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La religión ocupa un lugar central en la obra de Jung quien, especialmente en los escritos de sus últimos años, prestó una atención especial al fenómeno religioso. El gran mérito de Jung estriba en haber sabido reconocer que las representaciones originarias que subyacen y son comunes a las distintas religiones constituyen contenidos arquetípicos del alma humana. La primera parte de este volumen reune escritos como "Psicología y religión" o "Respuesta a Job". En la segunda se recopilan sobre todo comentarios y prólogos a textos religiosos orientales como I Ching o el Bardo Todol.
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Seitenzahl: 1577
Veröffentlichungsjahr: 2025
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OBRA COMPLETA
VOLUMEN 11
Representación de la Trinidad y la Virgen María de Jean Fouquet en el
Livre d’Heures
de Etienne de Chevalier (Chantilly). La forma mandalática comprende las tres figuras masculinas de la Trinidad, iguales entre sí, la cuarta figura femenina, separada de ellas, los tres símbolos teriomórficos de los evangelistas y el símbolo
angélico
de Mateo. María es la
Reina de los ángeles
. (Fotografía: Giraudon, París)
C. G. JUNG
Traducción de Rafael Fernández de Maruri
EDITORIAL TROTTA
CARL GUSTAV JUNG
OBRA COMPLETA
TÍTULO ORIGINAL: ZUR PSYCHOLOGIE WESTLICHER UND ÖSTLICHER RELIGION
PRIMERA EDICIÓN: 2008
SEGUNDA EDICIÓN: 2016
© EDITORIAL TROTTA, S.A., 2008, 2016, 2024 WWW.TROTTA.ES
© STIFTUNG DER WERKE VON C. G. JUNG, ZÜRICH, 2007
© WALTER VERLAG, 1995
© RAFAEL FERNÁNDEZ DE MARURI, TRADUCCIÓN, 2008
DISEÑO DE COLECCIÓN
GALLEGO & PÉREZ-ENCISO
CUALQUIER FORMA DE REPRODUCCIÓN, DISTRIBUCIÓN, COMUNICACIÓN PÚBLICA O TRANSFORMACIÓN DE ESTA OBRA SOLO PUEDE SER REALIZADA CON LA AUTORIZACIÓN DE SUS TITULARES, SALVO EXCEPCIÓN PREVISTA POR LA LEY. DIRÍJASE A CEDRO (CENTRO ESPAÑOL DE DERECHOS REPROGRÁFICOS, WWW.CEDRO.ORG) SI NECESITA UTILIZAR ALGÚN FRAGMENTO DE ESTA OBRA.
ISBN: 978-84-1364-266-6 (obra completa, edición digital e-pub)
ISBN: 978-84-1364-278-9 (volumen 11, edición digital e-pub)
Prólogo de los editores
Postscriptum a la edición revisada
Primera ParteLA RELIGIÓN OCCIDENTAL
I.PSICOLOGÍA Y RELIGIÓN
Prólogo
1.La autonomía de lo inconsciente
2.Dogma y símbolos naturales
3.Historia y psicología de un símbolo natural
II.ENSAYO DE INTERPRETACIÓN PSICOLÓGICA DEL DOGMA DE LA TRINIDAD
Observación preliminar
1.Paralelos precristianos de la idea de la Trinidad
A)Babilonia
B)Egipto
C)Grecia
2.Padre, Hijo y Espíritu
3.Los symbola
A)El Symbolum Apostolicum
B)El Symbolum de Gregorio Taumaturgo
C)El Nicaenum
D)El Nicaeno-constantinopolitanum, el Athanasianum y el Lateranense
4.Las tres personas a la luz de la psicología
A)La hipótesis del arquetipo
B)Cristo como arquetipo
C)El Espíritu Santo
5.El problema del cuarto
A)La idea de una tétrada
B)La psicología de la cuaternidad
C)Observaciones generales sobre el simbolismo
6.Observación final
III.EL SÍMBOLO DE LA TRANSUBSTANCIACIÓN EN LA MISA
1.Introducción
2.Las diferentes partes del rito de la transubstanciación
A)La oblatio panis
B)La preparación del cáliz
C)La elevación del cáliz durante el sacrificio
D)La incensación de la ofrenda y del altar
E)La epíclesis
F)La consecratio
G)La gran elevación
H)La postconsecratio
I)Conclusión del canon
K)Embolismo y fractio
L)La consignatio
M)La commixtio
N)Resumen
3.Los paralelos del misterio de la transubstanciación
A)El teoqualo azteca
B)La visión de Zósimo
4.Acerca de la psicología de la misa
A)Generalidades sobre el sacrificio de la misa
B)Sobre el significado psicológico del sacrificio
a)Las ofrendas sacrificiales
b)El sacrificio
c)El sacrificador
d)El arquetipo del sacrificio
C)La misa y el proceso de individuación
IV.PRÓLOGO AL LIBRO DE VICTOR WHITEGOD AND THE UNCONSCIOUS
V.PRÓLOGO AL LIBRO DE ZWI WERBLOWSKYLUCIFER AND PROMETHEUS
VI.HERMANO KLAUS
VII.SOBRE LA RELACIÓN DE LA PSICOTERAPIA CON LA CURA DE ALMAS
VIII.PSICOANÁLISIS Y CURA DE ALMAS
IX.RESPUESTA A JOB
Lectori benevolo
Respuesta a Job
Segunda ParteLA RELIGIÓN ORIENTAL
X.COMENTARIO PSICOLÓGICO ALLIBRO TIBETANO DE LA GRAN LIBERACIÓN
1.La diferencia entre el pensamiento oriental y occidental
2.Comentario del texto
XI.COMENTARIO PSICOLÓGICO ALBARDO TODOL
XII.EL YOGA Y OCCIDENTE
XIII.PRÓLOGO AL LIBRO DE DAISETZ TEITARO SUZUKILA GRANLIBERACIÓN
XIV.ACERCA DE LA PSICOLOGÍA DE LA MEDITACIÓN ORIENTAL
XV.SOBRE EL SANTÓN HINDÚ
XVI.PRÓLOGO ALI CHING
Bibliografía
Índices
Índice onomástico
Índice de materias
La problemática religiosa ocupa un lugar central en la obra de C. G. Jung. Casi todos sus escritos, especialmente los de los últimos años, prestan atención al fenómeno religioso. Lo que Jung entiende por religión no se restringe a una determinada confesión. La religión —según sus propias palabras— consiste en una «observación cuidadosa y concienzuda de eso que Rudolf Otto ha bautizado acertadamente con el nombre de lo “numinoso”». Esta definición puede serle aplicada a toda religión, incluidas sus formas primitivas, y responde a la actitud junguiana de respeto y tolerancia hacia las religiones no cristianas.
El gran mérito de Jung estriba en haber sabido reconocer que las representaciones originarias que subyacen y son comunes a las diversas religiones constituyen contenidos arquetípicos del alma humana.
Cada vez más el hombre moderno echa de menos la seguridad que le brindaban las profesiones de fe tradicionales. Hoy en día reina una gran inseguridad en las cuestiones religiosas. La nueva perspectiva ofrecida por Jung permite comprender los valores transmitidos a la posteridad por la tradición y confiere un nuevo sentido a las formas fosilizadas.
En Psicología y religión Jung se vale de la serie onírica de un hombre de nuestros días para exponer la función de la psique inconsciente, función que recuerda en gran medida a la tradición alquímica. En el trabajo sobre el dogma de la Trinidad Jung muestra los paralelos existentes entre el cristianismo, la teología faraónica egipcia y las ideas babilónicas y griegas, mientras que en el ensayo sobre el texto de la misa se sirve, con fines comparativos, de ritos aztecas y textos alquímicos.
