Los arquetipos y lo inconsciente colectivo - Carl Gustav Jung - E-Book

Los arquetipos y lo inconsciente colectivo E-Book

Carl Gustav Jung

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CONTENIDO: Prólogo de los editores - 1. Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo - 2. El concepto de inconsciente colectivo- 3. Sobre el arquetipo con especial consideración del concepto de ánima - 4. Los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre - 5. Sobre el renacer - 6. Acerca de la psicología del arquetipo del niño - 7. Acerca del aspecto psicológico de la figura de la Core - 8. Acerca de la fenomenología del espíritu en los cuentos populares - 9. Acerca de la psicología de la figura del trickster - 10. Consciencia, inconsciente e individuación - 11. Acerca de la empiria del proceso de individuación - 12. Sobre el simbolismo del mándala - 13. Mándalas

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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C. G. JUNG

OBRA COMPLETA

VOLUMEN 9/1

LOS ARQUETIPOSY LO INCONSCIENTE COLECTIVO

C. G. JUNG

EDITORIAL TROTTA

CARL GUSTAV JUNG

OBRA COMPLETA

 

 

TÍTULO ORIGINAL: DIE ARCHETYPEN UND DAS KOLLEKTIVE UNBEWUSSTE

PRIMERA EDICIÓN: 2002

SEGUNDA EDICIÓN: 2010

PRIMERA REIMPRESIÓN: 2015

SEGUNDA REIMPRESIÓN: 2019

©  EDITORIAL TROTTA, S.A., 2002, 2010, 2015, 2019, 2024WWW.TROTTA.ES

©  STIFTUNG DER WERKE VON C. G. JUNG, ZÜRICH, 2007

©  WALTER VERLAG, 1995

©  CARMEN GAUGER, TRADUCCIÓN, 2002

DISEÑO DE COLECCIÓN

GALLEGO & PÉREZ-ENCISO

CUALQUIER FORMA DE REPRODUCCIÓN, DISTRIBUCIÓN, COMUNICACIÓN PÚBLICA O TRANSFORMACIÓN DE ESTA OBRA SOLO PUEDE SER REALIZADA CON LA AUTORIZACIÓN DE SUS TITULARES, SALVO EXCEPCIÓN PREVISTA POR LA LEY. DIRÍJASE A CEDRO (CENTRO ESPAÑOL DE DERECHOS REPROGRÁFICOS, WWW.CEDRO.ORG) SI NECESITA UTILIZAR ALGÚN FRAGMENTO DE ESTA OBRA.

ISBN: 978-84-1364-266-6 (obra completa, edición digital e-pub)

ISBN: 978-84-1364-275-8 (volumen 9/1, edición digital e-pub)

CONTENIDO

Prólogo de los editores

1.SOBRE LOS ARQUETIPOS DE LO INCONSCIENTE COLECTIVO

2.EL CONCEPTO DE INCONSCIENTE COLECTIVO

a) Definición

b) El significado psicológico de lo inconsciente colectivo

c) Método de demostración

d) Un ejemplo

3.SOBRE EL ARQUETIPO CON ESPECIAL CONSIDERACIÓN DEL CONCEPTO DE ÁNIMA

4.LOS ASPECTOS PSICOLÓGICOS DEL ARQUETIPO DE LA MADRE

1. Sobre el concepto de arquetipo

2. El arquetipo de la madre

3. El complejo materno

1. El complejo materno del hijo

2. El complejo materno de la hija

a) La hipertrofia de lo maternal

b) La hipertrofia del eros

c) La identificación con la madre

d) La defensa contra la madre

3. Los aspectos positivos del complejo materno

a) La madre

b) El eros hipertrófico

c) La sólo-hija

4. El complejo materno negativo

4. Resumen

5.SOBRE EL RENACER

Advertencia preliminar

I. Formas del renacer

a) Metempsicosis

b) Reencarnación

g) Resurrección (resurrectio)

d) Renovación

e) Participación en el proceso de transformación

2. Psicología del renacer

1. La experiencia de la transcendencia de la vida

a) Vivencias por mediación de ceremonias sagradas

b) Vivencias inmediatas

2. La transformación subjetiva

a) Disminución de la personalidad

b) Transformación como acrecentamiento

g) Cambio interior de estructuras

d) Identificación con un grupo

e) Identificación con el héroe cultual

j) Procedimientos mágicos

h) Transformación técnica

q) Transformación natural

3. Ejemplo de una serie simbólica ilustrativa del proceso de transformación

6.ACERCA DE LA PSICOLOGÍA DEL ARQUETIPO DEL NIÑO

1. Introducción

2. La psicología del arquetipo del niño

1. El arquetipo como estado pretérito

2. La función del arquetipo

3. El carácter futuro del arquetipo

4. Unidad y pluralidad del motivo del niño

5. Dios-niño y niño-héroe

3. La especial fenomenología del arquetipo del niño

1. El desvalimiento del niño

2. La invencibilidad del niño

3. El hermafroditismo del niño

4. El niño como ser inicial y final

4. Resumen

7.ACERCA DEL ASPECTO PSICOLÓGICO DE LA FIGURA DE LA CORE

a) Caso X

b) Caso Y

c) Caso Z

8.ACERCA DE LA FENOMENOLOGÍA DEL ESPÍRITU EN LOS CUENTOS POPULARES

Preámbulo

1. Sobre la palabra «espíritu»

2. La autorrepresentación del espíritu en los sueños

3. El espíritu en los cuentos populares

4. El simbolismo teriomorfo del espíritu en los cuentos populares

5. Apéndice

6. Anexo

7. Epílogo

9.ACERCA DE LA PSICOLOGÍA DE LA FIGURA DEL TRICKSTER

10.CONSCIENCIA, INCONSCIENTE E INDIVIDUACIÓN

11.ACERCA DE LA EMPIRIA DEL PROCESO DE INDIVIDUACIÓN

Imágenes 1-24 Interpretaciones de imágenes

Resumen

12.SOBRE EL SIMBOLISMO DEL MÁNDALA

Imágenes 1-54 Interpretaciones de imágenes

Resumen

13.MÁNDALAS

Bibliografía

Índice onomástico

Índice de obras citadas

Índice de materias

PRÓLOGO DE LOS EDITORES

Los arquetipos y lo inconsciente colectivo son conceptos centrales en la concepción analítica de C. G. Jung. Sus orígenes se remontan a su primera publicación, la tesis doctoral en medicina Acerca de la psicología y patología de los llamados fenómenos ocultos (1902), en la que describía las fantasías de una joven médium histérica, examinándolas y buscando en ellas fuentes de ese género. En muchos de los trabajos que siguieron ya hay alusiones a esos conceptos; poco a poco van cristalizando las primeras definiciones, reformuladas una y otra vez, hasta quedar formado un núcleo estable de teoría (en el sentido literal originario de «visión»).

El presente volumen 9/1 consta de trabajos, escritos entre 1933 y 1955, que esbozan y desarrollan tales conceptos. Los tres primeros trabajos —«Sobre los arquetipos de lo inconsciente colectivo», «Sobre el concepto de inconsciente colectivo» y finalmente «Sobre el arquetipo con especial consideración del concepto de ánima»— pueden ser considerados como los fundamentos teóricos. Siguen publicaciones centradas en torno a arquetipos específicos, como la «madre», el «renacer», el «dios-niño» o la «niña divina», después en torno al motivo del «espíritu», como el que aparece con frecuencia en los cuentos populares, y al llamado «pícaro». Por último se examina la relación de los arquetipos con el proceso de individuación, primero teóricamente en el artículo «Consciencia, inconsciente e individuación», después en la práctica, aplicado a un proceso de individuación concreto, que, tomando como base una impresionante serie de pinturas, fue resultado del trabajo analítico de Jung. Las dos últimas contribuciones tratan, finalmente, del simbolismo centrador de los mándalas.

