Una navidad para dos corazones - Nora Roberts - E-Book
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Una navidad para dos corazones E-Book

Nora Roberts

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Beschreibung

Después de pasar años viajando, el reportero Jason Law volvió a casa. Se había llevado los recuerdos de Faith Kirkpatrick, la novia a la que dejó en su pueblo de nacimiento, y los había conservado durante diez años. Sin embargo, había llegado el momento de recuperar su amor. Ella se había convertido en una mujer con responsabilidades, y él era un aventurero errante. Lo único que podían tener era aquella Navidad...

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Seitenzahl: 108

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1986 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una Navidad para dos corazones, n.º 65 - octubre 2017

Título original: Home for Christmas

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2010

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-420-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

 

En diez años podían cambiar muchas cosas. Él estaba preparado. Durante todo el vuelo desde Londres y durante todo el trayecto desde Boston a New Hampshire, Jason Law fue pensando en lo diferente que podría ser todo. Volvía después de una década a Quiet Valley, una pequeña localidad con una población de trescientos veintiséis habitantes, al menos la última vez que él había estado allí. Habría habido nacimientos y muertes. Las casas y las tiendas habrían cambiado de manos. Algunas tal vez ya no siguieran en pie.

En aquel momento se sintió un poco tonto, y no por primera vez desde que había decidido visitar el pueblo en el que había nacido. Después de todo, lo más probable era que no lo reconocieran. Se había marchado de allí a los veinte años, con una actitud desafiante y un par de vaqueros desgastados. Volvía convertido en un hombre que había aprendido a sustituir aquel desafío por la arrogancia y el éxito. Seguía siendo delgado, pero había cambiado los vaqueros desgastados por un traje que le quedaba impecablemente bien, hecho a medida en Savile Row, de la Séptima Avenida. Diez años antes era un chico desesperado y decidido a dejar su impronta, y lo había conseguido. Sin embargo, había una cosa en la que no había cambiado. Seguía buscando sus raíces, su sitio. Por eso volvía a Quiet Valley.

La carretera todavía serpenteaba en el bosque, ascendía por las montañas y volvía a bajar. Los árboles y el suelo estaban cubiertos de nieve, y Jason se preguntó si lo había echado de menos. Había pasado un invierno en los Andes, con nieve hasta la cintura. Había pasado otro en el calor bochornoso de África. Jason recordaba todos los lugares donde había pasado las Navidades durante aquellos diez últimos años, aunque nunca hubiera celebrado las fiestas. La carretera se estrechaba y dibujaba una curva amplia. Vio las montañas, llenas de pinos y de nieve. Sí, lo había echado de menos.

El sol se reflejaba en los montículos de nieve, y Jason se ajustó las gafas. Por un impulso, se paró. Cuando salió del coche sintió frío, pero no se abotonó el abrigo, ni se puso los guantes. Necesitaba sentirlo. Respirar aquel aire helado era como respirar cientos de diminutas agujas. Jason subió por un risco, unos cuantos metros, y desde la cima, miró hacia abajo, a Quiet Valley.

Él había nacido allí, se había criado allí. Había aprendido a sufrir allí, se había enamorado. Incluso desde aquella distancia, veía la casa de su antiguo amor, la casa de sus padres, y sintió un arrebato de furia. Seguramente, ella viviría en otro lugar, con su marido, con sus hijos.

Al darse cuenta de que tenía los puños apretados, abrió las manos cuidadosamente. Durante aquella década había convertido en un arte la habilidad de canalizar las emociones. Si era capaz de hacerlo en su trabajo, para informar de hambrunas, de guerras y de dolor, podía hacerlo también para consigo mismo. Sus sentimientos hacia Faith habían sido los sentimientos de un muchacho. Sin embargo, ya era un hombre, y ella, como Quiet Valley, formaba parte de su infancia. Jason había viajado más de ocho mil kilómetros para demostrarlo. Se dio la vuelta, entró de nuevo al coche y comenzó a descender por la montaña.

