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Beschreibung

Ofrecemos a la benevolencia del lector una serie de relatos que no se articulan necesariamente alrededor del sexo, pero donde esa cosilla de la que carecen los ángeles ocupa un lugar fundamental. Pedí a los autores que se agrupan en esta antología que escribieran como ellos saben hacerlo, con la calidad que les caracteriza, pero que el sexo gozara en sus narraciones del protagonismo que les corresponde. Por ello, nos encontraremos en este libro con relatos donde el sexo es una pulsión de vida; otros en los que constituye un renacimiento de las ganas de vivir; el erotismo como fantasía salpicada de humor no es ajeno a estas páginas, bajo el amparo en ocasiones de textos icónicos o destellos de la cultura pop contemporánea; hallaremos el erotismo como documento de nuestros días; asistiremos a las relaciones físicas con otras personas para mantener encendido el amor a nuestra pareja; e incluso las interacciones mutuas de Eros y Tánatos: sí, alguna concesión hay que hacer a don Sigmund. Piezas literarias, en definitiva, este conjunto de relatos eróticos, donde su componente sensual es un elemento más, valga la evidencia, sin tabúes ni dogmatismos.

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Veröffentlichungsjahr: 2018

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VUELTA Y VUELTA

Colección Harén, número 3

© de los textos: los autores

© de la edición: Ediciones Azimut

Bailarina en fotos: Esalim, Escuela de danzas orientales

Fotos bailarina: Francisco Javier Rodríguez Barranco

Montajes fotografías: Estefanía González Hijano

Maquetación: ePubOnline

1ª edición julio de 2018

ISBN: 978-84-948219-7-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización expresa de sus titulares, aparte de las excepciones previstas en la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; +34 91 702 19 70; +34 93 272 04 47).

Índice
PRÓLOGO DEL EDITOR: DECLARACIÓN DE INTENCIONES
EL OJO. Mauricio Ciruelos
LOLITA. Lola Clavero
SEXOCENTRISMO. Ángel Domínguez
DOBLE MILAGRO. Guadalupe Eichelbaum
EL VERDADERO FINAL. Guadalupe Eichelbaum
ENCUENTRO. Guadalupe Eichelbaum
ARMANI. Carmen Enciso
ADAGIO. Eloísa Navas
MUTACIONES DE LA PELVIS. Gabriel Noguera
AQUEL VERANO O LA REINA DE CORAZONES. Loli Pérez González
LOS VIEJECILLOS CREATIVOS. Francisco Javier Rodríguez Barranco
JUEGOS DEFECTUOSOS. José Luis Rosas G.
AUTORES
Mauricio Ciruelos
Lola Clavero
Ángel Domínguez
Guadalupe Eichelbaum
Carmen Enciso
Eloísa Navas
Gabriel Noguera
Dolores Mª Pérez González
Francisco Javier Rodríguez Barranco
José Luis Rosas G.

PRÓLOGO DEL EDITOR

DECLARACIÓN DE INTENCIONES

No es que vaya a ponerme aquí y ahora en plan freudiano, por supuesto: menudo salido el amigo Sigmund, por no hablar de su discípulo Jung. Pero sí que es cierto que alguien tenía que dar un puñetazo sobre la mesa y él lo hizo, porque, amigos míos, el sexo no es pecado, de verdad que no lo es. La mentira, la venganza, el odio, la maldad sí lo son, pero el sexo no.

Por favor, creedme: el sexo nos hace humanos. Simplemente el deseo, la esperanza, la ilusión del sexo conecta con lo más íntimo de la persona. De otro modo no cabría entender una novela como Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez. Y además el sexo se ofrece en multitud de posibilidades, sin más límites que la propia imaginación.

Sin embargo, comentaba Ortega y Gasset en España invertebrada que desde los tiempos de Felipe II Castilla se había convertido en lo más opuesto a sí misma. Una indudable dinámica de regresión moral que dificultó en gran medida el acceso a lo que había sido lo más granado de la literatura en nuestra lengua, puesto que, efectivamente, no podemos concebir la literatura castellana, heredera en gran medida de los textos orientales (Las mil y una noches, El collar de la paloma), sin el elemento erótico. Por ello, sin profundizar en la estética goliarda, durante la Baja Edad Media hasta mediados del siglo XVI, triunfaron dentro de las letras patrias obras como El libro de Buen Amor, La Celestina, Lazarillo de Tormes o La lozana andaluza, de Francisco Delicado, que era clérigo y editor, donde el componente erótico es esencial.

