Bajo el signo del vínculo - Boris Cyrulnik - E-Book

Bajo el signo del vínculo E-Book

Boris Cyrulnik

0,0

Beschreibung

Los vínculos de cuidado y afecto entre los seres vivos son fundamentales para la supervivencia y la procreación. Pero ¿cómo funcionan? ¿Cuáles son los mensajes, señales y signos que los crean? Tanto las relaciones entre padres e hijos como la atracción entre los sexos se basan en sutiles percepciones y emisiones de señales que a menudo quedan "grabadas" para toda la vida en la memoria más profunda. En su exploración de los complejos mecanismos de los vínculos, Boris Cyrulnik atiende particularmente a la amplia gama de señales que fundan el vínculo con la madre, entre ellas el misterioso mecanismo de la sonrisa. Curiosamente, no es una respuesta halagüeña a los esfuerzos de la mamá, sino un gesto facial provocado por una sustancia bioquímica.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 499

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Otros títulos de interés

El amor que nos curaBoris Cyrulnik

Los patitos feosLa resiliencia: una infancia infeliz no determina la vidaBoris Cyrulnik

El murmullo de los fantasmasVolver a la vida después de un traumaBoris Cyrulnik

El encantamiento del mundoBoris Cyrulnik

Los buenos tratos a la infanciaParentalidad, apego y resilienciaJorge Barudy y Maryorie Dantagnan

La felicidad es posibleDespertar en niños maltratados laconfianza en sí mismos: construir la resilienciaStefan Vanistendael y Jacques Lecomte

La resiliencia: resistir y rehacerseMichel Manciaux (compilador)

El realismo de la esperanzaTestimonios de experiencias profesionales en torno a la resilienciaBoris Cyrulnik y otros

Bajo el signodel vínculo

Una historia natural del apego

Boris Cyrulnik

Título del original en francés:

Sous le signe du lien

© Hachette Littératures, 1989

© Boris Cyrulnik, 1989

Traducción: M. Margarita Polo

Diseño de cubierta: Alma Larroca

Primera edición: abril de 2005, Barcelona

Primera reimpresión: noviembre de 2005, Barcelona

Segunda reimpresión: mayo de 2008, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A.

Avenida del Tibidabo, 12, 3.º

08022 Barcelona, España

Tel. 93 253 09 04

Fax 93 253 09 05

[email protected]

www.gedisa.com

eISBN: 978-84-1819-350-7

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

Índice

INTRODUCCIÓN

1. La actitud etológica

Cuando las gaviotas plantean un problema antropológico • La apertura etológica • El hecho de estar enamorado plantea un problema epistemológico • Aprender un método de observación para descubrir hechos diferentes • Significante biológico y significante verbal: «Te encontramos en un cubo de basura» • Notas

PRIMERA PARTE: LA MADRE

2. La vida antes del nacimiento

El bebé es imaginado antes de ser percibido, hablado antes de ser oído • La historia del bebé comienza antes de su nacimiento • Desde la década de 1970, el bebé ya no es una semilla buena ni una cera virgen • La gruta uterina es oscura, cálida, perfumada y sonora • En el útero el bebé ya trata con la palabra • Yo creía que todas las madres eran portadoras • Notas

3. Nacimiento del sentido

El día del nacimiento es una mudanza ecológica • En el siglo XII, nacimiento de lo íntimo • La lingüística en las gaviotas • No hay pensamiento sin materia • El campo de las fantasías • Historia de la primera sonrisa • Historia del primer llanto • Notas

4. Biología de nuestra historia

El gesto de señalar con el dedo • Fábula de la oveja y los bebés prematuros • La ontogénesis no es la historicidad: niños prematuros y niños abandonados • Interacción fantasmática: génesis de un niño mártir • La palabra modifica el destino biológico • La etología transcultural • La pérdida de esa seguridad fortalecedora crea un momento de vulnerabilidad • La primera vez que una madre toma a su bebé en brazos • Las primicias del beso • Notas

5. Cómo traer un padre al mundo

La invención del padre en el mundo animal • El padre plantador • Interacción directa padre-bebé en el útero • Sobre el cuerpo de la madre, el entorno de la madre • La «couvade» • Al sexto mes, un objeto nuevo: nacimiento del padre • El padre maternal: lo percibido • El padre entonces cambia de condición: el papá • Evolución de los roles parentales • El padre social en los animales • El padre de los historiadores • Tu padre es sólo un cheque con patas • No hay cultura sin roles sociales sexuados • Nuestros tres padres • Notas

SEGUNDA PARTE: LA PAREJA

6. Cuando aparece el sexo

Programa de las pulsiones sexuales • La historia puede modificar los comportamientos sexuales • Sexualización muy temprana de los gestos de los bebés • Sexualización aun más temprana de los gestos de los adultos • Notas

7. De la impronta amorosa al tranquilo apego

¿Por qué el amor tiene que morir? • La historia de amor es universal • La historia del amor es muy particular • El arraigo del sentimiento amoroso • Domesticación de la vida amorosa • Historia de la impronta • La impronta organiza el vínculo • La impronta filial determina las preferencias sexuales • La aparición del lenguaje ilustra la sensibilidad genética • Un cambio afectivo brutal: el «síndrome de Estocolmo» • Notas

8. Cómo formar una pareja

Los cortejos nupciales o la fuerza del sexo • El pez-significante ya no es un pez • La semiótica del cabello siempre fue politizada • La pancarta etológica, sus reivindicaciones sexuales y sociales • La hipótesis estética de la función biológica de lo bello en la trucha salmonada • El lenguaje silencioso: caricias, miradas y sillas • El papel fundamental del señuelo: prostitutas y donjuanes • El espacio íntimo de las mujeres • Las parejas con contrato neurótico • Notas

9. Muerte al sexo

El impotente feliz • La evitación del incesto en los animales: Edipo-oca • La inhibición del deseo en las parejas largas • Cuando el vínculo se fortalece, el deseo se apaga • El sexo de duelo • Notas

TERCERA PARTE: SIN APEGOS

10. Hijos de la basura, hijos de príncipes

La observación de Kaspar Hauser en 1828 habla del observador más que de lo observado • La imposibilidad de narrarse: la novela familiar de los niños sin familia • Las observaciones directas de los niños sin familia • El hijo de nadie casi es nadie • Cuando el huérfano parte en busca de sus autores • Notas

11. El apego, continuación y fin

La vejez acaba de nacer • En el mundo animal, los dominantes no tienen tiempo de envejecer, salvo en el medio doméstico • Algunas recetas para envejecer bien: el sentido y la pareja • El apego conflictivo de las parejas de edad avanzada: ¿segunda adolescencia o vuelta al pasado? • La aparición del desapego, su referencia al signo del espejo • Las parejas de edad con contrato mórbido • Notas

12. ¿Por qué concluir?

Notas

Bibliografía

Introducción

1

La actitud etológica

¿Quién podría pensar que cuando las gaviotas planean por encima del pico rocoso de la isla de Porquerolles nos plantean un problema antropológico? ¿Quién osaría pensar en la evitación del incesto?

No es sencillo hacer esa observación, pues se trata de ver algo que no ocurre: un no acontecimiento.

Para observar que una cría de chimpancé rechaza aparearse con su madre, se debe vigilar a los dos animales durante su período sexual. Es fácil ver que las callosidades de las nalgas de la hembra se tornan rosadas bajo la influencia de ciertas hormonas. También es fácil observar cómo solicita a los machos reculando hacia ellos y cómo éstos se interesan vivazmente por esa inusual hinchazón coloreada.