Desde la distancia, Quiet Valley le había parecido un cuadro de Currier e Ives, todo blanco y recogido entre las montañas y el bosque. A medida que se acercaba, le parecía menos idílico. Algunas de las casas tenían la pintura descolorida y desconchada, y muchas vallas se curvaban bajo el peso de la nieve. Vio unas cuantas casas en lo que antes eran praderas. Cambio. Ya se lo esperaba.

Salía humo de las chimeneas, y había perros y niños corriendo por la nieve. Miró el reloj; eran las tres y media. El colegio había terminado, y él llevaba conduciendo más de quince horas. Lo más inteligente era comprobar si la Posada del Valle seguía abierta, y reservar una habitación. Con una sonrisa, se preguntó si el viejo señor Beantree todavía seguiría dirigiendo el establecimiento. No sabía cuántas veces le había dicho Beantree que él sólo servía para causar problemas. Había ganado el Pulitzer y un Premio del Overseas Press Club para demostrar lo contrario.

Las casas estaban más apiñadas ahora, y él las reconoció. La casa de los Bedford, la de Tim Hawking, la de la viuda Marchant. Aminoró la velocidad al pasar junto a aquélla última. Seguía siendo de madera azul; no había cambiado el color, y a Jason le produjo un agrado incomprensible. El viejo abeto del patio delantero ya estaba cubierto de lazos rojos. Ella había sido buena con él. Le preparaba chocolate caliente y lo escuchaba durante horas, mientras él le hablaba de los viajes que quería hacer y de los lugares que quería ver. Ella tenía unos setenta años cuando él se marchó, pero era de la gente dura de Nueva Inglaterra. Jason pensaba que iba a verla en su cocina, alimentando la estufa de madera y escuchando a Rachmaninoff.

Las calles del pueblo estaban limpias y ordenadas. Los habitantes de Nueva Inglaterra eran gente práctica, y robusta como el terreno rocoso en el que se habían asentado. El pueblo no estaba tan cambiado como él hubiera pensado. La Ferretería Railings seguía en la esquina de Main, y la oficina de correos seguía en el mismo edificio de ladrillo, que no era más grande que un garaje. De farola a farola habían colgado la misma guirnalda roja que siempre colgaban cuando él era pequeño. Los niños estaban haciendo un muñeco de nieve frente a la casa del señor Litner. ¿Los niños de quién? Miró las bufandas y las botas de colores de los críos, sabiendo que podrían ser de Faith. Volvió a sentir furia, y apartó la mirada.

El letrero de la Posada del Valle estaba repintado, pero no había ninguna otra cosa que hubiera cambiado en aquel edificio de piedra de tres pisos y de planta cuadrada. El camino de acceso estaba libre de nieve, y salía humo de ambas chimeneas. Pasó por delante de la posada y continuó conduciendo. Tenía que hacer algo primero. Hubiera podido torcer la esquina y ver la casa donde creció. Sin embargo, no lo hizo.

Cerca del final de Main había una casa blanca, más grande que la mayoría de las demás, con grandes ventanas salientes y un amplio porche. Tom Monroe había llevado allí a su novia. Un reportero del calibre de Jason sabía cómo obtener esa información. Tal vez Faith hubiera puesto las cortinas de encaje que siempre quiso poner en las ventanas. Tom le habría comprado un servicio de té de porcelana, como ella deseaba. Tom le había dado exactamente lo que ella quería. Jason le habría dado una maleta y una habitación de hotel en muchas ciudades. Ella había elegido.

Después de diez años, Jason sabía que aquello no era fácil de aceptar. Sin embargo, se obligó a mantener la calma mientras se acercaba a la acera. Faith y él habían sido amigos una vez, y amantes brevemente. Desde entonces, él había tenido otras amantes, y ella había tenido un marido. Sin embargo, Jason todavía la recordaba tal y como era a los dieciocho años, preciosa, suave, entusiasmada. Ella quería ir con él, pero él no se lo permitió. Ella le había prometido que lo esperaría, pero no había cumplido su promesa. Jason respiró profundamente y bajó del coche.

La casa era preciosa. A través de uno de los ventanales se veía un árbol de Navidad, lleno de adornos, verde a la luz del día. Por la noche, seguramente brillaría como si fuera mágico. Él estaba seguro, porque Faith siempre había creído en la magia.