En Respuesta a Job Jung se ocupa con un enorme apasionamiento de la imagen ambivalente de Dios, cuya transformación en el alma humana requiere ser comprendida en términos psicológicos. Sabedor de que las neurosis están motivadas a menudo por causas religiosas, Jung insiste en los ensayos La relación de la psicoterapia con la cura de almas y Psicoanálisis y cura de almas en la necesidad de que la psicología y la teología unan sus esfuerzos.
La segunda parte del presente volumen agrupa sobre todo comentarios y prólogos a textos religiosos orientales. En lo esencial, todos ellos confrontan y comparan expresiones e ideas occidentales y orientales.
En este volumen se ha dado también cabida al Prólogo al I Ching, el libro sapiencial y oracular chino de origen inmemorial. Puesto que los oráculos guardan siempre relación con lo milagroso y numinoso, y puesto que, conforme a la tradición antigua, es preciso prestar una atención «cuidadosa y concienzuda» a las enseñanzas impartidas por las sentencias oraculares del I Ching, todo ello guarda una gran proximidad a lo religioso. Dentro de la Obra completa de Jung, el Prólogo es importante por ocuparse de la esencia y la validez del oráculo y colindar, por tanto, con el territorio de las casualidades significativas, las cuales no deben ser explicadas en términos causales, sino tomando como base el principio de la sincronicidad, el cual fue una vez más puesto de relieve por Jung.
El volumen cuenta con un apéndice que no figura en la edición inglesa y está compuesto por cartas y textos en los que Jung responde en términos un tanto más personales a cuestiones religiosas, lo que contribuye a aclarar todavía más los temas tratados en la parte principal del volumen*.
En una entrevista celebrada en la televisión inglesa en la que preguntaron a Jung si creía en Dios, éste contestó: «I do not believe, I know». Esta breve contestación hizo que lloviera sobre él un número tan grande de preguntas, que Jung se vio obligado a pronunciarse una vez más sobre esta cuestión enviando una carta a la revista de radio y televisión The Listener. También es digno de notarse que el entomólogo Jean-Henri Fabre (1823-1915) confirió expresión a sus convicciones religiosas prácticamente con las mismas palabras: «Yo no creo en Dios, yo lo veo». Jung y Fabre obtuvieron su certeza en el encuentro con la naturaleza: Fabre en el encuentro con la naturaleza del instinto, al observar el mundo de los insectos; Jung en el encuentro con la naturaleza anímica del hombre, al observar y experimentar las manifestaciones de lo inconsciente.
La selección de este volumen se apoya una vez más en el volumen correspondiente de las Collected Works, Bollingen Series XX, Pantheon, Nueva York, y Routledge & Kegan Paul, Londres. También se ha adoptado —excepto en el apéndice— la distribución de los párrafos observada en la edición anglonorteamericana.
Nos gustaría expresar nuestra más sincera gratitud a la señora Aniéla Jaffé, por su apoyo en un gran número de cuestiones, a la doctora Marie-Louise von Franz, por su ayuda en los pasajes griegos y latinos, y a la señora Elisabeth Riklin, por su elaboración del índice.
Abril de 1963
* Este apéndice fue eliminado en la edición revisada. Parte de los textos suprimidos ha sido publicada en otros libros. Entre ellos se cuentan: «Respuesta a Martin Buber» (OC 18/2); «El bien y el mal en la psicología analítica» (OC 10,17); «Acerca del problema del símbolo de Cristo» (en otra traducción [Aniéla Jaffé] Cartas II, 24.11.1953); textos relacionados con Respuesta a Job (Cartas II, 16.11.1951 y Cartas II, 24.5.1952); la «Solapa de la primera edición de Respuesta a Job» (OC 18/2); «De una carta a un teólogo protestante (Cartas I, 19.12.1943); y «Sobre los discursos de Gautama Buddha» (OC 18/2).
La revisión se ha efectuado basándose en los originales que fueron examinados personalmente por Jung y corregidos parcialmente por su propia mano.
La grafía de las palabras vertidas en otras lenguas varía dependiendo de la bibliografía empleada y ha sido armonizada en lo posible con la misma.
La edición de este volumen se vio ensombrecida por la muerte de Lilly Jung-Merker (28.11.1983), la cual había pertenecido al equipo editor desde abril de 1965. A pesar de hallarse gravemente enferma, siguió trabajando sin desmayo en los preliminares de esta edición hasta pocas semanas antes de su fallecimiento. Deseamos expresarle nuestro profundo agradecimiento por su enorme creatividad y su inalterable colaboración. La Erbengemeinschaft C. G. Jung pudo hacerse con los servicios de la doctora en filosofía Leonie Zander, quien desde mayo de 1984 ha participado con alegría en esta tarea.
Con sus habituales autonomía, escrupulosidad y fiabilidad, la señora Magda Kerényi ha confeccionado de nuevo los índices onomástico, de obras citadas y de materias, por todo lo cual le manifestamos nuestra más sincera gratitud.
Octubre de 1985
ELISABETH RÜF
LEONIE ZANDER
Al revisar la traducción alemana de las Terry Lectures, he aprovechado la oportunidad para introducir una serie de mejoras, compuestas en su mayor parte por ampliaciones y añadidos. Estos últimos atañen principalmente a la segunda y a la tercera lección. A diferencia de la edición inglesa, en la que las notas se encontraban al final del libro, en la presente edición figuran como notas a pie de página, lo que ahorra al lector el molesto trabajo de tener que pasar las páginas para consultarlas.
La edición original en inglés era ya considerablemente más amplia de lo que cupo incluir en las conferencias dictadas. Pese a ello, mantenía en lo posible el estilo oral de éstas. Este hecho obedece en no poca medida a que el gusto norteamericano se muestra más accesible a este estilo que al de un tratado científico. En este sentido, la edición alemana se desvía también hasta cierto punto del original inglés. No obstante, en ningún caso se han introducido cambios que cupiera calificar de fundamentales.
Octubre de 1939
ELAUTOR
[1] Al parecer, es deseo del fundador de las Terry Lectures brindar tanto a los representantes de las ciencias de la naturaleza como a los de la filosofía y otros ámbitos del saber humano una oportunidad para que puedan hacer su aportación al esclarecimiento del eterno problema de la religión. En dicha medida, y puesto que la Universidad de Yale me ha hecho el honor de encargarme las Terry Lectures de 1937, daré por sentado que mi misión es mostrar lo que la psicología, o más bien aquella rama especial de la psicología médica de la que soy representante, tiene que ver con la religión o puede decir sobre la religión. Dado que todo el mundo está de acuerdo en que la religión es una de las manifestaciones más tempranas y universales del alma humana, no será necesario probar que toda variante de la psicología que se ocupe de la estructura psicológica de la personalidad humana tendrá forzosamente que atender, por lo menos, al hecho de que la religión no es sólo un fenómeno sociológico o histórico, sino también una cuestión personal de importancia para un gran número de seres humanos.
[2] Aunque no han sido raras las ocasiones en las que se me ha conferido el título de filósofo, soy un hombre que basa su saber en los hechos empíricos y que, como tal, se atiene a la posición de la fenomenología. Soy de la opinión de que dar curso ocasionalmente a reflexiones que transciendan la mera acumulación y clasificación del material empírico no implica vulnerar los principios de las ciencias experimentales. De hecho, creo que la experiencia no es en absoluto posible sin una deliberación reflexiva, ya que la «experiencia» es un proceso de asimilación sin el cual no puede darse comprensión alguna. Sentado esto, cualquiera podrá concluir que mi aproximación a los hechos psicológicos no se sujeta a los puntos de vista de la filosofía, sino a los de la ciencia natural. Este punto de vista rigurosamente empírico es el que mantengo a la hora de ocuparme de un fenómeno que, como la religión, reviste un aspecto psicológico de suma importancia, y éste es el motivo de que, limitándome a la observación de los fenómenos, me abstenga de contemplarlos desde una perspectiva metafísica o filosófica. Con ello no estoy afirmando que otros prismas de observación carezcan de validez, sino que yo no podría presumir de saber aplicarlos correctamente.
