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¿Por qué una mujer tan reservada como Hannah Rothchild le resultaba tan intrigante a un mujeriego como el príncipe Bennett? ¿Sería porque intuía que tenía una misión secreta... o quizá fuera sencillamente que estaba fascinado por ella? Será difícil encontrar a otro autor como Nora Roberts, con un estilo tan variado y una imaginación tan fértil. Publishers Weekly
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Seitenzahl: 333
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1987 Nora Roberts
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un príncipe muy atractivo, n.º 29 - agosto 2017
Título original: The Playboy Prince
Publicada originalmente por Silhouette© Books
Este título fue publicado originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-174-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
El potro saltó sobre la cresta de la colina golpeando la tierra y levantando el polvo. Al llegar a lo más alto se encabritó, dando coces al aire con sus poderosas patas. Por un instante, caballo y jinete quedaron silueteados contra el resplandeciente cielo de la tarde. El uno parecía tan poderoso como el otro.
Una vez que los cascos del caballo tocaron tierra, el jinete apretó sus flancos y ambos se lanzaron en frenética cabalgada por la empinada pendiente. La senda era suave, pero no fácil, pues a un lado tenía una pared de roca y al otro un abismo. Caballo y jinete la tomaron a toda velocidad, deleitándose en la carrera.
—Adelante, Drácula —aquella orden sonó suave y desafiante, como la risa que la siguió. Su tono era el de un hombre que consideraba el miedo un festín del que la velocidad era el vino.
Aves espantadas por el atronador retumbar de los cascos sobre la tierra salieron entre los árboles y los arbustos del acantilado y, chillando, se elevaron y formaron círculos en el cielo. Sus gritos pronto se perdieron en la distancia. Cuando el sendero viró a la izquierda, el potro lo siguió sin detenerse. El borde del camino daba paso a farallones verticales, de más de cincuenta metros de profundidad, que se precipitaban hasta las rocas blancas y el mar azul. Del polvo salían despedidos guijarros que caían en tromba al abismo sin hacer ruido.
El jinete miró hacia abajo, pero no aminoró el paso. Ni siquiera se le pasó por la cabeza.
Desde aquella altura, no se percibía el olor del mar. Hasta el ruido de la marejada era indistinto, como el de un trueno muy lejano y todavía inofensivo. Pero, desde allí, el mar sí que mostraba todo su poder y su mística. Cada año reclamaba su tributo en vidas humanas. El jinete lo entendía, lo aceptaba, pues así había sido desde el principio de los tiempos. Así seguiría siendo. En momentos como aquel, se ponía en manos del destino y ganaba el envite a fuerza de destreza.
El potro no necesitaba fusta ni espuelas para avanzar más aprisa. Como siempre, la excitación y la seguridad de su amo eran suficientes. Bajaron el sinuoso sendero hasta que el mar atronó sus oídos y oyeron al fin el grito de las gaviotas.
A simple vista, podía parecer que el jinete huía como alma que lleva el diablo o cabalgaba al encuentro de una amante. Pero quienquiera que le viera el rostro habría sabido que no se trataba de una cosa, ni de la otra.
Si había un brillo en sus ojos oscuros, no era de miedo, ni de deseo. Era de desafío. Por el momento, y nada más que por el momento. La velocidad agitaba su cabello oscuro tan fieramente como las negras crines de su montura.
El potro, negro como el carbón, tenía amplio pecho y poderoso cuello. Sus ancas relucían de sudor, pero su respiración era firme y pausada. A horcajadas sobre él, el jinete cabalgaba erguido y su rostro afilado y moreno refulgía. Su boca, carnosa y esculpida, se curvaba en una sonrisa que traslucía temeridad y placer.
Al allanarse el camino, el paso del caballo se alargó. Pasaron ante casas encaladas en las que la ropa tendida ondeaba a la brisa del mar. Las flores se apiñaban en las pulcras praderas de césped y las ventanas desnudas permanecían abiertas. El sol, todavía alto en el cielo de la tarde, derramaba su luz brillante. Sin aminorar el paso, sin necesidad de que las hábiles manos de su jinete tiraran de las riendas para guiarlo, el potro corrió hacia una cerca cuya altura llegaba a la cintura de un hombre. Juntos volaron sobre ella.
En la distancia se veían los establos. Así como había peligro y fatal atracción en los acantilados que habían dejado atrás, había paz y orden en el escenario que se extendía ante ellos. Rojos y blancos, tan pulcros como los campos que los rodeaban, los edificios añadían otra nota de encanto a aquel paisaje de barrancos y verdor. Los cercados se cruzaban formando corrales en los que los caballos se entrenaban con menos dramatismo que Drácula.
Al oír acercarse al potro, uno de los mozos hizo detenerse a una joven yegua a la que, amarrada a una cuerda, hacía dar vueltas a su alrededor. «Loco de atar», pensó, no sin cierto envidioso respeto. Aquel caballo y aquel jinete, unidos en vertiginosa carrera, formaban una estampa común en aquel lugar. Y, sin embargo, dos mozos aguardaron, expectantes, a que el potro se detuviera.