Comparado con la edición original «Configuraciones de lo inconsciente», este volumen contiene siete fotografías más. Magda Kerényi ha confeccionado los índices, por lo que le damos aquílas gracias. El trabajo 2, «El concepto de inconsciente colectivo», ha sido traducido directamente del inglés.

Otoño 1974.

LOS EDITORES

1 SOBRE LOS ARQUETIPOS DE LO INCONSCIENTE COLECTIVO*

[1] La hipótesis de la existencia de un inconsciente colectivo figura entre esos conceptos que, si en un primer momento causan extrañeza, pronto se convierten en ideas normales que el público se apropia y utiliza como suyas, lo mismo que sucedió con el concepto de lo inconsciente. Cuando la idea filosófica de lo inconsciente, tal y como aparece sobre todo en C. G. Carus y E. von Hartmann, ya había desaparecido sin dejar huellas significativas, anegada por la marea del materialismo y el empirismo, volvió a aparecer poco a poco en el campo de la psicología médica de orientación científica.

[2] Al principio, el concepto de lo inconsciente se limitó a designar el estado de contenidos reprimidos u olvidados. En Freud, aunque lo inconsciente ya aparece —al menos metafóricamente— como sujeto agente, en lo esencial no es otra cosa que el lugar donde se reúnen todos esos contenidos reprimidos y olvidados, teniendo por eso una importancia exclusivamente práctica. Por lo tanto, según esta opinión, lo inconsciente es sólo de naturaleza personal1, aunque por otra parte Freud ya vio el carácter arcaico-mitológico de lo inconsciente.

[3] Una capa, en cierto modo superficial, de lo inconsciente es sin duda alguna personal. La designamos con el nombre de inconsciente personal. Pero esa capa descansa sobre otra más profunda que ya no procede de la experiencia personal ni constituye una adquisición propia, sino que es innata. Esa capa más profunda es lo así llamado inconsciente colectivo. He elegido el término «colectivo» porque tal inconsciente no es de naturaleza individual sino general, es decir, a diferencia de la psique personal, tiene contenidos y formas de comportamiento que son iguales cum grano salis en todas partes y en todos los individuos. Es, con otras palabras, idéntico a sí mismo en todos los hombres y por eso constituye una base psíquica general de naturaleza supra-personal que se da en cada individuo.

[4] La existencia anímica sólo se comprueba a través de los contenidos susceptibles de pasar a la consciencia. Por eso sólo podemos hablar de lo inconsciente en la medida en que nos resulta posible hacer patentes sus contenidos. Los contenidos de lo inconsciente personal son ante todo los llamados complejos sentimentalmente acentuados, que forman la intimidad personal de la vida anímica. Los contenidos de lo inconsciente colectivo, por el contrario, son los llamados arquetipos.

[5] El término archetypus se encuentra ya en Filón de Alejandría2 y se refiere a la imago Dei en el hombre. Asimismo en Ireneo, donde se lee: «El fabricador del mundo no hizo estas cosas por sí mismo sino que las transfirió de arquetipos ajenos»3. En el Corpus Hermeticum Dios es llamado «la luz arquetípica»*. En Dionisio Areopagita la expresión aparece varias veces, por ejemplo, «los arquetipos inmateriales», en De caelesti hierarchia4, y asimismo De divinis nominibus5. En san Agustín no se encuentra la expresión arquetipo, pero sí la idea, por ejemplo en De diversis quaestionibus: «Ideas... que no están formadas... que están contenidas en el saber divino»6. El «arquetipo» es una perífrasis explicativa del ei=doj platónico. Para nuestro propósito esa denominación es precisa y útil, porque viene a decir que los contenidos de lo inconsciente colectivo son tipos arcaicos o —mejor aún— primigenios, imágenes generales existentes desde tiempos inmemoriales. La expresión représentations collectives, que emplea Lévy-Bruhl para designar las figuras simbólicas de la cosmovisión primitiva, podría aplicarse también sin dificultad a los contenidos inconscientes, ya que se refiere casi a la misma cosa. Las primitivas doctrinas tribales tratan de los arquetipos en modalidades específicas. Sin embargo ya no son contenidos de lo inconsciente sino que se han transformado en fórmulas conscientes transmitidas por la tradición, casi siempre en forma de doctrina esotérica, doctrina que pone típicamente de manifiesto cómo se transmiten los contenidos colectivos emergentes, en un principio, de lo inconsciente.

[6] Otra conocida manifestación de los arquetipos son el mito y el cuento popular. Pero también se trata en este caso de formas específicamente acuñadas, transmitidas a través de largos períodos de tiempo. De ahí que el concepto de «arquetipo» sea aplicable a las représentations collectives sólo de modo mediato, puesto que sólo designa los contenidos anímicos que nunca estuvieron sometidos a elaboración consciente y representan así un hecho anímico todavía inmediato. Como tal hecho anímico, el arquetipo difiere en no escasa medida de la fórmula elaborada o devenida históricamente. Sobre todo en los niveles superiores de las doctrinas esotéricas, los arquetipos se presentan de una forma que por lo general permite ver de modo inequívoco la influencia de la elaboración —enjuiciadora, valoradora— de la consciencia. En cambio, su manifestación inmediata, la que llega a nosotros en sueños y visiones, es mucho más individual, más incomprensible o ingenua que por ejemplo la que aparece en el mito. El arquetipo presenta en lo esencial un contenido inconsciente que, al hacerse consciente y ser percibido, experimenta una transformación adaptada a la consciencia individual en la que aparece7.

[7] Mediante la mencionada relación con el mito, con la doctrina esotérica y con el cuento popular, probablemente ha quedado claro lo que quiere decir «arquetipo». En cambio, si intentamos sondear psicológicamente qué es un arquetipo, la cosa se vuelve más complicada. La investigación de los mitos siempre se ha dado por satisfecha con representaciones solares, lunares, meteorológicas, vegetales o con otras imágenes auxiliares. Pero hasta ahora casi nadie ha admitido que los mitos son ante todo fenómenos psíquicos que ponen de manifiesto la esencia del alma. El hombre primitivo tiene en principio poco interés en obtener una explicación objetiva de las cosas evidentes, y en cambio siente una imperiosa necesidad, mejor dicho su alma inconsciente tiene una urgencia inaplazable por asimilar toda la experiencia sensorial exterior al acontecer anímico. El hombre primitivo no se da por satisfecho con ver salir y ponerse el sol, sino que esa observación exterior tiene que ser al mismo tiempo un hecho anímico, es decir, el sol ha de representar en su recorrido el destino de un dios o de un héroe que, en el fondo, no habita en otro lugar que en la psique del hombre. Todos los fenómenos naturales mitificados, como el invierno y el verano, las fases de la luna, los períodos de lluvia, etc., están muy lejos de ser alegorías8 de esas experiencias objetivas, sino que son, antes bien, expresiones simbólicas del drama interior e inconsciente del alma, un drama que a través de la proyección, de su reflejo en los fenómenos de la naturaleza, se vuelve aprehensible para la conciencia humana. La proyección es tan completa que han sido necesarios varios milenios de civilización para separarla, siquiera en cierta medida, del objeto exterior. En el caso de la astrología, por ejemplo, se llegó incluso a anatematizar radicalmente esa antiquísima scientia intuitiva, porque no se lograba desprender de los astros la caracterología psicológica. Y quien hoy sigue creyendo o vuelve a creer en la astrología recae casi siempre en la vieja y supersticiosa hipótesis de la influencia de los astros, aunque quien es capaz de confeccionar un horóscopo debería saber que desde los tiempos de Hiparco de Alejandría el punto de la primavera está fijado en 0º Aries, y que por lo tanto todo horóscopo se basa en un zodíaco arbitrario, ya que precisamente desde Hiparco el punto de la primavera, debido a la precesión de los equinoccios, ha ido avanzando poco a poco hacia los grados iniciales de Piscis.

