Al sur del caribe - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

Al sur del caribe E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

La primerísima novela de Alberto Vázquez-Figueroa supone un tesoro tanto para sus fans como para los neófitos de su obra. En ella se advierten ya las semillas de quien se acabaría convirtiendo en uno de los mejores narradores de su tiempo: la pluma afilada, la mente reflexiva y el profundo marco social y comprometido que impregnan toda la historia.-

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Alberto Vázquez Figueroa

Al sur del caribe

 

Saga

Al sur del caribe

 

Copyright © 1965, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468779

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

En este libro, uno de los primeros de su época de reportero, el autor consigue compaginar sus grandes pasiones: la literatura, la aventura, los viajes… Como él mismo ha comentado en varias ocasiones, el hecho de haber viajado por medio mundo le ha dado la experiencia y las vivencias necesarias para escribir las historias y situaciones de algunas de sus novelas más famosas.

I

EL VIAJE

Son unas manos fuertes, nervudas, que no parecen conocer temblor alguno; que se aferran con una extraña fuerza —que al mismo tiempo se diría suavidad— sobre la palanca de los mandos; y son también unos ojos tranquilos, que miran a lo lejos, ocultos a menudo por grandes gafas oscuras, livianas, de montura de oro.

Y en esas manos y en esos ojos, están nuestras vidas; la de todos, la de un mundo que en este siglo, en los años de prisa, necesita de los aviones, de la velocidad de esos gigantescos reactores que le trasladarán, en unas horas, de Nueva York a Madrid, de Londres a Tokio.

Y, sin embargo, ¡qué mal conocemos esas manos! ¡Qué pocas veces hemos visto esos ojos que son, mientras estamos en el aire, más importantes que los nuestros mismos!

El pasajero, al subir al aparato, piensa sólo en la máquina, se siente, tal vez, más seguro en determinado avión que en otro de tipo distinto, pero ha perdido la costumbre de pensar en el hombre, en el piloto que ha de conducirle, que ha de darle vida, en quien resulta, a la hora de la verdad, tan importante como la fuerza de los motores.

Y eso es absurdo; casi un grave pecado. No podemos confiarnos a un conjunto de metales que actúa por el simple impulso de un combustible. La existencia es demasiado valiosa para que la entreguemos así, despreocupadamente, a un objeto inanimado.

Debemos tener una clara conciencia de que el ser humano está por encima de todo; que es más fuerte que la máquina y, al mismo tiempo, resulta imprescindible que confiemos en ese hombre, y para ello debemos conocerle más a fondo; lo bastante como para llegar al convencimiento de que lo inevitable ya no depende de él, sino de Dios.

Obligado a volar a menudo, me resultaba molesto, agobiante, casi podríamos decir que indigno, verme transportado de aquí para allá como una simple maleta, sin poder hacer nada, incapaz de participar de cualquier forma, fuese como fuese, en las incidencias del viaje, sin haber visto siquiera de lejos al que me conducía.

Quería conocer; tenía necesidad de saber, de hacerme una idea, contribuir de algún modo y tener algo que decirme a mí mismo en cada viaje, cuando llegan los momentos de decisión, que yo había oído decir que los había.

Y los hay.

Momento decisivo es cuando los motores rugen al máximo, ensordecen el mundo a su alrededor, prolongan su estruendo por encima de las pistas, de los campos, de los edificios, hacen temblar los cristales y tintinear las copas, y el piloto suelta los frenos, teniendo ante sí la larga pista; una pista que parece infinita, pero que está calculada debidamente, y él sabe que acaba pronto, y por la que se lanza, empujado por los ocho mil kilos de fuerza de cada uno de los motores, el gigantesco DC-8, de casi cuarenta y seis metros de largo.

Todo es tensión en ese instante. Los pasajeros, impresionados, se diría que incluso contienen la respiración; las azafatas sonríen rutinariamente y, en la cabina, la tripulación guarda silencio; un silencio roto tan sólo por palabras cortas, tajantes, escuetas; voces de mando, indicaciones imprescindibles.

De pronto, el copiloto canta un número, un tiempo, una velocidad. A su lado, el piloto no responde; está atento a sus propios pensamientos, a la decisión que debe tomar. Ha llegado el instante en que tiene que elegir entre elevarse o continuar en tierra; proseguir o detenerse. Son cinco segundos en los que puede optar por «quedarse», por frenar el aparato antes de que llegue al extremo de la pista, pues aún le queda tiempo y espacio.