Pero si nos adentramos ya en el siglo XVII, de todos los episodios del Quijote, quizá sea el de Maritornes el menos conocido, puesto que es el único donde se observa un cierto regustillo sensual. Y tampoco fue la cosa mucho mejor dentro de las órbitas anglicana o luterana, por no hablar del calvinismo, donde te quemaban vivo nada más que por defender verdades científicas. Por ello, en Romeo y Julieta, de 1597, Shakespeare pasa de puntillas en lo que se refiere a la consumación del amor entre los dos jóvenes como marido y mujer.

Es muy curioso, por ejemplo, que hoy día, dentro de la clasificación moral de las películas, se consideran inapropiadas para menores de trece años aquéllas con exceso de escenas sangrientas, mientras que se eleva la edad hasta los dieciocho para las que contienen secuencias calentitas. También como curiosidad, comentaré que cuando me iniciaba en la actividad editorial, un periodista me preguntó si el hecho de que Ediciones Azimut incluyera una colección dedicada al erotismo reducía el nivel cultural del sello. Yo sé que era una pregunta capciosa, aunque sin mala leche (el periodista era un amigo) y mi respuesta está en la prensa. Por fin, quiero comentar que cuando creé un perfil para esta obra en Facebook, el bueno de Zuckerberg me la censuró, sin duda porque en la declaración de intenciones de dicho perfil la palabra “sexo” aparecía con más claridad de la deseada.

De ahí que ofrecemos a la benevolencia del lector una serie de relatos que no se articulan necesariamente alrededor del sexo, pero donde esa cosilla de la que carecen los ángeles ocupa un lugar fundamental. Pedí a los autores que se agrupan en esta antología que escribieran como ellos saben hacerlo, con la calidad que les caracteriza, pero que el sexo gozara en sus narraciones del protagonismo que le corresponde. Por ello, nos encontraremos en este libro con relatos donde el erotismo es una pulsión de vida; otros en los que constituye un renacimiento de las ganas de vivir; el sexo como fantasía salpicada de humor no es ajeno a estas páginas, bajo el amparo en ocasiones de textos icónicos o destellos de la cultura pop contemporánea; también hallaremos el erotismo como documento de nuestros días; asistiremos a las relaciones físicas con otras personas para mantener encendido el amor a nuestra pareja; e incluso las interacciones mutuas de Eros y Tánatos: sí, alguna concesión hay que hacer a don Sigmund.

Piezas literarias, en definitiva, este conjunto de relatos eróticos, donde su componente sensual es un elemento más, valga la evidencia, sin tabúes ni dogmatismos.

Lo que, desde luego, no encontrará el lector en estas páginas son concesiones a la violencia. Tolerancia cero, pues, en este sentido, que no es de género, sino de sexo: el género es una categoría gramatical aplicable a seres animados o inanimados, pero tampoco vamos a ponernos ahora en plan virtuoso lingüista. Yo creo que todo el mundo sabe a lo que me refiero. Por desgracia.

Mas si recuperamos nuestra línea discursiva, comprobamos que se ha erigido hasta categoría celestial un concepto como lo platónico cuando el filósofo ateniense no excluía las relaciones físicas en sus escritos. Por ello, si leemos con suficiente detenimiento El banquete, comprobaremos que el sexo es una manera de asegurarse la eternidad, no la mejor manera, en opinión del pensador que nos ocupa, pues se situaría debajo de la contemplación de la idea y la fama, pero no se excluye. De manera que el sexo, dentro o fuera del matrimonio, dado que el discípulo de Sócrates no hace diferencias en ese ámbito, también forma parte de lo platónico y cercenarlo de ahí sería como amputar una parte importante de esta filosofía.

Disfrutar y dar placer. ¿Habrá algo más bello que disfrutar y dar placer? Tan sólo la crueldad intencionada debe ser expulsada de nuestras vidas. Pero disfrutar y dar placer, ¿por qué no?