[8] El hombre primitivo es de una subjetividad tan extraordinaria que, en realidad, la primera conjetura debería haber sido poner en relación los mitos con el acontecer anímico. Su conocimiento de la naturaleza es esencialmente lenguaje y revestimiento exterior del acontecer anímico inconsciente. El hecho de que éste sea inconsciente es la razón de por qué, para explicar el mito, se ha pensado en todo menos en el alma. Simplemente, no se sabía que el alma contiene todas esas imágenes de las que surgieron los mitos y que nuestro inconsciente es un sujeto activo y pasivo, cuyo drama lo reencuentra analógicamente el hombre primitivo en todos los fenómenos de la naturaleza, grandes y pequeños9.

[9] «En tu pecho están los astros de tu destino», dice Seni a Wallenstein*, y así, si se supiera algo, por poco que fuese, sobre ese secreto del corazón, estaríamos comprendiendo qué es la astrología. Hasta ahora, sin embargo, el interés por tal secreto ha sido escaso. Y no me atrevería a afirmar que, en principio, hoy se haya avanzado a este respecto.

[10] La doctrina tribal es sagrada-peligrosa. Todas las doctrinas esotéricas intentan captar el acontecer invisible del alma, y todas se consideran revestidas de la máxima autoridad. Lo que vale para esas doctrinas primitivas es aplicable en mayor medida a las religiones universales. Estas contienen un saber revelado, secreto en su origen, y han expresado los misterios del alma en espléndidas imágenes. Sus templos y sus escritos sagrados anuncian con imágenes y palabras la antigua y sacrosanta doctrina, accesible a todo corazón creyente, a toda mente dotada de sensibilidad y a toda investigación relacionada con el intelecto. Sí, hay que decir incluso que cuanto más bella, más grandiosa, más extensa es esa imagen que ha ido cambiando y transmitiéndose, tanto más se ha alejado de la experiencia individual. Nosotros sólo podemos tratar de sentirla, de captarla, pero la experiencia primigenia se ha perdido.

[11] ¿Por qué la psicología es la más moderna de las ciencias experimentales? ¿Por qué no se descubrió ya hace mucho tiempo lo inconsciente y su acervo de imágenes eternas? La sencilla razón es que para todas las cosas del alma teníamos una fórmula religiosa mucho más bella y amplia que la experiencia inmediata. Si para muchos el universo de las ideas cristianas ha perdido su brillo, en cambio las simbólicas cámaras del tesoro del Oriente siguen estando llenas de maravillas que pueden seguir alimentando por mucho tiempo el placer de mirar, de ver algo nuevo. Y además, esas imágenes —ya sean cristianas, budistas o cualquier otra cosa— son bellas, misteriosas y sugestivas. Por otra parte, cuanto más nos habituamos a ellas, tanto más desgastadas están por el frecuente uso, de tal manera que sólo queda la parte exterior, banal y casi absurdamente paradójica. El misterio del parto virginal o de la igual naturaleza del Hijo y del Padre, o la Trinidad, que no es una tríada, ya no dan alas a la imaginación de nadie. Se han convertido en meros artículos de fe. Por eso no es de extrañar que la necesidad de lo religioso, la capacidad para la fe y la especulación filosófica del europeo culto se sientan atraídas por los símbolos del Oriente, en India por las grandiosas concepciones de la divinidad y en China por los abismos de filosofía taoísta, del mismo modo que en otro tiempo la mente y el espíritu del hombre de Grecia y Roma se dejaron cautivar por las ideas cristianas. Hay muchos que primero dejaron que obrara en ellos la simbología cristiana hasta que quedaron involucrados en la neurosis de un Kierkegaard o hasta que su contacto con Dios, debido al creciente empobrecimiento de los símbolos, se fue convirtiendo en una exaltada e insoportable relación de tú a tú, para sucumbir después al encanto, nuevo y extraño, de los símbolos orientales. Ese sucumbir no siempre equivale forzosamente a una derrota sino que puede ser una prueba de que el sentimiento religioso sigue lleno de vida y de receptividad. Algo parecido observamos en el hombre culto oriental, que no pocas veces se siente atraído por los símbolos cristianos o por la ciencia, tan poco adecuada al espíritu oriental, y llega a comprenderla de modo envidiable. Sucumbir ante esas imágenes eternas es, en sí, algo normal. Para eso están esas imágenes: para atraer, convencer, fascinar y vencer. Están hechas de la materia primigenia de la revelación y reflejan la primera experiencia de la divinidad en la religión respectiva. Por eso constituyen también la vía de acceso del hombre a la idea de lo numinoso, al mismo tiempo que lo preservan contra una experiencia inmediata de ello. Esas imágenes, gracias a un esfuerzo muchas veces secular del espíritu humano, están insertas en un amplio sistema de ideas que estructuran el mundo y son presentadas por una poderosa, amplia y venerable institución llamada Iglesia.

[12] Lo que quiero decir con esto lo puedo ilustrar muy bien con el ejemplo de un místico suizo, el anacoreta fray Nicolás de Flüe*, recientemente canonizado. Su vivencia más importante fue seguramente la llamada visión trinitaria, que embargaba su ánimo de tal modo que llegó a pintarla o a hacerla pintar en la pared de su celda. Esa visión está representada en un cuadro contemporáneo, que se conserva en la iglesia parroquial de Sachseln: es un mándala dividido en seis partes, que tiene en el centro la faz de Dios, con una corona. Sabemos que fray Nicolás, sirviéndose del librito ilustrado de un místico alemán, indagó en la esencia de su visión y se esforzó por plasmar de forma inteligible para él su vivencia primigenia. Eso lo tuvo atareado años y años. Esto es lo que yo llamo «elaboración» de los símbolos. Ese meditar suyo sobre la esencia de la visión, influido por los diagramas místicos de su hilo conductor, llevó necesariamente a la conclusión de que él tuvo que haber visto a la propia Trinidad, es decir, al summum bonum, al perpetuo amor. A esto se ajusta la sublimada representación que vemos en la iglesia de Sachseln.

[13] Sin embargo, la vivencia primigenia fue muy distinta. En el éxtasis el fraile contempló algo tan terrible que su propio rostro sufrió una transformación; una transformación de tal género que la gente se asustó y tuvo miedo de él. Lo que había tenido había sido, en efecto, una visión de máxima intensidad. Sobre ello escribe Woelflin: «Todos los que se habían acercado a él, se llenaron de inmenso pavor nada más verle. Él decía que la causa de ese terror era que había visto un intensísimo resplandor que mostraba un rostro humano, y debido a esa visión tuvo miedo de que su corazón saltara hecho añicos: por lo cual, estupefacto él mismo, al punto había vuelto el rostro y caído a tierra, y por eso su rostro infundía horror a los demás»10.

[14] A justo título viene siendo vinculada esta visión con la de Ap 1, 13 ss.11, a saber, con aquella curiosa y apocalíptica imagen de Cristo que en lo extraño e inquietante sólo es superada por el monstruoso cordero de siete ojos y siete cuernos (Ap 5, 6 s.). La relación de esta figura con el Cristo de los evangelios es difícil de entender. Por eso ya muy pronto esa visión fue interpretada por la tradición de una determinada manera. Así, en 1508, el humanista Karl Bovillus escribe a un amigo: «Quiero informarle de una visión que tuvo allá en lo alto, en el firmamento, una noche en que lucían intensamente las estrellas y él estaba entregado a la oración y a la contemplación. Vio la figura de un rostro humano, con una expresión aterradora, llena de ira y de amenazas», etcétera12.

[15] Esta interpretación coincide perfectamente con la amplificación moderna a través de Ap 1, 1313. Tampoco hay que olvidar las otras visiones, por ejemplo, Cristo en la piel de oso, el Señor y la Señora Dios y el hermano Nicolás como el hijo de ambos, etc. En parte presentan rasgos muy poco dogmáticos.