En ese momento debe calcular si posee suficiente potencia y velocidad, si está en condiciones de iniciar el vuelo, pero ha de hacerlo con rapidez, porque los segundos pasan y el copiloto le canta un nuevo dato, un nuevo número. Ya el avión «quiere irse al aire», ya no es posible retenerle, y el piloto retira la mano de los aceleradores, se los deja a su segundo y atrae hacia sí, con infinita suavidad, la palanca de mandos.

«El Greco» deja de correr sobre la pista, se despega del suelo y se confía al aire, a su elemento, a los cuatro gigantescos reactores que cuelgan de sus alas y que rugen más fuerte, mucho más fuerte que nunca.

Un simple gesto es una orden, y el sistema hidráulico absorbe el complicado juego de puntales y ruedas del tren de aterrizaje, dejando el aparato reducido a su línea esencial.

La velocidad continúa aumentando, aumenta aún sin cesar, mientras se gana altura; hasta llegar al régimen de subida y pueda cambiarse la potencia de los motores, reducir su esfuerzo para que no sigan trabajando al máximo.

El rugido se hace más leve, la tensión disminuye, los músculos de la nuca del piloto parecen aflojarse; todo él acusa una relajación. Una vez más se ha cumplido lo que para el profano constituye el milagro de hacer elevarse las trescientas mil libras de peso de un gran reactor.

Ahora ya todo es fácil; mucho más fácil. Volar hacia lo alto, siempre ascendiendo, más allá de las nubes, perdidos en la distancia, hasta alcanzar la increíble altura de crucero, antaño fabulosa: diez, once, doce mil metros sobre el nivel del mar.

El ala izquierda se inclina muy despacio, estamos virando lentamente sin dejar de subir; Madrid queda abajo, cada vez más diminuta, como un juguete, una maqueta o una fotografía de extraña claridad.

Una pequeña nube se abre ante nosotros; la atravesamos de abajo arriba, y se desmigaja a nuestro lado como una montaña de algodón impalpable; la dejamos atrás, lejos, muy lejos, mientras en la cabina renacen las voces, que aún son secas, aún tiene sonido metálico, de órdenes, de comprobaciones.

Tan sólo la del radio aparece distinta, más fuerte, más potente, cuando llama ante el micrófono:

—Torre de Barajas. Iberia 985, de Madrid a San Juan de Puerto Rico. En el aire a los 25 ascendiendo para nivel 350.

La respuesta, por el altavoz, llega chillona, lacónica:

—Recibido 985. Pase a frecuencia de ruta.

Parece una despedida y, sin embargo, no lo es; cada instante, cada segundo, una estación de radio —ésta u otra— estará pendiente de ese vuelo 985, como lo están de todos los aviones que surcan el aire. Sobrevolando el Atlántico, cruzando los Alpes, a diez mil metros sobre el Sahara o los copudos «boababs» de las selvas, siempre el aparato se encuentra ligado a tierra, controlado por ese hilo invisible del radar o la radio, asistido por alguien que se preocupa de él, de sus vicisitudes, de sus necesidades.

Barcos que permanecen inmóviles en el mar; puestos perdidos en lo alto de las solitarias montañas, estaciones diseminadas por todo lo ancho del mundo; un ejército de hombres especializados en evitar peligros, molestias, dificultades. Y saberlos allí, oírlos, produce siempre una extraña sensación de seguridad, como si fueran una mano amiga a la que podemos acudir en los peores momentos.

Y lo son; no una mano, pero sí una voz que, a veces, es tanto o más importante, y las tripulaciones lo saben y confían ciegamente en ellos, aunque tampoco hayan visto nunca su rostro, ni puedan hablar en el mismo idioma de cosas sin importancia.

El cielo está hoy surcado de anchos caminos, de portentosas vías que, como canales, van de parte a parte, de un lado a otro de los océanos, de ciudad a ciudad, con un ramal de ida y otro de vuelta, y esas estaciones de radio y de radar se encuentran en ellos, de trecho en trecho, a la distancia exacta para que, antes de que se deje de estar por completo bajo el control de una, se entre ya en el área de la siguiente. Y son como amables policías de tráfico que avisan, que distribuyen, que, incluso, dan órdenes.