[3] Soy consciente de que la mayoría de las personas creen estar al tanto de todo lo que puede llegar a saberse de la psicología, ya que, en su opinión, esta última no es otra cosa que lo que ellas saben de sí mismas. Pero la psicología es en realidad mucho más, y este más está mucho menos relacionado con la filosofía que con hechos empíricos, de los cuales una buena parte son difícilmente accesibles a la experiencia ordinaria. Lo que me propongo es que el lector pueda formarse, por lo menos, un juicio del modo y manera en que la psicología práctica se ve confrontada con el problema religioso. Huelga decir que la amplitud del problema requeriría bastante más que tres conferencias, ya que el necesario examen de las cuestiones de detalle reclamaría por sí solo parejo tiempo y explicaciones. El primero de mis capítulos consistirá en una suerte de introducción al problema de la psicología práctica y de sus relaciones con la religión. El segundo se ocupará de aquellos hechos que prueban la existencia de una genuina función religiosa en lo inconsciente. El tercero atenderá al simbolismo religioso de los procesos inconscientes.
[4] Dado que mis explicaciones se desvían en gran medida de los cauces habituales, no puedo dar por supuesto que mis oyentes estén plenamente familiarizados con el punto de vista metodológico de aquella rama de la psicología de la que soy representante. Este punto de vista es estrictamente fenomenológico. Lo que esto quiere decir es que sus objetos están representados por sucesos, acontecimientos y experiencias, en una palabra, por hechos. La verdad de este punto de vista no consiste en un juicio, sino en un estado de cosas. Cuando la psicología habla, por ejemplo, del motivo del nacimiento virginal, se interesa únicamente por el hecho de que exista una idea semejante, sin preocuparse de la cuestión de si una idea como ésta sería verdadera o falsa en algún sentido. La idea es psicológicamente verdadera por el mero hecho de existir. La existencia psicológica es subjetiva en la medida en que una idea sólo aparece en un individuo. Pero, a la vez, es objetiva en la medida en que se ve compartida por un grupo más numeroso de personas en virtud del consensus gentium.
[5] Este punto de vista es también el de las ciencias de la naturaleza. La psicología se ocupa de las ideas y otros contenidos mentales en el mismo sentido en que la zoología, por poner un ejemplo, hace lo propio con las diferentes especies animales. Un elefante es verdadero porque existe. El elefante no es una conclusión lógica, ni una afirmación, ni el juicio subjetivo de un creador. Es, sencillamente, un fenómeno. No obstante, estamos tan acostumbrados a pensar que los fenómenos psíquicos son productos arbitrarios del libre albedrío, y aun simples invenciones de su humano creador, que sólo en contadas ocasiones podemos liberarnos del prejuicio de que la psique y sus contenidos no serían otra cosa que una invención creada arbitrariamente por nosotros o un producto más o menos ilusorio de juicios y suposiciones. El hecho es que ciertas ideas hacen acto de presencia prácticamente en todo tiempo y lugar, pudiendo incluso cobrar realidad de forma espontánea por sí solas, con absoluta independencia de la tradición y las migraciones. Estas ideas no son fabricadas por los individuos, sino que son cosas que les suceden, más aún, que imponen directamente su presencia a la consciencia individual. Lo que acaba de decirse no es filosofía platónica, sino psicología empírica.
[6] Puesto que voy a hablar de la religión, lo primero que he de hacer es aclarar lo que entiendo por este concepto. La religión, como indica el verbo latino religere, consiste en una observación cuidadosa y concienzuda de eso que Rudolf Otto1 ha bautizado acertadamente con el nombre de lo «numinoso», es decir, una existencia o influjo dinámico que no es causado por un acto arbitrario y que, operando con total autonomía, se apodera y enseñorea del sujeto humano, el cual es en todos los casos mucho antes su víctima que su creador. Lo numinoso —sea cual fuere su causa— constituye una condición del sujeto que es independiente de la voluntad de este último. En cualquier caso, tanto la doctrina religiosa como el consensus gentium han insistido siempre y en todo lugar en que dicha condición ha de ser correlacionada con una causa exterior al individuo. Lo numinoso es la propiedad de un objeto visible o el influjo de una presencia invisible que suscita una particular alteración de la consciencia. Con ello habríamos sentado, cuando menos, una regla de validez universal.
[7] Al descender al terreno del ritual y de la praxis tropezamos, no obstante, con ciertas excepciones. Un gran número de prácticas rituales son llevadas a cabo con el único fin de suscitar de forma intencionada la acción de lo numinoso por medio de ciertos artificios mágicos. Estos artificios pueden consistir en invocaciones, encantamientos y sacrificios, en la práctica de la meditación y de otros ejercicios inspirados en el yoga, en el padecimiento consentido de tormentos de diversa naturaleza, etc. Pero todos y cada uno de ellos son precedidos por la fe religiosa en la existencia de una causa divina exterior y objetiva. La Iglesia católica, por ejemplo, administra los sacramentos con el fin de que el fiel participe de su bendición espiritual. Pero dado que este acto terminaría en última instancia por forzar la presencia de la gracia divina por medio de un rito a todas luces mágico, se recurre al siguiente razonamiento lógico: nadie está capacitado para obligar a la gracia divina a que ésta haga acto de presencia en el sacramento; pero, pese a ello, la gracia está inevitablemente presente en él, porque el sacramento es una institución divina, y Dios no se habría pronunciado a favor de su implantación si no tuviera la intención de ampararla2.
[8] A mi modo de ver, la religión es una actitud especial del espíritu humano, una actitud que cabría describir, en armonía con el uso original del concepto religio, como la consideración y observación cuidadosas de ciertos factores dinámicos. Las experiencias reunidas por el ser humano en su trato con estos factores, los cuales son concebidos como «poderes» —es decir, como espíritus, demonios, dioses, leyes, ideas, ideales, o como quiera que los hombres hayan bautizado a dichos factores—, le dictan que su poder y las amenazas o beneficios que de ellos pueden seguirse para la existencia humana son lo suficientemente grandes como para que se les preste una cuidadosa atención, y que la grandeza, belleza y significación de que están revestidos son tales que ha de tributárseles un respetuoso amor y adoración. En lengua inglesa es frecuente aludir a quien muestra un especial entusiasmo por una causa con la siguiente expresión: he is almost religiously devoted to his cause; William James, por ejemplo, observa que, aunque el hombre de ciencia carece por lo común de fe, su temperamento es el de un hombre piadoso3.
[9] Me gustaría aclarar que con el término «religión»4 no estoy aludiendo a una profesión de fe. No obstante, es cierto que toda confesión descansa originalmente, por un lado, en la experiencia de lo numinoso y, por otro, en la pistis, es decir, en la fidelidad (lealtad), fe y confianza ante una determinada experiencia de efectos numinosos y ante la alteración de la consciencia de ella resultante. La conversión de Pablo sería un ejemplo contundente de lo que acabo de afirmar. Podría decirse, pues, que el término «religión» sirve para designar la particular actitud de una consciencia que ha sido modificada por la experiencia de lo numinoso.