El observador se sorprende al notar que la cría de chimpancé se esconde, con la cabeza entre los brazos, desvía su mirada y se acurruca en un rincón mientras su madre juguetea. Apenas terminado el período sexual, el joven macho vuelve a acercarse a la hembra ya calmada, le hace algunas sonrisas, le ofrece unas frutas y vuelve a mimarla.

Para observar la evitación del incesto, fue necesario notar un comportamiento particular entre un joven macho y una hembra, compararlo con los otros comportamientos de encuentro de los animales del grupo y, sobre todo, conocer a los individuos desde su nacimiento, para saber que esa hembra y ese joven macho eran madre e hijo.

Para observar ese no acontecimiento, fue necesario adoptar una actitud mental particular que consiste en analizar lo que se tiene ante los ojos y situarlo en la historia que se ha tenido ante los ojos, a saber: seguir la evolución de un individuo, su diacronía, la manera como ha desarrollado un comportamiento, a fin de dar sentido a lo que se manifiesta en un momento preciso, en la sincronía de los animales entre ellos.

Para observar la evitación del incesto, en esa familia de chimpancés tan edípica, se necesitó mucha lentitud y una gran paciencia.

Por ello, los psicoanalistas y los científicos, personas presurosas e intrépidas, aún ignoran que los animales no realizan el incesto en su entorno natural.

Una joven gaviota macho anillada de rojo se dirige hacia su nido ubicado al borde de un camino. Una hembra anillada de amarillo se coloca cerca de él y se aproxima graznando. Esas gaviotas viven en pareja desde hace dos meses. El color de los anillos permite saber que nacieron en ese territorio del pico de Mèdes.

Tras un largo viaje por encima de los Pirineos hasta el Atlántico, han vuelto para formar una familia en el sitio donde nacieron y al que su infancia los ha apegado. Es una pareja de jóvenes pues aún tienen algunas plumas pardas en el borde anterior de las alas, mientras que el plumaje de las gaviotas adultas es de un blanco impecable con franjas gris pálido.

Durante el invierno han frecuentado las playas del Atlántico con gaviotas llegadas de Inglaterra.1 A pesar de tener en común la genética, la anatomía y los comportamientos, las dos poblaciones de gaviotas no se han mezclado. Se dice que sus gritos no tienen el mismo acento y que esa extrañeza las intimida.2

En la primavera volvieron a su lugar de nacimiento y allí se reconocieron. El contexto territorial, las rocas blancas, la dirección del viento, las raíces de las verbenas han generado en ellas un sentimiento de familiaridad que, al darles seguridad, ha permitido el cortejo sexual. Cuando el macho anillado de rojo se dirigió a su nido, la hembra se puso cerca de él sin vacilaciones.

Las parejas se reconocen de lejos gracias a la expresión de su rostro. Creía que todas las gaviotas eran iguales, pero he tenido que aceptar que cada rostro es particular y que las gaviotas se reconocen entre individuos.

Para un ojo humano, los machos y las hembras son idénticos, mientras que, para los pájaros, la diferencia es evidente. Las hembras, más pequeñas, tienen una cabeza más redondeada y, sobre todo, manifiestan comportamientos de hembra.3 En el caso de las gaviotas, ella es quien toma la iniciativa del cortejo sexual. Apenas identifica al macho deseado, retrae el cuello, coloca el cuerpo en forma horizontal y emite gritos, suaves, breves, poco sonoros, que evocan la postura y el grito de los pequeños cuando piden alimentos.

El macho, emocionado, estira las alas, tensa el cuello y grazna largamente. Si, por casualidad, otro macho pasa por allí, la pareja lo atacará. Así unidos por esa agresión común, los compañeros se dirigen hacia un espacio llano y comienzan la construcción de su nido.

El macho deseado debe ser vecino. Si tuviera anillo amarillo como esta hembra, podría haber sido criado por los mismos padres; los muy frecuentes conflictos entre hermanos y hermanas provocan un odio que los separa.

En Hendaya, por otro lado, el acento de las gaviotas inglesas crea una sensación de extrañeza que intimida a las gaviotas marsellesas e impide las paradas sexuales.4

Para ser deseado, el macho debe ubicarse a la distancia emotiva correcta. Demasiado cerca, el exceso de familiaridad favorece la expresión de hostilidad. Demasiado lejos, la extrañeza de su acento y de ciertos comportamientos diferentes inhibe los intentos de acercamiento.

De ese modo se reúnen las condiciones sociales, ecológicas y genéticas que impiden el incesto entre las gaviotas.

En 1949, Lévi-Strauss5 dio a la prohibición del incesto el poder de «indicar el paso de la naturaleza a la cultura», de la animalidad a la humanidad.

Desde 1987, las gaviotas, como la mayoría de los animales, ponen en duda la teoría de Lévi-Strauss. La elección sexual entre animales adultos está lejos de efectuarse al azar en razón de que existen reglas biológicas, ecológicas, sociales e históricas que llevan a los animales a elegir a su compañero dentro de un pequeño número de posibles. La endogamia, el acoplamiento con compañeros procedentes del mismo grupo, es muy poco frecuente en el medio natural,6 mientras que el incesto entre los humanos es mucho más frecuente de lo que se dice.7

Para ser lógicos, deberíamos concluir que los animales son más cultivados y más humanos que los hombres.

La trampa reside en la manera de plantear la cuestión, pues nosotros, los humanos, sólo podemos describir lo que observamos nombrando las cosas. Siempre hay un momento en que terminamos por hablar y ponemos en palabras lo que observamos. De ese modo introducimos una traición suplementaria en nuestras observaciones. Una cría de gaviota no se aparea con su madre, pero si lo hiciera, ¿estaría realizando un incesto? Es el observador humano el que llama «incesto» a ese acto sexual. Por lo tanto, no es el acto lo que señala el paso de la naturaleza a la cultura, sino el hecho de decir que ese acto es un «incesto» y prohibirlo.

Incluso se podría renunciar al corte radical entre el hombre y el animal. Desde esa perspectiva, podría describirse el programa común de todos los seres vivos al mismo tiempo que la especificidad de cada uno. Todos los seres vivos tienen en común la necesidad de seleccionar ciertas informaciones materiales fuera de lo real para obtener energía y adaptarse a ellas. Pero cada ser vivo organiza la propia manera de procesar la información según la estructura de su cerebro y la de su persona.

En tal sentido, el término «animal» se refiere a los seres vivos que no son ni plantas ni humanos. El animal, ese «no hombre», comprende una diversidad tan grande que la idea de un ser animal remite a maneras de ser prodigiosamente diferentes. Si orientamos nuestra máquina de percibir el mundo hacia la molécula, la pared membranosa y los intercambios de materia, descubriremos que la aplisia, una suerte de babosa de mar, secreta en su sinapsis –el espacio entre dos células nerviosas– la misma molécula de acetilcolina que el hombre,8 lo cual no permitirá deducir que el hombre es una aplisia. Cuando Freud descubrió que las células nerviosas de las anguilas tenían la misma forma que las células nerviosas humanas,9 no confundió a un hombre con una anguila, nunca tuvo una anguila en su diván y, sin embargo… ¡las células nerviosas de ambos seres poseen la misma forma!

De modo que la distinción entre la etología animal y la etología humana hoy en día ya no tiene mucho sentido. Debería hablarse más bien de la apertura etológica de una disciplina previamente formada. Cuando los psicólogos aplican a su objeto científico la actitud y el método etológicos, se habla de etopsicología. Los antropólogos que dedican una gran parte de su trabajo a hacer observaciones no verbales, hacen etoantropología. Cuando los lingüistas observan los comportamientos en los actos de habla o las conversaciones, hacen etolingüística. Los urbanistas hacen etourbanismo; los neurólogos, etoneurología y los psicoanalistas, etopsicoanálisis.

