cara, Foxy –le tocó una parte de la barbilla que estaba limpia antes de acercarse a la puerta–. Puede que no te reconozca. Deberíamos bailar juntos al menos una vez, por los viejos tiempos.

–Por mí puedes meterte tu baile por el obturador –le gritó Foxy; luego se maldijo por cambiar la dignidad por pullas infantiles. Tras lanzar a Kirk una mirada de enfado, se quitó el mono–. Nunca entenderé tu gusto en cuestión de amigos.

Kirk se encogió de hombros y miró por la ventana mientras Lance se alejaba en su coche.

–Más vale que pruebes el coche antes de irte a casa. Puede que necesite algún ajuste.

Foxy suspiró y sacudió la cabeza.

–Claro.

 

 

El vestido que Foxy eligió para la velada era de crespón de China fino como papel. Los apagados tonos de lavanda y verde pastel se ceñían a su figura esbelta y curvilínea y flotaban en torno a ella. Con su falda larga y su corpiño sin tirantes, cubierto por una chaqueta corta finísima, era un vestido romántico. Y también muy atrayente. Foxy pensó con amarga satisfacción que Lance Matthews iba a llevarse una sorpresa. Cynthia Fox ya no era una adolescente. Tras ponerse unos aretes de oro en las orejas, retrocedió para juzgar el resultado.

Tenía el pelo suelto, lo había dejado caer por debajo de los hombros, en una espesa melena de lustrosos rizos rojizos. Su cara estaba ya limpia de manchas negras. Sus pómulos altos añadían elegancia y delicadeza al aire pícaro y mordaz de su cara triangular. Sus ojos eran almendrados, ni verdes del todo, ni del todo grises. Su nariz era afilada y aristocrática, su boca carnosa y a un paso de ser demasiado grande. En sus ojos había un asomo de la temeridad de su hermano, aunque contenido y sofocado. Había algo de salvaje en ella, en parte cervatilla, en parte tigresa. Poseía, mucho más que belleza, una sensualidad terrenal sin explotar. Estaba hecha de contradicciones. Su figura esbelta y su tez marfileña la hacían parecer frágil, al tiempo que el fuego de su pelo y el descaro de su mirada lanzaban un desafío. Tenía la impresión de que la noche requería un reto.

Justo cuando se estaba poniendo los zapatos, llamaron a la puerta.

–Foxy, ¿puedo pasar? –Pam Anderson se asomó por la rendija de la puerta y luego la abrió–. Vaya, estás maravillosa.

Foxy se volvió con una sonrisa.

–Tú también.

El vestido de gasa azul claro de Pam cuadraba a la perfección con su aire de muñeca de porcelana. Mientras contemplaba a aquella mujer guapa, rubia y menuda, Foxy volvió a preguntarse de dónde sacaba fuerzas para dedicarse a un oficio tan exigente como el de periodista independiente. ¿Cómo se las arreglaba para conseguir entrevistas tan a fondo, hablando como un capullo de magnolia y con aquella apariencia de orquídea de invernadero? Se conocían desde hacía seis meses, y aunque Pam le llevaba cinco años, Foxy estaba empezando a desarrollar instintos maternales hacia la más mayor de las dos.

–¿No es fantástico empezar un trabajo con una fiesta? –Pam se acercó a la cama y se sentó mientras Foxy se pasaba un peine por el pelo–. La casa de tu hermano es encantadora, Foxy. Mi habitación es perfecta.

–Era nuestra casa cuando éramos pequeños –le dijo Foxy, frunciendo el ceño sobre su frasco de perfume–. Kirk la conservó como una especie de campamento base, porque está muy cerca de Indianápolis –su gesto se convirtió en una sonrisa–. Siempre le ha gustado acampar cerca del circuito.

–Es un encanto –Pam pasó los dedos por su pelo corto y liso–. Y muy generoso por aguantarme hasta que empiece el campeonato.

–Es un encanto, sí –Foxy se rió y se inclinó hacia el espejo para pintarse los labios–. A no ser que esté planificando la estrategia de una carrera. Ya te darás cuenta de que algunas veces se olvida del resto del mundo –miró fijamente la barra de labios y luego la cerró con cuidado–. Pam… –inhaló rápidamente, levantó la mirada y se encontró con los ojos de Pam en el espejo–. Ya que vamos a viajar juntos, creo que deberías comprender un poco a Kirk. Es… –suspiró y movió los hombros–. No siempre es encantador. A veces es brusco, y tiene mal genio, y es francamente desagradable. Es muy inquieto, muy competitivo. Correr es su vida, y a veces olvida que las personas no son tan insensibles como los coches.