[10] Las confesiones son formas codificadas y dogmatizadas de las experiencias religiosas originales5. En ellas, los contenidos de la experiencia han sido santificados y, por regla general, han pasado a formar parte de un rígido edificio doctrinal que con frecuencia presenta una gran complejidad. La práctica y la recreación de la experiencia original se han convertido en rito e institución inmutable. Tal cosa no tiene por qué coincidir con su conversión en un fósil sin vida, y en muchas ocasiones —en algunas de ellas durante siglos— un gran número de personas puede vivir la experiencia religiosa de esta forma, sin sentir en ningún momento necesidad perentoria alguna de modificarla. La Iglesia católica, por ejemplo, a la que tan frecuente es acusar de formalista, admite que el dogma es una realidad viva y que, por ello, su formulación puede experimentar una cierta evolución y alteraciones. El número de los dogmas no está prefijado de antemano y puede verse acrecentado con el paso del tiempo. Del ritual debe decirse otro tanto. Sin embargo, todos esos cambios y modificaciones están determinados por el marco de la experiencia original, y este hecho contribuye a afianzar un género específico de contenido dogmático y unos determinados valores afectivos. Teniendo presente esto último, incluso el protestantismo, el cual se habría desvinculado en apariencia casi por completo de la tradición dogmática y del ritual codificado, fraccionándose por dicho motivo en más de cuatrocientas sectas diferentes; incluso el protestantismo, repito, estaría obligado a confesarse, por lo menos, cristiano, y expresarse dentro del marco arrojado por la convicción de que Dios se reveló en Cristo, el cual padeció por la humanidad. Todo ello define un marco determinado con unos contenidos determinados, los cuales no pueden ser vinculados ni ampliados con ideas y valores budistas o islámicos. Pero, pese a todo, es indudable que, de la misma manera que Buddha, Mahoma, Confucio o Zaratustra representan fenómenos religiosos, Mithra, Atis, Cibeles, Mani, Hermes y muchas religiones exóticas pertenecen también a esta misma categoría. Al psicólogo, si adopta una actitud científica, no le es lícito prestar atención al hecho de que cada una de esas confesiones pretenda ser la única depositaria de la verdad definitiva. Lo que ha de hacer es dirigir su atención a la dimensión humana del problema religioso, pues el objeto de sus reflexiones viene dado por la experiencia religiosa original y no por lo que las distintas confesiones hayan hecho después con ella.
[11] Puesto que soy médico y especialista en enfermedades mentales y nerviosas, mi punto de partida no está definido por una determinada profesión de fe, sino por la psicología del homo religiosus, es decir, de la persona que tiene presentes y presta una cuidadosa atención a ciertos factores que influyen en ella y en su estado general. Es fácil definir y poner nombre a estos factores partiendo de la tradición histórica o de nuestros conocimientos etnológicos, pero es sumamente complicado llevar a cabo esta misma tarea partiendo del punto de vista de la psicología. Todo lo que puedo aportar al esclarecimiento de la cuestión religiosa procede exclusivamente de mi experiencia práctica, sea la relacionada con mis pacientes, sea la relacionada con las que hemos dado en llamar personas normales. Y como nuestras experiencias con los seres humanos dependen en gran medida de lo que compartimos con ellos, no veo otro camino para proseguir mis reflexiones que describir, siquiera en términos generales, la manera en que por lo común desempeño mis actividades profesionales.
[12] Dado que toda neurosis está ligada a los aspectos más íntimos de la vida de la persona, el paciente experimentará siempre ciertas inhibiciones llegado el momento de describir con exactitud todas las circunstancias y conflictos que desencadenaron la aparición de su enfermedad. ¿Pero a qué podría obedecer que no sea capaz de hablar francamente y sin rodeos? ¿Por qué se muestra angustiado, receloso o mojigato? El motivo estriba en su «tener muy presentes» ciertos factores externos, los cuales reciben los nombres de opinión pública, respetabilidad o buena reputación. Y aun cuando el paciente confíe en su médico, aun cuando ya no experimente ninguna vergüenza en su presencia, vacilará o incluso se asustará de confesarse a sí mismo según qué cosas, como si el hecho de llegar a ser consciente de sí mismo supusiera algún tipo de amenaza. Por lo común, uno tiene miedo de aquellas cosas que parecen subyugarlo. ¿Pero hay algo en el hombre que sea más fuerte que él? No debemos olvidar que toda neurosis se ve acompañada por una cierta desmoralización. Las personas que padecen una neurosis han perdido la confianza en sí mismas. Una neurosis supone una derrota humillante, y es también percibida como una derrota por aquellas personas que no son del todo inconscientes de su propia psicología. Y esa derrota se ha sufrido a manos de algo que es «irreal». A no dudarlo, los médicos vienen asegurándole al paciente desde hace ya mucho tiempo que no sufre ningún tipo de carencia, que no padece realmente una enfermedad coronaria, que su cuerpo no alberga un carcinoma real. Sus síntomas son todos imaginarios. Cuanto más se convenza el paciente de ser un malade imaginaire, tanto más se verá invadida toda su personalidad por un sentimiento de inferioridad. «Si mis síntomas son sólo imaginarios, —dirá— ¿dónde he pescado esta maldita invención y por qué doy pábulo a semejante locura?». En cierta ocasión, tenía frente a mí a un hombre inteligente que acababa de asegurarme, con ademán casi suplicante, que padecía un carcinoma intestinal. Para mí fue conmovedor percibir la desesperanza de su voz cuando me confesó, acto seguido, que, como es natural, en su fuero interno estaba perfectamente al tanto de que su carcinoma no era nada más que una fantasía.
[13] Me temo que nuestra concepción ordinaria y materialista de la psique no nos resultará de particular ayuda en los casos de neurosis. Si el alma estuviera equipada de un cuerpo sutil, siempre nos quedaría el recurso de decir que ese cuerpo, hecho de humo o de aire, se habría visto atacado por un carcinoma; un carcinoma que, sin duda, no dejaría de ser un tanto «aéreo», pero que a la postre sería absolutamente real y muy similar a los que están expuestos a padecer nuestros cuerpos de carne y hueso. En ese caso habría, al menos, algo real delante de nosotros. La medicina experimenta, por ello, una profunda aversión frente a todos los síntomas de naturaleza psíquica. Una de dos: o el organismo está enfermo o a uno no le falta absolutamente nada. Y si no es posible demostrar que el cuerpo está realmente enfermo, tal cosa se debe, justamente, a que con los medios de que disponemos en la actualidad el médico no puede observar todavía la verdadera naturaleza de un trastorno de orden incuestionablemente orgánico.
[14] ¿Pero qué es propiamente la psique? Un prejuicio materialista declara que la psique es un mero epifenómeno, un subproducto de procesos cerebrales orgánicos. Desde este punto de vista, todos los trastornos psíquicos tendrían una causa orgánica o física, y la imposibilidad de identificarla obedecería únicamente al hecho de que nuestros actuales instrumentos de diagnóstico pecarían aún de imperfectos. La innegable relación entre la psique y el cerebro apoya en buena medida esta forma de ver las cosas, pero no hasta el punto de hacer de ella la verdad en exclusiva. Ignoramos si las neurosis van o no acompañadas de un trastorno real de los procesos cerebrales orgánicos, y cuando de lo que se trata es de trastornos de naturaleza endocrina, es imposible decidir si lo que observamos son las causas y no sus consecuencias.
[15] Por otra parte, es indudable que las neurosis responden a una etiología psíquica. De hecho, es muy difícil figurarse que una alteración orgánica pudiera verse curada en un instante por el mero hecho de hacer una confesión. Pero, en cierta ocasión, yo mismo pude ver cómo una fiebre histérica de 39 grados de temperatura se desvanecía en sólo unos minutos gracias a la confesión de su causa psicológica. ¿Y a qué otra explicación podríamos recurrir en todos esos casos en los que una enfermedad manifiestamente orgánica se ve influida, o incluso curada, por un simple intercambio de impresiones sobre determinados conflictos anímicos dolorosos? En una ocasión, observé un caso de psoriasis que se extendía prácticamente a la totalidad del cuerpo y que al cabo de unas pocas semanas de tratamiento psicológico se había visto aliviado en un noventa por ciento. En otra ocasión, un paciente fue sometido a una intervención quirúrgica a causa de una dilatación del intestino grueso. Se le habían extirpado cuarenta centímetros, pero, en breve, el resto del intestino grueso experimentó un considerable ensanchamiento. El paciente estaba desesperado y denegó su consentimiento a una segunda intervención, a pesar de que el cirujano consideraba que era absolutamente necesario efectuarla. Tan pronto como salieron a la luz determinados hechos psicológicos de naturaleza íntima, sus intestinos empezaron a funcionar con normalidad.