Freud escribía a Martha, su prometida: «Me impulsaba una suerte de sed de saber, pero que se inclinaba más por las relaciones humanas que por los objetos propios de las ciencias naturales, sed de saber que, por lo demás, aún no había reconocido el valor de la observación…».10 Por ello, cuando Victor Frankl, que tenía 16 años en 1921, remite a Freud un artículo sobre «El origen de los gestos de afirmación y de negación», éste, encantado de ver un método de observación natural aplicado a las relaciones humanas, inmediatamente lo hace publicar en el Journal International de Psychanalyse.11

En el período de posguerra, René Spitz realiza una observación de las sonrisas del recién nacido, claramente inspirada en los métodos de Niko Tinbergen sobre el inicio del picoteo en las crías de gaviotas. Ese gran psicoanalista describió más tarde los comportamientos anaclíticos de los niños abandonados que, sin la base de seguridad que otorga el cuerpo materno, no han podido consolidar su desarrollo. Observando las reacciones de miedo en el niño, describió también los comportamientos de angustia ante el extraño y su aparición súbita durante el período sensible del octavo mes.12

Todos esos psicoanalistas pudieron realizar observaciones directas porque tenían en mente una teoría psicoanalítica que les permitía pensar en el hombre en términos históricos. Así pues, se lanzaron en busca de las raíces tempranas de un trastorno expresado mucho más tarde.13

En 1969, John Bowlby refuerza esa actitud etopsicoanalítica: «Es indudable que, si el psicoanálisis pretende alcanzar un lugar entre las ciencias del comportamiento, a su método tradicional debe añadir los métodos comprobados de las ciencias naturales».14

Actualmente, grandes nombres del psicoanálisis se forman en etología. Es posible que para curar no modifiquen su manera de practicar el psicoanálisis pero, si quieren hacer de éste una ciencia, deben adoptar una actitud que les permita hallar otras hipótesis, deben aprender un método de observación mediante el cual se puedan descubrir hechos diferentes y proponer causalidades nuevas.15

¿Cómo se llega a la etología, psicología del comportamiento que se propone observar a los seres vivos en su entorno natural?

La historia nació con Konrad Lorenz.

En la década de 1930, ese austríaco decepcionado por la medicina, espantado por la psiquiatría de su época, decidió vivir en compañía de cornejas y de ocas cenicientas.16 El simple hecho de compartir con esos animales su casa, su comedor y la escalera que conducía a las habitaciones, cambió en gran medida su mirada de observador.

La convivencia con las ocas cenicientas le permitió comprender la importancia de la vida afectiva y social de esos animales. Lorenz narra la vida sentimental de una oca criada con ternura por una pareja de padres fieles.17 Durante la pubertad, la pequeña oca se opone tenazmente a sus padres, se niega a seguirlos y se resiste. Los padres, por su lado, se vuelven esquivos. Luego recomienzan el cortejo y la pequeña oca les resulta molesta en sus danzas. La amenazan ante la menor interrupción, por lo que, de la manera más natural del mundo, la adolescente se ve en la obligación de abandonarlos.

Este relato inocente de un conflicto de generaciones en animales estimuló a numerosos investigadores y les permitió observar cómo ese comportamiento se relacionaba con la inhibición del incesto. Desde 1936, Konrad Lorenz pudo describir en las ocas cenicientas la ausencia de relación sexual entre un hijo y su madre. Para ello fue necesario introducir la historia en la observación, como habían propuesto los psicoanalistas. Había que vivir con los seres observados, compartir su cotidianidad y analizar lo banal.

En la vida de todos los días, la actitud mental del observador organiza la observación. Cuando el observador dice: «Todos los chinos se parecen», quiere decir que reduce la persona observada a ciertos índices realmente observados. Sensorialmente ha percibido el color amarillo de la piel, el aspecto rasgado de los ojos negros y los cabellos lacios.18 A partir de esas pocas informaciones reales, ha sintetizado una categoría «chino» que, en efecto, es portadora de la misma longitud de onda reflejada por la piel, la misma forma de los ojos y el mismo color de cabello.

Sin embargo, si uno vive con chinos, si comparte la misma habitación, las mismas comidas, el mismo oficio, descubre que existen diferencias muy grandes entre la manera de comer, de dormir y de entablar relaciones afectivas de cada uno. Tratará de comprender el sentido del gesto de ofrecer un vaso de vino, de una sonrisa en un momento en que uno está falto de ánimo, de una sonoridad verbal incomprensible, pero que transmite un sentimiento de amistad o de odio. El hecho de compartir la cotidianidad con los chinos va a cambiar radicalmente la observación del observador.

A partir de entonces, ya no todos los chinos son iguales. Se puede ver que los hay altos, gentiles, tristes, perezosos… La manera de observar ha personalizado a los chinos.

En la llana región de la Camarga, con sólo subir a un taburete, el paisaje cambia y se puede ver el mar, como hicieron Konrad Lorenz con sus ocas cenicientas y nuestro viajero con sus chinos. Por el simple cambio de actitud del observador, el ser observado cambia de forma.

Así pues, el hecho de estar enamorado me plantea un problema de orden epistemológico.

Cuando veo caer a la mujer que amo, no pienso que cae en función de 1/2 mV2. No llego a representarme a la persona que amo bajo la forma de un peso sometido a la atracción terrestre. Cuando ella cae, siento una emoción tierna y angustiada, me apresuro para ayudarla, esperando que no se haya lastimado. 1/2 mV2 no tiene pertinencia alguna en mi estado amoroso, y cuando se da a 1/2 mV2 un valor explicativo para la caída de la mujer que amo, me escandalizo. Aceptar que cae en función de 1/2 mV2 es considerar a la mujer que amo análoga a una piedra. Es descalificar la emoción que siento por ella, reducir a la nada la tierna sensación que me invade. Es como decir que estoy enamorado de una piedra. Reducir a la mujer que amo a una ley común de las piedras y las mujeres amadas es negar mi representación amorosa, mi vida íntima y psicológica.

¡Detesto a los que, viendo caer a la mujer que amo, declaran: «Cae en función de 1/2 mV2»!

Y sin embargo, ¡ella se cae!

El objeto observado no es, pues, neutro; el observador, según su estado sensorial o neurológico, según la estructura de su inconsciente, selecciona ciertas informaciones a partir de las cuales crea una representación que llama «evidencia».

Pero la evidencia no es evidente. Algunos observadores se escandalizan por la reducción de la caída de la mujer que aman a una ley física, mientras que otros observadores, horrorizados por la propia afectividad, se sienten liberados por esa ley general.

El primer momento de la observación etológica sería una observación ingenua. Pero vemos que en realidad no es tan ingenua, puesto que «la caída de la mujer que amo» nos ha hecho comprender que una observación es el efecto que produce lo observado en el observador.

La etología propone, entonces, un segundo momento, una serie de observaciones dirigidas que van a tratar de analizar ciertas variables.

Sabiendo que 1/2 mV2 es una ley general que se aplica a todo cuerpo que cae, aplico mi observación experimental en tres situaciones:

1.Doy un puntapié a una piedra: conociendo el peso de la piedra, las leyes de la atracción terrestre, la fuerza y la dirección de mi golpe, puedo prever la trayectoria de la piedra con una precisión balística que me da una gran satisfacción.