–Lo quieres mucho, ¿no? –la lucidez y el destello de compasión de los serenos ojos azules de Pam eran una de las razones de su éxito profesional. No sólo era capaz de intuir a los demás, sino también de sentir afecto por ellos.

–Más que a nada en el mundo –Foxy se volvió hasta que se encontró con la cara de Pam y no con su reflejo–. Más aún desde que crecí y me di cuenta de que era humano. Kirk no tenía por qué asumir la responsabilidad de criarme. Creo que hasta que estaba en la universidad no se me ocurrió que había podido elegir. Podría haberme colocado en un hogar de acogida; nadie se lo habría reprochado. De hecho… –sacudió la cabeza para apartarse el pelo de los hombros y se recostó luego contra la cómoda–, estoy segura de que algunos lo criticaron por no hacerlo. Me llevó con él, y eso era lo que yo necesitaba. Eso nunca lo olvidaré. Puede que algún día pueda devolverle el favor –se irguió, sonriendo–. Creo que será mejor que baje y me asegure de que los camareros lo tienen todo preparado. Pronto empezarán a llegar los invitados.

–Voy contigo –Pam se levantó y se movió hacia la puerta–. ¿Y qué hay de ese tal Lance Matthews del que te quejabas antes? Si he hecho bien mis deberes, es un ex corredor, un ex corredor con mucho éxito, y ahora dirige Matthews Corporation, que entre otras cosas diseña coches de carreras. Ha diseñado y es dueño de varios coches de Fórmula 1, incluido el que pilotará tu hermano esta temporada. Y sí… el coche de Indianápolis también. ¿No es…? –chasqueó levemente la lengua, irritada, cuando su inventario de datos empezó a hacerse menos preciso–. Procede de una familia muy rica y antigua, ¿no? De Boston o de New Haven, una familia de navieros o de importadores. Extraordinariamente rica.

–De Boston, navieros y repugnantes –afirmó Foxy mientras bajaban a la primera planta–. No me hagas hablar de él esta noche o tendrás pesadillas.

–¿Detecto una pizca de desagrado?

–Detectas una tonelada de desagrado –contestó Foxy–. Necesitaría una habitación muy grande para guardar mi desagrado hacia Lance Matthews.

–Umm, y los alquileres están por las nubes.

–Lo cual sólo hace que me desagrade aún más.

Foxy se dirigió directamente al comedor y examinó la mesa. Sobre un mantel índigo había dispuestas bandejas de madera lacada. El centro era un jarrón de cerámica con narcisos y ramos de cornejo. Una mirada a la disposición de la mesa, a las velas amarillas, cortas y gruesas, en sus soportes de madera, bastó para convencer a Foxy de que el encargado del catering conocía su oficio. Obviamente, el lema parecía ser «informalidad relajada».

–Está muy bien –Foxy se resistió a la tentación de hundir el dedo en un cuenco de caviar con hielo cuando el encargado del catering entró a toda prisa desde la cocina.

Era un hombre bajo y nervioso, calvo a excepción de un fino cerco de pelo que se teñía de negro intenso. Caminaba con pasos rápidos, arrastrando los pies.

–Llegan pronto –se colocó defensivamente entre Foxy y el caviar–. Los invitados no empezarán a llegar hasta dentro de un cuarto de hora.

–Soy Cynthia Fox, la hermana del señor Fox –ella le ofreció una sonrisa como bandera de tregua–. He pensado que tal vez pudiera ayudar.

–¿Ayudar? Oh, no, santo cielo, no –para enfatizar sus palabras, sacudió la mano hacia ella como si fuera una mosca fastidiosa que amenazara su paté–. No debe tocar nada. Está todo equilibrado.

–Y muy bien, por cierto –dijo Pam conciliadoramente mientras le apretaba el brazo a Foxy a modo de advertencia–. Vamos a tomar una copa, Foxy, y a esperar a que lleguen los demás.

–Qué hombre más tonto y más pomposo –masculló Foxy mientras Pam la urgía a entrar en el cuarto de estar.

–¿Tú dejas que alguien toque tus cámaras? –preguntó Pam con suave curiosidad al tiempo que se dejaba caer en una silla.

Foxy se echó a reír mientras inspeccionaba el bar portátil.

–Tienes razón. En fin, aquí parece haber alcohol suficiente para emborrachar a un regimiento un año entero. El problema es que lo más complicado que sé preparar es el gin-tonic que bebe Kirk.