[16] Ante este tipo de experiencias, que no son en absoluto infrecuentes, es muy difícil seguir pensando que la psique no es nada en absoluto o que un hecho imaginario carezca de realidad. Lo único que sucede es que la psique no está allí donde pretende encontrarla un intelecto de miras estrechas. La psique está ahí, pero no en forma física. Es un prejuicio casi ridículo suponer que la existencia sólo puede ser corpórea. En realidad, la única forma de existencia de la que tenemos un conocimiento inmediato es psíquica. El hecho de que, si sabemos algo de la materia, es sólo porque percibimos imágenes psíquicas que nos son transmitidas por los sentidos, nos autorizaría, inclusive, a argumentar a la inversa y afirmar que la existencia física no es más que un corolario de nuestros razonamientos.
[17] Es indudable que cometemos un grave error cuando nos olvidamos de esta verdad sencilla pero fundamental. Aunque la presencia de la neurosis se debiera únicamente a la imaginación, la neurosis seguiría siendo absolutamente real. Si un hombre se figurara que soy su enemigo mortal y me matara, yo estaría muerto a causa de una simple fantasía. Las fantasías existen y pueden ser tan reales, nocivas y peligrosas como los estados físicos. Es más, creo que los trastornos psíquicos son mucho más peligrosos que una epidemia o un terremoto. Ni siquiera la peste y la viruela medievales asesinaron a tantas personas como ciertas diferencias de opinión en el año 1914 o ciertos «ideales» políticos en Rusia.
[18] Nuestra mente no puede aprehender su propia forma de existir, pues carece del punto arquimediano externo para hacerlo. Pese a ello, sin embargo, la mente existe. La psique existe; la psique es, incluso, la existencia misma.
[19] ¿Qué le responderemos ahora al paciente que cree estar padeciendo un carcinoma? Por mi parte, yo le diría lo siguiente: «Amigo mío, tienes razón, estás siendo atacado por un ente canceroso. Alojas dentro de ti un mal mortal que sin duda no destruirá tu cuerpo, no en vano es imaginario, pero que, sin embargo, terminará por destruir tu alma. Ha arruinado ya tus relaciones y tu felicidad personal, y seguirá extendiéndose hasta haber devorado todo tu ser psíquico, momento en el que el hombre que hay en ti se desvanecerá y todo lo que quedará de él será un tumor maligno y destructor».
[20] Nuestro paciente tiene claro que él no es el creador de su fantasía enfermiza, aun cuando su intelecto teórico tratará seguramente de convencerle de que él es el autor y el propietario de su imaginación. Cuando se padece un carcinoma real, nunca se piensa que uno mismo sea el responsable de un mal como éste, a pesar de que el carcinoma se localice en nuestro propio cuerpo. Pero tratándose de la psique nos sentimos de inmediato responsables en alguna medida, cual si fuéramos los fabricantes de nuestros estados psíquicos. Este prejuicio es relativamente reciente. No hace mucho tiempo, incluso las personas más cultivadas pensaban que ciertos agentes psíquicos podían influir en nuestro intelecto y en nuestro ánimo. El mundo estaba infestado de magos, brujas, espíritus, demonios, ángeles e incluso dioses, y todos ellos podían ser causa de determinadas alteraciones psicológicas en los seres humanos. En épocas pasadas, nuestro hombre habría albergado sentimientos muy distintos con respecto a su particular fantasía. Habría supuesto, probablemente, que había sido poseído o que alguien se había valido contra él de algún hechizo. Jamás se le hubiera ocurrido pensar que él mismo fuera el creador de una fantasía semejante.
[21] De hecho, lo que yo supongo es que la idea del carcinoma es una excrecencia espontánea que tiene su origen en aquella parte de la psique que no es idéntica a la consciencia. La idea hace acto de presencia a la manera de un producto autónomo que se infiltra en la consciencia. De esta última se puede decir que constituye nuestra propia existencia psíquica, pero el carcinoma disfruta de una existencia psíquica autónoma e independiente de nosotros. En apariencia, esta afirmación sintetizaría en una fórmula global los hechos que nos es dado observar. Si sometemos un caso como éste a experimentos de asociación6, descubriremos muy pronto que el sujeto no es el amo de su propia casa: sus reacciones se ven retardadas, alteradas, cohibidas o reemplazadas por intrusos autónomos. De las palabras que han de desencadenar sus reacciones asociativas, una porción de ellas no se ven respondidas por su intención consciente, sino por ciertos contenidos autónomos de los que, muy a menudo, el sujeto del experimento ni siquiera tiene consciencia. En nuestro caso, toparemos con seguridad con respuestas que han nacido del complejo psíquico en el que arraiga la idea del carcinoma. Siempre que una de esas palabras a las que acabamos de referirnos tropieza con algo vinculado con el complejo oculto, la reacción de la consciencia del yo se ve perturbada o incluso substituida por una respuesta originada en dicho complejo. Todo invita a concluir que este último sería muy semejante a un ente autónomo capaz de interferir en las intenciones del yo. De hecho, los complejos se comportan como personalidades secundarias o parciales que disfrutaran de una vida mental independiente.
[22] Algunos complejos están escindidos de la consciencia por el único motivo de que ésta ha preferido desembarazarse de ellos operando su represión. Pero hay otros complejos que nunca han estado presentes en la consciencia con anterioridad y que, por ello, nunca han podido ser objeto de una represión voluntaria. Dichos complejos brotan de lo inconsciente e inundan la consciencia con sus extraños e inalterables impulsos y convicciones. El caso de nuestro paciente pertenece a esta última categoría. A pesar de tratarse de una persona culta e inteligente, nuestro hombre era la víctima desamparada de algo que le abrumaba y poseía. Todos sus esfuerzos por sobreponerse de alguna manera al demoníaco poder de su enfermedad habían fracasado. Su obsesión recubría su mente como un genuino carcinoma. Había aparecido un día, y desde entonces nada había conseguido desterrarla de su mente. Nuestro paciente sólo disfrutaba de breves intervalos de paz.
[23] La existencia de este tipo de casos contribuye, hasta cierto punto, a aclarar los motivos por los que los hombres tienen miedo a tornarse conscientes de sí mismos. Tras la cortina, en efecto, podría realmente ocultarse algo —nunca se sabe—, y, por ello, uno prefiere «prestar una atención y consideración cuidadosas» a factores externos a la consciencia. En la mayoría de las personas se da una suerte de primitiva deisidaimoniva (temor de Dios) frente a los posibles contenidos de lo inconsciente. Transcendiendo toda aprensión, pudor y recato naturales, existe un secreto temor a los perils of the soul, los peligros del alma. Por supuesto, reconocer de buena gana que se albergan tan ridículos temores es algo que está al alcance de muy pocos. Pero debería tenerse muy presente que este tipo de miedos están muy lejos de ser infundados, y que en realidad obedecen, bien al contrario, a razones muy poderosas. No hay nada que pueda garantizarnos que una nueva idea no vaya a apoderarse de nosotros o de nuestros vecinos. La historia, tanto la de los tiempos pasados como la de los recientes, nos enseña que, con frecuencia, este tipo de ideas son tan extrañas y aun tan peregrinas, que la razón no puede reconciliarse con ellas sino con dificultad. La fascinación que casi siempre va unida a este tipo de ideas es suelo abonado para el fanatismo, y éste el causante de que, a su vez, todos los disidentes —por ortodoxos y razonables que sean— sean decapitados, arrojados vivos a la hoguera o exterminados en masa con las más modernas ametralladoras. Ni siquiera podemos consolarnos con la idea de que todos estos hechos espantosos pertenecen a tiempos ya olvidados. Por desgracia, al parecer pertenecen también al presente, y todo apunta a que serán de esperar en particular medida en el futuro. Homo homini lupus es una sentencia triste, pero de eterna vigencia. El hombre tiene en realidad razones más que suficientes para temer a esas fuerzas impersonales que moran en lo inconsciente. El motivo de que seamos bienaventuradamente inconscientes de ellas estriba en que nunca o casi nunca se manifiestan en nuestras actividades personales y en circunstancias ordinarias. Pero, por otro lado, en cuanto un grupo de personas se reúne y forma una turba, se desencadenan los dinamismos del hombre colectivo: bestias o demonios que dormitan en todo individuo hasta que éste se convierte en la partícula de una masa. En esta última, el ser humano desciende inconscientemente a un nivel moral e intelectual inferior; ese nivel que acecha en todo momento ahí, bajo el umbral de la consciencia, preparado para estallar tan pronto como se sienta sostenido e inducido a manifestarse por la creación de una masa.