2.Doy el mismo golpe a un perro:

a)Cuando el perro está en mi territorio: observo que el perro se desplaza mucho más lejos de lo que había previsto según la fuerza mecánica de mi puntapié.

b)Cuando el perro está en su propio territorio: para mi gran sorpresa, soy yo el que se desplaza con fuerza en sentido inverso al que podría haber previsto según la dirección de mi puntapié.

3.Doy el mismo puntapié a la mujer que amo y observo:

a)Una reacción vocal y verbal: «¡Ay! ¿Estás loco?»

b)Una interpretación: «Mi madre me había dicho que algún día me harías algo así».

c)Un desplazamiento muy diferente de lo que había previsto según la fuerza y dirección de mi puntapié: «Me vuelvo a lo de mi madre» (¡a 800 km de mi puntapié!).

Esta pequeña fábula muestra que la observación es un acto de creación que debe guardar adecuación con las leyes generales.

El método científico nos ha enseñado a disponer los objetos de observación en diferentes niveles de organización que no son excluyentes unos de otros. El método es excluyente, no el objeto observado. El hecho de que la mujer que amo haya interpretado mi puntapié no le impidió recibir su impacto mecánico. Las leyes matemáticas explicaron la fuerza de mi puntapié, pero la interpretación y las decisiones conductuales de mi mujer se explican por la idea que ella tiene de nuestra vida conyugal.

En los medios «psi», siempre hay algún adorador de la molécula para explicar un comportamiento a partir del efecto de un producto biológico: «Si el cerebro de su mujer hubiera secretado menos dopamina, ni siquiera hubiera tenido la fuerza para decidir volver a lo de su madre». Ese argumento es pertinente; en efecto, los melancólicos y los dementes cuyo cerebro no secreta suficiente dopamina no pueden interpretar sus percepciones y dejan de actuar en su mundo.

Los veneradores del símbolo se indignan contra ese molecularismo y sostienen que el hombre es diferente de una molécula. Ese argumento también parece defendible.

Sin embargo, los adoradores de la molécula no son más poseedores de la verdad que los veneradores del símbolo. El observador ha elegido su nivel de observación en función de lo que sabe y de lo que es. Ha descrito lo que su actitud inconsciente le permitía ver.

Apenas producidas, esas observaciones son interpretadas por aquellos a quienes el observador las relata. Cuando organizamos en Toulon nuestro coloquio sobre la comunicación intrauterina, los documentos publicados eran sólidamente defendibles.19

Todos habían podido oír las sonoridades intrauterinas y ver, en la ecografía, cómo los bebés reaccionaban ante ciertos componentes de la voz materna. Esas informaciones biofísicas, apenas percibidas, se incorporaban en el inconsciente de los oyentes para suscitar interpretaciones diametralmente opuestas. Algunos obstetras se opusieron con vehemencia a ese tipo de exploración. «Por supuesto, nos decían, todo el mundo puede ver a los bebés nadar, mamar, acelerar el corazón o incluso sonreír en el útero cuando su mamá canta una canción familiar, pero esas reacciones conductuales no significan que los bebés hayan oído, pues el oído externo no funciona en el agua y la memoria del feto es tan breve que transforma esa información en estimulación física inmediata.» Los obstetras que interpretaban de ese modo las observaciones de comunicación intrauterina eran, en su mayoría, partidarios de las madres portadoras. Para vender un bebé apenas nace, para entregarlo a otras manos cariñosas, era mejor pensar que no había vínculo entre la madre y el niño en su vientre. La ausencia de apego intrauterino hacía que la entrega fuera más fácil.

Esa tarde, el organizador me presentó a una periodista que había tomado nota de todo, había grabado todo y acababa de hablar con Stock-Pernoud, que aceptaba publicar las actas del coloquio. «Es extraordinario, decía, es maravilloso saber que el bebé en el útero percibe a su madre, la reconoce y se familiariza con ella.» En la cena, supe que la periodista militaba en un movimiento contrario al aborto y que esperaba utilizar ese descubrimiento para intentar volver a prohibir la interrupción del embarazo.

La misma observación científica había alimentado dos representaciones opuestas: el hecho de que un feto sonriera y se succionara el pulgar cuando su madre hablaba había proporcionado a algunos la prueba de que se trataba de una reacción refleja. Los que querían creer que el apego únicamente se desarrolla a partir del nacimiento se sentían autorizados a separar al bebé de su madre, que sólo era portadora.

Paralelamente, la misma observación había dado a otros oyentes la prueba de que el bebé, al responder a su madre desde el sexto mes, se convertía en una persona que vivía dentro del útero.

El objeto observado, el objeto científico nunca es fantasmáticamente neutro. Al ser percibidas, las cosas adquieren un sentido, en el fulgor de nuestra comprensión.

«Cuando el observador parece ocupado, según él mismo cree, en observar una piedra, en realidad está observando los efectos de la piedra en él mismo.»20 Con este dicho, se pretende mostrar cómo el observador observa y cómo su inconsciente organiza lo que percibe.

Si se cambia el observador, si se cambia su cerebro, su cámara, su historia, su inconsciente o, simplemente, su actitud intelectual, se cambiará su observación y se obtendrán de lo real otros hechos sorprendentes. Konrad Lorenz, al compartir su dormitorio con una oca cenicienta; Albert Einstein, al inventar una matemática nueva a partir de la posición del observador, cualquiera que se suba a un taburete en la Camarga perciben, comprenden cosas distintas.

En cuanto admitamos esa idea, podremos ver y escuchar nuestras observaciones con otros ojos y con otros oídos. El ojo nos permitirá la observación directa y el oído nos ofrecerá la historia.

Esos dos órganos dan acceso a dos formas muy diferentes de la comprensión: la historicidad y la causalidad.

Observo una garrapata prendida a una rama baja: entre todas las informaciones que componen su mundo real, ninguna la estimula debidamente y la garrapata, adormecida, sigue prendida.

Pasa un perro con su piel grasa y sus glándulas que secretan mucho ácido butírico. Los órganos receptores de la garrapata están materialmente organizados de tal manera que la molécula de ácido butírico excita su sistema nervioso y entra en éste como una llave en su cerradura. Nada estimula más a la garrapata que, muy excitada, se despierta, abre sus pinzas y cae en la piel del perro, donde pasará unos momentos felices. «El ácido butírico es el significante biológico de la garrapata.»21

Propongo probar el mismo razonamiento para el hombre psicológico. La frase: «Te encontramos en un cubo de basura», pronunciada por algunos padres comunica una serie de informaciones «tú/niño encontrado/por nosotros padres/en cubo de basura».

Cuando el niño oye esa frase, la interpreta y la integra en su historia, lo que, cuarenta años más tarde, en psicoterapia se transformará en: «Esa frase me conmocionó. Me aterrorizó. Después de esa frase, me pasé la vida temiendo el abandono y haciendo todo lo posible para no ser abandonada. Me doy y me sacrifico tanto que la persona que amo nunca podrá abandonarme, pero yo… no logro vivir mi vida, de tanto que me envenenó esa frase».* Sin embargo, no puede decirse que esa frase sea la causa del destino sacrificado de esa mujer de 47 años, pues, unos días más tarde, otra paciente dice: «“Te encontramos en un cubo de basura”… Instantáneamente la frase me liberó. Yo no era entonces la hija de esos padres. Estaba autorizada a ignorarlos, a despegarme de ellos, a mandarlos a paseo, a hacer mi vida».*

Esa frase sólo puede ser significativa para las dos mujeres si tienen oídos para captar las sonoridades, un cerebro para transformar los sonidos en palabras y una historia para dar sentido a esas palabras. Pero la historicidad de ambas es diferente, porque eligen sus acontecimientos reales en función del filtro de su sensibilidad. Los seres vivos seleccionan sus informaciones para componer, a partir de lo real, una memoria quimérica, en el sentido de que todos los elementos en ella incluidos son verdaderos, mientras que el animal quimérico es inventado.