Acomodémonos, pues, en nuestros asientos y deleitémonos con una sucesión de relatos concebidos sin pelos en la lengua (chistes fáciles no, por favor, aunque la ocasión lo propicie) donde las narraciones exploran espacios de la vida humana cuya existencia ha sido repetidamente negada por regímenes castrantes de uno u otro tipo y, si bien me he declarado no-freudiano desde el inicio de estas reflexiones, no todo en las teoría psicoanalíticas es desdeñable. Afrontemos, por ello, la intensidad erótica de las páginas que continúan con el espíritu abierto de quienes viven el sexo de manera saludable.

Francisco Javier Rodríguez Barranco

EL OJO

Mauricio Ciruelos

Al abrir la puerta del romi, una pequeña llave cayó desde lo alto, rebotó en el lavabo y llegó hasta la bañera, hundiéndose y produciendo un sonido metálico de nota musical al golpear el fondo. Olivia la miró, parecía la llave de un cofre del tesoro. La sacó, la envolvió en papel higiénico para secarla y fue hacia la puerta del baño. La introdujo en la cerradura, la giró y escuchó cómo el mecanismo del cerrojo bloqueaba la puerta. Comprobó que accionando el picaporte la puerta ya no se abría y decidió dejarlo así, no por seguridad, sino por la extraña sensación claustrofóbica de sentirse encerrada.

Esparció las sales de baño por el agua caliente, sin prisa. Los tenues aromas afrutados se propagaron con el vapor por todo el baño y eso la hizo sentirse más relajada. Se quitó el albornoz, lo dejó colgado en el perchero y metió los pies en el agua. Sintió un leve cosquilleo, como si un ser diminuto y mágico se adentrase en la frondosidad de su vello púbico y recorriese su monte de Venus. La piel se le puso de gallina y se mordió el labio inferior intentando disfrutar al máximo de aquella sensación. Acarició aquellos rizos suaves y oscuros como quien acaricia un cachorro desvalido. En contraste con su piel blanca, su coño parecía el bosque negro de un cuento de fantasía en mitad de la Antártida. Pero ya no se avergonzaba de tener un coño así. Era una morena de pelo rizado y oscuro, cómo iba a ser ahí abajo de otra manera.

Su sexo la excitaba más que nunca, como si todo el deseo reprimido desde que era adolescente estuviese acumulado en su interior y se pudiese desatar con la más leve de las caricias. Se puso en cuclillas y sus pezones se pusieron duros cuando rozaron el agua. Se recostó a lo largo de la bañera y cerró los ojos al sentir el calor reconfortante sobre su cuerpo. Sus pechos parecían islas de hielo coronadas por concentraciones de flamencos que formaban los círculos perfectos de sus areolas. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y la sumergió bajo el agua. Su pelo alborotado se transformó en un enorme vertido de crudo amenazando las costas del polo norte. Ruidos y voces provenientes de recónditos lugares llegaron amortiguados e irreales a sus oídos. Puertas cerrándose violentamente, niños chillando, sillas arrastradas por el piso, gritos de odio de una pareja rota, el llanto de un bebé pidiendo ser alimentado, ladridos de perro ahuyentando a un desconocido, el sonido metálico de una nota musical… Se concentró en lo que parecían los gemidos de una chica, probablemente la estudiante de medicina del tercero follándose al novio de su compañera de piso. Se llevó la mano a la entrepierna y se acarició la vulva con suavidad, sin decidirse a penetrarse o a masajearse el clítoris. Optó por lo segundo, apretando la punta de su dedo sobre la caperuza y realizando delicados movimientos circulares mientras se consumía el oxígeno de sus pulmones. Olivia no sacó la cabeza voluntariamente del agua, lo hizo su instinto de supervivencia y los gemidos de la promiscua estudiante de medicina desaparecieron de su cabeza como si despertase de un sueño.

