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Fomentar el desarrollo de una personalidad autónoma y crítica desde la temprana edad es el antídoto para arrebatar el pensamiento único y las presiones sociales en la adultez. Boris Cyrulnik cuestiona las nociones gregarias del nacionalismo, el fanatismo grupal y el odio que él mismo experimentó bajo la forma de antisemitismo durante su infancia, y que se están repitiendo en la actualidad como consecuencia de discursos dominantes, políticas autoritarias o conflictos bélicos. En ¡No al totalitarismo!, el célebre neuropsiquiatra francés relata su propia experiencia biográfica y acude a la vida de Josef Mengele, Adolf Eichmann o Stefan Zweig, entre otros, para explorar las peligrosas consecuencias que derivan de los mecanismos de conformismo y sumisión a las ideologías predominantes que se siguen produciendo en las sociedades de hoy en día. La Historia se repite y sin embargo: ¿por qué para algunas personas resulta más fácil resistir (y hasta rebelarse) a discursos dominantes mientras que otras prefieren refugiarse en una servidumbre confortable? La respuesta está en los primeros 1000 días de la vida del bebé, pues garantizar un apego seguro durante la etapa infantil ayudará a desarrollar la confianza de uno mismo y la autoestima necesarias para entrenar una visión más crítica de la realidad y alcanzar una verdadera libertad interior.
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Seitenzahl: 299
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Boris Cyrulnik
¡No al totalitarismo!
Colección
Resiliencia
Otros títulos de Boris Cyrulnik
publicados en Gedisa:
Psicoecología
El entorno y las estaciones del alma
Cuando un niño se da muerte
¿Cómo entender el suicidio en la infancia?
Me acuerdo…
El exilio de la infancia
Escribí soles de noche
Literatura y resiliencia
Los patitos feos
La resiliencia: una infancia infeliz no determina la vida
Psicoterapia de Dios
La fe como resiliencia
(Super)héroes
¿Por qué los necesitamos?
Título original en francés:
Le laboureur et les mangeurs de vent. Liberté intérieure et confortable servitude
© Odile Jacob, 2022
© De la traducción: Alfonso Díez, 2022
Corrección: Marta Beltrán Bahón
Cubierta: Juan Pablo Venditti
Primera edición: 2022, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
www.gedisa.com
Preimpresión:
www.editorservice.net
eISBN: 978-84-18914-89-8
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier
medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada,
en castellano o en cualquier otro idioma.
Índice
Preparar a los niños para la guerra
Amar a un bastardo
Contando lo imposible
Hacer carrera de víctima o dar sentido a la desgracia
Aprender a ver el mundo
Explorar el mundo o jerarquizarlo
Afrontar
Abusiva claridad
Pensar por uno mismo
Amar para pensar
Delirar según la cultura
Creer en el mundo que inventamos
Colorear el mundo que percibimos
Dar forma verbal a la realidad y a lo que sentimos
Hablar para ocultar lo real
Someterse para liberarse
Organizar el mundo exterior para estructurar el mundo interior
Participar en el sexo y la muerte
Delirar, todos juntos
Bendita alienación
El poder del conformismo
Imitar es estar con
Epidemias y nubes de creencias
Dejarse llevar por un crimen de masas
Publicar lo que se desea creer
Dudar para evolucionar
Escuela y valores morales
Elegir nuestros pensamientos
Apego y razones
Anomia afectiva y verbal
Someterse a la autoridad
Glaciación afectiva
Libertad interior
Preparar a los niños para la guerra
En cuanto fueron derrotados, los terribles superhombres se convirtieron en agradables compañeros. Tenía siete años cuando fui testigo de esta metamorfosis. En 1941, el ejército alemán había entrado victorioso en Burdeos. ¡Fue magnífico! Un desfile impecable, las hileras de cascos y armas daban una irresistible impresión de poder. La belleza de los caballos coronados con plumas rojas, la música marcial, los tambores hipnotizantes daban una impresión de fuerza formidable. A mi alrededor, la gente lloraba.
Tras cuatro años de ocupación, detenciones en la calle, redadas de madrugada, interrogatorios y patrullas, los alemanes se refugiaron en Castillon-la-Bataille. Tomaron la ciudad, colocaron centinelas en los puntos de observación e instalaron barricadas en las entradas.
Los combatientes de la Resistencia, los FTP1 comunistas y las FFI2 gaullistas se coordinaron por una vez y rodearon al batallón alemán. En 1944, el oficial ya sabía que el nazismo había perdido la guerra y que cualquier combate tan sólo podía causar muertes inútiles. Depuso las armas para proteger a sus hombres. Las palabras que oí significaban «rendición», en lenguaje llano: «¡Ah, a paseo la guerra!». Y el capitán firmó. Entonces los temidos superhombres se convirtieron en simpáticos campesinos. Cuando se rindieron, vi a miles de soldados desaliñados marchando con la cabeza gacha, en fila, vigilados por una docena de niños mal armados que los concentraron en la plaza del pueblo. Aquellos superhombres, sucios, sin afeitar, con las camisas desabrochadas, miraban al suelo sobre el que se sentaban, sin decir nada, inertes.