Hemos llegado ya a esa época en que la aviación comercial es algo científico, exacto, casi matemático, y lo imprevisto parece absurdo, lo extraño, casi lo imposible.

De no ser así, de no estar convencidos de ello, no creo que pudiera haber hombres que hicieran del volar una profesión; que llevaran más de treinta años en una cabina de mandos y que sólo pensaran en permanecer en su puesto, sacrificarlo todo, renunciar a las diversiones, a las comodidades, con tal de continuar allí, siempre en el aire, volando siempre.

Nunca he conocido seres más amantes de su trabajo, más ilusionados por seguir en él, más dispuestos a darlo todo, con tal de seguir sintiendo el vacío bajo sus pies, el rumor del motor en sus oídos, el contacto de los mandos en la mano.

Todos nacemos con un destino marcado, y en este siglo xx hay muchos que han nacido para volar, para extasiarse frente a un cielo rojizo de atardecer y contemplar, fascinados, los nevados picos de los Andes, destacando como islas en un blanco mar de nubes.

No cabe duda que este hombre, el más moderno, el que más unido se halla a la máquina y al progreso es, en el fondo, un gran amante de la Naturaleza, un profundo romántico, aunque él mismo no llegue a saberlo. Puede que la velocidad y el olor de keroseno le emborrachen, pero también le fascina todo cuanto de hermoso pone Dios ante el morro de su aparato.

Y la realidad de sus vidas responde a ese espíritu y a esa exigencia constante del aire. Los he visto llegar por primera vez a Lima —una ciudad que no conocían, que les llamaba poderosamente la atención, que hubieran querido recorrer de punta a punta y, sin embargo, negarse a acompañarme, hacer un esfuerzo, que ya en ellos es costumbre, e irse al hotel a descansar; a dormir de un tirón hasta la mañana, hasta el momento en que un coche les recoja para llevarles de nuevo al aeropuerto.

Han estado en cien ciudades, pero no pudieron verlas; las desconocen, no alcanzan a distinguir de ellas más que el camino hasta el hotel y regreso, porque cada hora en tierra ha de estar dedicada a ese descanso que tan necesario les será al día siguiente, cuando de nuevo se sienten tras los mandos del avión.

Y es que saben que nada hay en el mundo que exija más concentración que la cabina de un DC-8, y allí los hombres más fuertes sufren tal desgaste, que ha habido que ponerles un límite de horas de vuelo —ochenta y cinco al mes— y se les obliga a una completísima revisión médica cada seis meses, donde al menor fallo se les priva de la licencia y se les deja en tierra por una temporada o, incluso, definitivamente.

Es ese doble examen médico y técnico —al que se les somete dos veces al año— el que preocupa a las tripulaciones de los grandes reactores, que están sujetos siempre a que el más insignificante de los detalles pueda frustrar una carrera de años de esfuerzo, fatiga y dedicación.

Largos, larguísimos años, porque para alcanzar el grado de comandante de un DC-8, no bastan las veinte mil horas de vuelo que detentaban todos, ni los millones de kilómetros recorridos, ni estar volando desde antes de la guerra, incluso, sino que a todo ello hay que añadir nuevos conocimientos, nuevos estudios, mil cosas distintas que llegaron al mundo del aire con la entrada en escena de los reactores.

El paso de la hélice al jet, significó un brusco salto en la vida de todos, un acontecimiento capaz de desorientarlos, de asombrarlos, al advertir que tenían que comenzar otra vez desde el principio, ellos, que habían visto transcurrir su vida observando el girar de los motores.

Y ellos continuaron, vencieron, porque sabían que conseguirlo era más, mucho más de lo que habían soñado nunca. Ahora, con el DC-8, con ese «monstruo sagrado», que era como un mito fabuloso, podrían correr tras el sol, ponerse a su paso, seguirle en el cielo, empeñarse con él en la carrera.

Y estábamos allí, en la cabina, observando, en silencio, el sol, que aún no se había ocultado en el horizonte, y nuestros relojes marcaban ya las doce de la noche, las doce por la hora de Madrid, de donde habíamos salido a media tarde y, sin embargo, he aquí que continuaba siendo de día porque marchábamos hacia Occidente, hacia esa América en la que ahora estaba atardeciendo.