—Alteza.
Su Alteza el Príncipe Bennett de Cordina se bajó de Drácula lanzando una carcajada cargada de temeridad.
—Yo me ocuparé de él, Pipit.
El viejo mozo se adelantó cojeando levemente. Su cara curtida por la intemperie se mantuvo inexpresiva, pero sus ojos recorrieron con preocupación al príncipe y al caballo.
—Disculpe, señor, pero mientras estaba fuera llegó un mensaje de palacio. El príncipe Armand desea verlo.
Bennett entregó de mala gana las riendas al mozo que aguardaba. La hora que solía ocupar paseando y cepillando al potro formaba parte del placer de la cabalgada. Pero si su padre había mandado por él, no tenía elección: debía anteponer el deber al gozo.
—Dale un buen paseo, Pipit. Nos hemos dado una larga carrera.
—Sí, señor —dijo el mozo, el cual se había pasado las tres cuartas partes de su vida con caballos. Entre sus deberes estuvo sentar a Bennett sobre su primer poni. A sus sesenta años y cojo por una caída, Pipit recordaba la energía de la juventud. Y su pasión. Acarició el cuello de Drácula y lo encontró húmedo—. Me ocuparé de él personalmente, Alteza.
—Hazlo, Pipit —Bennett se detuvo un momento para soltar las cinchas—. Gracias.
—No las merece, señor —dejando escapar un suave resoplido, Pipit desensilló al potro—. Aquí no hay otro hombre que se atreva a vérselas con el diablo —masculló en francés mientras el caballo comenzaba a agitarse. Al cabo de un momento, Drácula se aquietó de nuevo.
—Y yo no le confiaría a otro mi mejor caballo. Esta noche no le vendría mal una ración doble de forraje.
—Como diga, señor.
Todavía inquieto, Bennett se dio la vuelta y se alejó de los establos. También podría haber usado aquella hora para calmarse. Cabalgar aprisa, temerariamente, solo satisfacía en parte sus ansias. Necesitaba movimiento, velocidad, pero, sobre todo, necesitaba libertad.
Desde hacía casi tres meses, permanecía firmemente atado al palacio y al protocolo, a la pompa y la etiqueta. Como segundo en la línea de sucesión al trono de Cordina, sus deberes eran a menudo menos públicos que los de su hermano, Alexander, pero rara vez menos arduos. Los deberes, las obligaciones, formaban parte de su vida desde la cuna, y por lo general se los tomaba como algo inevitable. No podía explicarse a sí mismo, y mucho menos a los demás, por qué durante el año anterior había empezado a aborrecerlos.
Gabriella lo había notado. Bennett creía incluso que su hermana lo comprendía. Ella también tenía desde siempre un ansia de libertad y de intimidad, ansia que había saciado en parte dos años antes, cuando Alexander se casó con Eve, y el peso de sus responsabilidades pasó a la esposa del príncipe heredero.
Pese a todo, Gabriella nunca faltaba a sus obligaciones, pensó Bennett al atravesar las puertas del jardín del palacio. Si se la necesitaba, allí estaba. Aún dedicaba seis meses al año a la Fundación de Ayuda a los Niños Discapacitados, y al mismo tiempo lograba mantener la buena salud de su matrimonio y criar a sus hijos.
Bennett se metió las manos en los bolsillos mientras subía las escaleras que llevaban al despacho de su padre. ¿Qué le estaba pasando? ¿Qué le había ocurrido en los últimos meses que le hacía desear escabullirse sigilosamente del palacio alguna noche y huir? Huir a cualquier parte.
No consiguió disipar aquel estado de ánimo, pero logró doblegarlo antes de llamar a la puerta de su padre.
—Entrez.
El príncipe no estaba detrás de su escritorio, como esperaba Bennett, sino sentado junto al carrito del té, al lado de la ventana. Frente a él había una mujer que se puso en pie al entrar Bennett.
Siendo hombre que apreciaba a las mujeres de cualquier edad y fisonomía, Bennett le lanzó una rápida mirada antes de volverse hacia su padre.
—Lamento interrumpir. Me han dicho que querías verme.
—Sí —Armand dio un sorbo a su té—. Quería verte hace un rato. Bennett, quisiera presentarte a lady Hannah Rothchild.
—Alteza —ella hizo una reverencia y bajó la mirada.
—Es un placer, lady Hannah —Bennett la tomó de la mano y la hizo levantarse, calibrándola en cuestión de segundos. Era discretamente atractiva. Él prefería a las mujeres menos sutiles. Era británica, por su acento. Él sentía predilección por las francesas. Delgada y esbelta. A él, invariablemente, le llamaban la atención las mujeres más voluptuosas—. Bienvenida a Cordina.
—Gracias, Alteza —su acento era, en efecto, británico, sereno y refinado. Bennett la miró a los ojos un instante y vio que sus iris eran de un verde profundo y brillante—. El suyo es un hermoso país.
—Por favor, siéntate, querida —Armand le indicó la silla antes de alzar de nuevo la taza—. Bennett.