Cuando se firmó el armisticio, los orgullosos soldados se convirtieron en «prisioneros de guerra» y, descamisados, fueron a trabajar con los agricultores que los acogieron. Cuidaban de las viñas, se ocupaban de los animales y charlaban con los transeúntes. Saludaban a los niños, decían palabras en francés o en alemán, ya no me acuerdo, pero pude comprobar que aquellos hombres ya no eran temibles. Hablaban con una sonrisa y acudían a recoger la fruta a la que nosotros no llegábamos.
Una simple frase, «la guerra ha terminado», unas pocas palabras en un papel con una firma, fueron suficientes para transformar las mentalidades. Ya no se temía a los alemanes. Los combatientes de la resistencia los protegían de insultos y escupitajos, pidiendo a los agresores franceses que mostraran algo de dignidad. En mi mente infantil, pensé que era posible odiar, matarse legalmente y, de repente, cambiar de mentalidad. Sólo hacía falta una palabra para ver el mundo de otra manera. Es en la infancia cuando se plantean los problemas fundamentales con los que luego construimos nuestra vida. Con los años descubrimos que dos o tres palabras son suficientes para dar un nuevo enfoque a nuestra existencia.
No era un buen momento para venir al mundo. Sebastián nació en Berlín en 1907 y yo en Burdeos en 1937. Tuvimos la misma infancia. Nuestros países se preparaban para la guerra y el relato que nos rodeaba nos mantenía encerrados en un bando. No podíamos hablar con nuestros contemporáneos, hablábamos un idioma diferente. Escuchamos nuevas expresiones: «compromiso fanático, hermanos de raza, vuelta a la tierra, degenerados, subhumanos».3
Cuando entré en el mundo de los relatos a los cinco años, mi madre me dijo: «No debes hablar con los alemanes, podrían meternos en la cárcel». Cuando las palabras son armas, callas para protegerte. La noche del 10 de enero de 1944, tenía seis años cuando me arrestaron. De repente me enteré, por las palabras del oficial de la Gestapo, de que yo pertenecía a un grupo de peligrosos subhumanos que debían ser asesinados en nombre de la moral.
Al final de la Primera Guerra Mundial, mi amigo Sebastián, de 11 años, fue testigo del nacimiento de «la generación nazi, aquellos niños que habían visto la guerra como un gran juego, sin que ésta perturbara en lo más mínimo su realidad».4 Se habían maravillado con historias de heroísmo, batallas infernales, sacrificios redentores y matanzas extáticas. ¡Qué grandeza de espíritu, qué belleza! Los otros, que habían vivido la realidad de la guerra, los días sórdidos, el sufrimiento silencioso, la humillación de los hambrientos, el dolor del luto, el desgarro de las almas heridas, prefirieron callar para que su memoria no sangrara.
Sebastián y yo asistimos atónitos a dos discursos apasionantes: el vigor del nazismo en los años 1930 y la generosidad del comunismo después de 1945. En nuestra experiencia de niños iniciados en la guerra y en la proximidad de la muerte, ya habíamos comprendido que dos idiomas regían el mundo mental de los hombres. Uno que subía hasta el cielo, creando imágenes estéticas u horribles, envuelto en palabras que nos daban fiebre: «heroísmo... victoria del pueblo... pureza... mil años de felicidad... el porvenir que canta». Estas palabras ardientes nos alejaron de la realidad.5 Sebastián (once años en 1918) y yo (ocho años en 1945) preferíamos las palabras que proporcionaban un placer discreto, laborioso, vacilante, el de los exploradores que, al descubrir el mundo, saborean lo real. El énfasis que conduce a la utopía se opone al placer de los labradores que descubren la riqueza de lo banal. Los amantes de lo grandioso no se preocupan por las preguntas inquietantes, prefieren la coherencia extática que los aísla de la realidad y mantiene la «lógica del delirio»,6 un delirio metódico tan luminoso que ciega el pensamiento al impedir la duda, al prohibir el cuestionamiento que diluiría la felicidad del delirio lógico.
Los niños son el blanco perfecto de estas afirmaciones demasiado claras porque necesitan categorías binarias para empezar a pensar: todo lo que no es bonito es malo, todo lo que no es grande es pequeño, todo lo que no es hombre es mujer. Gracias a esta claridad abusiva, adquieren un apego seguro a mamá, papá, la religión, los amigos del colegio y al campanario del pueblo. Ésta es la base para adquirir una primera visión del mundo, una certeza clara que les da confianza en sí mismos y les ayuda a ocupar su lugar en su familia y su cultura.