[16] Con esa gran visión se ha vinculado tradicionalmente la imagen de la Trinidad que se encuentra en la iglesia de Sachseln y asimismo el símbolo de la rueda que vemos en el llamado Tratado del peregrino*: el hermano Nicolás le muestra la imagen de la rueda al peregrino que ha ido a visitarle. Parece evidente que esa imagen le causaba vivo interés. Blanke piensa, contrariamente a la tradición, que no existe vínculo alguno entre la visión y la imagen de la Trinidad14. A mí me parece que ese escepticismo va demasiado lejos. El interés del fraile por la imagen de la rueda debió tener una causa. Ese género de visiones produce a menudo confusión y disolución (el corazón que «salta hecho añicos»). La experiencia enseña que el «círculo delimitador», el mándala, es el antídoto clásico contra los estados anímicos caóticos. Por eso se comprende perfectamente que le fascinase al fraile el símbolo de la rueda. Y seguro que tampoco es descabellado interpretar esa visión aterradora como experiencia de Dios. Por eso, también por razones intrínsecas, psicológicas, me parece muy probable que esa gran visión esté vinculada a la imagen de la Trinidad de la iglesia de Sachseln o al símbolo de la rueda.

[17] Esa visión, sin duda alguna aterradora, que irrumpió con la violencia de un volcán en el panorama religioso del fraile, sin introducción dogmática y sin comentario exegético, necesitó lógicamente un largo trabajo de asimilación para encontrar su lugar en la psique y en la visión de conjunto de ésta, y para reconstituir así el equilibrio perturbado. El análisis de esa vivencia tuvo lugar en aquella época sobre la base, firme como una roca, del dogma, que demostró su capacidad asimiladora al poner a salvo lo vivo y terrible, transformándolo en algo bello y visible, como la idea de la Trinidad. Pero ese análisis también habría podido tener lugar sobre la base muy distinta de la visión propiamente dicha y de su inquietante realidad, probablemente en detrimento del concepto cristiano de Dios y sin duda alguna con mucho mayor detrimento del fraile, que entonces no habría sido un santo sino tal vez un hereje (o incluso un enfermo) y que quizás hubiese acabado en la hoguera.

[18] Este ejemplo muestra la utilidad del símbolo dogmático: formula éste, en efecto, una tan intensa como peligrosa y decisiva vivencia psíquica, que por su enorme fuerza es designada a justo título con el nombre de «experiencia de Dios», y la formula de un modo tolerable para el entendimiento humano, sin reducir sensiblemente la amplitud de lo vivido ni disminuir en modo alguno su extraordinaria importancia. La visión de la cólera divina, que —en cierto sentido— también encontramos en Jacob Böhme, se compagina mal con el Dios del Nuevo Testamento, con el padre amante que está en los cielos, por lo que fácilmente habría podido convertirse en fuente de un conflicto interior. Lo cual incluso habría casado bien con el espíritu de la época: finales del siglo XV, los tiempos de Nicolás de Cusa, que con la fórmula complexio oppositorum quiso prevenir el inminente cisma. No mucho tiempo después, el concepto yavista de Dios experimentó una serie de reencarnaciones en el protestantismo. Yavé es un concepto de Dios que todavía contiene opuestos no separados.

[19] El hermano Nicolás se salió de lo usual y lo tradicional cuando abandonó su casa y su familia, vivió en soledad y miró intensamente en el espejo oscuro, de forma que le aconteció aquella maravillosa y terrible experiencia primigenia. En esa situación la imagen dogmática de la divinidad transmitida a lo largo de muchos siglos obró como una pócima curativa y salvadora. Le ayudó a asimilar el fatal hundimiento de una imagen arquetípica, evitando así su propia dilaceración. Angelus Silesius no fue tan afortunado; a él ese contraste interior lo destrozó, porque en su época la firmeza de la Iglesia, garantía del dogma, ya estaba quebrantada.

[20] Jacob Böhme conoce un Dios del «fuego de la ira», un verdadero deus absconditus. Pero esa oposición, intensamente vivida, él fue capaz de superarla mediante la fórmula cristiana Padre-Hijo y de insertarla especulativamente en su cosmovisión, gnóstica pero cristiana en todos los puntos esenciales, de lo contrario él se habría convertido en dualista. Pero también vino en su auxilio la alquimia, que ya preparaba secretamente la unión de los opuestos. En cualquier caso, en su mándala, que acompaña a las «Cuarenta preguntas sobre el alma»* y representa la esencia de la divinidad, quedan claras huellas de esa oposición, pues el mándala está dividido en una mitad oscura y una mitad clara, y los semicírculos correspondientes, en lugar de cerrarse, se dan mutuamente la espalda15.

[21] El dogma sustituye a lo inconsciente colectivo, formulándolo a gran escala. Por eso la forma de vida católica no sabe en principio de problemas psicológicos en este sentido: la vida de lo inconsciente colectivo está inserta casi totalmente en las ideas dogmáticas, arquetípicas, y fluye como una corriente encauzada en el conjunto de símbolos del credo y del ritual. Esa vida se pone de manifiesto en la intimidad del alma católica. Lo inconsciente colectivo, tal y como hoy lo conocemos, no fue nunca psicológico, porque antes de la Iglesia cristiana hubo misterios paganos que se remontaban hasta los nebulosos tiempos del neolítico. Nunca le faltaron a la humanidad vigorosas imágenes que con sus fuerzas mágicas protegían de esa inquietante vida que existe en las profundidades del alma. Las figuras de lo inconsciente se expresaban siempre mediante imágenes protectoras y curativas, siendo así expulsadas al espacio cósmico, extraanímico.

[22] La iconoclastia de la Reforma, sin embargo, abrió literalmente una brecha en el bastión defensivo de las imágenes sagradas, y desde entonces éstas se han ido desmoronando una tras otra. Se empezó a dudar de ellas, pues contradecían a la razón que se despertaba. Además hacía tiempo que se había olvidado lo que significaban. ¿Se había olvidado realmente? ¿O tal vez nunca se había sabido lo que significaban y tal vez sólo en la época moderna cayó en la cuenta la humanidad protestante de que en el fondo nadie sabía qué quería decir eso del parto virginal, de la divinidad de Cristo o de las complejidades del Dios trino y uno? Casi parece como si esas imágenes sólo hubiesen vivido, y como si su existencia viva se hubiese aceptado sin más, sin dudar ni reflexionar, un poco a la manera como la gente adorna árboles de Navidad y esconde huevos de Pascua sin saber jamás lo que significan tales costumbres. Las imágenes arquetípicas están, en efecto, tan cargadas de sentido que nadie se pregunta qué quieren decir propiamente. Por eso mueren los dioses de cuando en cuando, porque de pronto se descubre que no significan nada, que son inutilidades salidas de la mano del hombre, hechas de madera y piedra. En realidad, el hombre no ha hecho en tal caso sino descubrir que hasta ese momento no ha fijado su atención un solo instante en sus imágenes. Y cuando empieza a reflexionar sobre ellas, lo hace con ayuda de lo que él llama «raciocinio», pero que en realidad no es otra cosa que la suma de sus prejuicios y de su estrechez de miras.

[23] La historia del desarrollo del protestantismo es una iconoclastia crónica. Ha ido cayendo un muro tras otro. Y esa destrucción no fue excesivamente difícil, al estar ya debilitada la autoridad de la Iglesia. Sabemos cómo, en lo grande y en lo pequeño, en el conjunto y en el detalle, se fue derrumbando una pieza tras otra, y cómo se llegó a la aterradora escasez de símbolos que impera en la actualidad. De esa manera también desapareció la fuerza de la Iglesia; una fortaleza que ha sido despojada de sus bastiones y casernas; una casa cuyas paredes se han derrumbado y está expuesta a todos los vientos del mundo y a todos los peligros. Un derrumbamiento verdaderamente deplorable, que hiere el sentimiento histórico, pues la diversificación del protestantismo en cientos de denominaciones es un signo infalible de que la inquietud persiste.