Hannah juntó las manos sobre el regazo y notó la mirada de desagrado que Bennett le lanzaba a la tetera. Pero Bennett se sentó y aceptó una taza.
—La madre de lady Hannah era prima lejana vuestra —comenzó a decir Armand—. Eve conoció a Hannah en la última visita que tu hermano y ella hicieron a Inglaterra. Por sugerencia de Eve, lady Hannah ha aceptado quedarse con nosotros para hacerle compañía.
Bennett solo esperaba que no lo obligaran a escoltar a la dama. Era bastante bonita, aunque vestía como una monja, con aquel vestido gris cerrado hasta la clavícula y que le llegaba dos centímetros por debajo de las rodillas. El color no le sentaba bien a su pálida tez británica. Los ojos salvaban a su cara de la insipidez, pero llevaba el pelo rubio oscuro tan severamente apartado de la cara que recordaba a las antiguas damas de compañía o gobernantas victorianas. Era muy sosa. Pero Bennett recordó sus buenos modales y le dirigió una afectuosa y fácil sonrisa.
—Espero que disfrute de su estancia tanto como nosotros disfrutaremos de su compañía.
Hannah le respondió con una mirada solemne. Se preguntaba si era consciente de lo atractivo que estaba con sus ropas de montar, y creía que la respuesta era «sí».
—Estoy segura de que disfrutaré inmensamente de mi estancia, señor. Me siento halagada por que la princesa Eve me invitara a quedarme con ella mientras espera el nacimiento de su segundo hijo. Espero poder ofrecerle la compañía y la ayuda que necesite.
Aunque tenía la mente puesta en otros asuntos, Armand le ofreció un plato de galletitas glaseadas.
—Lady Hannah ha sido muy generosa al dedicarnos su tiempo. Es toda una eminencia y actualmente está trabajando en una serie de ensayos.
«Menudo aburrimiento», pensó Bennett, y le dio un sorbo a su odiado té.
—Es fascinante.
Una levísima sonrisa tocó los labios de Hannah.
—¿Lee usted a Yeats, señor?
Bennett se removió en la silla y deseó hallarse de vuelta en los establos.
—No mucho.
—Mis libros llegarán a fines de esta semana. Si le interesa alguno, se lo prestaré encantada —se levantó otra vez, manteniendo las manos unidas—. Si me perdona, Alteza, quisiera deshacer el resto de mi equipaje.
—Por supuesto —Armand se levantó para acompañarla hasta la puerta—. Nos veremos en la cena. Si necesitas algo, no dudes en llamar.
—Gracias, señor —hizo una reverencia y luego se giró y se inclinó de nuevo ante Bennett—. Buenas tardes, Alteza.
—Bonjour, lady Hannah —Bennett aguardó a que la puerta se cerrara tras ella y luego se apoyó lánguidamente en el brazo de la silla—. Aburrirá a Eve como una ostra en menos de una semana —ignorando el té, tomó un puñado de galletitas—. ¿Por qué demonios la ha invitado?
—Eve le tomó gran cariño durante las dos semanas que estuvo en Inglaterra —Armand se acercó a un armario y, para alivio de Bennett, sacó una botella—. Hannah es una joven muy bien educada que pertenece a una familia excelente. Su padre es un miembro muy respetado del parlamento británico —el brandy era oscuro y denso. Armand sirvió dos copas.
—Eso está muy bien, pero… —Bennett se detuvo abruptamente mientras tomaba la copa—. Oh, Dios mío, papá, ¿no estarás pensando en emparejarme con ella? Sabes que no es mi tipo.
La firme boca de Armand se suavizó con una sonrisa.
—Sí, lo sé muy bien. Te aseguro que no hemos hecho venir a lady Hannah para tentarte.
—No podría hacerlo, de todos modos —Bennett hizo girar el brandy y luego dio un trago—. ¿Yeats?
—Hay ciertas personas que creen que la literatura se extiende más allá de los manuales de equitación —Armand sacó un cigarrillo. Notaba un nudo en la garganta. Intentó mantener concentrada la tensión en aquel punto, en vez de dejar que se expandiera.
—Yo prefiero las cosas prácticas a la poesía acerca del amor desgraciado o la belleza de una gota de lluvia —al decir aquellas palabras, se sintió mezquino y tosco, y procuró enmendarse—. Pero, en cualquier caso, haré lo que pueda para que la nueva amiga de Eve se sienta a gusto entre nosotros.
—No lo dudo.
Sintiéndose menos culpable, Bennett sacó a relucir cuestiones más importantes.
—La yegua árabe parirá para Navidad. Apuesto a que es un potro. Drácula tendrá hijos muy fuertes. Tengo tres caballos que para primavera estarán listos para competir, y otro más que creo que deberíamos llevar a los Juegos Olímpicos. Me gustaría dejarlo todo arreglado en las próximas semanas para que los jinetes tengan más tiempo para trabajar con el caballo.