Atención: esto es tan sólo un punto de partida. Cuando esta base se consolida, se detiene la búsqueda de otras explicaciones y se convierte en un pensamiento de clan, una certeza sin negociación: «esto es así y no hay otra... hay que estar loco para no pensar como yo». Una convicción desproporcionada que aumenta la confianza en sí mismo y que detiene el pensamiento, como en los fanáticos. A medida que estas creencias se repiten, el cambio deja de ser posible. El pensamiento de clan asegura la personalidad, exalta el alma y hace locamente felices a los que se preparan para la guerra contra los que no piensan como ellos. Las guerras de creencias son inexorables.
Para empezar la aventura humana es necesario adquirir confianza en uno mismo. Esta necesidad ha sido utilizada por todos los regímenes totalitarios: «Os diré la verdad, la única verdad», dice el Salvador. «Sígueme, obedece. Esto te dará la gloria de hacer feliz a la gente de tu clan». Es difícil no creer en este mandato. «La infelicidad proviene de quienes se oponen a nuestra felicidad», añade el Salvador. «Los que piensan diferente. Los que creen en otros cielos quieren nuestra desgracia porque perturban nuestras certezas».
Cuando los regímenes dictatoriales se apoderan de las almas jóvenes, no es raro ver a hijos enfrentarse a sus padres, quienes, con sus dudas, preguntas y matices, echan a perder su entusiasmo y estropean sus sueños: «Estaba enfadado con papá y no podía entender por qué se negaba a afiliarse al Partido Nazi, que tanto había dado a toda la familia».7 La pequeña Annelée estaba cautivada con las chicas de las Juventudes Hitlerianas, todas tan altas. «Me gustaría ser mayor para llevar el mismo uniforme que mis primas Erna y Lisl».8 Preparan fiestas, recitan poesía y yo, por culpa de mis padres, me veo privada de estas alegrías.
El mundo mental de un ser humano está en constante expansión a lo largo de su vida, desde la fecundación hasta la tumba. Cuando el cerebro empieza a formarse en el útero, en las primeras semanas de gestación, sólo procesa la información más cercana. Las hormonas del interior del cuerpo del embrión interactúan con las del cuerpo de la madre para que los órganos se especialicen. Al final del embarazo, el mundo del feto se amplía al percibir las emociones maternas mediadas por las sustancias de su estrés (cortisol, catecolaminas) o de su bienestar (endorfinas, oxitocina). Tras el nacimiento, los bebés perciben algunas partes del cuerpo de la madre (el brillo de los ojos, la voz, el tacto) asociados a otra figura de apego cercana y diferente, un segundo progenitor llamado «padre». Cuando el niño entra en el mundo de las palabras, en el tercer año de vida, su mundo mental se amplía aún más. Primero las palabras designan objetos del entorno (pelota... biberón) cada vez más distantes (los primeros paseos). Alrededor de los cinco o seis años, cuando su cerebro permite la representación del tiempo, el niño alcanza la edad de los relatos. Entonces es capaz de hacer frases que representan cosas, acontecimientos o entidades imposibles de percibir: una batalla perdida hace mil años, una relación personal maravillosa o vergonzosa. Las historias que le rodean contribuyen a su identidad («nos remontamos a San Luís»), a su orgullo («soy bretón»), a su vergüenza («mi padre colaboró con el nazismo») o a su delirio lógico («pertenezco a la raza superior porque soy rubio con ojos azules»). Es en esta etapa del desarrollo cuando el niño se adhiere a las creencias de aquellos que protegen y tutelan su desarrollo. Se impregna de los valores de aquellos a quienes está unido. Cuando los relatos de los padres son coherentes con los relatos colectivos, el joven continúa su desarrollo, pero cuando se produce una discordancia entre los relatos de los hijos y los de sus padres, cuando otras instituciones ofrecen representaciones divergentes en la escuela, la iglesia, el partido político o la secta, los desacuerdos disocian los lazos familiares de quienes ya no comparten las mismas creencias. Esto es lo que le ocurrió a la pequeña Annelée, que soñaba con unirse a las Juventudes Hitlerianas, aunque sus padres se oponían a ello.