[24] A mi modo de ver, seríamos víctimas de un funesto malentendido si consideráramos que la psique humana es una realidad meramente personal y tratáramos de explicarla partiendo de un punto de vista exclusivamente personal. Este tipo de explicaciones sólo tienen razón de ser en presencia de las habituales ocupaciones y relaciones cotidianas del individuo. Pero en cuanto se produce un leve trastorno —en forma, por ejemplo, de un incidente imprevisto y en alguna medida inusual—, hacen aparición de inmediato fuerzas instintivas, fuerzas cuya manifestación es por completo inesperada, nueva e incluso extraña, y de las que ya no es posible dar razón invocando motivos de carácter personal, porque con lo que propiamente habría que compararlas es con sucesos de carácter primitivo, como el ataque de pánico motivado por un eclipse solar o similares. A mi juicio, por ejemplo, el intento de explicar la criminal erupción de las ideas bolcheviques por medio de un complejo paterno de carácter personal esconde profundas deficiencias.
[25] Las alteraciones que la irrupción de las fuerzas colectivas suscita en el carácter son asombrosas. Una criatura mansa y racional puede transformarse de pronto en una bestia rabiosa o en un animal salvaje. Uno se inclina a señalar como responsable de todas estas cosas a las circunstancias externas, pero nada habría podido explotar en nosotros de no encontrarse ahí presente. En realidad, vivimos en todo momento sobre un volcán, y, que nosotros sepamos, no hay un solo medio humano de defensa contra una erupción que podría aniquilar a todo el que se encontrara dentro de su radio de acción. Es indudable que predicar sensatez y buen juicio siempre serán una buena cosa, pero ¿qué es lo que se puede hacer cuando quienes nos escuchan son los enfermos de un manicomio o una masa fanatizada? Entre ellos apenas si hay alguna diferencia, pues tanto el loco como la turba son movidos por fuerzas impersonales e irresistibles.
[26] En realidad, es suficiente con una neurosis para poner en libertad fuerzas que ya no será posible domesticar con medios racionales. El caso del paciente obsesionado con su carcinoma muestra a las claras lo impotentes que son la inteligencia y la razón humanas frente al más evidente de los despropósitos. A mis pacientes siempre les doy el consejo de que conciban ese innegable, pero invencible, sinsentido como la manifestación de un poder y un sentido que todavía no podemos comprender. La experiencia ha venido a enseñarme que tomarse en serio un hecho como éste y tratar de buscarle una explicación plausible constituye un método mucho más eficaz. Pero este tipo de explicaciones sólo serán satisfactorias si nos permiten barajar una hipótesis que pueda contrarrestar en condiciones de igualdad los efectos de la enfermedad. Nuestro caso se ve enfrentado a una voluntad y una sugestión a las que su consciencia no está en condiciones de oponer nada equivalente. En situación tan delicada optaríamos por una mala estrategia convenciendo al paciente de que es él mismo quien de algún modo —que todavía nos resulta sumamente difícil de comprender— se esconde tras sus síntomas, inventándolos y alimentándolos en secreto. Abrigar este tipo de pensamientos acabaría de inmediato con su espíritu de lucha y ejercería un efecto desmoralizador sobre él. Es mucho mejor que el paciente comprenda que su complejo es un poder autónomo que arremete contra su personalidad consciente. Además, una explicación como ésta se acomoda mucho mejor a los hechos efectivos que una reducción a motivos personales. Sin duda, hay una motivación de clara naturaleza personal, pero su presencia no obedece a una intención consciente. El paciente se limita, sencillamente, a experimentar de forma pasiva su aparición.
[27] Cuando Gilgamesh* desafió soberbio y arrogante a los dioses en el poema babilónico, éstos idearon y crearon un hombre que era tan fuerte como él a fin de poner freno a las ilegítimas ambiciones del héroe. Eso mismo es lo que le ha sucedido a nuestro paciente, un pensador siempre dispuesto a ordenar el mundo con el poder de su entendimiento y su intelecto. Su ambición le había permitido forjarse, cuando menos, su propio destino, y nuestro hombre había logrado someterlo todo a la férula inexorable de su entendimiento. Pero, a través de alguna rendija, la naturaleza consiguió zafarse de su abrazo y vengarse de él, y esta venganza adoptó la figura de una obsesión: la idea disparatada, pero del todo invencible, del carcinoma. Este habilidoso plan fue urdido por su inconsciente a fin de mantenerlo preso en un dogal cruel y despiadado. Era el peor golpe que podía asestarse a todos sus ideales racionales y, sobre todo, a su fe en la omnipotencia de la voluntad humana. Una obsesión semejante sólo puede darse en una persona que está acostumbrada a abusar de su razón y su intelecto en beneficio de ambiciones egoístas.
[28] Gilgamesh escapó, no obstante, a la venganza de los dioses. Fue avisado en sueños del peligro, y el héroe no dudó en hacer caso de sus advertencias. Los sueños le mostraron de qué modo podía vencer a su enemigo. Nuestro paciente, perteneciente a una época en la que los dioses se han extinguido e incluso caído en descrédito, también había tenido sueños, pero no los escuchó. ¡Cómo podría un hombre inteligente ser tan supersticioso como para tomarse en serio sus sueños! Los prejuicios generalmente abrigados contra los sueños son sólo uno más entre los síntomas de un desprecio mucho más acusado por el alma humana en cuanto tal. El extraordinario avance experimentado por la ciencia y la técnica se ve contrarrestado por una alarmante escasez de sabiduría e introspección. Nuestra doctrina religiosa habla, ciertamente, de un alma inmortal, pero apenas si tiene alguna palabra amable para la psique humana real, la cual correría en línea recta hacia la condenación eterna de no haber tenido lugar una intervención expresa de la gracia divina para evitarlo. Estos dos importantes factores son responsables en gran medida del común desprecio por la psique, pero no son los únicos. Mucho más antiguos que estas dos consecuencias relativamente recientes son el temor y la aversión primitivos a todo lo que colinde con lo inconsciente.