[24] El hombre protestante ha llegado a un estado de indefensión que podría aterrar al hombre primitivo. Por su parte la consciencia del hombre ilustrado no quiere saber nada de eso, y sin embargo busca calladamente en otro sitio lo que ha desaparecido en Europa. Se buscan las imágenes y las formas de percepción efectivas que puedan calmar la inquietud del corazón y del intelecto, y se encuentra todo el acervo del Oriente.

[25] En sí, no hay nada que objetar a esto. Nadie obligó a los romanos a importar cultos asiáticos como artículo de consumo de masas. Si los pueblos germánicos hubiesen sentido una aversión verdaderamente visceral hacia ese cristianismo «ajeno a la raza», habrían podido desprenderse fácilmente de él cuando ya había decaído el prestigio de las legiones romanas. Sin embargo permaneció, porque corresponde a la base arquetípica existente. Pero en el transcurso de los siglos se convirtió en algo que hubiese asombrado, y no poco, a su fundador, si éste hubiese podido verlo; y también podría dar lugar a alguna reflexión histórica el género de cristianismo que profesan los negros y los indios de América. ¿Por qué entonces no va a asimilar el Occidente formas orientales? Los romanos también iban a Eleusis, a Samotracia y a Egipto para los ritos iniciáticos. En Egipto parece que hubo incluso un auténtico turismo de este género.

[26] Los dioses de Grecia y Roma sucumbieron, víctimas de la misma enfermedad que nuestros símbolos cristianos: tanto entonces como ahora descubrieron los hombres que para ellos carecían de contenido. En cambio, los dioses extraños aún tenían un mana no agotado. Sus nombres eran raros e ininteligibles, y lo que hacían, de una sugerente oscuridad, muy distinto de la tan manida «crónica escandalosa» del Olimpo. Aquellos símbolos asiáticos, en cualquier caso, no se comprendían y por eso no eran banales como los dioses tradicionales. Pero el hecho de adoptar lo nuevo de un modo tan irreflexivo como se había desechado lo viejo no constituyó por entonces un problema.

[27] ¿Es un problema hoy? Símbolos acabados, surgidos en tierra exótica, empapados de sangre ajena, hablados en lenguas ajenas, alimentados de cultura ajena, transmitidos a lo largo de una historia ajena, ¿podremos vestirnos de ellos como nos ponemos un vestido nuevo? ¿Un mendigo que se envuelve en una túnica real? ¿Un rey que se disfraza de mendigo? Posible es, sin duda. ¿O hay en nosotros, en algún sitio, una orden de no hacer mascaradas sino tal vez incluso de confeccionar nuestra túnica?

[28] Estoy convencido de que la creciente pobreza de símbolos tiene su razón de ser. Ese desarrollo posee una lógica interna. Todo aquello sobre lo que no se reflexionaba y que por eso carecía de una relación lógica con la consciencia que sí se iba desarrollando ha desaparecido. Si se intentara entonces recubrir la propia desnudez con suntuosas galas orientales, como hacen los teósofos, no se sería fiel a la propia historia. No se pierden los bienes hasta convertirse uno en mendigo para posar después como teatral rey de la India. Me parecería mucho mejor admitir francamente esa pobreza espiritual que es la ausencia de símbolos, en lugar de fingirse dueños de unos bienes cuyos legítimos herederos no somos nosotros. Somos, sin duda, los herederos auténticos de los símbolos cristianos, pero esa herencia, en cierto modo, la hemos malgastado. Hemos dejado que se desmorone la casa que construyeron nuestros padres y ahora intentamos irrumpir en palacios orientales que ellos nunca conocieron. Por otra parte, quien ha perdido los símbolos históricos y no se da por satisfecho con un sucedáneo está hoy en una situación difícil: ante él bosteza la nada, de la que se aparta con miedo. Peor aún: el vacío se va llenando de absurdas ideas sociales y políticas, todas las cuales se caracterizan por su insipidez espiritual. Pero quien no puede resignarse a esa pedantería de maestro de escuela se ve obligado a echar seriamente mano de su así llamada confianza en Dios, resultando sin embargo después, por lo general, que el miedo es aún más convincente. Pero ese miedo no es injustificado, pues cuanto más cerca está Dios, tanto mayor parece ser el peligro. Es peligroso, en efecto, hacer profesión de pobreza espiritual: quien es pobre, desea, y quien desea, atrae hacia él un destino. Un refrán suizo lo afirma de un modo drástico: «Detrás de cada rico hay un diablo, y detrás de cada pobre, dos».

[29] Lo mismo que en el cristianismo el voto de pobreza material apartó la mente de los bienes de este mundo, así también la pobreza espiritual quiere renunciar a las falsas riquezas del espíritu, para alejarse no sólo de los pobres despojos de un gran pasado que hoy reciben el nombre de «Iglesia» protestante, sino también de toda la seducción que ejercen los perfumes exóticos, para poder entrar en uno mismo, donde a la fría luz de la consciencia la desnudez del mundo se prolonga hasta las estrellas.

[30] Esa pobreza la hemos heredado de nuestros padres. Aún recuerdo muy bien las clases preparatorias para la confirmación, que impartía mi propio padre. El catecismo me aburría soberanamente. Una vez estaba yo hojeando el tal librito por si descubría en él algo interesante, y mi mirada recayó sobre el apartado relativo a la Trinidad. Aquello me interesó, y esperé con impaciencia a que le llegara el turno a ese tema. Cuando por fin llegó la clase que yo tanto anhelaba dijo mi padre: «Este apartado lo vamos a pasar por alto, ni yo mismo lo entiendo». Allí quedó enterrada mi última esperanza. Aunque admiré la honradez de mi padre, eso no me ayudó a superar el hecho de que a partir de entonces todo tema religioso me producía un aburrimiento mortal.

[31] Nuestro intelecto ha conseguido logros extraordinarios, mientras que nuestra casa espiritual se ha derrumbado. Estamos perfectamente convencidos de que ni con el reflector más grande y moderno que se construya en América se podrá descubrir un empíreo detrás de las más lejanas nebulosas, y sabemos que nuestra mirada errará desesperada a través del vacío sin vida de extensiones inconmensurables. Y la cosa no se vuelve mejor cuando la física matemática nos hace patente el mundo de lo infinitamente pequeño. Finalmente escarbamos en la sabiduría de todos los tiempos y pueblos y nos damos cuenta de que lo más estimable y precioso ya ha sido dicho todo hace mucho tiempo en el más bello lenguaje. Como niños ansiosos tendemos las manos hacia ello y pensamos que cuando lo agarremos, será nuestro. Pero lo que poseemos ya no vale, y las manos se cansan de tanto agarrar, porque hay riqueza por doquier, tanto como alcanza la vista. Todos esos bienes se convierten en agua, y más de un aprendiz de brujo ha terminado ahogándose en esas aguas que él mismo conjuró, si antes no recayó en la salvadora ilusión de que esta sabiduría es buena y aquélla mala. De tales adeptos salen esos agobiantes enfermos que creen tener una misión profética. Porque de tal artificial distinción entre sabiduría verdadera y falsa nace esa exaltación del alma y de ésta esa soledad y adicción, como la del morfinómano que siempre espera encontrar compañeros de vicio.

[32] Si nuestra herencia natural se ha esfumado, entonces, para hablar con Heráclito, también ha descendido todo espíritu de sus ígneas alturas. Pero si el espíritu adquiere densidad, se convierte en agua, y el intelecto, con soberbia luciferina, se ha apoderado del trono en el que antes reinaba el espíritu. El espíritu puede arrogarse la patria potestas sobre el alma, pero no el intelecto nacido de la tierra, que es una espada o un martillo del hombre y no un creador de universos espirituales, un padre del alma. Klages ha apuntado aquí en la dirección correcta, y el restablecimiento del espíritu por parte de Scheler fue bien modesto, ya que ambos pertenecen a una época en que el espíritu ya no está arriba sino abajo, ya no es fuego sino agua.