Pero de pronto todo cambió; la tranquilidad de la cabina desapareció como por ensalmo; nos aproximábamos a Puerto Rico, comenzaban las maniobras de aterrizaje antes, incluso, de empezar a perder altura, y cuando iniciamos el descenso, el sol desapareció de nuestra vista, la oscuridad se hizo más intensa por minutos, casi por segundos; atravesamos una negra nube de chubasco, sentimos la lluvia golpear con fuerza contra los parabrisas, y todo fue tinieblas de improviso, mientras los cien marcadores del cuadro se encendían en fantasmagórica luz roja.

En dos minutos habíamos pasado del día a la noche, de la luz a la oscuridad, de la placidez a la tensión. De nuevo un silencio roto tan sólo por palabras cortas, técnicas, de extraño sabor metálico; largas listas que el copiloto lee comprobando cada palanca, cada interruptor, el último de los más mínimos detalles.

La llamada del radio suena una vez más a mis espaldas:

—Iberia 985 a torre de control de San Juan. Pedimos instrucciones para aterrizar.

—Torre de Control a Iberia 985. Esperen órdenes.

Es todo el contacto que tenemos hasta entonces con el campo al que hemos de llegar. Las nubes continúan espesas, tormentosas, y la visibilidad es nula. El altímetro gira hacia atrás, desciende, señala que vamos perdiendo altura, y en la pequeña pantalla del radar se dibujan a la perfección la silueta de la isla, del puerto, incluso de los barcos que están atracados en él.

Nos aproximamos en línea recta guiados por invisibles manos, por extrañas maravillas de la técnica, y todos sabemos que cuando las nubes abran un claro en su espesura estaremos exactamente en el lugar previsto, en vertical sobre San Juan de Puerto Rico, sin posibilidad de error, sin miedo a perdernos.

Y de pronto, súbitamente, como debía ocurrir, la nube se abre y un rimero de perlas de colores aparece a la vista.

Contemplamos la ciudad iluminada, reluciente, sumida en la noche, mientras allá arriba, en lo alto de donde venimos, aún es de día, aún se distingue el sol. ¡Qué extraño milagro fabuloso; qué fantástico el poder subir de nuevo y llegar a tiempo de alcanzar los últimos destellos del astro que se oculta!

Pero el éxtasis dura tan sólo un instante. Ha llegado el momento crucial; los nervios se tensan al máximo, la atención se concentra, el morro del aparato enfila el comienzo de la pista y perdemos altura, nos aproximamos a una velocidad que parece de vértigo; las luces de la ciudad pasan a nuestro lado, el campo de béisbol, empapado en lluvia, cruza a la izquierda como arrastrado por un huracán, el rugir de los motores cambia, el avión frena, parece querer detenerse en el aire y lo sentimos en el cuerpo, en la espalda, en toda nuestra piel.

El copiloto comienza a cantar números, velocidades, alturas, y el piloto, a su izquierda, le escucha sin mirarle, sin apartar los ojos del extremo de la pista, pero pendiente, al mismo tiempo, de los instrumentos, de los indicadores, de las luces.

Ya el tren de aterrizaje está fuera; ha salido poco antes con un brusco golpe que sobresalta a los pasajeros pero tranquiliza a la tripulación. Con visibilidad, el campo libre y el tren listo, todo está en manos del piloto, de ese hombre silencioso que continúa con los ojos fijos en las luces, con el oído atento a cuanto sus ayudantes le dicen, con todos los sentidos concentrados en ese instante que se acerca, en ese momento cumbre en que la tierra parece subir hacia el aparato, tender las manos para alcanzarlo, poner su palma gigantesca en la que «El Greco» debe posarse con suavidad, esa suavidad que ha de imprimirle el hombre.

Del morro surge un haz de luz que lo barre todo ante sí, que ilumina la blanca pista en la que destacan las oscuras marcas de otras ruedas, de otros aterrizajes, cientos de ellos, en los que cada vez un poco de caucho queda sobre el cemento. Estamos ya encima, ya en ella; aún corremos unos metros, muy pocos, porque la entrada ha de ser exacta, perfecta, matemática. Las gigantescas ruedas besan la tierra, más bien se diría que la acarician. Es un instante; se separan apenas, se levantan de nuevo unos centímetros y vuelven otra vez, sin brusquedades, sin golpes, como deslizándose. Y así continúan un largo trecho, corriendo sobre tierra, hasta que las compuertas se cierran tras el escape de los motores y los gases, al ser rechazados en dirección contraria, invierten la fuerza impulsora, frenan poco a poco el aparato, detienen su gigantesca mole lanzada hacia delante alrededor de 230 kilómetros por hora en el aterrizaje.