[29] En sus inicios, la consciencia tiene que haber sido una criatura muy débil. Todavía hoy, las comunidades relativamente primitivas nos brindan una inmejorable oportunidad para observar cuán fácilmente se pierde la consciencia. Uno de los perils of the soul7 está representado, por ejemplo, por la pérdida de un alma, pérdida que se verifica cuando una parte del alma se torna de nuevo inconsciente. Otro de esos ejemplos es el estado de amok8, con el que se corresponderían los ataques de ira de los berserker en las sagas germánicas9. Ambos casos aluden a un estado de trance parcial o total, que con frecuencia se ve acompañado de devastadoras consecuencias sociales. Incluso las más comunes de las emociones pueden provocar la pérdida de una gran parte de la consciencia. Por ello, los primitivos cultivan formas exquisitas de cortesía, hablan a media voz, depositan sus armas en el suelo, reptan, inclinan la cabeza o enseñan las palmas de las manos. Nuestras mismas fórmulas de cortesía continúan prestando todavía una «religiosa» atención a posibles amenazas psíquicas. Nos granjeamos las simpatías del destino deseándonos mágicamente «buenos días». Durante el saludo, se considera de mal tono mantener la mano izquierda a la espalda o dentro del bolsillo. Si queremos mostrarnos especialmente corteses con el otro, estrechamos su diestra con las dos manos. Ante una persona de gran autoridad inclinamos la cabeza descubriéndonos a la vez, es decir, ponemos a su disposición nuestra indefensa coronilla, a fin de congraciarnos con el poderoso, que con facilidad podría ser víctima de un repentino ataque de ira. En sus danzas guerreras los primitivos pueden excitarse hasta el punto de derramar su sangre.
[30] La vida del primitivo está plagada de peligros psíquicos siempre al acecho ante los que en ningún momento se baja la guardia, y los procedimientos ensayados para reducir los riesgos son innumerables. La creación de recintos tabuizados constituye una manifestación externa de este fenómeno. Los incontables tabúes definen recintos psíquicos delimitados a los que ha de prestarse la más escrupulosa de las atenciones. Encontrándome en cierta ocasión en tierras de una tribu que habitaba en las laderas meridionales del monte Elgon, cometí un terrible error. Tenía curiosidad por saber algo más de las casas de los espíritus, con las que había tropezado a menudo en sus bosques, y en mitad de una conversación mencioné la palabra selelteni, cuyo significado es «espíritu». De inmediato todo el mundo enmudeció, dando a la vez muestras de una gran preocupación. Luego todos apartaron sus ojos de mí, ya que había pronunciado en voz alta una palabra que se ponía especial cuidado en evitar, abriendo así la puerta a las más funestas consecuencias. Tuve que cambiar de tema a toda prisa para poder continuar con la conversación. Esas mismas gentes me aseguraron que nunca tenían sueños. Los sueños, me dijeron, eran privilegio de jefes y hechiceros. El hechicero me confesó después que ya no tenía sueños, pues en su lugar todos ellos tenían ahora al comisario de distrito. «Desde que los ingleses están en el país —me dijo—, ya no tenemos sueños». «El comisario de distrito sabe todo lo que hay que saber sobre guerras y enfermedades, y también dónde tenemos que vivir». Esta extraña afirmación obedece a que, antaño, los sueños habían sido la instancia política suprema, la voz de mungu (lo numinoso, Dios). De ahí que un hombre ordinario se hubiera comportado poco inteligentemente levantando la sospecha de que tenía sueños.
[31] Los sueños son la voz de lo desconocido, lo cual está siempre amenazándonos con nuevos enredos, nuevos peligros, sacrificios, guerras y demás realidades inoportunas. Un miembro de una tribu africana soñó en una ocasión que sus enemigos lo habían capturado y quemado vivo. Al día siguiente reunió a sus parientes y les suplicó que lo quemaran. Consintieron en ello hasta el punto de atarle los pies y exponerlos a las llamas. El hombre sufrió, como es natural, crueles mutilaciones, pero había conseguido zafarse de sus enemigos10.
[32] Existe un sinnúmero de ritos mágicos cuya única finalidad estriba en procurar una defensa contra las tendencias inesperadas y amenazadoras de lo inconsciente. El curioso fenómeno de que los sueños sean, por un lado, el vehículo de la voz y el mensaje divinos, y, por otra, una fuente de penurias sin cuento, no es causa de incomodidad para la mente primitiva. Observamos residuos todavía visibles de este primitivo fenómeno en la psicología de los profetas judíos11. Con harta frecuencia vacilan en prestar oídos a la voz. Y para un hombre piadoso como Oseas no tuvo que ser nada fácil —preciso es admitirlo— tomar por esposa a una ramera a fin de plegarse a los mandatos del Señor. Desde los albores de la humanidad, ha existido una pronunciada tendencia a valerse de determinadas leyes y expedientes para reducir el indómito y arbitrario influjo de lo «sobrenatural». Y a lo largo de la historia este proceso tuvo continuación en una multiplicación de los ritos, instituciones y creencias. En los dos últimos milenios hemos sido testigos de que la institución de la Iglesia cristiana ha adoptado una función mediadora y protectora entre los seres humanos y esas influencias. En los escritos de la Iglesia medieval no se niega que los sueños puedan ser en determinadas ocasiones un vehículo de la influencia divina, pero tampoco se insiste en este punto de vista, y la Iglesia se reserva el derecho a decidir en cada caso sobre la autenticidad o falsedad de la revelación acaecida en sueños.
En un magnífico tratado sobre los sueños y sus diversas funciones, Benedictus Pererius afirma: «En efecto, Dios no está sujeto a ley temporal alguna y tampoco carece de la oportuna ocasión para inspirar sus sueños cuando quiera, donde quiera y a quien quiera»*. El pasaje situado a continuación nos descubre la interesante perspectiva desde la que el autor observa las relaciones entre la Iglesia y el problema de los sueños: «En la vigésima segunda collatio de Casiano, en efecto, leemos que aquellos viejos maestros y directores espirituales de los monjes eran hombres muy versados en inquirir e indagar las causas de algunos sueños»12. Pererius clasifica los sueños como sigue: «... muchos son naturales, otros humanos, algunos, inclusive, divinos»13. Los sueños responden a cuatro causas: 1) un padecimiento físico; 2) un afecto o una vehemente moción del ánimo suscitada por el amor, la esperanza, la angustia o el odio (pp. 126 ss.); 3) el poder y la astucia del demonio, es decir, de un dios pagano o del Diablo cristiano. «El Diablo, en efecto, es capaz de conocer y comunicar en sueños a los hombres los efectos naturales que en ocasiones se seguirán de modo necesario de ciertas causas, así como todo lo que él mismo hará después y todas las cosas que tanto del pasado como del futuro están ocultas a los hombres»14. En lo tocante al interesante diagnóstico de los sueños demoníacos, dice el autor: «... es posible conjeturar qué sueños habrían sido enviados por el demonio: en primer lugar, cuando es frecuente que se produzcan sueños que anuncian cosas ocultas o futuras cuyo conocimiento no contribuye al provecho de la persona que los tiene o al de otras personas, sino a la vacua ostentación de un saber peregrino, o incluso a la comisión de una mala acción...»15; 4) la inspiración divina. De los signos que permiten concluir que el sueño es de naturaleza divina, dice el autor: «... por la excelencia de las cosas que son indicadas por el sueño: a saber, cuando a alguien se le dan a conocer en el sueño cosas de las que un hombre no puede alcanzar un conocimiento cierto a menos de habérselo concedido y obsequiado Dios, es decir, hechos a los que los teólogos de la Escuela dan el nombre de contingencias futuras, secretos del corazón que, ocultos en los más recónditos rincones del alma humana, se sustraen por completo a su conocimiento por los hombres, y por último los misterios principales de nuestra fe, los cuales a nadie pueden manifestársele sin el magisterio de Dios <¡¡>... y finalmente se considera ante todo <que es divino> que con una luz y conmoción del ánimo Dios ilumine de tal modo la mente <humana>, influya de tal modo en la voluntad y convenza de