[33] El camino del alma que busca al padre perdido, como Sofía al Bytos, lleva por eso al agua, a ese espejo oscuro que yace en el fondo del alma. Quien haya elegido para sí mismo el estado de pobreza espiritual, la verdadera herencia de un protestantismo vivido hasta sus últimas consecuencias, llega al camino del alma que lleva al agua. Esa agua no es una manera metafórica de hablar sino símbolo vivo de la oscura psique. Lo mejor es explicar esto con un ejemplo concreto, sólo uno de tantos:

[34] Un teólogo protestante tenía muchas veces el mismo sueño: estaba en un terraplén, abajo se extendía un profundo valle y en él un lago oscuro. En el sueño sabía que hasta entonces siempre había algo que le impedía acercarse al lago. Esa vez decidió ir al agua. Cuando se va acercando a la orilla, todo se vuelve oscuro y tenebroso, y súbitamente una ráfaga de viento agita la superficie del agua. Siente entonces de pronto un pánico, y se despierta.

[35] Este sueño presenta los símbolos naturales. El hombre que sueña desciende a su propia profundidad, y el camino lo lleva a las misteriosas aguas. Y allí sucede el milagro de la piscina de Betsaida: un ángel baja y mueve las aguas, que así adquieren virtud curativa. En el sueño es el viento, el espíritu, que sopla donde quiere. Necesita que el hombre descienda hasta el agua para obrar el milagro de vivificar el agua. Pero el soplo del espíritu que recorre las oscuras aguas inspira temor, como todo aquello cuya causa no se es o no se conoce. Con ello se sugiere presencia invisible: un numen al que no han dado vida ni las expectativas humanas ni los actos interesados o arbitrarios sino que vive por sí mismo, y un escalofrío le sobreviene al hombre, para quien el espíritu siempre fue sólo lo que uno cree, lo que uno hace, lo que dicen los libros o lo que cuenta la gente. Pero cuando acontece espontáneamente es algo fantasmagórico, y un miedo primitivo se apodera de la mente ingenua. De ese mismo modo me describieron los ancianos de Elgeyo, en Kenia, la actividad del dios nocturno, al que llaman «hacedor del miedo». «Viene a ti», dicen, «como una ráfaga de viento, y tú te pones a tiritar, o recorre en círculo, silbando, la hierba alta»; un Pan africano, que, tocando la flauta por entre los juncos, se pasea a la fantasmagórica hora del mediodía y asusta a los pastores.

[36] Así, el soplo del espíritu volvió a asustar en sueños a un pastor, pero a un pastor espiritual, que en la oscuridad de la noche llegó a los juncos, a orillas del agua, en el hondo valle del alma. Seguramente fue a la naturaleza, al árbol y a la roca y a las aguas del alma adonde bajó aquel espíritu, ígneo en otro tiempo, como el viejo del Zaratustra de Nietzsche [p. 33], que, cansado de la humanidad, se marchó al bosque, para gruñir con los osos en honor del Creador.

[37] Sin duda alguna hay que ir por el camino siempre descendente del agua, cuando se quiere desenterrar el tesoro, la preciosa herencia del padre. En el himno gnóstico del alma* el hijo es enviado por los padres a buscar la perla perdida de la corona del padre-rey. La perla descansa en el fondo de un pozo profundo custodiado por un dragón, en el país de los egipcios, en ese mundo, entregado a la lujuria y a la bebida, de las riquezas de naturaleza física y psíquica. El hijo y heredero se marcha en busca de la joya, y en Egipto, en la orgía de los placeres del mundo, se olvida de sí mismo y de su misión hasta que una carta del padre le recuerda lo que es su deber. Se dirige al agua y se sumerge en la oscura profundidad del pozo, en cuyo fondo encuentra la perla, que ofrecerá, finalmente, a la suprema deidad.

[38] Ese himno atribuido a Bardesanes surgió en una época que se asemeja a la nuestra en más de un aspecto. La humanidad buscaba y esperaba, y fue el pez —levatus de profundo16— de la fuente el que se convirtió en símbolo del Salvador.

[39] Cuando escribí estas líneas recibí una carta de Vancouver, de mano desconocida. El autor se extraña de los sueños que tiene, relacionados únicamente con el agua: «Almost every time I dream it is about water: either I am having a bath, or water-closed is overflowing, or a pipe is bursting, or my home has drifted down to the water edge, or I see an acquitance about to sink into water, or I am trying to get out of water, or I am having a bath and the tub is about to overflow...» [Prácticamente, cada vez que sueño es con el agua: o bien tomo un baño, o el váter se inunda, se rompe una cañería, o mi casa es arrastrada hasta el borde del agua o veo que un conocido está a punto de hundirse en el agua, yo trato de salir del agua, o tomo un baño, y la bañera se desborda...].

[40] El agua es el símbolo más frecuente de lo inconsciente. El lago del valle es lo inconsciente, que en cierto modo está debajo de la consciencia, por lo que muchas veces también recibe el nombre de «subconsciente», no pocas veces con la desagradable connotación de una consciencia de inferior calidad. El agua es el «espíritu del valle», el dragón acuático del Tao, cuya naturaleza se asemeja al agua, un Yang asimilado en Yin. Por eso, el agua significa psicológicamente «espíritu que se ha vuelto inconsciente». Por eso, el sueño de ese pastor también dice muy acertadamente que en el agua él puede experimentar el efecto del espíritu vivo, como una curación milagrosa en el lago de Betsaida. La bajada a lo profundo parece preceder siempre al ascenso. Así, otro teólogo17soñó que contemplaba en lo alto de un monte una especie de castillo del Grial. Él caminaba por una calle que parecía conducir directamente al pie del monte y a la subida. Pero cuando se acercó al monte, sufrió un gran desengaño al descubrir que lo separaba de él un precipicio, un hondo y sombrío barranco por el que corría un agua del inframundo. Había un escarpadosendero que llevaba a lo hondo y que luego, al otro lado, volvía a ascender trabajosamente. Pero la perspectiva no era muy atrayente y el hombre se despertó. Aquí también, el hombre que sueña y que busca etéreas alturas se ve primero ante la necesidad de tener que hundirse en un tenebroso precipicio, una necesidad que resulta ser condición indispensable para subir más arriba. En esa profundidad acecha el peligro, y el prudente evita ese peligro, perdiendo así al mismo tiempo un bien que podría alcanzar el valeroso e imprudente.

[41] Lo que declara el soñante tropieza con la violenta resistencia de la consciencia, para la que «espíritu» sólo es algo situado en lo alto. Aparentemente, el «espíritu» viene siempre de arriba. De abajo viene todo lo turbio y rechazable. Según esta concepción, el espíritu significa máxima libertad, un flotar sobre espacios profundos, una liberación de la cárcel de lo ctónico y por ello un refugio para todos los medrosos que no quieren «devenir». El agua, sin embargo, es terrenalmente tangible, es también el líquido del cuerpo dominado por los instintos, es la sangre y lo sanguinario, el olor del animal y la corporeidad dominada por las pasiones. Lo inconsciente es la psique que, de la luminosidad de una consciencia espiritual y moralmente clara, baja hasta el sistema nervioso que siempre se ha designado con el nombre de simpático y que no sustenta, como el sistema cerebroespinal, la percepción y la actividad muscular, dominando así el espacio circundante, sino que mantiene el equilibrio vital sin órganos de los sentidos, y por misteriosos caminos, por co-estímulo, no sólo informa sobre la íntima esencia de otra vida, sino que también produce en ésta un efecto interior. En este sentido es un sistema extraordinariamente colectivo, la base propiamente dicha de toda participation mystique, mientras que la función cerebroespinal culmina en el aislamiento de la certeza-del-yo y sólo por mediación del espacio abarca las superficies y lo exterior. Esta todo lo vive como exterior, aquélla, como interior.