–Si hay una botella de jerez seco, pon un poco en una copita muy pequeña. Eso no será pedirle demasiado a tu habilidad. ¿Vas a acompañarme?

–No –Foxy rebuscó entre las botellas–. Beber suele hacer que me vuelva un poco demasiado sincera. Olvido las normas básicas de la supervivencia: el tacto y la diplomacia. ¿Conoces a Joyce Canfield, la editora jefe de Día de boda? –Pam dio una respuesta afirmativa mientras Foxy localizaba el jerez y lo servía–. Me encontré con ella en un cóctel hace un par de meses. Yo había hecho varios trabajos para la revista. El caso es que me preguntó qué me parecía su vestido. La miré por encima del borde de mi segundo vino blanco con soda y le dije que debería evitar el amarillo, que hacía que pareciera cetrina –Foxy cruzó la habitación y le dio a Pam su copa–. Sincera, pero tonta. Desde entonces no he vuelto a fotografiar ni un ramo de flores mustio para Día de boda.

Pam soltó su risa serena y evanescente y bebió un sorbo de jerez.

–Intentaré acordarme de no hacerte ninguna pregunta peligrosa cuando tengas una copa en la mano –vio a Foxy pasar el dedo por un velador alto–. ¿Te sientes rara estando en casa?

Los ojos de Foxy eran oscuros: apenas unas salpicaduras de verde sobre un fondo gris.

–Me trae recuerdos. Es curioso, la verdad es que hace años que no pienso en mi vida aquí, pero ahora… –se acercó a la ventana y apartó el visillo de color marfil. Fuera, el sol se hundía en el cielo, despidiendo de sí ramilletes de luz roja y dorada–. ¿Sabes?, éste es en realidad el único lugar que puedo definir como un hogar. Nueva York no cuenta. Desde que murieron mis padres, me he mudado muchas veces, primero con Kirk y luego por mi trabajo. Sólo ahora que estoy aquí se me ocurre pensar lo desarraigada que ha sido mi vida.

–¿Quieres raíces, Foxy?

–No lo sé –cuando se volvió hacia Pam, su cara tenía una expresión de perplejidad–. No lo sé –repitió–. Puede ser. Pero quiero algo. Y está ahí fuera –entornó los ojos y se quedó mirando algo que no podía ver aún.

–¿Qué es?

Foxy se sobresaltó cuando aquella voz hizo añicos sus pensamientos. Kirk estaba en la puerta, observándola con su sonrisa despreocupada y las manos en los bolsillos de los pantalones marrones. Como siempre, había a su alrededor una aureola de agitación.

–Vaya –Foxy le lanzó una mirada pensativa y se acercó a él–. Seda, ¿eh? –haciendo uso de sus prerrogativas como hermana, pasó el dedo por el cuello de su camisa–. Supongo que no cambiarás muchos motores con esto –Kirk le tiró del pelo y la besó simultáneamente.

Con sus zapatos de tacón, Foxy era casi tan alta como él, y los ojos de ambos quedaban al mismo nivel. Pam, que los estaba observando, reparó en lo poco que se parecían; sólo su pelo, espeso y rizado, era similar. Los ojos de Kirk eran verdes de verdad y oscuros, y su rostro era largo y estrecho. No había en él ni rastro de la elegancia o la delicadeza de su hermana. Al estudiar su perfil, Pam sintió que un leve estremecimiento le corría por la espalda. Rápidamente bajó la mirada hacia su copa. Los trabajos de larga duración y los estremecimientos no casaban bien.

–Voy a prepararte una copa –dijo Foxy y, apartándose de su hermano, se acercó al bar–. No nos atrevemos a entrar en la otra habitación hasta dentro de dos minutos y medio. Huy, no hay hielo –cerró la tapa de la cubitera y se encogió de hombros–. En un rasgo de heroísmo, le plantaré cara al encargado del catering. Pam está bebiendo jerez –dijo por encima del hombro mientras salía de la habitación.

–¿Quieres otra copa? –preguntó Kirk, fijando su atención en Pam por primera vez.

–No, gracias –ella sonrió y se llevó la copa a los labios–. No he tenido ocasión de darte las gracias por aguantarme. No sabes lo agradable que es no tener que dormir en un hotel.

–Lo sé todo sobre los hoteles –Kirk sonrió y se sentó frente a ella. Por primera vez desde que se habían conocido el día anterior, estaban solos. Pam sintió de nuevo aquel estremecimiento y prefirió ignorarlo. Kirk sacó un cigarrillo de la pitillera que había sobre la mesa y lo encendió. Durante unos segundos, la estuvo observando.