Poco a poco perdemos velocidad, las luces corren cada vez más despacio a lo largo de las ventanillas, el rugir de los motores se hace más lento, más suave, y la pequeña rueda delantera gira enfilando hacia el edificio del aeropuerto.

Dentro, en la cabina, los tripulantes van apagando luces, cerrando interruptores, desconectando llaves, mientras el copiloto lee las largas listas de cada operación, y los demás responden como en una extraña letanía mecánica. Todo es correcto, todo responde a lo previsto. El trayecto Madrid-San Juan se ha cubierto en siete horas treinta y un minutos. Apenas cuarenta segundos más de lo que estaba calculado en el plan de vuelo.

Detrás nuestro, separados por una puerta que no cruzan nunca, los pasajeros se van poniendo de pie, preparándose para bajar a tierra. Para ellos, la cabina con sus mil instrumentos, con sus luces rojas, con sus voces tajantes, es un mundo extraño, lejano, diferente, y los hombres que en ella ven transcurrir toda una existencia, parecen pertenecer a otra raza, a otro planeta. Por ello, al bajar a tierra, al sentir de nuevo el suelo bajo sus pies, lanzan un ligero suspiro. Nunca podrán albergar una completa confianza; nunca sabrán por qué fabuloso milagro de la humanidad han cruzado el Atlántico en menos de ocho horas. Pronto nos hemos acostumbrado a considerarlo como algo natural, y tan sólo nos parece un poco raro. No podemos —tal vez no queremos— vivir profundamente la experiencia, respirar cada minuto en el cielo, llenarnos por dentro de la portentosa aventura de correr tras el sol, de seguirle en su huida, de estar a punto de ganarle en su andar precipitado.

Eso es lo que quería; vivir cada minuto, cada instante, cuanto de fabuloso nos ofrece el siglo en que estamos. Por eso les acompañé, conviví con ellos, participé en cuanto de maravilloso poseen, para poder luego recordarlo cuando, en otros viajes, no sea más que pasajero.

Aunque ya nunca lo seré del todo. Ya, en cada ocasión, estaré allí dentro, con ellos, contemplando el sol que se oculta, el pálido tintinear de los mares, las luces de las ciudades que se acercan, que vuelan hacia nosotros, que parecen querer hipnotizarnos cuando las contemplamos fijamente, muy en silencio, con la boca seca y con los ojos abiertos, muy abiertos.

Porque tener los ojos muy abiertos, observando la maravilla de este mundo, es lo más importante de nuestra vida.

II

SAN JUAN DE PUERTO RICO

Los portorriqueños perdieron su libertad el día en que consiguieron independizarse de España. Ese mismo día, los portorriqueños echaron a perder también su estómago.

Esto podrá parecer una aseveración exagerada, pero, en realidad, es así. Puerto Rico no es independiente ni creo que ya lo sea nunca.

Los norteamericanos, que de sus tiempos de colonia guardan un sano rencor por los opresores, no carecen, sin embargo, de un cierto espíritu marcadamente colonialista y, en ocasiones, les gustaría disponer de posesiones como tuvieran antaño las grandes potencias europeas. Puerto Rico no es, desde luego, colonia estadounidense, pero sí es una forma, un reflejo bastante exacto de lo que fuera una colonia.

El discutir hasta qué punto es esto bueno o malo para la isla, justo o injusto para sus habitantes, o qué caminos mejores podían escoger los portorriqueños, llevaría largo tiempo y mucha tinta, tanta que ni ellos mismos —en toda su historia— han llegado a un acuerdo.

Lo que importa ahora es ver los resultados, las conclusiones, lo que han traído y se han llevado los yankees de Puerto Rico.

Quizá alguien opine que no es éste lugar, bajo el título de «Al sur del Caribe», para incluir a la isla que no está al Sur sino en el mismo Caribe, pero considero que esa pequeña diferencia geográfica no tiene mayor importancia, y sí que la tiene lo que en ella vi y lo que me gustó y me desagradó.

Me gustó San Juan, la capital y, en especial, me gustó el viejo San Juan; no porque sea el que dejó España, sino porque conserva un sabor y una belleza que es difícil de hallar en otras muchas ciudades, incluso nuestras.