Armand asintió distraídamente y continuó dando vueltas a su brandy. Bennett sintió una familiar punzada de impaciencia y procuró reprimirla. Sabía bien que los establos no se contaban entre las principales preocupaciones de su padre. ¿Y cómo iba a ser de otro modo, teniendo que vérselas con la política interior, la política exterior y las intrigas del Consejo de la Corona?
Sin embargo, ¿por qué no les prestaba un poco más de atención? Los caballos no solo proporcionaban placer. También le daban cierto prestigio a la Casa Real de Cordina, que poseía una de las cuadras más importantes de Europa. Para Bennett, aquella era su única verdadera contribución a la grandeza de su familia y de su país.
Había trabajado en los establos tan duramente como cualquier mozo de cuadras. Llevaba años estudiando todo cuanto podía saberse sobre la cría de caballos. Y había descubierto con satisfacción que poseía una habilidad natural que añadía instinto a sus conocimientos. En poco tiempo, Bennett había convertido una buena cuadra en una de las mejores. Al cabo de otra década, estaba seguro de que su cuadra no tendría parangón.
A veces, Bennett necesitaba hablar con alguien de sus caballos y de sus ambiciones, aparte de los mozos de cuadras u otros criadores. Sin embargo, siempre había sabido que esa persona rara vez era su padre.
—Supongo que no es momento de hablar de ello —dio otro sorbo de brandy y esperó a que su padre le revelara lo que lo inquietaba.
—Lo siento, Bennett, me temo que, en efecto, no lo es —como padre, lo lamentaba. Como príncipe, no—. Tu agenda de esta semana. ¿Puedes hablarme de ella?
—La verdad es que no —la inquietud había vuelto. Alzándose, Bennett comenzó a pasearse de un ventanal a otro. Qué cercano parecía el mar y, sin embargo, cuán lejano. Por un instante deseó hallarse en un barco, a miles de kilómetros de tierra firme, mientras una tormenta se forjaba en el horizonte—. Sé que tengo que ir a Le Havre a fines de esta semana. El Indépendance está a punto de llegar. También tengo una reunión con la Cooperativa de Granjeros y un par de almuerzos. Cassell me pone al corriente cada mañana. Si es importante, puedo decirle que te haga un resumen de mis compromisos. Me consta que, por lo menos, tendré que cortar una cinta.
—¿Te sientes encerrado, Bennett?
Bennett se encogió de hombros y apuró su brandy. Entonces retornó la sonrisa fácil. La vida era, al fin y al cabo, demasiado corta como para andar quejándose.
—Es lo de las cintas lo que me molesta. Lo demás, por lo menos, tiene más sentido.
—Nuestro pueblo espera que hagamos algo más que gobernar.
Bennett se apartó de la ventana. Detrás de él, el sol se alzaba alto y brillante.
—Lo sé, papá. El problema es que no tengo la paciencia de Alexander, ni la serenidad de Gabriella, ni tu dominio de ti mismo.
—Puede que pronto necesites todas esas cosas —Armand dejó la copa y miró a su hijo—. Deboque saldrá de prisión dentro de dos días.
Deboque. La sola mención de aquel nombre hacía que la furia ardiera en el estómago de Bennett. François Deboque. El hombre que había orquestado el secuestro de su hermana. El hombre que había planeado atentados contra su padre y su hermano.
Deboque.
Bennett se llevó la mano a la cicatriz que tenía justo debajo del hombro izquierdo. Le habían disparado allí, y había sido la amante de Deboque quien apretó el gatillo. Por orden de Deboque.
La bomba colocada dos años antes en la embajada de París estaba destinada a su padre. Pero mató a Seward, un asistente fiel, dejando viuda y tres huérfanos. Aquello también había sido obra de Deboque.
Y, en todos esos años, casi diez desde el secuestro de Gabriella, nadie había podido demostrar la implicación de Deboque en el secuestro, en las conspiraciones y los asesinatos. Los mejores investigadores de Europa, incluyendo al cuñado de Bennett, habían intervenido en el caso, pero ninguno de ellos había logrado demostrar que era Deboque quien manejaba los hilos.
Y ahora, al cabo de unos días, estaría libre.
Bennett no albergaba ninguna duda de que Deboque seguiría buscando venganza. La familia real era su principal enemigo, por el solo hecho de que se había pasado más de una década en una prisión cordinesa. Tampoco había duda de que, a lo largo de aquella década, Deboque había seguido traficando con drogas, armas y mujeres.
No había dudas, pero tampoco pruebas.
Aumentaría el número de escoltas. Se reforzarían las medidas de seguridad. La Interpol y el Sistema de Seguridad Internacional continuarían haciendo su trabajo. Pero tanto la Interpol como el SSI llevaban años intentando acusar a Deboque de asesinato y conspiración para asesinar. Hasta que estuviera bajo control y se cercenaran los hilos de su organización, Cordina y el resto de Europa seguirían siendo vulnerables.
Con las manos en los bolsillos, Bennett salió al jardín. Al menos, esa noche habían cenado en familia. Ello había aliviado en parte la tensión, aunque apenas habían podido decir nada delante de la nueva amiga de Eve. Bennett dudaba que una mujer tan pacata y relamida hubiera captado la tensión que había en torno a la mesa. Lady Hannah había hablado solo cuando se dirigían a ella y se había bebido una sola copa de vino durante la cena.