Cogió el bote de gel con forma fálica que había comprado en la sección de parafarmacia de un supermercado y se lo puso en la entrepierna. Pensó en cuántas chicas comprarían aquel gel de baño solo por la forma del envase. En cuántos chicos en busca de nuevas experiencias lo comprarían por la misma razón. Se preguntó si el sexo por detrás sería de verdad tan doloroso y tan desagradable como había oído decir. Se palpó el ano rodeado de vello y pensó que por qué no. Colocó con cuidado la punta roma del bote de gel en posición y empujó hacia adentro sin ejercer demasiada presión. El bote ni siquiera consiguió penetrar medio milímetro en su interior. Olivia se separó los cachetes y volvió a empujar apretando con más fuerza y, aunque esta vez notó cómo su ano se dilataba y ejercía menos resistencia, no consiguió que el bote penetrase por su culo. Lo sacó fuera del agua para examinarlo y comprobó el grosor rodeándolo con la mano. Resopló convencida de que, sin la paciencia y lubricación adecuada, aquello tan grueso era imposible que entrase por un diminuto agujero por el que nada antes había penetrado. Frustrada desistió de hacer ningún intento más, se separó los labios con dos dedos y metió el bote de gel hasta el fondo de su vagina. Se masturbó sin conseguir correrse, solo disfrutó de insignificantes orgasmos que la indujeron a continuar intentándolo. Cuando el agua se quedó fría, se puso de pie. El bote de gel sobresalía varios centímetros de su vagina. Colocó la alcachofa de la ducha delante de su coño y abrió el agua caliente. Los finos chorros golpearon su clítoris a presión haciendo que este doblara su tamaño en apenas unos segundos. Olivia comenzó a gemir, a frotárselo aumentando paulatinamente la velocidad y la fuerza que aplicaba sobre él. Imaginó que un hombre de tierras salvajes, de barba espesa y lengua áspera, le hacía sexo oral como si literalmente fuese a comérsela y hubiese empezado por su sexo. Sacó el bote de gel de su vagina y lo puso en su culo. «Fóllame por detrás», le suplicó Olivia a aquel desconocido. Y antes de que hubiese terminado de pronunciar las palabras, gritó de dolor al sentir la enorme polla abriéndose paso por su agujero inexplorado. Olivia notaba cómo se desgarraba por dentro en cada envestida mientras las lágrimas de dolor brotaban de sus ojos. Aun así, no podía dejar de suplicarle a aquel desconocido: «Más fuerte, por favor, más fuerte». Cuando se corrió, los espasmos de placer hicieron que el bote saliese disparado de su culo y resbalase por el suelo dejando un reguero sanguinolento en el ajedrezado hasta la puerta del baño.

Salió de la bañera, se envolvió en el albornoz y se puso a llorar. Tirada en mitad del suelo del baño, estuvo llorando más tiempo del que había pasado masturbándose. Cuando tuvo fuerzas suficientes para levantarse, se palpó el ano con dos dedos y comprobó que había dejado de sangrar. Se quitó el albornoz, lo dejó caer al suelo y arrodillada a cuatro patas fue limpiando el rastro de sangre que había dejado el bote de gel en las losas. Al llegar a la puerta encontró la llave del cerrojo en el suelo. Al mirar la cerradura lo vio, observándola. Un ojo tras el ojo de la cerradura.

 

LOLITA

Lola Clavero

Por el nombre, Lolita sería yo, aunque según Nabokov, la verdadera «Lolita» sería Nuria. Eso lo pensé mucho después, porque entonces ninguna de las dos conocíamos todavía aquella novela. Como se puede entender, «Lolita» de Nabokov no era una de las lecturas recomendadas en nuestro colegio de monjas, donde los temas de sexo siempre iban envueltos en un halo de secretismo y sobreentendidos. Se daba por hecho que nosotras ya sabíamos lo que nunca nos iban a explicar las religiosas que, en cualquier caso, conocían el asunto desde una vaga teoría, en nada ilustrada por la práctica.

Sin embargo, aunque no sabíamos nada o casi nada, a los catorce años se llega al sexo, aunque sólo sea por intuición. Y Nuria, en ese sentido, tenía una intuición muy desarrollada. Venía marcada, ya desde sus propios rasgos físicos por una sensualidad, más allá de los cánones, que se dibujaba en aquella boca suya de labios excesivamente carnosos, como diseñados premeditadamente para la concupiscencia, también expresa en ese cuerpo que, pese a su extrema delgadez, se cargaba de emotiva procacidad con la flexibilidad de sus movimientos felinos. La naturaleza por obra espontánea había dotado a su piel de una hipersensibilidad que le erizaba el vello al mínimo roce y de una sangre propensa a prenderse en llamas incluso por la sugestión del más leve estímulo.