El San Juan antiguo fue construido por los españoles para que en ella habitaran los hombres, y el San Juan moderno ha sido construido por los americanos para que en ella se encuentren a gusto los automóviles.

El viejo San Juan está lleno de encanto y personalidad, una acusadísima personalidad que se observa en todos sus detalles en sus calles estrechas, en sus jardines, en los árboles que dan sombra a las plazas —grandes árboles para hermosas plazas— y en las que hombres semidormidos y despiertos niños se sientan en los bancos como en un pueblo andaluz, charlan en voz alta o, ahora, miran la televisión en grandes aparatos al aire libre.

¡Qué cerca está de España esa vieja San Juan y qué cerca están también sus habitantes! Cerca en la fisonomía, en el idioma y en la forma de pensar; y qué lejos, sin embargo de nosotros, ese San Juan moderno, de inmensos edificios, de puentes y anchas carreteras, de altísimos hoteles y lujosos automóviles, de calles sin alma y, a veces sin ni siquiera nombre. Calles tan yankees que parecen haber sufrido un error geográfico, haber llegado nadando desde Florida para quedarse aquí, donde no les corresponde; porque las calles de San Juan, deberían ser todas como aquellas otras: Fortaleza, San Francisco, Luna, Sol, San Justo, Paseo de la Princesa… de sabor muy nuestro, muy portorriqueño, de acuerdo con el espíritu hispano y con el espíritu de los que nacieron en la isla.

Sin embargo, hay que reconocerlo: no es fea la parte nueva. Tiene, a veces, verdadera belleza, en especial en la península que se alarga entre el mar y la laguna del Condado, allí donde se alzan los enormes hoteles; pero es una belleza moderna y como casi todo lo moderno, sin personalidad, de tal modo que el viajero podría sentirse lo mismo aquí que en Miami o en cualquier otra ciudad en la que la mano de los yankees hubiera intervenido de forma acusada.

No me desagradan la arquitectura ni la urbanización de hoy; a menudo, resulta hermosa, pero la encuentro monótona y creo que, con frecuencia, no está de acuerdo con el ambiente, con cuanto la rodea, incluso con las gentes que allí habitan.

A mi entender, en el San Juan nuevo, al no poder los americanos ajustarse a la psicología del portorriqueño, están intentando que el espíritu de éste se adapte a su urbanización, a la arquitectura y, en fin, a la forma de ser y de pensar de los anglosajones; de ellos mismos.

A nadie podrá pasarle inadvertido que es éste un choque violento, demasiado violento para ser factible, y tropezarse a una morena muchacha latina mascando chicle y comportándose como una rubia californiana, es de las cosas más tristes que pueden llegar a verse, pues es como perder la dignidad, como intentar cambiar la personalidad de la raza, malvendiéndola; malvendiéndola de la forma más estúpida del mundo.

No está en la sangre portorriqueña el ser y obrar como un norteamericano y, no obstante, se niegan a admitirlo y comprenderlo, y se esfuerzan en imitarles. Lo malo es que, generalmente, les imitan en las cosas peores y no en lo bueno que podrían aprender de ellos, porque no todo lo de los Estados Unidos es malo, ni mucho menos, pero sí es cierto que no han traído lo mejor que tienen a Puerto Rico. Han convertido la isla en un lugar de diversión en un escape, en lo que fue para ellos, durante mucho tiempo, La Habana, y, al dejar de serlo la capital de Cuba, se trasladaron aquí —turismo barato aunque sea caro—, turismo sin posibilidades de irse a Europa; turismo de quince días de permiso que quiere experimentar algo distinto, bañarse en el Caribe, ver mujeres para ellos exóticas y llenas de vida, y jugar, porque en San Juan el juego lo invade todo, y la ruleta y los dados están a la orden del día, de tal modo que cada uno de los grandes hoteles —esos gigantescos hoteles que tanto abundan— abre sus propias salas de juego, y el cliente no tiene más que bajar unos pisos para efectuar sus apuestas e incluso se llega a pensar que, de proponérselo, podría realizarlas desde su propia habitación utilizando el teléfono.