«Tiene clase», pensó. «Y cerebro». Aquélla no era la típica fan de las carreras de coches. Los ojos de Kirk se posaron un instante sobre su boca tersa y rosada. «Parece de escaparate. Bella, deseable y detrás de una pared de cristal».

–Foxy me ha hablado de ti tan a menudo, que tengo la impresión de conocerte –Pam se maldijo de inmediato por la insipidez de lo que había dicho y bebió otro sorbo de jerez–. Estoy deseando que llegue la carrera.

–Yo también –contestó él, y luego se recostó en el sillón y la observó más abiertamente–. No pareces el tipo de mujer que se interesa por las paradas en boxes y las vueltas rápidas.

–¿No? –dijo Pam mientras recobraba su aplomo–. ¿Y qué tipo de mujer parezco?

Kirk fumaba con caladas largas y profundas.

–El tipo al que le gusta el champán y Chopin.

Pam hizo girar el jerez que quedaba en su copa y le sostuvo la mirada.

–Y me gustan –contestó, y después se relajó contra los cojines de su sillón–. Pero como periodista me interesan toda clase de cosas. Confío en que seas generoso con tus ideas, tus emociones y tus conocimientos.

Una sonrisa levantó las puntas del bigote de Kirk.

–Se me conoce por mi generosidad en toda clase de cosas –contestó, burlón, preguntándose si la textura de su piel, suave como el rocío, sería tan delicada como parecía. El timbre rompió el silencio. Kirk se levantó, tomó la copa de Pam y la ayudó a levantarse. Aunque ella se dijo que era absurdo reaccionar así, se le había acelerado el corazón–. ¿Estás casada? –preguntó él.

–Pues… no –Pam frunció el ceño, confusa.

–Bien. Nunca me ha gustado acostarme con mujeres casadas.

Había hablado con tal naturalidad, que Pam tardó un momento en reaccionar. Sus mejillas de porcelana se inundaron del color de la furia.

–De todas las cosas presuntuosas que…

–Escucha –la interrumpió Kirk–, estamos destinados a acostarnos antes de que acabe la temporada. No me gustan mucho los juegos, así que no me dedico a ellos.

–¿Y te chocaría mucho si declinara tu generosa invitación? –replicó Pam con la frialdad que sólo una voz sureña podía destilar.

–Me parecería un desperdicio –concluyó Kirk, encogiéndose de hombros despreocupadamente. Tomó a Pam de la mano cuando el timbre volvió a sonar–. Será mejor que vayamos a abrir.

Dos

 

Durante la hora siguiente, la casa se llenó de gente y de ruido. Cuando el salón fue llenándose, se abrieron las puertas del patio para que los invitados salieran al jardín. La noche era cálida y apacible.

Para Foxy, había allí caras nuevas y viejos amigos. Vagaba de grupo en grupo, asumiendo el papel de anfitriona oficiosa. El equilibrio del que tan orgulloso estaba el encargado del catering se había deshecho hacía tiempo, a medida que las bandejas y los cuencos fueron dispersándose por la casa. Había grupos de gente en cada rincón. Un vínculo común enlazaba, sin embargo, la fresca informalidad de la fiesta. Toda aquella gente pertenecía al mundillo de las carreras, ya fueran pilotos, esposas de pilotos o aficionados privilegiados.

Animada y sonriente, Foxy fue a abrir la puerta a un invitado que llegaba tarde. Su sonrisa de bienvenida se desvaneció al instante. Sintió, sin embargo, cierta satisfacción al ver la mirada de sorpresa de los ojos grises de Lance. Pero aquella mirada vino y se fue con el subir y el bajar de sus cejas. Él la recorrió lentamente con los ojos. Su cara tenía una expresión calculadora, que a Foxy le recordó a la de alguien que estuviera a punto de comprar una estatuilla para su salón. La actitud despreocupada de Foxy desapareció al instante, y su barbilla se alzó y sus hombros se irguieron. Irritada, le lanzó la misma mirada indolente y calibradora que Lance le había dedicado a ella.

Su jersey de cuello alto y sus pantalones de vestir eran negros. Aquel atuendo nocturno le daba un aire enigmático y peligroso que su delgadez y su expresión audaz sólo lograban acentuar. A su alrededor seguía habiendo aquel extraño aire de calma que Foxy recordaba. Era la habilidad de permanecer absolutamente inmóvil y absorberlo todo. El verdadero cazador la poseía, y también el torero que lograba sobrevivir. Ahora, consciente de que la estaba analizando, Foxy lo desafió con la mirada, a pesar de que su corazón latía erráticamente. «Rabiosa», se dijo. «Siempre me pone rabiosa».