Su precocidad le era completamente consustancial, como si hubiese nacido sexualmente madura antes incluso de conocer el sexo. Igual que aquella Lolita que describía Nabokov en esa novela que descubrí muchos años más tarde y me abrió en sus páginas la nitidez de una revelación. Después de todo, resultaba que lo que le ocurría a mi amiga Nuria, como todo, ya estaba escrito hacía muchos años por un ruso que, de manera paradójica, se llamaba Nabo-kov. Muy apropiado el nombre, pensé entonces yo, para ser el autor de una novela tan cargada de sexo. Una novela que, según dirían luego algunas feministas, estaba propiamente escrita con el nabo. Pero yo no podía estar de acuerdo con aquellas teorías. «Lolita» no era una fantasía creada, según sus propios deseos, por un hombre maduro, que era el resumen de todos los hombres maduros con las mismas fantasías. «Lolita» era Nuria, yo la había conocido y negarla era como negar a mi amiga, ahora que por fin la había vuelto a encontrar en una novela, ya no como un fenómeno de conducta desproporcionada y perversa, sino como un referente de altura literaria, que, de ningún modo, necesitaba ser reescrito como lo había hecho la escritora feminista que daba la charla. Según decía ella, Lolita no era sino una pobre niña que había sido violada repetidamente por un adulto degenerado. Eso explicaba que, después del “acto”, ella llorase en la cama cada noche.

Hacía muchos años que había leído Lolita y más años aún que no veía a mi amiga Nuria. Tal vez no tenía ningún sentido que me enfadase tanto por las palabras de aquella escritora. O tal vez sí, porque en la distancia del tiempo los mitos se agigantan y yo sentía caer junto al mito de «Lolita», el de mi propia amiga Nuria. Me negaba a pensarla como una víctima; una pobre niña violada por un adulto como la protagonista de la novela, que yo interpretaba desde la superioridad. La adolescente que es capaz de enloquecer al hombre adulto a su capricho; que lo elige, lo usa y lo desecha según su soberana voluntad arbitraria.

Me revienta ese tipo de feminismo actual, por el que se reivindica siempre a la mujer como una criatura dominada o explotada por el varón; que es un modo de reconocerla inferior al fin y al cabo ¿somos sólo las sacrificadas bajo el yugo de un régimen patriarcal? ¿Hasta hoy no hemos hecho otro papel en la historia? ¿Y por qué todavía no nos hemos rebelado y seguimos así? ¿Seremos idiotas?

No. Me negaba a que «Lolita» fuese una víctima, a que Nuria fuese una víctima. Tenía que recuperar mi mito y liberarlo de aquel agravio humillante.

Cuando terminó la charla, me puse en la cola con el ejemplar de la autora a la espera de que me lo firmase y poder charlar con ella sobre aquel asunto.

Al llegar mi turno, la escritora tomó complacida, el ejemplar de su propio libro, que yo misma le extendí, y me preguntó mi nombre para redactar la dedicatoria.

–Lola –le respondí.

–¿Lola? –me volvió a preguntar con sorpresa, fijándome con la vista, como si mi nombre revistiese algún amago de revelación. Y se puso a escribir el lugar y la fecha, que tuvo que corregir enseguida, pues parece que, con los nervios, se había equivocado. Era evidente que mi presencia la inquietaba ¿por qué?

–¿Así que Lola? – reiteró, buscando mis ojos con sus ojos inquietos.

–Sí y…

–¿Y? –repitió la autora, interrumpiendo la dedicatoria a la espera de que terminase la frase.

–Bueno, yo conocí a una«Lolita», era una amiga del colegio, y no estoy de acuerdo con su teoría. Ella no fue violada.

La escritora con un silencio perplejo, me invitaba a seguir hablando. Y me envalentoné.