Bennett habría deseado una docena de veces que se volviera a Inglaterra de no haber notado lo mucho que parecía apreciar Eve su compañía. Su cuñada estaba embarazada de tres meses y no convenía preocuparla hablando de Deboque. Dos años antes, había estado a punto de morir al intentar proteger a Alexander. Si lady Hannah conseguía que se olvidara de Deboque, aunque solo fuera durante unas pocas horas cada día, el inconveniente de tenerla en palacio valdría la pena.
Bennett necesitaba hablar con Reeve. Metió las manos en los bolsillos. Reeve MacGee era algo más que el marido de su hermana. Como jefe de seguridad del palacio, tendría algunas respuestas. Y Bennett, desde luego, tenía preguntas. Docenas de ellas. Había que hacer algo más que doblar la guardia. Bennett se negaba a pasar las siguientes semanas al margen mientras otros se esforzaban para protegerlo a él y a su familia.
Mascullando una maldición, levantó los ojos al cielo. La luna sin nubes estaba medio llena. En alguna otra ocasión, con los aromas del jardín flotando a su alrededor, habría buscado una mujer con la que contemplar el cielo. Ahora, lleno de frustración, prefería la soledad.
Al oír el ladrido de los perros, su cuerpo se tensó. Había pensado que estaba solo. Casi estaba seguro de ello. En cualquier caso, sus viejos sabuesos nunca ladraban a la familia, ni a los criados. Casi esperando una confrontación, Bennett se acercó apresuradamente al lugar de donde procedían los ladridos.
La oyó reír y aquel sonido lo sorprendió. No era una risa pacata y remilgada, sino fresca y espontánea. Mientras la observaba, Hannah se inclinó para acariciar a los perros, que se apretaron contra sus piernas.
—Vaya, pero qué guapos sois —sonriendo, se inclinó un poco más. La luna iluminó su cara y su garganta.
Al instante, los ojos de Bennett se achicaron. En ese momento, no parecía sosa y mojigata. La luz de la luna acentuaba los hoyuelos y contornos de su cara, realzando su suave tez británica y avivando sus ojos verdes. Bennett habría jurado que había pasión y fortaleza en aquellos ojos. Y él sabía reconocer ambas cualidades en una mujer. Su risa flotó de nuevo, tan brillante como la luz del sol, tan misteriosa como la niebla.
—No, no saltéis —les advirtió a los perros, que daban vueltas a su alrededor—. Me pondréis perdida de barro y ¿cómo lo explicaré?
—Es mejor no dar explicaciones.
Ella levantó la cabeza bruscamente al oír a Bennett. Este creyó ver una fugaz expresión de sorpresa en sus ojos. Cuando ella se irguió, volvía a ser la recatada e insulsa lady Hannah. Bennett achacó a un efecto de la luz la pasión que creía haber visto en su rostro.
—Buenas noches, Alteza —Hannah se tomó solo un momento para maldecirse por haberse dejado sorprender.
—Creía que estaba solo.
—Yo también. Le pido perdón.
—No, por favor —él sonrió para tranquilizarla—. Siempre he creído que estos jardines están desaprovechados. ¿No podía dormir?
—No, señor. Siempre se me trastorna el sueño cuando viajo —los perros la habían abandonado por Bennett. Ella se quedó de pie junto a un jazmín en flor y lo observó acariciarlos con sus manos fuertes y ágiles. Sabía bien que muchas mujeres habían disfrutado de aquellas mismas caricias—. He visto los jardines desde mi ventana y he pensado en salir a dar un paseo —en realidad, había sido el olor exótico y atrayente de los jardines lo que la había impulsado a salir.
—Yo los prefiero de noche. De noche, las cosas suelen cambiar de apariencia —continuó, observándola de nuevo—. ¿No cree?
—Naturalmente —juntó las manos justo por debajo de la cintura. Daba gusto mirar a Bennett, de día o de noche. Esa tarde, cuando había entrado en el despacho de su padre, Hannah había pensado que la ropa de montar le sentaba a la perfección. Los perros volvieron a apretar los hocicos contra sus manos unidas.
—Usted les gusta.
—Siempre me he llevado bien con los animales —ella separó las manos para acariciar a los perros. Bennett notó por vez primera que sus manos eran delicadas, largas y esbeltas, como su cuerpo—. ¿Cómo se llaman?
—Boris y Natasha.
—Nombres muy apropiados para unos galgos rusos.
—Me los regalaron cuando eran cachorros. Les puse esos nombres por unos dibujos animados norteamericanos. De espías.
Sus manos vacilaron solo un instante.
—¿De espías, Alteza?
—Dos ineptos espías rusos que andaban siempre detrás de un alce y de una ardilla.
Le pareció ver de nuevo aquel destello de ironía que confería una cualidad especial a su rostro.
—Entiendo. Yo nunca he estado en Estados Unidos.