tal modo al hombre de la verdad y autoridad de su sueño, que éste reconozca tan claramente y juzgue tan rotundamente que Dios es su autor, como para querer y aun tener que creerlo así sin ninguna duda»16. Dado que, como se ha mencionado más arriba, los sueños en que se predicen con suma exactitud sucesos futuros también pueden haber sido inspirados por el demonio, el autor añade una cita de Gregorio: «En ocasiones, los hombres santos... distinguen entre ilusiones y revelaciones, y entre las mismas voces e imágenes de las visiones, con finura (sabor) interna, de tal modo que saben lo que perciben gracias a un buen espíritu y lo que padecen de uno engañoso. Pues si la mente del hombre no fuera cauta frente a estas cosas, se engolfaría en muchas cosas vanas por causa del espíritu engañador, el cual acostumbra a veces a predecir muchas cosas verdaderas con el solo fin de que, al final, le sea posible capturar al alma en alguna trampa engañosa»17. El hecho de que los sueños se ocuparan de los «principales misterios de nuestra fe» parecía constituir un seguro muy oportuno contra esta incertidumbre. En su biografía de san Antonio, Atanasio nos da una idea de lo hábiles que pueden llegar a ser los demonios prediciendo sucesos futuros18. Según este autor, en ocasiones adoptan incluso la figura de monjes que cantan salmos, leen en voz alta la Biblia y hacen comentarios insidiosos sobre la conducta moral de los demás hermanos19. Con todo, Pererius parece confiar en su criterio, y prosigue diciendo: «Análogamente a como la luz natural de nuestro entendimiento nos permite distinguir con evidencia la verdad de los primeros principios y asentir a ella sin necesidad de más argumentos, en los sueños enviados por Dios nuestro espíritu es iluminado de un modo semejante por la luz divina, y nosotros conocemos y creemos con seguridad que estos sueños son verdaderos y de origen divino»20. Pererius deja a un lado la peligrosa cuestión de si esa inconmovible certeza inspirada por el sueño prueba realmente más allá de toda duda su origen divino. Para él, es obvio que un sueño semejante ha de poseer, de modo natural, un carácter que se corresponderá con «los misterios más importantes de nuestra fe», y no, acaso, con los de otra fe diferente. Esta cuestión merece al humanista Caspar Peucer un juicio mucho más preciso y restrictivo: «Son sueños divinos los que la Sagrada Escritura afirma que han sido enviados por la inspiración divina, pero no a cualquiera, ni a los que persiguen y esperan especiales revelaciones conforme a su opinión, sino (únicamente) a los santos Padres y profetas conforme al juicio y a la voluntad de Dios, y no (tratan tales sueños) de asuntos leves, superficiales y pasajeros, sino (que versan) sobre Cristo, el gobierno de la Iglesia, los asuntos de Estado y otros maravillosos sucesos del orden de los anteriores: y a estos (sueños) Dios los acompañó siempre de pruebas evidentes, como el don de la (correcta) interpretación y otras, de las que se desprende que no habían sido inspirados casualmente, ni tenían su origen en la naturaleza, sino que habían sido infundidos por la inspiración divina»21. El cripto-calvinismo de Peucer se ve claramente en sus declaraciones, especialmente cuando las comparamos con la theologia naturalis de sus contemporáneos católicos. Es probable que sus palabras sobre las «revelaciones» escondan una alusión a novedades heréticas. Al menos, en el siguiente párrafo, donde se ocupa de los sueños de origen diabólico (somnia diabolici generis), afirma: «... y las demás cosas que el Diablo revela hoy día a los anabaptistas y en todo tiempo a entusiastas y fanáticos de similar especie»22. Mayores son la agudeza y humana tolerancia de que da prueba Pererius al consagrar uno de sus capítulos a la cuestión de «si es lícito que un cristiano observe los sueños» (An licitum sit christiano homini, observare somnia), y a continuación otro a la cuestión de «a qué personas corresponde ocuparse de su correcta interpretación» (Cuius hominis sit rite interpretare somnia). En el primero de ellos llega a la conclusión de que los sueños importantes merecen nuestra atención: «Por último, no es propio del ánimo supersticioso, sino del religioso, inteligente, prudente y preocupado por su salvación, considerar si los sueños que con frecuencia nos agitan e incitan al mal serían sugestión del Diablo, así como lo contrario, es decir, ponderar si los que nos exhortan e incitan a cosas que son buenas, como el celibato, las limosnas y el ingreso en la vida espiritual, habrían sido enviados por Dios»23. Pero sólo los necios se tomarían la molestia de observar los demás sueños, casi siempre fútiles. En el segundo capítulo observa que nadie podría o debería interpretar los sueños a menos de haber sido inspirado o instruido por Dios (nisi divinitus afflatus et eruditus). Nemo enim, añade, novit quae Dei sunt nisi spiritus Dei24. Esta afirmación, en sí y para sí absolutamente acertada, reserva el arte de la interpretación de los sueños a aquellas personas a las que se ha conferido ex officio el donum spiritus sancti. Con todo, es evidente que un jesuita no podía contemplar la posibilidad de un descenso del Espíritu Santo fuera de la Iglesia (descensus spiritus sancti extra ecclesiam).
Pese a reconocer que algunos sueños pueden tener un origen divino, la Iglesia no se ha mostrado inclinada a ocuparse seriamente de los sueños. En realidad, sus resistencias contra este tipo de intereses son evidentes, aun cuando confiese que de todos esos sueños algunos podrían dar cabida a una revelación inmediata. Y, por ello —por lo menos desde este punto de vista—, tampoco ha visto con malos ojos el cambio que se ha producido en nuestros hábitos mentales en los últimos siglos, pues una de sus consecuencias ha sido debilitar en gran medida aquella vieja actitud introspectiva que era favorable a observar con detenimiento los sueños y la experiencia interna.
[33] Tras derribar algunos de los muros que la Iglesia había puesto el mayor cuidado en levantar, el protestantismo empezó de inmediato a experimentar en propia carne los efectos cismáticos y desintegradores de la revelación individual. Tan pronto como se echaron por tierra las barreras del dogma y tan pronto como el rito se vio despojado de la autoridad de su eficacia, el hombre se vio enfrentado a la experiencia interna sin la protección y la guía de un dogma y un culto que representaban la quintaesencia incomparable tanto de la experiencia religiosa cristiana como de la pagana. En lo esencial, el protestantismo se vio privado de todos los más finos matices del cristianismo tradicional: la misa, la confesión, la mayor parte de la liturgia y la función mediadora del sacerdote.
[34] Me veo obligado a poner de relieve que esta última afirmación no es ni tiene la intención de ser un juicio de valor. Me limito a consignar los hechos. Para compensar la desaparición de la autoridad de la Iglesia, el protestantismo reforzó la autoridad de la Biblia. Pero la historia nos enseña que es posible interpretar ciertos pasajes bíblicos de muy diversas maneras; además, la crítica científica del Nuevo Testamento no ha contribuido especialmente a fortalecer la fe en el carácter divino de las Sagradas Escrituras. También es un hecho que el influjo de lo que se conoce como la Ilustración científica ha inducido a una gran cantidad de miembros de las clases cultas a abandonar la Iglesia o mostrarse radicalmente indiferentes ante ella. Si no se tratara más que de racionalistas contumaces o intelectuales neuróticos, no sería difícil consolarse de su pérdida. Pero una gran parte de ellos son personas religiosas, sólo que incapaces de identificarse con las formas de fe existentes. De lo contrario, en efecto, sería muy difícil explicar el notable influjo que ejerce sobre los círculos protestantes más o menos cultivados el movimiento buchmaniano*. El católico que le ha vuelto la espalda a la Iglesia muestra casi siempre una secreta o franca inclinación hacia el ateísmo, mientras que el protestante, siempre que ello le sea posible, opta por adherirse a un movimiento sectario. El absolutismo de la Iglesia católica parece reclamar una negación igual de absoluta, mientras que el relativismo protestante admite variaciones.
[35]