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Sumérjase en la mente de Amado Nervo, uno de los poetas y escritores modernistas más importantes de México.
En esta colección de cuentos, el autor disecciona con genialidad e ironía las contradicciones del destino, del egoísmo, del amor y de la búsqueda de significado en la vida. Desde parábolas sobre el escepticismo y la pasión hasta reflexiones sobre el lenguaje y la perfección humana, la prosa de Nervo es una invitación a la contemplación.
Esta edición especial incluye como bono poemas notables y notas a pie de página que enriquecen la comprensión de su obra y contexto.
Un clásico obligatorio para quien busca la belleza de la ironía en la condición humana.
Los cuentos:
Dos Vidas Dos amigos, fortunas y filosofías opuestas: Guillermo busca paz en el egoísmo; Antonio se sumerge en el caos familiar. ¿Cuál de estos caminos divergentes encontrará el verdadero valor?
La Última Molestia Un funeral de 3.ª clase paraliza el tráfico y la paciencia de los vivos. Por primera y última vez, el difunto halla un irónico placer en ser la mayor molestia para todos.
Muerto y Resucitado Dado por muerto, un hombre huye de esposa y suegra para vivir una nueva vida de total libertad en el extranjero. ¿Qué pasa cuando el anonimato es roto por una voz atronadora?
La Última Guerra Tras 3 revoluciones, la humanidad vive en paz y perfección en el año 5532. Pero una amenaza secreta planea la revuelta: los animales, evolucionados, buscan subvertir el orden.
En Busca de Tolstoi Un ferviente admirador viaja a París con la misión de conocer a Tolstói. La búsqueda se convierte en una hilarante y desesperada saga para saber cuál es el verdadero maestro.
Los que no quieren creer que son amados Él es gentil, pero escéptico. Ella es apasionada, pero herida. Carlos N. se niega a creer en el amor de Ivona, minando el romance con la duda. Cuatro años llegan a un límite trágico.
El Mayusculismo Un amigo sufre una extraña y nueva dolencia: el "Mayusculismo". Para él, toda palabra común es una "Entidad" que merece la Mayúscula, mientras que la Gente no.
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Seitenzahl: 60
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Amado Ruiz de Nervo y Ordaz (Tepic, 27 de agosto de 1870 -Montevideo, 24 de mayo de 1919 ), más conocido como Amado Nervo, fue uno de los poetas y escritores mexicanos más significativos del movimiento modernista. Perteneció a la Academia Mexicana de la Lengua como miembro correspondiente. Su sonoro nombre, a menudo confundido con un seudónimo, era en realidad el que le fue dado al nacer, resultado de la decisión de su padre de simplificar el apellido Ruiz de Nervo.
Su infancia estuvo marcada por la adversidad económica tras la muerte de su padre en 1883. Realizó sus primeros estudios en el colegio de San Luis Gonzaga en Jacona y cursó ciencias, filosofía y el primer año de leyes en el Seminario de Zamora, aunque abandonó rápidamente en 1891 por urgencias económicas. Dos muertes cruciales moldearían su sensibilidad: el suicidio de su hermano Luis (también poeta ) y el fallecimiento de su amada, Ana Cecilia Luisa Dailliez , cuya muerte en Madrid en 1911 fue por tifus.
Nervo inició su carrera colaborando con artículos para El Correo de la Tarde en Mazatlán. En 1894, se trasladó a Ciudad de México, donde se consolidó al colaborar en la prestigiosa Revista Azul de Manuel Gutiérrez Nájera. Se hizo famoso con su novela El bachiller (1895) y sus poemarios Perlas negras y Místicas (1898). Además, fundó y dirigió Revista Moderna (1898-1900) con Jesús Valenzuela.
En 1900, viajó a París como corresponsal de El Imparcial a la Exposición Universal. Allí conoció a su gran amor, Ana Cecilia Luisa Dailliez , cuya muerte en 1911 le inspiró a escribir La amada inmóvil, publicado póstumamente.
A partir de 1905, incursionó en la carrera diplomática como secretario de la embajada de México en Madrid. En sus últimos años, a pesar de las interrupciones por la Revolución Mexicana , fue reintegrado y nombrado Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario en Argentina y Uruguay.
Amado Nervo falleció de uremia en Montevideo el 24 de mayo de 1919. Tras un homenaje sin precedentes ordenado por el presidente Venustiano Carranza , sus restos fueron trasladados a México y sepultados el 14 de noviembre en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Su vasta obra poética y en prosa, que incluye títulos como Serenidad (1915) y Elevación (1917), lo consagra como una figura central de la literatura hispanoamericana.
Guillermo y Antonio se encontraron, a los diez y nueve y diez y ocho años, respectivamente, huérfanos de padre y madre y con una cuantiosísima fortuna.