–Tampoco creo que la propia Lolita de Nabokov fuese violada. ¿No piensa usted que una adolescente puede elegir tener sexo con un adulto por propia voluntad y disfrutar de esa relación sexual?

Ya un poco indignada, la autora contestó con suficiencia:

–Tal vez su amiga no, pero Lolita sí fue violada. Si no, ¿por qué lloraba después de estar con Humbert Humbert cada noche? Usted ha leído la novela ¿verdad?

–Sí –dije un poco molesta por la sospecha–, pero yo creo que no lloraba de dolor, sino de remordimientos. Tal vez se sentía culpable por haber sentido placer en una relación sexual con un adulto. La educación moral pesa mucho. Lolita pecaba con mucho gozo, pero luego se arrepentía de haber pecado.

–No, no, no –negó la escritora con gestos enérgicos de cabeza y, completando la dedicatoria, me devolvió el libro. Comprendí que eso significaba «adiós». Le disgustó mi hipótesis.

Al salir de la biblioteca, tomé el autobús para volver a casa. Ya había oscurecido.

En el bus, sólo había tres pasajeros más, todos absortos en sus móviles. Una mujer, entrada en la cincuentena, leía mensajes y los tecleaba y dos chicas adolescentes se hacían selfies, entre risas, mostrando a la cámara morritos y escotes. Fotos provocativas que colgarían en redes sociales y podrían ver también los adultos. Hoy día, el mito de Lolita ya no escandaliza, aunque se finja que sí. Sin embargo, la situación continúa más o menos igual, como siempre. Una cosa es provocar, gustar en la distancia, incluso casi desnudas a los hombres mayores y otra es medirse de igual a igual con ellos en la cama.

Esas chicas siguen siendo muy pocas; bichitos raros como Nuria. Las «Lolitas».

Yo no cuestionaba lo que hiciera Nuria, aunque lo que hiciese tuviera que ver con la presencia furtiva a la puerta del colegio de un tipo tan poco recomendable como Paco.

No sabía qué podía ver ella, una chica guapa y simpática de catorce años, en un hombre que confesaba veintisiete, pero se le notaban de lejos, como poco, los treinta y cinco. Y que, además de mayor, era feo de remate y vestía como un hortera pasadito, anclado en la moda de los setenta.

Tenía el hombre un poquito de pelo ralo y pelirrojo, que coronaba en confusas hebras de panocha su cráneo casi lirondo, y unas sempiternas gafas de perilla Ray-Ban, tapando en consecuencia esos bellísimos ojos verdes que Nuria aseguraba que tenía y que ocultos restaban cualquier virtud estética al tipo que completaba sus atributos con un cuerpecillo chiquito y delgado, cuya estrechura de hombros iba ceñida por una camisa brillosa de grandes cuellos y planchado fácil con motivos psicodélicos de tonos marrones, conjuntada con pantalones de tergal, estrechos a la altura de la cadera y el paquete y campanudos en la pantorrilla, como los que llevaban mis tíos cuando aún eran solteros e iban a la discoteca. Paco, según mi opinión, era, en conjunto, grosso modo, un individuo por el que no se podía entender que ninguna mujer, y menos una niña de catorce, pudiese perder la cabeza a menos que tuviese encantos muy ocultos, incapaces de ser apreciados a simple vista en las pocas ocasiones que lo pudimos ver, porque de Paco, generalmente, lo único que veíamos era un coche aparcado a la puerta del colegio, que, según el día, cambiaba de modelo y de color. Porque era rico y tenía muchos a lo que Nuria daba a entender o porque, como deduje luego, trabajaba en un concesionario. Las chicas de catorce años tienden a creerse la riqueza de un tipo mayor con facilidad, sólo porque éste presuma de ella, la lleve a locales caros, le regale un colgante de oro y se meta un paquete de Winston en el calcetín como era el caso. Detalles de un lujo muy cuestionable que, con el tiempo, aprendemos que son asequibles para cualquiera que tenga un trabajo modesto sin necesidad de manejar una gran fortuna.