La introspección, el análisis retrospectivo, la memoria sincera sólo pueden recordarnos biografías quiméricas. Se debe renunciar a toda causalidad por ese método. Una paciente dice: «Esa frase («te encontramos en un cubo de basura») me enfermó de angustia». La otra dice: «Después de esa frase, me sentí liberada de mis angustias».

Pero si añadimos la observación directa, podremos ver cómo el sentido viene a las palabras, cómo una misma frase adquiere un sentido diferente, mientras que la significación es la misma: tú/encontrada/en la basura/por padres.

A partir de observaciones directas de niños dejados algunas horas en una guardería infantil, surge la idea siguiente: los niños que resisten mejor la separación son los que, antes de ese acontecimiento, habían desarrollado con su madre el apego más tranquilizador.22

Esa idea es defendible gracias a una serie de observaciones realizadas por varios etólogos coordinados en torno de un mismo tema. Uno describe el microanálisis de los comportamientos de niños sin madre (N. G. Blurton-Jones23); otro describe los comportamientos de socialización de esos niños, como la demanda afectiva: acercarse, sonreír, inclinar la cabeza, tender la mano (Hubert Montagner24). Otro describe la imitación, «que no es una “monería”», sino una inducción al juego y al diálogo (Pierre Garrigues25). Todos esos rasgos conductuales hacen que se pueda observar cómo un niño separado de su madre se protege contra el abandono y se socializa pese a todo.

¿Demanda más afecto o aumenta sus actividades centradas en el propio cuerpo? ¿Sonríe o evita la mirada?

No es difícil trazar el perfil conductual de esos niños y seguir su evolución. Se comprueba entonces que los niños «separados precozmente» (más allá de la causa de esa separación) son los que resisten más difícilmente la partida de la madre: aumentan las actividades autocentradas y disminuyen los comportamientos de socialización que les habrían permitido soportar la partida.26

Inversamente, el retorno de la persona de apego provoca comportamientos muy diferentes según la historia directamente observada del niño. Una suerte de «experimento natural» se realizó en una institución canadiense donde se cuidaba durante el día a unos treinta niños que habían sido realmente abandonados por sus padres cuando tenían entre dos y seis meses. Esos niños habían sido ubicados en un centro de acogida donde el afecto que recibían les había permitido reparar rápidamente sus trastornos.

Otros niños, que nunca habían sido abandonados, también eran dejados por sus padres en la misma guardería. La inevitable partida de la persona de apego provocaba los comportamientos esperables antes descriptos: los niños bien familiarizados se succionan menos el pulgar, se acuestan menos boca abajo, demandan más a los otros, sonríen, vocalizan y se toman de las rodillas de los adultos.27

Cuando vuelve la persona de apego, se comprueba una diferencia muy clara entre las reacciones conductuales: los niños «separados precozmente» manifiestan una gestualidad mucho más intensa, más gritos, sonrisas y abrazos que los niños familiarizados.

Así pues, un hecho realmente acontecido en la historia temprana de esos niños había podido crear una aptitud relacional, repetible en función de los acontecimientos de la existencia.

Supongamos que se asocia esa observación directa a la frase: «Te encontramos en un cubo de basura». En ese caso puede explicarse el sentido tan diferente atribuido a la misma frase. Al interrogar a los vecinos, los familiares o los testigos que podemos considerar como observadores ingenuos, nos enteramos de que la mujer que se había angustiado por la frase había tenido antes una historia de rupturas, separaciones, había pasado de mano en mano, de hogar en hogar. Su madre había sido hospitalizada dos meses después de su nacimiento; la abuela, frágil, había necesitado la ayuda de numerosas niñeras, en tanto que el padre, inestable, al cambiar de trabajo los había obligado a mudarse muchas veces. De ese modo, acontecimientos como la guardería infantil, los primeros días de escuela o las colonias de vacaciones despertaban en ella fantasías de abandono. Al aparecer, en la historia caótica de esa niña, la frase funcionaba como metáfora fundadora de su destino de abandonada. Frase-metáfora por su poder condensador de emoción, pero no frasecausa de su destino, como sostenía la paciente al contar su historia.

La otra paciente, la que había sido liberada por la misma frase, tuvo una primera infancia plena de afecto: «Mi madre estaba siempre encima de mí… Apenas yo quería algo, ya lo tenía. Me hartaba. Me estaba tanto encima que sólo la veía a ella, yo no sabía quién era yo. Estaba incluida en su amor. Me llevaba a todos lados. Era terrible. Ni siquiera pude lastimarme alguna vez las rodillas».*

Esa niña, llena de atenciones y de afecto, sólo podrá llegar a ser ella misma y sentirse una persona oponiéndose a quienes la aman. Para ella, la frase tendrá el valor de liberación, de autorización a ser ella misma, metáfora fundadora de su destino de marginal, único medio que encontró para personalizarse en ese mundo infantil anestesiado por la plétora afectiva.

La finalidad de esta introducción es ilustrar una sola idea: las observaciones que más adelante presentaremos en el libro son falsas. Pero como fueron hechas por observadores que saben hasta qué punto la observación es una creación, siguen siendo «revisables»: lo que hemos visto deberá revisarse.

Quienes dicen «Es obvio, sólo hay que ver» viven en un mundo impresionista. Creen observar el mundo, mientras que sólo observan la impresión que tienen de ese mundo.

Trataremos de esclarecer un poco la cuestión del apego, ese vínculo que impregna una parte tan grande de nuestra vida cotidiana que lo teníamos ante los ojos y no lo podíamos ver.

Notas

1.G. Launay, «Dynamique de population du goéland leucophée sur les côtes méditerranéennes françaises», Parque Nacional, Port-Cros, 1983.

2.I. Eibl-Eibesfeldt, Éthologie. Biologie du comportement, Éditions Scientifiques, 1972, reeditado en 1988, p. 120. [Biología del comportamiento humano. Manual de etología humana. Madrid, Alianza, 1993.]

3.N. Tinbergen, L’univers du goéland argenté, Bruselas, Elsevier, 1975.

4.B. Cyrulnik, Communications pré-verbales chez les animaux, Bordeaux, Société Internationale d’Écologie, 1987; L’Harmattan, 1989.

5.C. Lévi-Strauss, Les structures élémentaires de la parenté, París, PUF. [Estructuras fundamentales del parentesco. Barcelona, Paidós Ibérica, 1998.]

6.J.-M. Vidal, «Explications biologiques et anthropologiques de l’interdit de l’inceste», Inceste, Nouvelle Revue d’Éthnopsychiatrie, Grenoble, La Pensée Sauvage, 1985.

7.P. Scherrer, «L’inceste dans la famille», ibíd.

8.J.-P. Changeux, L’homme neuronal, París, Fayard, 1983. [El hombre neuronal. Madrid, Espasa-Calpe, 1986.]

9.S. Freud, Prix du bulletin de l’Académie des Sciences (Base de la théorie des neurones), Viena, 1877.

10.J. Farran, Freud, París, Tchou, 1969.

11.V. Frankl, Un psychiatre déporté témoigne, Lyon, Éditions du Chalet, 1973.

12.R. Spitz, La première année de la vie de l’enfant, París, PUF, 1953. [El primer año de la vida del niño. Madrid, Aguilar, 1993.]