Alrededor de la edad de siete a diez años, una cultura totalitaria puede dar al niño lo que espera ofreciéndole gratificaciones maravillosas: «Me pondré el uniforme de Erna y Lisl, bailaremos y daremos a luz a niños rubios que darán a nuestro pueblo mil años de felicidad». Cuando un relato cultural de este tipo se apodera del alma de los niños, cualquier reflexión, cualquier cuestionamiento tiene el efecto de romper el encanto. Cuando estos jóvenes son poseídos por un discurso totalitario, no dudan en ir a la comisaría a denunciar a sus padres, como hicieron los hijos de las juventudes de Hitler o los jóvenes yihadistas. Cuando el mundo mental de los niños es congruente con el de sus padres, la oposición a la narrativa totalitaria los convierte en cómplices. Violetta era médico en Timisoara. Se casó con un compañero de estudios. Durante la época de Ceauşescu (1918-1989), en Rumanía sólo se reconocía el matrimonio civil. Llegaron dos niñas al matrimonio, pero Violetta, creyente ortodoxa, no se sentía realmente casada ante Dios. Entonces su marido le propuso una excursión por los Cárpatos, donde encontrarían una capilla y un sacerdote. Las niñas no eran religiosas, pero les resultaba insoportable tener que llevar un número en una manga de su blusa que les delataría si alguien las veía entrar en una iglesia. Cualquiera podía llamar a la comisaría de policía y, sin mediar palabra, decir los números. Al día siguiente, los padres habrían sufrido represalias administrativas: más guardias, controles constantes, imposibilidad de viajar. Las niñas brincaron durante la ceremonia religiosa, guardaron el secreto porque aquella transgresión compartida había unido a la familia en oposición al régimen de Ceauşescu.
1. FTP: Francs-Tireurs et Partisans, combatientes de la resistencia comunista.
2. FFI: Fuerzas Francesas del Interior.
3. Haffner, S., Histoire d’un Allemand. Souvenirs (1914-1933), Actes Sud, Arlés, 2002, pág. 127.
4. Ibid.,pág. 36.
5. Woodstrom, A., War Child. Growing up in Adolf Hitler’s Germany, , McCleery & Sons, Nueva York, 2003, págs. 37-42.
6. Arendt, H., Le Système totalitaire, Seuil, col. «Points Essais», París, 2005. [Trad. cast.: Los orígenes del totalitarismo, Alianza Editorial, Madrid, 2006].
7. Woodstrom, A., War Child. op. cit. pág. 3.
8. Ibid., pág. 23.
Amar a un bastardo
Durante la Liberación de Francia en 1945, muchos niños descubrieron que, durante la guerra, sus padres habían colaborado con los ocupantes nazis. Les resultó difícil adaptarse a relatos contradictorios: «En mi relato familiar, yo quería a mi padre, que tenía una fuerte presencia, pero en el relato colectivo, descubrí que era próximo a Jacques Doriot»,9 así pensaba la pequeña Marie.10 A los ocho años, asiste atónita al éxtasis de su madre en una reunión política en la que Doriot, diputado comunista y alcalde de Saint-Denis, enardece a la multitud y la convence de fundar el PPF (Partido Popular Francés), que colaborará con el nazismo y se unirá a la LVF (Legión de Voluntarios Franceses contra el Bolchevismo) de las Waffen SS.
¿Te has preguntado alguna vez cómo un niño puede amar a un canalla? Lo único que tienen que hacer es ignorar el hecho de que es un canalla y encariñarse con un papá que es bueno en casa y que se llama Mengele, Himmler o Stalin. «Papá quería que me fuera bien en la escuela», decía la hija de Pol Pot. No podía saber que su «querido papá» acababa de cerrar las universidades y de deportar a los profesores. La pequeña Alessandra Mussolini creció inmersa en historias que glorificaban a su abuelo, Benito el fascista. ¿Cómo no iba a sentirse orgullosa? Kira Allilouïeva vivió una infancia de cuento cuando los responsables de las purgas, los crímenes y las deportaciones jugaban con ella antes de firmar unas cuantas sentencias de muerte. Toda su vida quiso a su tío Stalin, que formaba parte de la familia. Recordaba a la gente hambrienta pidiendo comida, se sorprendió cuando detuvieron a su madre Genya, no entendió por qué ella, una joven actriz despreocupada, acabó en la cárcel. Nunca estableció una conexión entre el tío Stalin, que era tan amable con ella, y las tragedias que había visto en la calle. Mao Xinyu, nieto de Mao Zedong, escribió libros en alabanza de su abuelo. Raghad, la hija mayor de Saddam Hussein, dijo: «Estoy orgullosa de que este hombre sea mi padre».
Otros niños odiaban a sus padres incluso antes de saber que eran unos criminales. La hija de Castro no sabía que Fidel era su padre, ya que nunca estaba en casa y su madre ni siquiera pronunciaba su nombre. Hasta los doce años no le dijeron que Fidel Castro era su padre. El pequeño Niklas Frank no necesitó enterarse de que su padre había quemado a los supervivientes del gueto de Varsovia con un lanzallamas (abril de 1943), sólo tuvo que creerse las terribles historias que su madre le contaba.11 El amor o el odio de estos padres criminales no dependió de la realidad, sino que se basó en lo que se decía en su entorno.