[42] Lo inconsciente, según la opinión común, es una especie de intimidad personal perfectamente aislada, eso que la Biblia llama «corazón», y que considera, entre otras cosas, como el lugar de origen de todos los malos pensamientos. En los reductos del corazón habitan los espíritus malos y sanguinarios, la ira súbita y la debilidad de la carne. Así es lo inconsciente, observado por la consciencia. Pero la consciencia parece ser en lo esencial asunto del cerebro, que todo lo separa y lo ve aislado, por lo tanto también lo inconsciente, considerado sin más como mi inconsciente. Por eso se piensa comúnmente que quien desciende a lo inconsciente viene a caer en la angustiosa estrechez de la subjetividad egocéntrica y que en ese callejón sin salida está expuesto al ataque de todos los animales malignos que por lo visto cobija la caverna del inframundo anímico.

[43] Quien mira en el espejo del agua, es evidente que ve primero su propia imagen. Quien va a uno mismo, corre el riesgo de encontrarse consigo mismo. El espejo no halaga, sino que muestra con toda fidelidad lo que se está mirando en él, a saber, ese rostro que nunca mostramos al mundo por esconderlo tras la «persona», tras la máscara del actor. Pero el espejo está detrás de la máscara y muestra el rostro verdadero.

[44] Es ésta la primera prueba de fuego en el camino interior, y tal prueba basta para que casi todos se desanimen, porque el encuentro con uno mismo constituye una de esas cosas desagradables que se evitan mientras sea posible proyectar sobre el entorno todo lo negativo. Si se es capaz de ver la propia sombra y de soportar el conocimiento de ella, está resuelta una pequeña parte de la tarea: al menos se ha eliminado lo inconsciente personal. Pero la sombra es una parte viva de la personalidad y por eso también quiere vivir, de un modo u otro. No es posible eliminarla demostrando su inexistencia, ni con sutiles argumentos transformarla en algo inocuo. Este problema es de una dificultad desproporcionada, porque no sólo pone a la defensiva al hombre, en su totalidad, sino que al mismo tiempo le recuerda su desamparo y su impotencia. Las naturalezas fuertes —¿o más bien habría que decir débiles?— no gustan de esta insinuación sino que inventan algún heroico «más allá del bien y del mal» y le dan un tajo al nudo gordiano en lugar de deshacerlo. Pero, más pronto o más tarde, hay que saldar la cuenta. Y uno debe confesárselo a sí mismo: hay problemas que, simplemente, no es posible solucionar con los propios medios. Tal confesión tiene la ventaja de la honradez, de la verdad y la realidad, y con ella está puesto el fundamento para una reacción compensatoria de lo inconsciente colectivo, es decir, ahora se está dispuesto a prestar oídos a alguna ocurrencia que sirva de ayuda o se tiende a tomar nota de pensamientos a los que antes no se les permitía la menor intervención. Tal vez prestaremos atención a sueños que se presentan en tales momentos, o reflexionaremos sobre ciertos hechos que están ocurriendo en nosotros justamente en esos momentos. Si se tiene una actitud de este género, fuerzas útiles adormecidas en la naturaleza más profunda del hombre pueden despertar y atacar, pues el desvalimiento y la debilidad son la eterna vivencia y la eterna pregunta de la humanidad, pero también hay una eterna respuesta, de lo contrario el hombre hace tiempo que habría sucumbido. Cuando se ha hecho lo que se ha podido hacer, sólo queda algo que aún podría hacerse si se supiera. ¿Pero cuánto sabe el hombre de sí mismo? Según toda la experiencia, muy poco. Para lo inconsciente queda, por lo tanto, mucho espacio libre. Es notorio que la plegaria requiere una actitud muy parecida y tiene también, por eso, un efecto semejante.

[45] La necesaria y requerida reacción de lo inconsciente colectivo se expresa en representaciones formadas arquetípicamente. El encuentro con uno mismo significa en un principio el encontrarse con la propia sombra. Por otra parte, esa sombra es un paso angosto, una puerta estrecha cuya precaria angostura no puede eludir nadie que descienda a lo hondo del pozo. Pero hay que conocerse a sí mismo para saber quién se es, puesto que lo que viene después de la muerte es, inesperadamente, una ilimitada extensión llena de inconcebible imprecisión, en la que al parecer no hay ni fuera ni dentro, ni arriba ni abajo, ni aquí ni allá, ni mío ni tuyo, ni bueno ni malo. Es el mundo del agua, en el que flota, suspenso, todo lo vivo, donde comienza el reino del «simpático», del alma de todo lo vivo, donde yo soy inseparable y soy éste y aquél, donde experimento en mí al otro y el otro me experimenta a mí como al yo.

[46] Lo inconsciente colectivo es todo menos un sistema aislado y personal, es objetividad, ancha como el mundo y abierta al mundo. Yo soy el objeto de todos los sujetos, en perfecta inversión de mi consciencia habitual, donde soy siempre sujeto que tiene objetos. Allí estoy en la más inmediata e íntima unión con el mundo, unido hasta tal punto que olvido demasiado fácilmente quién soy en realidad. «Perdido en sí mismo» es una frase adecuada para designar ese estado. Pero ese «mismo» es el mundo, o un mundo cuando puede verlo una consciencia. Por eso hay que saber quién se es.

[47] Pues cuando lo roza a uno lo inconsciente, ya se es lo inconsciente, al perderse la consciencia de sí mismo. Es éste el peligro primigenio que el hombre primitivo, tan cercano a ese pleroma, conoce instintivamente, y le produce terror. Porque su consciencia aún es insegura y está sostenida por unos pies aún vacilantes; aún es infantil, recién salida de las aguas primigenias. Puede barrerla fácilmente de un golpe la ola de lo inconsciente, y el hombre olvida quién era y hace cosas en las que ya no se conoce a sí mismo. Por eso los hombres primitivos evitan los afectos incontrolados porque en ellos queda eliminada muy fácilmente la consciencia para dar paso a la locura. Por eso la humanidad se ha esforzado siempre por afianzar la consciencia. Ésa era la finalidad de los ritos, de las représentations collectives, de los dogmas; eran diques y muros, construidos contra los peligros de lo inconsciente, los perils of the soul. El rito primitivo consiste, por lo tanto, en expulsar espíritus, brujas, en alejar los malos presagios, en propiciar, purificar y producir analógicamente, es decir, por la magia, un acontecer beneficioso.

[48] Son esos muros erigidos en tiempos primitivos los que pasaron a ser posteriormente los fundamentos de la Iglesia. A eso se debe que esos muros sean los que se derrumban cuando los símbolos se debilitan por la edad. Entonces las aguas suben cada vez más y se producen inconcebibles catástrofes entre los hombres. Un líder religioso, el llamado Loco Tenente Gobernador del pueblo tacs, me dijo en una ocasión: «Que los americanos dejen de poner trabas a nuestra religión, pues si ésta desaparece y nosotros ya no podemos ayudar al sol, nuestro padre, a que camine por el cielo, entonces los americanos y el mundo entero, dentro de unos diez años, se quedarán espantados: porque el sol, entonces, dejará de salir». Es decir, llega la noche, se apaga la luz de la consciencia, y hace irrupción el oscuro mar de lo inconsciente.

[49] Primitiva o no, la humanidad está siempre en los límites de esas cosas que ella hace siempre y sin embargo no domina. Todo el mundo quiere la paz, y todo el mundo se prepara para la guerra conforme al axioma Si vis pacem, para bellum, por citar sólo un ejemplo. La humanidad es impotente frente a la humanidad, y como siempre, los dioses le indican las vías del destino. Hoy llamamos a los dioses «factores», que viene de facere, hacer. Los hacedores están tras el telón de fondo, en el gran teatro del mundo. En lo grande y en lo pequeño. En la consciencia somos nuestros propios amos; aparentemente somos los «factores». Pero si atravesamos la puerta de la sombra, nos damos cuenta horrorizados de que somos objetos de factores. Saber esto es sin lugar a dudas desagradable; porque nada defrauda tanto como el descubrimiento de nuestra insuficiencia. Incluso causa un pánico primitivo, porque la medrosamente aceptada y custodiada supremacía de la consciencia, que es en efecto un secreto del éxito humano, se ve peligrosamente cuestionada. Sin embargo, como la ignorancia no es garantía de seguridad, antes bien acrecienta la inseguridad, será mejor, pese a todos los recelos, saber que estamos amenazados. Si se plantea bien la cuestión, ya se ha resuelto la mitad del problema. En cualquier caso sabemos entonces que el mayor peligro que nos amenaza procede de la imprevisibilidad de la reacción psíquica. Hay personas sagaces que ya han comprendido hace bastante tiempo que las condiciones exteriores históricas, cualquiera que sea su género, sólo son las ocasiones inmediatas de los verdaderos peligros que amenazan nuestra existencia, a saber, delirantes fantasmagorías político-sociales, que no deben ser entendidas causalmente como necesarias consecuencias de condicionamientos exteriores sino como decisiones de lo inconsciente.