También fue en uno de estos hoteles donde, por primera vez en toda mi vida de viajar y ver —que muchas cosas he visto—, advertí que allí mismo, hospedándose en una habitación como cualquier turista, ciertas muchachas practicaban con los clientes la más antigua profesión del mundo, ante la tranquila mirada y la colaboración de botones, conserjes y la Dirección misma, y no pude contener mi asombro cuando un ascensorista me indicó el número de la habitación a que podría hacer visitas si lo deseaba, o que me bastaba avisar para recibirla en la mía propia.

Es ésta una muestra de hasta qué punto los norteamericanos —tan puritanos a veces en su propia tierra— están echando a perder a esta hermosa isla y a sus gentes, y San Juan se ha convertido en la más pura representación del triunfo del dólar sobre la dignidad, las creencias y sentimientos e, incluso, sobre la raza misma y sus más indestructibles principios.

Y lo peor de todo es que en un elevado tanto por ciento, el portorriqueño se siente satisfecho de su situación y hasta llega a pensar que no hay nadie mejor que los americanos, y que nada serían ellos, ni cosa alguna hubieran logrado, sin la ayuda de sus vecinos del Norte. No cabe duda, por tanto, de que es éste el pueblo mejor adoctrinado de la Tierra, y en el que los slogans han hecho una mella más honda.

No se comprende la admiración de un pueblo hacia otro que lo desprecia a menudo, y que no duda en demostrar ese desprecio; y tan sólo aquellos portorriqueños que han ido y vuelto a los Estados Unidos y que han visto por sí mismos el trato que allí se les dispensa, dejan de mirarlos como lo hacen los que nunca salieron de la isla.

Creo que, en realidad, el problema es infinitamente más complejo que todo eso; estoy seguro de que en Puerto Rico hay muchos, muchísimos que conservan su dignidad y que la mayoría, la inmensa mayoría, se siente orgullosa de sí misma, de su ascendiente, de su raza y su patria, y que tan sólo deben ser aquellos que nada tenían y a los que los norteamericanos les dieron algo, los que de esa forma se empeñan en imitarles, en alabarles y creerles superiores, porque poseen algo que ellos no podían ni siquiera soñar.

En Puerto Rico queda aún mucho de latino, de hispánico, de portorriqueño, en fin, sin adulteración alguna, y se esfuerzan intelectualmente —se esfuerzan quizá más que cualquier otro país americano— en conservar eso que tienen: en hacer patria y cultura propia, en aproximarse a España, a América del Sur y a lo que es su mundo. Y quizás es porque los que lo hacen comprenden el peligro, el error en que están cayendo muchos de los suyos.

Por eso me gusta Puerto Rico y me gusta a pesar de que le veo muchos defectos, no propios, sino extraños, y me detengo a pensar en que —a mi entender— cualquier otro país, en idénticas circunstancias, habría reaccionado de igual forma o, tal vez, mucho peor.

Me gusta Puerto Rico y me gustan sus gentes cuando hablan ese castellano meloso, cuando vociferan y gesticulan, cuando enriquecen nuestro idioma con todos sus giros propios, pintorescos, llenos de sabor y llenos, en fin, de espíritu; de espíritu hispánico.

Pero no me gusta el San Juan de camareras que hablan inglés, de comida yankee —de incomestible comida yankee— a base de bocadillos, hamburguesas, perros calientes y, sobre todo, de esa salsa de tomate dulzona, esa absurda salsa que le echan a todo, a cualquier cosa que coman, hasta lo más increíble y que, junto a la mostaza, son los dos únicos sabores de toda su cocina.

Sinceramente —y doliéndome confesarlo—, nunca había pasado tanta hambre (teniendo dinero en el bolsillo) como en Puerto Rico, y anduve como loco de un lado a otro buscando un restaurante, fuera el que fuera, pagando cualquier precio, para encontrar algo que se pareciera a lo que los latinos acostumbramos a comer. Me fue imposible, pese a que me aseguraron que había en el casco viejo un local español especializado en paellas. Nunca he sufrido una desilusión mayor; al final —y en verdad que mis conocimientos culinarios no son muchos— tuve que apuntarle a la maître —una muchacha muy guapa, por cierto— la receta aproximada de lo que era una paella para seis, pues el cocinero español que habían tenido se les marchó cinco años atrás y desde entonces el concepto de la paella había ido variando notablemente al pasar de una mano a otra, de tal modo que tan sólo el arroz quería recordarla, y aún me sospecho que no pasaría mucho tiempo sin que también prescindieran de él.