13.D. Wildöcher, Les logiques de la dépression, París, Fayard, 1983.

14.J. Bowlby, L’attachement, París, PUF, 1978, t. 1.

15.S. Lebovici, Le nourrisson, la mère et le psychanalyste, Le Centurion, 1983.

16.A. Nisbett, Konrad Lorenz, París, Belfond, 1979.

17.K. Lorenz, L’année de l’oie cendrée, París, Stock, 1978.

18.A. Langaney y D. Roëssli, «La couleur de la peau désirée: mesure d’un fantasme», Le visage: sens et contresens, París, ESHEL, 1988.

19.J. Petit y P. Pascal, Colloque éthologie et naissance (NEC), 1985, SPPO (Sociéte de Psychoprophylaxie Obstétricale), núm. 10, mayo de 1988.

20.B. Russel, Signification et vérité, París, Flammarion, 1969.

21.J. Von Uexküll, Mondes animaux et monde humain, París, Denoël, 1956.

22.Idea desarrollada en el capítulo: «Hijos de la basura, hijos de príncipes».

23.N. G. Blurton-Jones, Ethological Studies of Child Behaviour, Cambridge, Cambridge University Press, 1972.

24.H. Montagner, L’enfant et la communication, París, Stock-Pernoud, 1978.

25.Obra colectiva, Le jeu, l’enfant, París, ESF, 1985.

26.L. Petitclerc y J.-F. Saucier, Adaptation aux pairs de la garderie, en Éthologie et développement de l’enfant, París, Stock-Pernoud, 1985.

27.B. Tizard, Early Childhood Education, Windsor, NFER, 1975.

* Con este signo repetido a lo largo del libro hacemos referencia a frases recopiladas y transcritas palabra por palabra en sesiones de psicoterapia.

Primera parte

La madre

2

La vida antes del nacimiento

Nunca oí decir «Mi feto querido».

La palabra «feto», en latín, se refiere al huevo, a las membranas, al embrión vivíparo. «¿A partir de cuándo el feto se convierte en persona?» ¿A partir del día catorce, cuando el huevo se implanta y se adhiere a la pared uterina? ¿Después de la semana catorce, cuando las células se organizan en tejidos y luego en órganos? ¿Cuando se mueve, cuando habla?

Los biólogos no saben indicar cuándo nace una persona. Pueden decir que el individuo nace y muere, pero que la vida nunca se interrumpe. Cuando las células sexuales se encuentran para inventar un niño, están vivas. Pero sólo el individuo que resulte de ese encuentro va a nacer y morir. Sus células sexuales van a perpetuarse en otros. Los individuos mueren; la vida, no.

La aparición del sentimiento de persona se construye lentamente: el bebé es imaginado antes de ser percibido, hablado antes de ser oído.

Hasta el siglo XIX en Europa, la muerte de bebés era tan frecuente que el bautismo en el útero en general preocupaba mucho. Cuando un bebé moría antes del bautismo, los padres debían deshacerse del pequeño cadáver, enterrarlo haciendo un pozo en tierra no consagrada. La vida, tan frágil en ese tiempo, hacía que el bautismo fuera urgente; algunos hasta deseaban celebrarlo antes del nacimiento. Trataban de bautizar al niño apenas «llegaba al mundo», es decir, cuando se volvía accesible al hombre exterior, marcándole un extremo del cráneo a través del cuello dilatado del útero de la madre. Así, el rito era realizable: el sacerdote podía esparcir agua en una parte desnuda del cuerpo pronunciando las palabras del sacramento: «Niño, te bautizo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». En cambio, para otros, como Santo Tomás, era necesario que «el niño naciera a la vida física antes de nacer a la gracia divina».1

Ya en la Edad Media algunas parteras habían intentado ir al encuentro del bebé en el útero, introduciendo una caña o drenajes. En el siglo XIX se fabricaron embudos muy finos que permitían esparcir agua sagrada sobre el bebé que aún estaba en el vientre de la madre. Esa invención del muy creyente doctor Verrier, en 1867, permitía dar al bebé, en caso de muerte, una sepultura cristiana.

Con el transcurso de los siglos, la imagen del feto cambió de formas. El arte cristiano de la Edad Media representaba vírgenes encintas, al niño Jesús de rodillas en el vientre de su madre, en plegaria o de frente en actitud hierática, con su aureola y suntuosas vestimentas.2

Cuando, en el siglo XIV, Giotto pinta una Natividad, el recién nacido está envuelto con fajas estrechas para estirar sus piernas y combatir así la animalidad que podría haberlo hecho caminar en cuatro patas. Mantiene erguida la cabeza y mira intensamente a la Virgen, sonriéndole. Hoy en día, un macho que nada sabe de bebés bien sabe que un recién nacido es incapaz de hacer ese ejercicio muscular.

En el siglo XVI, Leonardo da Vinci dibujó bebés anatómicos, de cabeza grande y en posición fetal. La observación se volvió más natural con Georges de la Tour: la madre sostiene la cabeza del bebé, que tiene los ojos cerrados. Hace poco tiempo que los dibujos del feto en el útero traducen observaciones anatómicas: dentro de la estructura ósea de la pelvis femenina se encuentra un bebé con la cabeza hacia abajo. Pero la imagen sigue muy idealizada: los bebés están cuidadosamente pintados, con bucles rubios que se ensortijan sobre una frente de angelote.

En 1964 pudimos ver las primeras imágenes de un embrión en el útero.3 Obtenidas gracias a nuestros sensores modernos, confieren al feto una representación que depende de nuestras técnicas y, por ende, de la organización de la sociedad donde se efectúa la observación.

La ecografía da una imagen emocionante del bebé en el vientre y modifica nuestras representaciones. Nunca más podremos imaginar un bebé con aureola dentro del vientre de la madre. Hoy en día, observamos en el útero un feto que se chupa el pulgar cuando la madre está cansada, que traga un poco de líquido amniótico, que succiona y saborea el cordón umbilical cuando la madre se pone a tararear alguna canción.

Así observado, el objeto ya no está exclusivamente fundado en la idea que nos hayamos hecho de él. Resulta de un proceso de observación en dos tiempos: la observación de acercamiento, denominada ingenua, durante la cual el observador se deja influir por las informaciones que circulan entre él y el feto; y la observación dirigida, denominada experimental, durante la cual el observador elige un ítem, una parte de un comportamiento, para registrarlo según ciertas condiciones definidas. Ese documento será analizado en el laboratorio para describir la forma y el desarrollo. Luego se cambiarán las condiciones de registro para comprender la función y las causas del cambio.

De ese feto etológico quisiera hablar.

El vientre de las mujeres siempre ha sido un misterio, mágico y demoníaco. Hace niños y pierde sangre, da placer y aprisiona. Ese lugar de las mujeres que produce el orgasmo y del que salen los niños posee el poder fantasmático de destruir y devorar, como la vagina ácida, corrosiva, imaginada por tantos hombres que temen a ese poder femenino.

El «continente negro de la sexualidad femenina» del que hablaba Freud es hoy invadido por los exploradores. Los espeleólogos de los abismos femeninos penetran y se escurren en él, envían sensores, sondas, hidrófonos, cámaras, proyectores. El vientre de la mujer nunca ha sido tan visitado… y el continente negro se aclara.