—¿No? —se acercó a ella, pero no vio nada más que una joven mujer con una buena estructura ósea y maneras suaves—. Es un país fascinante. Cordina mantiene estrechos lazos con él, dado que dos miembros de la familia real se han casado con estadounidenses.
—Hecho que habrá desilusionado a buen número de europeos, estoy segura —Hannah se relajó lo suficiente como para esbozar una cautelosa sonrisa—. Conocí a la princesa Gabriella hace un par de años. Es una mujer muy bella.
—Sí, lo es. ¿Sabe?, yo he estado en Inglaterra muchas veces. Es extraño que nunca nos hayan presentado.
Hannah siguió sonriendo.
—Sí nos presentaron, Alteza.
—Boris, siéntate —ordenó Bennett al ver que el perro alzaba una pata hacia el vestido de Hannah—. ¿Está segura?
—Desde luego, señor. Pero no me extraña que no lo recuerde. Fue hace varios años, en un baile benéfico que daba el príncipe de Gales. La Reina Madre nos presentó a mi prima Sara y a mí a usted. Creo que Sara y usted se hicieron… muy amigos.
—¿Sara? —su mente retrocedió rápidamente en el tiempo. Su memoria, siempre buena, nunca fallaba en lo que a mujeres se refería—. Sí, claro —sin embargo, solo recordaba a Hannah como una vaga sombra al lado de su sofisticada y atrevida prima—. ¿Cómo está Sara?
—Muy bien, señor —si había sarcasmo en su tono, sus buenas maneras consiguieron disimularlo—. Felizmente casada por segunda vez. ¿Quiere que le dé recuerdos?
—Si quiere… —se metió las manos en los bolsillos otra vez y siguió observándola—. Usted iba vestida de azul, de un azul muy pálido, casi blanco.
Hannah enarcó una ceja. No hacía falta que le dijera que apenas había reparado en ella. El hecho de que así fuera y de que, sin embargo, recordara el color de su vestido, la sorprendió. Una memoria como aquella podía ser útil… o peligrosa.
—Me halaga, Alteza.
—Para mí es una cuestión de honor no olvidar a una mujer.
—Sí, eso tengo entendido.
—Mi reputación me precede —frunció el ceño un instante y luego volvió a sonreír con desenfado—. ¿No la preocupa estar a solas en el jardín, a la luz de la luna, con…?
—¿Con el libertino real? —acabó Hannah.
—Ya veo que lee usted —murmuró Bennett.
—Incesantemente. Y no, Alteza. Me siento bastante cómoda, gracias.
Él abrió la boca, se rio y volvió a cerrarla.
—Lady Hannah, reconozco que rara vez me han puesto en mi sitio tan limpiamente.
De modo que era listo. Otra cosa que tendría que recordar.
—Le pido perdón, Alteza. No era esa mi intención, se lo aseguro.
—Claro que lo era, y me parece muy bien —le agarró la mano y la encontró fría y firme. Quizá fuera mucho menos sosa de lo que creía—. Soy yo quien debería pedirle perdón por acosarla, pero no lo haré, dado que es evidente que sabe usted defenderse sola. Empiezo a entender por qué Eve quería que viniera.
Hannah había aprendido mucho tiempo atrás a ahuyentar cualquier forma de remordimiento. Y eso fue lo que hizo en ese momento.
—La princesa y yo trabamos amistad enseguida y estoy encantada de tener la oportunidad de pasar en Cordina unos cuantos meses. Le confieso que ya me he enamorado de la pequeña princesa Marissa.
—Apenas tiene un año y ya manda en palacio —los ojos de Bennett se suavizaron al pensar en la hija de su hermano—. Tal vez sea porque se parece a Eve.
Hannah apartó la mano de la de él. Había oído rumores de que Bennett había estado medio enamorado, o quizá algo más que medio enamorado, de la mujer de su hermano. No hacía falta ser un observador tan avezado como ella para percibir en su voz el afecto que sentía por Eve. Hannah se dijo que debía recordarlo. Quizá aquel dato le fuera de utilidad más adelante.
—Si me perdona, señor, debería regresar a mi cuarto.
—Todavía es pronto —de repente, Bennett se dio cuenta de que no le apetecía que se marchara. Había sido una sorpresa descubrir que era fácil hablar con ella, y que además le gustaba hacerlo.
—Tengo la costumbre de retirarme temprano.
—La acompañaré.
—Por favor, no se moleste. Conozco el camino. Buenas noches, Alteza —se perdió enseguida entre las sombras mientras los perros gemían levemente y movían la cola.
¿Qué había en aquella mujer?, se preguntó Bennett inclinándose para tranquilizar a los perros. A primera vista, resultaba tan anodina que casi parecía que iba a difuminarse en el papel de la pared. Y sin embargo… Bennett ignoraba qué era. Pero mientras caminaba de regreso a palacio con los perros a su lado, resolvió averiguarlo. Aunque solo fuera porque el descubrir qué se ocultaba bajo las suaves maneras de lady Hannah mantendría su mente alejada de Deboque.