Cuando un niño se desarrolla, primero siente la presión del cuerpo de su madre y de sus emociones. Hacia el tercer año, cuando tiene acceso al habla, y hacia el sexto, cuando tiene acceso a los relatos, el niño habita el mundo de las palabras que oye a su alrededor. Por eso aprende la lengua materna con facilidad y se adhiere a sus creencias. A todos nos influye lo que cuentan las personas de nuestro entorno. Sólo en la medida en que continuamos nuestro camino hacia la autonomía alcanzamos un grado de libertad interior. Entonces podemos juzgar, evaluar, interiorizar o rechazar los relatos que se nos ofrecen. Algunos están tan desesperados por pertenecer a un grupo, como hacían con su madre, que interiorizan estos relatos y evitan juzgarlos. Cualquier crítica afectaría a esta reconfortante necesidad de pertenencia. Otros, por el contrario, han adquirido tal confianza en sí mismos, gracias a la seguridad que les ha proporcionado su madre, que se atreven a intentar la aventura de ser autónomos. Los que desean pertenecer disfrutan recitando las historias de la doxa como certidumbres deliciosas, en un éxtasis que les permite sentirse seguros en la «lógica de la sinrazón» de la que hablaba Hannah Arendt.12 Pero los que prefieren seguir explorando por su cuenta y no de acuerdo con lo que les han contado, adoptan la estrategia del labrador. Chocan con las piedras, huelen el olor de la arcilla y experimentan el placer de entender anclados en el mundo real. A sus antípodas, la felicidad del extático deleita su mente y la transporta fuera de sí misma, hacia divagaciones sin fundamento llamadas «delirios lógicos». La felicidad de los labradores elabora un saber que se experimenta sensorialmente, se toca, se palpa, se escucha, como hacen los que están en el campo, mientras que el éxtasis deleita el alma y la lleva hacia la utopía.
Estos modos de conocimiento son antagónicos. Los extáticos, sometidos a relatos incorpóreos, desean morir por una entidad invisible definida por palabras sagradas, mientras que los labradores son incapaces de someterse a una representación pura que diga la verdad total. Saben que a veces la tierra está seca, pero que también puede enfangarse, les gusta matizar lo que la imperfecta vida real les presenta.
9. Jacques Doriot fue un político comunista francés que a partir de 1934 escoró hacia posiciones fascistas.
10. Chaix, M., Les Lauriers du lac de Constance. Chronique d’une collaboration, Seuil, col. «Points», París, 2012.
11. Clarens, K.; Hofstein, C. et al., dosier «Mon père était un dictateur», Le Figaro Magazine, 17 de junio de 2006, págs. 35-40.
12. Arendt, H., Le Système totalitaire, op. cit.
Contando lo imposible
Desconfío de las ideas claras, las encuentro abusivas. No me gustan las ideas oscuras, uno se confunde en la oscuridad. ¿De dónde me viene esta forma de buscar el saber? Cuando un niño de siete años llega a la edad de la filosofía, las palabras que oye le hacen ver un mundo y las historias que le rodean iluminan ciertas escenas en el teatro de su vida cotidiana. Cuando el niño dice lo que piensa, da forma verbal más bien a lo que siente, en lugar de a lo que es.
Cuando tenía siete años, me condenaron a muerte por un crimen que desconocía. Sabía que no era una fantasía infantil del mundo, era una sentencia real. Una noche de enero de 1944, me despertaron hombres armados, rodeados de soldados alemanes que hacían de centinelas en el pasillo. Los siete años es la edad en que el pensamiento puede representarse la muerte, cuando el niño comprende que una representación del tiempo conduce a un final, a un inexorable no retorno.
Mi familia ya había desaparecido, mi padre en la guerra, y mi madre cuando me internó en una institución el día antes de su detención. Ella también había desaparecido. Mis padres se desvanecieron. Mi familia se evaporó. No podía ver a mis amigos. Solo, entre una multitud de desconocidos, encarcelados todos en la sinagoga de Burdeos transformada en prisión, rodeados de alambre de espino y soldados que nos apuntaban con sus fusiles.
¿Cómo puede uno entender esto a los siete años? ¿Cómo no quedar aturdido por un peligro enorme, incomprensible, sin sentido, que mata no se sabe muy bien por qué? De repente, te sientes mejor cuando esta frase ilumina el mundo: «Los alemanes son unos bárbaros que sólo piensan en matar». Esta ilusión de comprensión despierta un mundo psíquico aturdido por la agresión. ¿Por qué todo un batallón para meterme en la cárcel? ¿Por qué está bloqueada la carretera por soldados armados? ¿Por qué el alambre de espino? ¿Por qué matarnos? ¿Cómo debemos comportarnos con estos bárbaros? ¿Matarlos? Soy demasiado pequeño. Huir es la única salida.