Desde que se lo considera un objeto científico, ese vientre revela un mundo aun más fantástico que el inventado por nuestras imágenes más alocadas. Y el increíble descubrimiento de esos Cristóbal Colón fue mostrar que los embriones se convierten muy rápidamente en personitas. A medida que se conocía la comunicación con esos bebés, resultaba imposible pronunciar la palabra «feto». Los investigadores terminaron por emplear la expresión «bebé en el vientre», sin haberse puesto de acuerdo. Cuando cerca de la vigesimoquinta semana, uno puede comunicarse con seres que se comportan, actúan y reaccionan a los olores, las palabras, las canciones, las emociones, resulta imposible seguir nombrándolos con una palabra biológica.

Los bebés son competentes mucho antes de nacer. Están dotados de una organización neuropsicológica que los vuelve aptos, antes de cualquier experiencia, de cualquier aprendizaje, para percibir, procesar y estructurar las informaciones que llegan de su entorno.

El descubrimiento reciente de ese pequeño pueblo del continente negro provoca mucha más emoción y plantea nuevas cuestiones. La representación que uno se hace del bebé en el vientre ya no puede ser la imagen de un Cristo aureolado, ni la de un producto biológico. Tendremos que hablar de otro bebé.

No siempre es fácil observar el medio en que se desarrolla el embrión, pero la naturaleza nos ofrece los huevos, verdadera preparación de medios embrionarios fuera de la madre, más cómodos para estudiar y manipular, que se caracterizan por estar envueltos por coberturas líquidas o gelatinosas, por paredes musculares o calcáreas. Ese pequeño mundo que los rodea constituye el entorno ecológico que necesitan.

Sin embargo, ese mundo embrionario no está cerrado, se comunica con el mundo exterior, lo cual ha permitido proponer la hipótesis siguiente: la historia del bebé comienza mucho antes de su nacimiento, dado que las informaciones percibidas por el embrión participan en su desarrollo.

El etólogo Niko Tinbergen,4 al estudiar las crías de gaviota, observó la eclosión de los huevos en una playa holandesa. En primer lugar, una fisura en la cáscara que el polluelo frota con el dorso del pico. Comienza a rasgarla por la cara interna y termina haciendo un agujero en la parte superior del huevo. Eso significa que el polluelo debe girar sobre sí mismo dentro del huevo para adoptar la postura más adecuada para la eclosión.

Cuando sale, los padres lo incuban hasta que el plumaje se vuelve liso y velloso. Si no pueden proteger al pequeño, las plumas se aglutinan y el polluelo muere. Lo sorprendente es que, apenas nace, la cría de gaviota se dirige hacia los padres que la han incubado, hacia ese padre y esa madre que forman una pareja estable, apegada a un territorio donde se turnan para cuidar al pequeño.

¿Por qué misteriosa razón la cría se dirige hacia los «verdaderos» padres? ¿Cómo hace para reconocerlos apenas sale al mundo?

En cuanto está fuera del huevo, la cría de gaviota da un leve golpe sobre la mancha roja del pico de su padre, lo que provoca la regurgitación de una bandeja de frutos de mar tibia, predigerida, adaptada a las necesidades alimentarias del pequeño.

De esa observación ingenua en medio natural, en el silencio de las mañanas de junio, en las playas de Holanda, Niko Tinbergen extrajo una cuestión que motivaría numerosas investigaciones sobre los bebés: el polluelo reconoce, en la hora siguiente a la eclosión, el grito de sus padres. Se inmoviliza apenas escucha el primer grito de su madre. La cataplexia así provocada es tan perfecta que el polluelo se confunde con las rocas, al punto que corre el riesgo de ser pisado. A la primera llamada de la madre, se despierta y acude titubeando, mientras que no reacciona a los gritos de llamada de otros adultos.

A partir de varias observaciones experimentales, se ha intentado dar una respuesta a esas cuestiones planteadas por los polluelos.5 El desarrollo de un embrión de pato dura 27 días; desde el decimoquinto día en el huevo, responde a través de vocalizaciones y de cambios de postura ante las emisiones vocales de la hembra que lo incuba. E incluso responde a los otros patitos que vocalizan en los huevos vecinos.

El calendario de ese desarrollo audiofonatorio siempre sucede de la misma manera. Depende de la velocidad de maduración del sistema nervioso, lo que no impide que el entorno facilite u obstaculice el desarrollo de ese programa. Así pues, un huevo de pata, en una incubadora insonorizada, emite sonoridades vocales mucho más tardías que en medio natural, mientras que un huevo también incubado, puesto en un medio rico en sonoridades, responde mucho antes que en las condiciones habituales de incubación.6

Esos huevos nos invitan a examinar las mismas hipótesis en nuestros bebés, utilizando los mismos medios de observación.

En la isla de Embiez,7 cerca de Bandol, organizamos un coloquio internacional al que invitamos a algunos de los investigadores más avanzados en el ámbito de la etología respecto al nacimiento.

Los trabajos se agruparon en tres temas:

•Las interacciones intraliquidianas, en el útero;

•Las interacciones aéreas, inmediatamente después del nacimiento;

•Las interacciones fantasmáticas: los primeros gestos que se basan en representaciones inconscientes de la madre y que inducen ciertas reacciones del bebé.

Ese día caía una lluvia tropical, como a veces sucede en la región de Var. Esa contingencia meteorológica es importante porque cambia la índole de las presentaciones de un congreso. Obviamente, hay presentaciones oficiales que los expositores han preparado en su oficina, pero sobre todo hay otras espontáneas que se expresan alrededor de una mesa o durante un paseo y que dejan percibir el fundamento inconsciente de un trabajo científico.

Esa mañana, una presentación sobre la observación de ciertas comunicaciones con los bebés en el vientre8 nos había mostrado y hecho escuchar cómo esos bebés perciben palabras y no sonoridades: acabábamos de comprender la competencia lingüística de los bebés en el útero.

Era apasionante, en el sentido de que la pasión inflama las ideas, sobre todo porque su talento de oradores se mezclaba con las sonoridades intrauterinas9 recogidas en un grabador y con las imágenes filmadas de los cambios de postura y de las reacciones cardíacas. Todos teníamos la sensación de descubrir un continente nuevo. Yo sentía lo que se siente cuando ocurre un hecho feliz: un sentimiento de inmensidad y de satisfacción.

Llovía tan fuerte que tuvimos que quedarnos en el pasillo. Me senté, entonces, cerca del psicoanalista Bernard This10 y lo escuché decir: «Eso es nazismo. ¡Sus experimentos recuerdan los experimentos de los médicos nazis!».

¡Bernard This hablaba de nazismo cuando yo tenía un sentimiento de gran satisfacción! ¡Él, cuyo rostro respira bondad con un dejo de iluminación; él, que se levanta cuando una mujer embarazada entra en su oficina y dice: «Buen día, señora; buen día, bebé»; él, que hoy participa de las aplicaciones clínicas de esos descubrimientos sobre la competencia temprana de los bebés! Como todo el mundo, sintió la angustia del conocimiento, el shock de la revelación. Ahora comparte esos descubrimientos.

El bebé competente nació en 1970, cuando se pensó a los bebés de otra manera. Ya no se trataba de la «semilla buena o mala» del siglo XIX que podía crecer bien o mal, como si un niño pudiera desarrollarse sin medio, sin familia ni lazos sociales. Esa idea del «bebé semilla» prendió muy bien en la década de 1930, con el bebé de los racistas que creían que los procesos de la semilla buena constituían la raza superior.

Tras la derrota nazi, hubo que dar la palabra al entorno. El bebé fue visto como una «cera virgen» sobre la que el medio podría inscribir cualquier historia. Esa hipertrofia de la cultura expandió la idea de un hombre completamente determinado por su medio. Tras el junco pensante, el robot pensado: un hombre en el cruce de las presiones externas, sin autonomía ni interpretaciones personales.