Sin esperar a ver si la seguía, Hannah atravesó raudamente las puertas del jardín. Poseía desde su nacimiento el don de moverse con sigilo, tan suavemente que, aun estando solo con dos personas más, podía escabullirse sin que nadie lo advirtiera. Había cultivado aquel talento natural hasta convertirlo en una consumada habilidad de la que siempre sacaba provecho.
Subió las escaleras sigilosamente, sin mirar atrás. Si uno tenía que comprobar que no lo seguían, ello significaba que ya estaba en peligro. Una vez dentro de su habitación, cerró la puerta con llave y se quitó sus cómodos mocasines. Dado que la mujer que fingía ser jamás dejaría sus ropas esparcidas por el suelo, Hannah las recogió y, lanzándoles una fugaz mirada de desdén, las colocó cuidadosamente en el armario. Comprobó que las cortinas estaban echadas y se quitó aquel vestido de fiesta tan poco favorecedor. Aunque le parecía digno de acabar en la basura, lo colgó pulcramente de una percha.
Se quedó allí de pie un momento, una mujer esbelta y bien formada, con su piel lechosa y sus largas piernas, cubierta con un ligero camisón con los bordes de encaje. Se quitó las horquillas que le sujetaban el pelo y, exhalando un profundo suspiro de placer, dejó que la melena le cayera pesadamente hasta la cintura.
Cualquiera que conociera a lady Hannah Rothchild se habría quedado mudo de asombro al ver operarse aquella transformación, hasta tal punto había perfeccionado y asumido el papel que representaba desde hacía casi diez años.
Lady Hannah sentía pasión por la seda y los encajes bretones, pero solo se permitía utilizar aquellos tejidos en la ropa de dormir y la lencería. El hilo y el tweed se ajustaban mejor a la imagen que tanto le había costado crear de sí misma.
Lady Hannah disfrutaba leyendo apasionantes novelas de misterio en un baño de burbujas, pero en la mesita de noche tenía un ejemplar de las obras de Chaucer del cual, llegado el momento, podía citar y desentrañar un buen puñado de oscuros pasajes.
El suyo no era un caso de personalidad escindida, sino de simple necesidad. Si se hubiera detenido a meditarlo, Hannah habría podido afirmar que se sentía a gusto con sus dos caras. En realidad, a menudo le encantaba la Hannah anodina, educada y levemente bonita. De lo contrario, no habría soportado calzarse sus cómodos zapatos durante mucho tiempo.
Pero había otro lado de lady Hannah Rothchild, única hija de lord Rothchild y nieta del duque de Fenton. Aquel otro lado no era callado y pasivo, sino incisivo y a menudo temerario. Aún más: aquel otro lado sentía inclinación por el riesgo y poseía una mente que absorbía y almacenaba los detalles más nimios.
Juntas, aquellas dos partes de lady Hannah Rothchild formaban una excelente y altamente cualificada espía.
Haciendo caso omiso de la bata, Hannah abrió el cajón superior de la cómoda y sacó una caja alargada, cerrada con llave. Dentro había un collar de perlas heredado de su bisabuela, con los pendientes a juego, que su padre le había regalado el día que cumplió veintiún años. En los cajones del joyero había otras joyas propias de una joven de su rango.
Hannah sacó una libreta del falso fondo del joyero, se la llevó al escritorio de palisandro y comenzó a escribir su informe diario. No había salido al jardín solo para oler las rosas, aunque sí se había quedado más tiempo del necesario para disfrutar de ellas. Tenía ahora una perspectiva completa y no dependía ya de las informaciones que otros le facilitaban. Dibujó con esmero un esbozo del palacio, incluyendo las puertas y ventanas más fácilmente accesibles. Al día siguiente, o tal vez al otro, conocería ya las posiciones que ocupaban los guardias.
Le había costado poco tiempo trabar amistad con Eve. Para asegurarse una invitación al palacio de Cordina, solo había tenido que pedirla. Eve echaba de menos a su hermana y añoraba la vida en su país. Necesitaba una amiga, una amiga con la que poder hablar y con la que compartir las alegrías que le proporcionaba su hija.
Y Hannah se había ofrecido a ser esa amiga.
Sintió de nuevo una punzada de culpabilidad y procuró ignorarla. El trabajo era el trabajo, se dijo. No podía permitir que el afecto que sentía por Eve interfiriera en la meta que perseguía con ahínco desde hacía dos años.
Sacudiendo la cabeza, hizo sus primeras anotaciones acerca de Bennett. Este no era exactamente como se lo había imaginado, pensó. Era, desde luego, tan encantador y atractivo como decían sus informes, pero, por extraño que pareciera, le había dedicado su tiempo y sus atenciones a la insípida lady Hannah.
«Un mujeriego egoísta», se recordó Hannah. Esa era la conclusión que había sacado tras investigar a Bennett. Quizá estuviera un poco hastiado y jugueteaba con la idea de distraerse con una mujer débil y accesible.