Así todo queda claro, me siento mejor, pero es falso. Durante años hice de este recuerdo objeto de reflexión. Debería haber escrito: «Lo convertí en objeto de rumiación». Seguía dándole vueltas a la escena de mi detención y el espectáculo íntimo de mi huida. Las imágenes volvían, siempre las mismas, se imponían como un escenario inquietante que daba forma a una pregunta: «¿Por qué matarme?».
Era imposible hablar de ello. Los adultos me hacían callar para protegerse: «Ya se acabó... contrólate... piensa en otra cosa...». Me resultaba imposible dejar de pensar en ello, pero no podía decirlo. Una vez incluso hice que se rieran a carcajadas cuando relaté la escena de mi sentencia de muerte, cuando un oficial mandaba a una mesa a los que iban a trabajar a Alemania, y a otra mesa a los que iban a ser asesinados: «Pero de dónde sacas todo esto... ¡cuentas cada historia!».
Después de la Liberación, con ocho años, recuerdo que pensé: «Los adultos no pueden ayudarme, tengo que arreglármelas yo solo para entender qué fue lo que mató a mis padres y destrozó mi infancia. Para dar sentido a lo sin sentido, tengo que poner en orden estas imágenes que se imponen en mi alma». No lo pensaba con estas palabras, por supuesto, pero hoy me sirven para ordenar mis recuerdos. Entonces encontré dos soluciones: «Cuando sea mayor, escribiré novelas en las que el héroe será mi portavoz. Será detenido como yo por la Gestapo, pero logrará escapar. Conocerá a personas maravillosas que le protegerán y le ayudarán a ser más fuerte que la muerte. Aplastará al ejército alemán y explicará al mundo: “Yo no merecía que me mataran”». Así rehabilitado, mi héroe podría vivir en paz.
Este escenario de fantasía me proporcionó un gran placer, pero no fue exactamente como yo esperaba. Al ordenar mis recuerdos para convertirlos en una experiencia compartible, volvía al mundo, me sentía aceptado, menos extraño, pero no era esto lo que yo quería. Me parecía que comprender el horror me permitiría controlar mejor al agresor. Tenía que convertirme en científico para luchar contra el nazismo. A mis once años, pensé que la ciencia me daría retazos de la verdad que usaría como arma para luchar contra los alemanes. Era lo que debía hacer para llegar a ser yo mismo. Esta aspiración me mostró el camino. El significado que le di al desastre de mi infancia cambió mi forma de sentir lo que me había ocurrido. Ya no era el horror desnudo de la brutalidad de los hechos, se convirtió en una representación agradable para escribir, un trabajo de comprensión que disfrutaba. Tenía que descifrar el misterio de la detención para convertirlo en escritura, para que la desgracia de morir se convirtiera en la felicidad de la comprensión.
Hoy sé que esta reacción defensiva (de legítima defensa) me protegía porque era delirante. Lo real estaba en ruinas. Mi familia de acogida, más afectada que yo, aturdida por la guerra y la persecución, guardó silencio para no despertar a los demonios. Cuando las historias traen el horror, sin transformarlo, la repetición de palabras hace sangrar a la memoria. Hablar hace sufrir, de modo que es mejor callar cuando nadie te escucha.
En la historia de mi vida, cada vez que confesaba mis sueños perdía amigos. Lo que les contaba era demasiado delirante, demasiado alejado de su idea de lo que sucedía. Y, sin embargo, mis sueños me salvaron de la loca realidad en la que era normal matar a un niño. Si hubiera sido alguien equilibrado, hubiera intentado amoldarme a la desgracia de mis allegados, supervivientes como yo. Habría compartido su tristeza, participado en su silencio, cargado de recuerdos imposibles de contar. Habría aprendido rápidamente cualquier profesión para permanecer cerca de ellos en una pena silenciosa interrumpida por tormentas.
Después buscaron razones que no eran razonables pero que daban forma verbal a la ilusión de entender: «Dices que echas de menos a tu madre, pero yo hice por ti lo que ella nunca hubiera hecho. Así me lo agradeces», y todos sufrían.
Afortunadamente, yo deliraba. Me refugiaba en un árbol hueco, que comunicaba con pasajes subterráneos donde me esperaban animales, bolas de afecto que no me juzgaban. Más tarde conocí en un libro a Rémi, un niño sin familia, abandonado, al que el Sr. Vitalis había enseñado a montar espectáculos callejeros, obras de teatro en las que los papeles principales eran interpretados por el perro Capi, sus dos amigos mestizos y el mono Joli-Coeur.13 La compañía escenificaba, en la plaza del pueblo, los problemas de la vida cotidiana.