[50] Esta problemática es nueva, porque todas las épocas anteriores a nosotros seguían creyendo en dioses, de un modo u otro. Fue necesario que el simbolismo sufriera un enorme empobrecimiento para que los dioses fuesen redescubiertos como factores psíquicos, como arquetipos de lo inconsciente. Ese descubrimiento, de entrada, es seguramente inverosímil. El convencimiento se alcanza a través de la experiencia bosquejada en el sueño de aquel pastor, sólo entonces se experimenta la actividad espontánea del espíritu sobre las aguas. Desde que cayeron del cielo las estrellas y empalidecieron nuestros más altos símbolos, reina misteriosa vida en lo inconsciente. Por eso tenemos hoy una psicología, y por eso hablamos de lo inconsciente. Todo eso sería, y lo es en efecto, totalmente superfluo en una época y una forma de cultura que tiene símbolos. Porque éstos son espíritu de arriba, y entonces también está arriba el espíritu. Por eso, para tales personas sería una empresa absurda e insensata querer vivir o investigar un inconsciente que no contiene sino el callado y tranquilo obrar de la naturaleza. Pero nuestro inconsciente esconde agua viva, es decir, espíritu convertido en naturaleza, ese espíritu por cuya causa está agitado lo inconsciente. El cielo se nos ha convertido en espacio cósmico, físico, y el empíreo divino, en un bello recuerdo de otros tiempos. Pero nuestro «corazón arde» y una secreta desazón corroe las raíces de nuestro ser. Podemos preguntar con la Völuspâ:

¿Qué murmura aún Wotan con cabeza de Mimir?

Ya está hirviendo la fuente18.

[51] El ocuparnos con lo inconsciente es para nosotros una cuestión vital. Se trata de ser o no ser espiritualmente. Todas las personas que han pasado por la experiencia insinuada en el mencionado sueño saben que el tesoro descansa en lo hondo del agua y tratarán de sacarlo. Como nunca deben olvidar quiénes son, no deben perder su consciencia bajo ningún concepto. Sostendrán, pues, en la tierra su punto de vista; así se convertirán —para continuar con la imagen— en pescadores que pescan con caña y con red lo que se mueve en el agua. Si hay necios puros e impuros que no comprenden lo que hacen los pescadores, éstos no van a dudar del sentido secular de su quehacer, pues el símbolo de su oficio es muchos siglos más antiguo que la búsqueda, siempre inmarcesible, del santo Grial. Pero no todo el mundo es pescador. A veces esa figura también se queda parada sobre su etapa instintiva anterior y entonces es una nutria, como sabemos, por ejemplo, por los cuentos de nutrias de Oscar A. H. Schmitz*.

[52] Quien contempla el agua ve su propia imagen, cierto, pero detrás de esa imagen pronto van surgiendo seres vivos; son simplemente peces, inofensivos habitantes de lo profundo: inofensivos, si el mar no fuese fantasmagórico para muchos. Son seres acuáticos de un género especial. A veces al pescador se le mete una ninfa en la red, un pez hembra y semihumano19. Las ninfas son seres cautivadores:

Ella medio lo atraía

él medio se hundía

y ya no lo vieron más**.

[53] La ninfa es un estadio previo, aún más instintivo, de un ser femenino lleno de embrujo, un ser al que llamamos ánima. También pueden ser sirenas, melusinas20, ninfas de los bosques, gracias e hijas del rey de los elfos, lamias y súcubos, que fascinan a los jóvenes y les absorben la vida. El moralista dirá que esas figuras son proyecciones de estados afectivos caracterizados por un deseo vehemente y de fantasías reprobables. Es innegable que tal aserto no deja de tener su justificación. ¿Pero es ésa toda la verdad? ¿Son las ninfas realmente sólo el producto de una relajación moral? ¿No han existido siempre esos seres, desde los tiempos en que la consciencia humana aún estaba en los albores y seguía íntimamente vinculada a la naturaleza? Ya poblaban seguramente esos espíritus los bosques, los campos y los ríos antes de que surgiera la cuestión de la conciencia moral. Y además, esos seres inspiraban miedo en la misma medida, de forma que su erotismo algo curioso es sólo relativamente característico. La consciencia era entonces mucho más simple, y lo que poseía como suyo propio, ridículamente poco. Muchísimo de lo que hoy consideramos parte esencial de nuestro propio ser psíquico en el hombre primitivo brinca y serpentea, alegremente proyectado, por la inmensidad de los campos.

[54] La palabra «proyección», en el fondo, no es adecuada, porque no ha sido expulsado nada fuera del alma, antes bien, la psique, por una serie de actos de introyección, se ha ido transformando en esa complejidad que hoy conocemos. Su complejidad ha aumentado proporcionalmente a la des-espiritualización de la naturaleza. Esa misteriosa e inquietante Gracia de tiempos remotos se llama hoy «fantasía erótica» y complica y perturba nuestra vida anímica. Nos topamos con ella con no menos frecuencia que con una ninfa; es, además, como un súcubo; se transforma en diversas figuras, como una bruja, y hace gala de una insoportable autonomía, que en el fondo no le correspondería de derecho a un contenido anímico. A veces produce fascinaciones que podrían competir muy bien con la mejor de las brujerías, o estados de ansiedad que están a la altura de cualquier visión diabólica. Es un ser burlón, que nos sale al encuentro metamorfoseado y disfrazado de muchas maneras, que nos gasta todo género de bromas y que causa funestas ilusiones, depresiones y éxtasis, afectos incontrolados, etc. Ni siquiera en el estado de sensata introyección se ha despojado la ninfa de su picardía. La bruja no ha dejado de hacer sus sucios filtros amatorios o mortales, pero su veneno mágico se ha vuelto más sutil, se ha convertido en intriga y autoengaño, invisible pero no menos peligroso.

[55] Pero ¿de dónde sacamos valor para dar a esa sílfide el nombre de ánima? Anima significa alma y designa algo extraordinariamente maravilloso e inmortal. Sin embargo no siempre ha sido así. No hay que olvidar que esa especie de alma es una representación dogmática, que tiene la finalidad de exorcizar y apresar algo inquietantemente espontáneo y vivo. La palabra alemana Seele [alma] es muy afín, a través de la palabra gótica saiwalô, a la palabra griega aivoloj, que significa «movido», «irisado», o sea, una especie de mariposa —griego yuch,— que salta embriagada de flor en flor y vive de miel y de amor. En la tipología gnóstica, el a;nqrwpoj yuciko,j (ánthopos psiquikós, el hombre psíquico) está por debajo del pneumatiko,j (neumatikós, el espiritual), y hay también, finalmente, almas malas que han de arder en el infierno por toda la eternidad. Incluso el alma, por completo inocente, del recién nacido no bautizado está, cuando menos, privada de la visión divina. En el hombre primitivo es mágico soplo de vida (por eso anima) o llama. Una palabra del Señor, no canónica, dice en consonancia con esto: «Quien está cerca de mí, está cerca del fuego»*. En Heráclito, el alma en el grado superior es ígnea y seca, porque yuch, tiene en sí inmediata afinidad con «soplo frío»: yu,cein significa «soplar», yucro,j es «muy frío» y yu/coj «frío»...

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