¡Qué triste resulta tener que sentarse a la barra de un snackbar y conseguir por toda cena un bocadillo de carne y col agria, sin lograr que la camarera te entienda! Se da el caso fantástico de que muchas de ellas sólo hablan inglés, y uno no comprende cómo es posible que en una isla superpoblada, en la que escasea el trabajo y sobra la mano de obra, tengan que venir de la rica Norteamérica muchachas a servir en sus bares, cuando eso es algo que podrían hacerlo mucho mejor y hablando los dos idiomas, entendiendo a todos, las mismas portorriqueñas.

¡Qué falta de respeto significa para un país una cosa semejante!

Qué falta de respeto —repito—, y eso es lo que me duele de Puerto Rico. Eso es lo que no me gusta de esta bella isla, que tan cerca ha estado de nosotros y que tan cerca debería continuar.

RÍO PIEDRAS

En Río Piedras, Universidad de San Juan, es quizás el punto donde más se lucha por lograr ese acercamiento, ese estar junto a España y continuar así. Río Piedras, con sus miles de estudiantes de todas las razas y colores, de no gran categoría técnica pero de maravilloso espíritu, es quizás un reducto, el más fuerte en muchos aspectos, en la conservación de la latinidad, del hispanismo, frente a la invasión pacífica, pero constante y peligrosa de lo sajón, de lo extraño, de lo distinto.

La Universidad que albergó a Juan Ramón, que le dio tantas cosas que merecía y se le habían negado, que incluso dotó a una sala con su nombre, es un recinto, sin embargo, típicamente americano en su concepción, con grandes jardines y verdes prados en los que estudiantes rubios, morenos e incluso negros se tienden sobre la hierba, bajo grandes árboles, o pasean por el césped o entre la espesura de los jardines con un libro en las manos. Una estampa propia de Yale o Columbia que aquí, en la calurosa isla del Caribe, se repite, y se diría descentrada la escena, como se pueden considerar descentradas tantas otras cosas de Puerto Rico, choque de dos mundos, de dos razas; choque que no ha pasado aún, sino que está ocurriendo en este instante, ante nuestros ojos, y cuyas consecuencias podemos advertir día tras día e, incluso se podrían estudiar si hubiera tiempo para ello.

¡Qué oportunidad para el novelista inteligente; para quien supiera ver y definir la lucha psicológica, el encuentro sin sangre de dos formas de vivir, de sentir y de pensar!

De aquí saldrá, seguramente, una nueva especie; no una nueva raza, pero sí algo distinto que tenga y no tenga, a la vez, puntos de contacto con latinos y sajones, incluso con negros, con indios y hasta algún que otro elemento de raza amarilla. Quizá sea San Juan de Puerto Rico toda una pequeña muestra, un ejemplo de lo que llegará a ser un día el mundo entero, puesto que si éste se ha empequeñecido y las distancias se han acortado, tendremos que mezclarnos los unos con los otros, olvidándonos de idiomas, religiones y costumbres, tal como ocurre aquí, pues aunque de forma menos notable, también tendremos que someternos de un modo u otro al poderío del dólar; al triunfo de ese dólar sin el cual se diría que hoy ni los países ni los hombres pueden llegar a subsistir.

Puerto Rico es, pues, aunque nos duela en el alma reconocerlo, el espejo en que el mundo debe mirarse para un futuro, a no ser que se ponga pronto remedio; y lo que me entristece es que ocurra aquí, en esta isla que tan cerca ha estado siempre de nosotros, a estas gentes que son como nosotros mismos, en este rincón del paraíso que se baña en el más hermoso de los mares, en el Caribe, que parece tener en sí una fuerza y una vida diferentes.

Puerto Rico y el Caribe constituyen un conjunto armónico tan perfecto que se diría que no es posible la existencia aislada de cada uno de ellos y que la Naturaleza no podría haber obrado de otra forma que uniendo el colorido y la viveza de la isla con el increíble y transparente azul verdoso del mar.

Y más aún que de la isla toda, el Caribe se diría que forma un solo cuerpo con San Juan, con el viejo San Juan de los españoles, y que nada de él, de la ciudad, existiría si no estuviera en función de esas aguas azules, de esos acantilados, de las playas bordeadas de palmeras que se inclinan sobre las mismas olas del Castillo del Morro, del puerto y las lagunas, de todo lo que es, en fin, y lo que significa el Caribe para la ciudad.