13. Malot, H., Sans famille, Belin, París, 1984.
Hacer carrera de víctima o dar sentido a la desgracia
Ya adolescente, descubrí la trilogía de Jules Vallès El niño, El bachiller y El insurrecto. Pensé que el autor estaba contando la historia de la vida a la que yo aspiraba. Una infancia constantemente herida, una dignidad recuperada gracias al diploma que daba un valor al niño-cubo de basura que yo era. El protagonista de la novela, Jacques Vingtras, que todavía estaba en el instituto, me explicaba que la insurrección era necesaria cuando uno había sido humillado por la sociedad. Sólo se podía recuperar la dignidad cuando la revuelta devolviera la confianza al niño-pedazo desgarrado por la existencia. Mi héroe, el «Insurgente», había sido enviado al concurso general, en el que los estudiantes seleccionados tenían que escribir desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Se les permitía almorzar al mediodía, y Jacques Vingtras se hizo cocinar unas salchichas. Me encantaba esta escena, porque daba forma a un reconocimiento intelectual combinado con una transgresión. Salchichas cocinándose bajo los artesonados de la Sorbona. Quizás sea un falso recuerdo, pero representaba mi destino. Hice de él una representación memorable, porque esta situación me permitía pensar que un niño extraño, expulsado de la sociedad, todavía podía adentrarse en la aventura humana pagando el precio de un camino necesariamente marginal.
Otra fantasía embellecía mi mundo: el gusto por la ciencia. Yo creía que un acto científico descubría la verdad. Hoy pienso que un hecho científico es algo que hace un científico. No es una mentira, no es un error, es un trozo de mundo iluminado tanto por el método del investigador como por su alma. Cuando hablamos del alma de una casa, sabemos que las piedras no están animadas y, sin embargo, tenemos la impresión de que una fuerza inmaterial insufla a las paredes una vida imposible de percibir. El objeto de la ciencia no está más allá del investigador. La elección de una hipótesis habla de su historia y el método que construye su objeto provoca un sentimiento que puede definirse como una «contratransferencia del objeto de la ciencia».14 Cuando un analizado expresa a su psicoanalista el amor o el odio que siente por él, el analista experimenta a su vez un afecto de seducción o de condescendencia, halagado o irritado por la transferencia. Cuando el trabajo clínico nos dice que los niños con carencias emocionales están destinados a convertirse en delincuentes, el investigador que ha obtenido este resultado puede extraer las consecuencias prácticas que desee. Puede defender los lazos familiares, hacer que las madres se sientan culpables o integrar estos datos en un enfoque político que pretenda castigar o educar a los futuros delincuentes.
En la época en que Jules Vallès15 me había animado a expresar la visión marginal del mundo a la que me veía constreñido, leí una publicación científica que sostenía que una población de cachorros privados de vitamina B12 había producido adultos temerosos, mientras que los que recibieron una sobrecarga de estas vitaminas por parte del investigador se habían convertido en adultos audaces. Esta publicación, científicamente cuestionable, alimentó mi necesidad de creer que una infancia fallida podía ser reparada. Yo quería ofrecer la oportunidad de pensar que no existe el destino, puesto que yo estaba rodeado de adultos que decían que uno no podía escapar de su destino biológico, mientras otros preferían hablar del destino social. El hecho científico es producido por un científico que no escapa a su visión del mundo y el lector interpreta el hecho según sus deseos no siempre conscientes.
Tanto la sensación del clínico como el ojo del embaucador son un conocimiento de labrador, menos científico y, sin embargo, a veces más preciso que el conocimiento del rebaño. Me decían que algunos niños eran de mala calidad, que en su cabeza no entraban las cosas, que crecían en un entorno insalubre que los destinaba a la cárcel debido a sus malos resultados escolares y a sus peleas constantes. Yo pensaba que, para escapar de esta maldición, todo lo que tenía que hacer era mantener la boca cerrada y mantener mi infancia en secreto. Hasta que un día, a los catorce años, tuve la oportunidad de vivir en una institución donde la mayoría de los niños eran huérfanos de guerra.16 Louba, la directora, había trabajado en Polonia con Korczak, el pediatra y pedagogo que quería que la educación se llevara a cabo en una «República de los Niños».17 La profesión de educador no existía en 1950, los llamados «monitores» contaban su propia historia, que podíamos cuestionar o criticar. A menudo contaban la apasionante y difícil historia del pueblo judío, hecha de constantes desgracias y de victorias contra la adversidad. El arte y el deporte organizaban las jornadas. Las dulces canciones en yiddish ya no daban tan mala suerte como durante la guerra; se podía hablar con seguridad y cantar con poesía. Los debates con los monitores estructuraron nuestras opiniones políticas y afirmaron nuestras tendencias artísticas. En pocos meses, la imagen que tenía de mi infancia opresiva, obligada a esconderse para poder vivir, cambió por completo. Ya no me avergonzaba de ser un niño-falta, un sin familia. La muerte de mis padres adquirió un nuevo significado. Mi padre en el ejército francés y mi joven tío en los FTP alimentaron historias de honor y resistencia al nazismo que hicieron sentirme orgulloso de ellos. La pequeña república de los niños en Stella-Plage había hecho nacer en mí un alegre sentido de pertenencia. Podía ser comprendido, sólo tenía que expresarme y ya no me sentía como un paria al que se le prohibía vivir.