–Vaya, vaya, vaya –la voz de Lance sonó suave y extrañamente íntima por encima del zumbido de la fiesta. La miró a los ojos y sonrió al ver su mohín malhumorado–. Parece que me equivocaba.

–¿Que te equivocabas? –repitió ella, y de mala gana cerró la puerta tras él, en lugar de cerrársela en la cara.

–Has cambiado –él la tomó de las manos, ignorando su intento de protestar. La apartó un poco de sí y dejó que sus ojos volvieran a recorrerla por entero–. Sigues siendo ridículamente delgada, pero te has rellenado un poco en algunos sitios interesantes.

La piel de Foxy tembló como si una brisa fresca la hubiera rozado. Furiosa con aquella sensación, Foxy intentó apartar las manos. Pero fracasó.

–Si eso es un cumplido, puedes guardártelo. Me gustaría recuperar mis manos, Lance.

–Claro, dentro de un momento –el enfado y la indignación de Foxy le resbalaron mientras seguía mirándola–. ¿Sabes? –dijo tranquilamente–, siempre me he preguntado cómo acabaría siendo esa carita tuya tan graciosa. Tenía un curioso atractivo, hasta cuando estaba embadurnada de grasa de la transmisión.

–Me sorprende que recuerdes mi cara –resignada a que no la soltara hasta que se le antojara, Foxy dejó de resistirse. Le lanzó una mirada larga y dura, escudriñando su cara en busca de algún defecto que se hubiera manifestado en los seis años anteriores. No encontró ninguno–. Tú no has cambiado nada.

–Gracias –con una sonrisa, Lance la enlazó por la cintura y la condujo hacia los ruidos de la fiesta.

–No pretendía que fuera un cumplido –su rápida sonrisa y su contacto íntimo causaron en Foxy una reacción extraña. Su desconfianza no desapareció, pero quedó atemperada por el buen humor. Foxy se apartó firmemente de él cuando entraron en el salón. A Lance, se recordó, siempre le había resultado muy fácil engatusarla–. Me imagino que conoces a todo el mundo –hizo un rápido ademán, abarcando la habitación–. Y estoy segura de que sabrás encontrar el camino hasta el bar.

–Graciosa hasta el final –murmuró Lance, y le lanzó otra mirada calculadora–. Que yo recuerde, no siempre te desagradé tanto.

–En aquella época tardaba en aprender.

–¡Lance, querido! –Honey Blackwell cayó sobre ellos. Tenía el pelo rubio ceniza, corto y ahuecado, la cara bonita y pintada y el cuerpo todo curvas y hondonadas. Tenía dinero y una sed insaciable de emociones. Era, en opinión de Foxy, la clásica sanguijuela de circuito automovilístico. Rodeó con los brazos el cuello de Lance y él apoyó las manos sobre sus generosas caderas. Besó a Lance con cerril entusiasmo mientras él contemplaba la sonrisa desdeñosa de Foxy por encima de su hombro desnudo.

–Por lo visto, ya os conocéis –Foxy inclinó la cabeza, dio media vuelta y se alejó hacia el centro de la fiesta. «Y por lo visto», añadió para sí misma, «podéis divertiros sin mí». Al sentir una mano sobre su brazo, levantó la mirada.

–Hola. Sabía que en algún momento te quedarías quieta el tiempo suficiente para que me presentara. Soy Scott Newman.

–Hola. Cynthia Fox –él le estrechó la mano formalmente.

–Sí, lo sé. Eres la hermana de Kirk.

Foxy le sonrió mientras completaba el estudio de sus facciones. Tenía una cara bien formada que se libraba por poco de una carnosidad excesiva. Sus ojos eran de un marrón profundo, su nariz recta, su boca larga y curvada. Llevaba el pelo castaño cortado a una longitud prudente y conservadora: ni largo, ni corto. No llegaba por poco al metro ochenta y dos, y los ojos de ambos quedaban al mismo nivel. Era atractivamente moreno y atlético, sin ser fibroso. Su traje de tres piezas estaba bien cortado, pero se había dejado la chaqueta desabrochada con aparente descuido. Foxy llegó a la conclusión de que era el modelo perfecto para un estudio del joven ejecutivo en ciernes. Pensó fugazmente que era una lástima que no hubiera realzado el traje beis con una camisa de tono más oscuro.