Hannah achicó los ojos y rememoró la forma en que le había sonreído Bennett. Un hombre de su atractivo físico, de su posición y su experiencia, sabía cómo usar una sonrisa o una palabra amable para encandilar a mujeres de cualquier edad y condición social. Era de público conocimiento que lo había hecho con asombrosa regularidad. Tal vez intentara añadir otra joya a su corona seduciendo a lady Hannah.
Recordó a Bennett a la luz de la luna, la forma en que sus ojos se habían llenado de calor cuando se burló de él. Su mano, al tomar las suyas, le había parecido firme y segura: la mano de un hombre que no se dedicaba solo a saludar regiamente a su pueblo.
Hannah sacudió de nuevo la cabeza y procuró dejar de pensar de él. No podía considerar la posibilidad de mantener un romance con Bennett por puro placer, sino por pragmatismo. Pensativa, dio un golpecito al cuaderno con el lapicero. No, un romance con Bennett solo le traería complicaciones, por más ventajoso que fuera a largo plazo. Así que mantendría los ojos bajos y las manos inocentemente unidas junto al regazo.
Hannah escondió de nuevo el cuaderno y volvió a colocar el falso fondo. Cerró con llave el joyero, pero lo dejó a la vista, por si alguien se molestaba en registrar su cómoda.
Estaba dentro, se dijo con creciente expectación mientras contemplaba la habitación. Cuando Deboque saliera de prisión, dos días después, se sentiría muy complacido.
—Hannah, no sabes cuánto me alegro de que hayas aceptado quedarte con nosotros una temporada —Eve se paseaba del brazo de su amiga entre los bastidores del teatro. Durante los primeros meses del embarazo conservaba la línea, pero aun así su vestido estaba cortado de tal forma que disimulaba el más leve aumento de peso—. Ahora que estás aquí, Alex no me atosigará continuamente. Le pareces tan sensata…
—Soy sensata.
La suave risa de Eve se contagió a su dulce acento texano.
—Lo sé, y eso es lo mejor de todo: que tú no te pasas la vida diciéndome que tengo que sentarme con los pies en alto.
—A veces los hombres consideran el embarazo y el parto como una enfermedad traumática más que como un acontecimiento normal de la vida.
—Exacto —encantada por la suave ironía de Hannah, Eve la llevó a su oficina. La princesa Gabriella estaba casi siempre en Estados Unidos y su hermana rara vez la visitaba, de modo que Eve anhelaba desde hacía tiempo tener una amiga a la que poder confiarse—. Alex siempre espera que me desmaye, o que me ponga a llorar. Y yo nunca me he sentido mejor en toda mi vida, salvo quizá cuando estaba embarazada de Marissa.
Eve se echó hacia atrás su mata de pelo negro y se sentó al borde de su escritorio. Allí, al menos, podía disfrutar de un poco de intimidad, intimidad a la que había renunciado al casarse con un príncipe. Aunque no lamentaba aquel sacrificio, siempre disfrutaba cuando podía recuperar en parte su antiguo yo.
—Si no hubieras venido, habría tenido que pelearme a brazo partido con Alex para seguir trabajando. Solo ha aceptado que siguiera en el teatro porque sabe que tú me vigilas cuando él está trabajando.
—Entonces, no lo decepcionaré —Hannah observó rápidamente la habitación. No había ventanas. Ningún acceso exterior. Esbozando una sonrisa, eligió una silla—. ¿Sabes, Eve?, realmente te admiro. El Círculo de Bellas Artes siempre ha tenido buena reputación, pero desde que tú lo diriges, este teatro se ha convertido en uno de los más importantes de Europa.
—Es lo que siempre he querido —Eve miró el anillo de diamantes que llevaba en el dedo. A pesar de que habían transcurrido dos años desde su boda, a veces todavía la asombraba verlo—. ¿Sabes, Hannah?, algunas mañanas casi temo despertarme. Creo descubrir que todo es un sueño. Luego, miro a Alex y a Marissa y pienso «son míos». Son realmente míos —sus ojos se enturbiaron un momento—. No permitiré que nada ni nadie les haga daño.
—Nadie se lo hará —Hannah supuso que Eve estaba pensando en Deboque. Pero el deber obligaba a la princesa a callarse sus miedos—. Bueno, no es por atosigarte, pero creo que a las dos nos vendría bien un té. Luego, si quieres, puedes decirme qué clase de trabajo puedo hacer por aquí.
Eve procuró reponerse. Seguía soñando con Deboque, aquel hombre al que nunca había visto, y aquellas pesadillas la atormentaban.
—Lo del té me parece una excelente idea, pero no te he traído al teatro para ponerte a trabajar. Solo pensé que te gustaría verlo.
—Eve, tú mejor que nadie debe comprender que necesito hacer algo o me volveré loca de aburrimiento.
—Pero yo esperaba que esto fuera como unas vacaciones para ti.
Los remordimientos volvieron a agitarse levemente.
—Algunas personas no están hechas para las vacaciones.
—Bueno, está bien. ¿Por qué no ves los ensayos conmigo una hora o dos y me das tu opinión sincera?
—Me encantaría.
—Estupendo. Me preocupa el estreno. Solo quedan un par de semanas y esta obra no me da más que problemas.