Guillermo era un muchacho práctico por excelencia. Tenía pocas, pero “exactas” nociones de la vida. En ratos de vagar, se había trazado un programa para el día en que fuese dueño de su dinero.
Lo esencial era evitar los fastidios y las penas. Sin duda alguna, la incertidumbre del mañana es uno de los más angustiosos estados de conciencia. Su dinero lo ponía a salvo de ella.
Fuése, pues, a ver a los Rothschild1 y convino con ellos en invertir todo su capital, menos algunos cientos de miles de francos, en valores de tout repos2. Consolidado inglés, 3 por 100 francés, Credit Foncier3; ciertas obligaciones ultragarantizadas... Papeles, en fin, que producían apenas, unos con otros, el tres y medio por ciento; pero más firmes que todas las firmezas (menos cuando a una camarilla militar se le ocurre decretar una guerra como la que padecemos...).
—Por este lado —se dijo—, ya estoy tranquilo; las ondulaciones de la Bolsa me importarán muy poco. No veré siquiera, porque es inútil, cotización ninguna. Ahora voy a ocuparme de lo demás.
“Lo demás” fue comprar una hermosa casa en el barrio de los Campos Elíseos, con los cientos de miles de francos sobrantes; amueblarla bellamente; llevarse a ella sus viejos criados, fieles y seguros.
Helo, pues, instalado, con renta fija y ánimo sereno. ¡Qué había de hacer sino vivir! Vivir bien; vivir, sobre todo, en paz... Pensó que en los años mozos nos viene a ver una visita peligrosa: el Amor. La segunda parte de su programa fue suprimir esa visita. El Amor siempre hace mal; siempre está erizado de púas... —Compremos —se dijo—el amor ¡que pasa!
Antonio, como no era un hombre tan previsor, ni colocó su dinero en casa de Rothschild, ni defendió celosamente su libertad.
Un día vino a buscarle el Amor en la más común de sus encarnaciones; se llamó María, fue rubia, tuvo diez y ocho años. Lo demás, lo dijo la vida... Dos lustros4 después, siete hijos ensordecían la casa.
Hubo alternativas vulgares de sombra y luz; chicos enfermos, malos negocios, horas de beatitud íntima en la placidez del hogar; hubo de todo, de todo...
Guillermo iba poco a casa de Antonio. Solía decir como el viejo Fontenelle5: “¡A mí me gustan los niños sólo cuando lloran... porque se los llevan!”; y encontraba duro, como Schopenhauer6, que deba uno oír llorar su vida entera a los chicos, ajenos o propios, simplemente porque uno lloró algunos años.
Su carácter se volvió suspicaz y desconfiado. Tenía, sobre todo, fobias frecuentes. Una de ellas era la del sablazo7. En cuanto un amigo lo trataba con más amabilidad que de costumbre, Guillermo procuraba acorazarse de esquivez.
“Este quiere dinero...” — pensaba angustiado, y abreviaba la conversación. A su casa no entraban sino ricos axiomáticos, definidos, sin sospecha, como la mujer de César8. Para ellos siempre había un cubierto en su mesa. Como que la gente que se respeta no debe dar de comer sino a los ricos, ni hacer obsequios sino a los ricos. Los pobres tienen una gratitud tan vehemente que no olvidan nunca ni un pedazo de pan que se les ha dado. Son como los perros; se dejarían matar por el que tuvo para ellos una caricia. Eso molesta, como todo sentimiento excesivo... Los ricos en cambio, con qué gracia, con qué elegante escepticismo salen diciendo de los mejores banquetes que los han envenenado...
Cierto, alguna vez, un hombre famélico se llegó al hotel de Guillermo. Pero ante la verja había un portero imponente. En la portería, además, sobre una mesa de roble, se amontonaban volantes que decían:
“Nombre del visitante...” “Objeto de la entrevista...” El portero, por otra parte, se encargaba de manifestar al candidato a visita que el señor no estaba en casa sino los sábados, de doce a una de la mañana, para la “gente conocida”.
Un hosco silencio, una árida soledad, acabaron por saturar el hotel. La gran puerta de hierro sólo dió paso a los automóviles señoriales.
La paz de Guillermo estaba ultraconquistada. Su palacio era una deliciosa Tebaida9, llena de aristocrático mutismo.
Ni siquiera la mirada de los pobres podía recrearse en los céspedes de fresco terciopelo, en los plátanos de aleopardados troncos y hojas diáfanamente verdes...
Guillermo y Antonio llegaron a viejos. Antonio, siempre ocupado en la vulgaridad de su vida; en casar a sus hijas, en establecer a sus hijos, en querer a sus nietos, en servir a sus amigos.
Ninguna pena común le fue ahorrada; pero tampoco supo jamás lo que era tedio. Una tranquila identificación con su destino, se le otorgó como premio. La existencia nunca le dio miedo; tuvo para él siempre un aspecto de familiaridad cordial, aun en lo hondo de las penas.