Desde la década de 1970, el bebé ya no es una semilla buena ni una cera virgen. Se descubre que realiza actividades espontáneas desde su nacimiento, y se observa la forma en que ese bebé activo influye en su entorno. Se describen «patrones de comportamiento», como moldes que muestran cómo un gesto se expresa y desencadena ciertas reacciones del entorno: el estado de vigilancia del bebé modifica el comportamiento materno;11 la primera sonrisa del recién nacido es provocada por la electricidad de su sueño rápido.12 El bebé sólo dispone de algunas horas de vigilia por día para poner en práctica los comportamientos espontáneos que van a actuar sobre su entorno humano, el que a su vez sólo dispone de esos momentos para decodificar el gesto y armonizarse con el pequeño.13

Esta nueva manera de pensar al bebé permitió filmar a gemelos en los brazos de su madre y observarlos durante tres años en la misma situación.14 La madre dice que su emoción es diferente para cada gemelo: fácil con Robert, extrañamente difícil con Rudy, con el que tiene una sensación de tensión, de fatiga, de molestia. Tres años más tarde, se comprueba, desgraciadamente, que Rudy sufre de autismo infantil. Al proyectar los filmes en cámara lenta y analizar las secuencias de comportamiento, se pudo observar que, desde las primeras semanas, Robert acomodaba su cuerpo en el nido que formaban los brazos de la madre, sostenía la mirada y respondía a solicitaciones vocales; mientras que Rudy echaba la cabeza hacia atrás y se estiraba, evitaba la mirada, no acomodaba el cuerpo contra la madre y no respondía a sus incitaciones, creando por esa interacción muy precozmente trastornada, un sentimiento de molestia y de gran fatiga.

En el mismo momento de su historia, en el mismo cuerpo materno, Robert había hecho de su madre una buena madre, alegre, atenta y liviana, mientras que Rudy había transformado a esa mujer en una madre obligada, molesta, fatigada y que pensaba en otra cosa.

Esa madre fue descrita en 1943 en relación con las «madres de niños autistas»:15 ese niño en esa mujer había hecho de su madre una madre de niño autista, como las que se observan regularmente.

Antes de 1970, no se le hubiera ocurrido a ningún investigador utilizar un grabador, cámaras, papel y lápiz para verificar una hipótesis. Por entonces fundamentaban sus investigaciones en postulados imaginarios: «De un sujeto sin habla sólo puede hacerse una exploración biológica. Como el bebé no habla, no puede comunicarse». Sin embargo, sólo había que emplear su «lenguaje», descubrir sus canales de comunicación sensoriales. Y, gracias a los sensores técnicos, la comunicación pudo establecerse con bebés cada vez más jóvenes: en particular, la comunicación auditiva comienza hacia la vigesimoséptima semana.16

Antes del nacimiento, el bebé vive en un espacio confinado. El útero ejerce una presión constante sobre su espalda, sus nalgas y su nuca: ese acomodamiento postural, como una fruta en un paquete, explica la posición fetal. Sobre ese fondo de tensión permanente, el útero se contrae por momentos y envía a la espalda del bebé un masaje postural. Ese tacto cutáneo posterior constituye la primera vía de comunicación sensorial en todos los mamíferos.17

La vía visual intrauterina es difícil de explorar. Puede pensarse que la gruta uterina es oscura y que las entradas visuales a ese espacio son escasas: simples variaciones luminosas traducidas en colores oscuros y rojos. Y sin embargo, desde el nacimiento, los prematuros fijan la mirada y siguen el desplazamiento de un objeto, a condición de que sea móvil, brillante y esté a una distancia de 20 centímetros.

Entonces, ¿por qué en nuestra cultura se dice que el bebé es ciego? Ese mito sostiene que el bebé sólo accede a la visión después de varias semanas de existencia. El entorno debe acostumbrarse a su presencia, en tanto ser que vive en lo real, bajo la mirada de los adultos, para que se ose pensar que el bebé es un ser que puede ver.

La comunicación a través del olor probablemente exista en el útero. Los receptores químicos se diferencian muy tempranamente durante el desarrollo del embrión, apenas después del tacto. Los embriólogos proporcionaron esa información en 1975,18 pero no teníamos los medios para hacer una observación conductual.

Recientemente pudimos saber que las moléculas de un perfume radiomarcado, respirado durante las últimas semanas de su embarazo por una rata, atravesaban fácilmente la barrera de la placenta.19 El contador Geiger crepitaba ante el líquido amniótico, probando de ese modo que la molécula de perfume circulaba en el útero. Sabiendo que todos los mamíferos placentarios deben obligatoriamente pasar un período de su desarrollo en un medio líquido intramaterno, postulamos la hipótesis de una comunicación por el olor dentro del útero.

Por otro lado, habíamos podido observar en la ecografía cómo un feto se chupaba el pulgar o tomaba el cordón umbilical para succionarlo apenas su madre hablaba o cantaba. Sabíamos que el niño deglutía cuando percibía la voz de su madre. Y en cuanto a la gelatina azulada (el meconio) que los mamíferos excretan después del nacimiento, quedaba demostrado que habían tragado esa sopa intrauterina. Para efectuar una observación sobre el sentido del gusto, encuestamos a varias parturientas marsellesas y les preguntamos si habían comido alioli al final del embarazo. Cuando respondían que sí, les pedíamos que tocaran la lengua del recién nacido con una tetina perfumada con alioli. Casi todos los bebés marselleses lo chuparon, haciendo gestos de placer, mientras que los recién nacidos parisinos sólo hicieron expresiones de desagrado. Esta observación nos permite postular que los fetos tendrían una experiencia culinaria intrauterina, ya que en las horas siguientes al nacimiento, los recién nacidos marselleses reaccionaron en forma diferente de los recién nacidos parisinos. La cultura culinaria de la madre formó su gusto, mientras todavía estaban dentro del útero.

De modo que la aculturación de los bebés comenzaba antes de su nacimiento. Pero ese matiz cultural, esa adaptación del gusto del feto a la cultura de su entorno, no excluye la existencia de un fuerte programa común de todos los bebés del mundo, como ha demostrado la filmación de los gestos faciales de los recién nacidos, cuando se coloca en su lengua una gota de agua azucarada y luego una gota de agua amarga.20 No fue muy difícil interpretar el resultado: todos los bebés degustaron el agua azucarada sonriendo, mientras que el agua amarga provocó gestos de disgusto.

Los bebés confirman, pues, la idea etológica de que existe en los seres vivos un programa biológico común cuya aculturación comienza apenas se pone en funcionamiento.

En los animales las estructuras anatómicas se desarrollan mucho antes de que comiencen a funcionar. Si bien las vías auditivas de los prematuros humanos no están del todo formadas cuando llegan al mundo, ellos pueden oír muy bien. Comienzan a caminar mucho antes de que los nervios que dirigen los músculos estén terminados. Hablan mucho antes de que su cerebro haya acabado de formarse.

La comunicación sonora intrauterina se relaciona con la cuestión de la transmisión de un sonido en un medio líquido. El agua es un excelente conductor. Los animales marinos no necesitan individualizar un oído externo, con un pabellón y huesecillos para golpear la membrana del oído interno… lleno de líquido. El agua reduce la intensidad de las transmisiones sonoras, vuelve los sonidos más graves y los traduce en presiones de líquido, como olas más o menos fuertes que tocan el cuerpo del animal receptor.21 Para el animal marino, una sonoridad fuerte se traduce en un impulso fuerte sobre su cuerpo y su cabeza.