–Vamos a vernos mucho estos próximos meses –le dijo él, ajeno al rumbo que seguían sus pensamientos.

–¿Ah, sí? –Foxy le dedicó toda su atención mientras se apartaba para dejar paso a alguien cargado con una bandeja de galletas saladas y queso gouda.

–Soy el jefe de gira de Kirk. Me ocupo de todos los preparativos de viaje, del alojamiento para él y su equipo, y esas cosas –sus ojos le sonrieron mientras se llevaba la copa a los labios.

–Entiendo –Foxy ladeó la cabeza y se echó el pelo hacia atrás–. Hace un par de años que no estoy por aquí –vio a su hermano por el rabillo del ojo y fijó en él la mirada. Luego sonrió. Kirk tenía el aire animado de un caballero cumpliendo una misión, mientras una morena se colgaba de su brazo y un pequeño grupo de gente permanecía atento a sus palabras–. Cuando estaba en el equipo, no teníamos jefe de gira –murmuró. Recordaba haberse quedado dormida más de una vez en el asiento trasero de un coche, en un garaje que olía a gasolina y a cigarrillos rancios. O haber acampado en las zonas de césped de algún circuito, esperando a que llegara la mañana y la carrera. «Es un cometa», pensó mientras miraba a su hermano. «Un cometa llameante y cegador».

–Ha habido algunos cambios estos últimos años –comentó Scott–. Kirk empezó a ganar carreras más importantes. Y con el patrocinio de Lance Matthews su carrera se ha centrado más, claro.

–Sí –ella soltó una risa rápida y sacudió la cabeza–. El dinero manda, después de todo, ¿no?

–No estás tomando nada –Scott reparó en que no tenía una copa entre las manos, pero no en el sarcasmo de su voz–. Eso hay que arreglarlo.

–Claro –Foxy le dio el brazo y dejó que la llevara hacia el bar. «De todos modos, el dinero de Lance Matthews no me importa nada».

–¿Qué te apetece? –preguntó Scott.

Foxy lo miró y fijó luego la mirada en el barman, un hombre bajo y canoso, de aspecto profesional.

–Un vino blanco con soda.

 

 

La luz de la luna brillaba entre los retoños de las hojas. La noche apagaba los colores de las flores del jardín, todavía nuevas y cargadas de primavera. Su fragancia leve y tierna murmuraba apenas la promesa del verano.

Con un profundo suspiro, Foxy se dejó caer en un asiento del balancín blanco y apoyó los pies en el otro. Confusamente, a través de la pradera de césped, oía el reflujo de los sonidos de la fiesta. Se había escabullido en la cocina y había escapado por la puerta de atrás para disfrutar a escondidas de unos momentos de paz y de soledad. Dentro el aire estaba cargado de humo y de perfumes que desentonaban entre sí. Foxy tomó una larga y ávida bocanada de aire primaveral y empujó con los pies para poner en movimiento el balancín.

Scott Newman, pensó, era guapo, amable, inteligente y parecía interesado en ella. Y también era, se dijo, vulgar. Dejó escapar un suspiro, hizo girar los ojos y se quedó mirando el cielo. Jirones de nubes oscuras, orlados de gris, cruzaban perezosamente la luna, cuya luz cambiaba y se mecía. «Ya estoy otra vez poniéndome crítica», se dijo. «¿Es que un hombre tiene que ponerse a la pata coja delante de mí y hacer juegos malabares para que lo considere entretenido? ¿Qué estoy buscando? ¿Un caballero?». Frunció el ceño y rechazó aquella idea. «No, los caballeros son corteses, puros y rutilantes. Creo que mi gusto se inclina más por algo con un poco de deslustre y unos cuantos arañazos, quizá. Alguien que me haga reír, llorar y enfadarme, y que haga que me tiemblen las rodillas cuando me toque». Se rió suavemente, preguntándose a cuántos hombres estaba buscando. Echó la cabeza hacia atrás y cruzó los tobillos. El bajo de su vestido se subió y le hizo cosquillas en las rodillas. Levantando los brazos, se agarró a los finos palos de cada lado del balancín. «Quiero a alguien peligroso, alguien salvaje y tierno, y fuerte y listo y tonto». Volvió a reírse y se quedó mirando las estrellas que se asomaban, brillantes, por entre las nubes fugitivas con una luz neblinosa y azul.

–¿A qué estrella le pido mi deseo?

–La más brillante suele ser la mejor.