No siendo ni la belleza ni el capital, Paco, sin embargo, tenía otras cosas que ofrecer; algo que imantaba la voluntad de una adolescente al punto de que sólo viviese para desaparecer cada tarde en el interior de su coche. Coches distintos pero siempre con la misma presencia furtiva que, aparcados a la salida del colegio, abrían una portezuela como reclamo para la chica que acudía a la carrera a reunirse con el único objeto de sus afanes. El dueño de ese caudal que sólo podía saciarle aquella sed ansiosa de lo que fuese. Ni yo misma sabía muy bien en qué consistía aquel ritual, por más que fuera yo misma quien servía de coartada a aquellos encuentros –de cara a su familia, se suponía que Nuria iba a mi casa a hacer un trabajo de religión o cualquier otra materia–, pero sospechaba que aquella rutina ocultaba algo sucio y deshonesto. Desconfiaba de todo lo que rodeaba a Paco; los ojos verdes siempre camuflados en las Ray-Ban por nublado que viniese el día, él mismo entero camuflado en sus metódicos coches clandestinos tan puntuales y distintos y esa edad excesiva ya para poder ser transparente; más de treinta y tantos años por lo menos. ¿Qué hace un hombre de esa edad recogiendo a una niña de catorce, vestida de uniforme, a la salida de un colegio si no es su propia hija? ¿Y en qué consistía aquel impulso que incitaba a Nuria a correr con tanta urgencia hacia su coche? ¿A desear sólo ese momento a lo largo de todo el día? Nada, en todo caso, que pudiese hacer peligrar nuestra amistad. Estaba dispuesta a encubrir aquella oscura relación por poco que me gustase con tal de no perder a mi amiga. Era la primera amiga normal que había tenido. Completamente normal si se exceptuaba su relación con Paco, que, al fin y al cabo, empezaba al terminar la jornada escolar, cuando ya me iba a casa. Si ignoraba aquella visión del coche, podía imaginar, como su familia, que Nuria se había ido a hacer un trabajo a casa de una amiga. Una amiga inconcreta que no era yo. La realidad inquieta menos cuando se mira hacia otro lado. Y, de un modo u otro, intencionadamente o no, siempre estamos mirando para otro lado, mientras pasa la realidad. Si no, quién iba a soportarla.

Estaba muy agradecida a Nuria por haberme elegido como amiga. Si no se le tomaba en cuenta lo de Paco, que sólo Paco y ella sabían lo que era, se podía decir que era normal.

Guapa, alegre y con ese puntito de golfería, tan imprescindible que ha de tener una amiga a los catorce años para recordar después la adolescencia con cariño. Ella me enseñó a hacer piarda, a fumar y a pintarme una raya negra en la línea interior de los ojos. Asuntos que me ayudaron bastante a caer simpática al resto de mis compañeras de colegio, que ya me daban por un caso perdido. La profesora de Literatura me había diagnosticado una habilidad notable para los versos y aquella reputación de niña poeta no era la mejor de las imágenes que se puedan dar para ser aceptada en un grupo de chicas púberes, quienes tienden a ver en esa etiqueta cierta gazmoñería, muy dada a la coña marinera. A aquellas alturas, pensaban en mí como una criatura, entre mística y cósmica, que saldría volatilizada por los aires en una burbuja de solemnidad, lo que despertaba en torno a mí una aversión suspicaz. En el colegio se obviaba el tema de los poetas malditos y, por tanto, se tendía a identificar al vate con una especie de santón aburridísimo que sobrevuela las delicias mundanas, dando la paliza con sus profundidades sapienciales en pretenciosos endecasílabos. De modo que sólo dejaron de sospechar de mí, cuando vieron un paquete de cigarrillos en mi estuche de lápices.

–Anda, ¿tú fumas?

–Claro –afirmé con soltura de mujer de mundo.

Pronto se formó un grupillo en torno a mí que profería murmullos de sorpresa al contemplar el paquete de cigarrillos More mentolados que Nuria me había regalado. Solía quitárselos, a menudo, a su tía, que compraba cartones de ellos en Gibraltar, donde iba de vez en cuando a comprarse ese y otros caprichos. Casada con un médico opulento, no tuvo hijos y, por aquella carencia, se había encaprichado con Nuria a la que solía acoger en su casa, además de pagarle el colegio privado y la ropa de marca.