Frente a la desgracia, descubrí dos estrategias de vida.
Hacer carrera de víctima, como la doxa de los años de posguerra nos animaba a hacer. «Los niños sin familia nunca pueden desarrollarse», se decía en una cultura donde el trabajo, la familia y la patria eran valores supremos.
La otra estrategia consistía en dar sentido a la desgracia formando parte de un grupo en el que cada uno trataba de entender lo sucedido para volver a la normalidad. Dar sentido al desastre permite la reconstrucción. Cuando la representación que desarrolla la persona herida por su trauma es coherente con las narrativas familiares y culturales que la rodean, el placer y el orgullo de reanudar la vida superan la desgracia de la mutilación.18
Por tanto, el trauma como objeto de la ciencia no está separado de la personalidad del investigador.19 Casi se podría decir que toda visión del mundo es una confesión autobiográfica. Dime cómo ves el mundo y te diré cómo ha construido tu existencia el aparato con el que ves el mundo. Cuando escribes una novela en la que el protagonista cuenta tu historia, cuando construyes un objeto de ciencia para entender y dominar al agresor, vuelves a ser dueño de tu mundo íntimo. Ya no eres una ramita arrastrada por el viento, has ganado un grado de libertad.
Antes de que me detuvieran, quienes me protegían ocultándome me habían dicho: «No debes salir a buscar leche, un vecino podría denunciarte». ¿Así que la muerte podría venir de delatores desconocidos? Todos los sitios eran peligrosos. ¿Por qué pensé durante años en el soldado de uniforme negro, en la sinagoga convertida en prisión, que venía a sentarse a mi lado y me enseñaba una foto de su hijo pequeño, al que yo me parecía? Este recuerdo de la imagen me intrigó y me tranquilizó. De modo que la muerte no siempre venía de los alemanes, no había nada inexorable, se podía escapar de ella. Necesitaba este recuerdo para sentirme ligero, pero no podía compartirlo con los adultos de mi alrededor, porque ellos necesitaban la imagen de la barbarie nazi para expresar su indignación y señalar a los culpables.
¿Es mi recuerdo de aquel soldado de negro uniforme tan verdadero como me lo muestra mi memoria? Escapé escondiéndome bajo el cuerpo de una señora moribunda. La habían golpeado en el estómago con la culata de un rifle y sus entrañas, reventadas, se desangraban. Recuerdo que un médico militar entró en la ambulancia, examinó a la moribunda, me vio escondido debajo de ella y, dando la señal de salida hacia el hospital, me permitió vivir. Pero aquella señora no murió y, cincuenta años después, cuando localicé a su familia, ella había contado a Valérie, su nieta, que siempre se había preguntado qué había pasado con el niño que se había escondido debajo de ella. También reveló que la ambulancia era una furgoneta y que el capitán Mayer (¿Meyer?) había dicho: «No importa si muere aquí o en otro sitio, lo que importa es que muera». ¿Por qué quise creer que me había visto debajo de ella y que aun así había dado la señal de partir? ¿Tal vez sea ella la que se equivoca al atribuir palabras francesas a un capitán alemán? También le contó a su nieta: «Aquel niño se ahogaba en mi sangre. ¿Por qué no me acuerdo de esto? ¿Mi necesidad de creer que la muerte no es inevitable era una esperanza ilusoria que me dio la fuerza para no someterme? Me gustaba recordar que aquel soldado, al dar la orden de partir, me había dejado vivir, demostrando así que el mal no es una fatalidad. Más tarde, me dije: «Podemos luchar contra el destino estudiando medicina para retrasar la muerte, también podemos tratar de comprender el mundo íntimo de los asesinos para desmontar sus certidumbres fanáticas».
14. Devereux, G., De l’angoisse à la méthode dans les sciences du comportement, Flammarion, París, «Champs essais», 2012.
15. Vallès, J., L’Enfant, le Bachelier, l’Insurgé (trilogía 1859-1872), Omnibus, París, 2006. [Trad. cast.: Trilogía de Jacques Vingtras: El niño, El bachiller, El insurgente, ACVF-La Vieja Factoría, Madrid, 2016].
16. CCE
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