Allí, en mitad de la acera, Jason se dio cuenta de que tenía miedo. Había cubierto guerras, había entrevistado a terroristas, pero nunca había tenido aquel nudo de miedo en el estómago. Y sólo estaba mirando hacia una casa blanca con arbustos de acebo en la entrada. Podía darse la vuelta, ir a la posada o marcharse del pueblo. No tenía por qué verla de nuevo. Ella no formaba parte de su vida. Entonces, vio las cortinas de encaje de las ventanas y el viejo resentimiento se despertó en él, tan fuerte como el miedo.

Mientras él miraba, apareció una niña corriendo por el jardín, por un costado de la casa, seguida de una bola de nieve bien dirigida. La niña se agachó y consiguió esquivarla. En un segundo se levantó y formó una bola que también lanzó.

–¡Te di, Jimmy Harding! –exclamó, y entre vítores, se dio la vuelta para salir corriendo y se chocó contra Jason–. Disculpe.

Estaba cubierta de nieve de pies a cabeza. Miró hacia arriba y sonrió. A Jason le dio un vuelco el corazón.

Era la viva imagen de su madre. Tenía el pelo negro como el azabache, largo hasta los hombros, y una carita pequeña y triangular, con unos ojos azules enormes y llenos de sentido del humor. Sin embargo, lo que verdaderamente consiguió que a él se le formara un nudo en la garganta fue la sonrisa de la niña, que daba a entender que aquello era lo más divertido del mundo. Él, impresionado, dio un paso hacia atrás mientras la niña se sacudía la nieve y lo observaba.

–No lo había visto nunca.

Él se metió las manos en los bolsillos.

–No. ¿Vives aquí?

–Sí, pero la tienda está al otro lado –dijo ella. En aquel momento, aterrizó una bola de nieve a sus pies. La niña arqueó la ceja de un modo sofisticado–. Es Jimmy –dijo–. Apunta muy mal. La tienda está detrás –repitió, mientras se agachaba para reunir más nieve y hacer una bola–. Pase.

Salió corriendo con una bola en cada mano. Jason pensó que Jimmy iba a llevarse una buena sorpresa.

La hija de Faith. No le había preguntado cómo se llamaba, pero no importaba. Sólo iba a estar unos días en el pueblo, hasta que comenzara a trabajar otra vez. Sólo estaba de paso.

Rodeó la casa para ver qué tipo de tienda tenía Tom. Casi estaba deseando saberlo.

El pequeño taller resultó ser una casita victoriana en miniatura. Frente a ella había un trineo ocupado por dos muñecas a tamaño natural que llevaban sombreros y capotas, capas y botas altas. Encima de la puerta había un letrero pintado a mano, muy bonito, en el que se leía Casa de Muñecas. Jason abrió la puerta y oyó el sonido de una campanilla.

–Ahora mismo estoy con usted.

Oír su voz de nuevo fue como dar un paso atrás y no encontrar suelo firme. Sin embargo, Jason supo que debía enfrentarse a la situación. Se quitó las gafas, se las metió al bolsillo y miró a su alrededor.

Había muebles pequeños por toda la estancia, dispuestos como si se tratara de un saloncito acogedor. Las sillas estaban ocupadas por muñecas de todos los tamaños y formas, y también los taburetes, las estanterías y los armarios. Frente a una chimenea en la que ardía el fuego estaba sentada la muñeca de una abuelita, con una cofia de encaje y un delantal. La ilusión de realidad era tan fuerte que Jason tuvo la sensación de que su mecedora iba a comenzar a balancearse.

–Siento haberle hecho esperar –dijo Faith, que salió por una puerta con una muñeca de porcelana en una mano y un velo de novia en la otra–. Estaba arreglando…

El velo se le cayó de la mano cuando se detuvo en seco. Se posó en el suelo silenciosamente. Faith se quedó pálida, y el azul de sus ojos, en contraste con su piel blanca, se hizo casi violeta. Ella tuvo una reacción defensiva y se apretó la muñeca al pecho.

–Jason.