Las dos caras de la resiliencia - Boris Cyrulnik - E-Book

Las dos caras de la resiliencia E-Book

Boris Cyrulnik

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Beschreibung

La palabra «resiliencia» se ha popularizado en todos los ámbitos de la vida cotidiana, más allá de las ciencias humanas. Como consecuencia, en este afán de recuperación el concepto ha sido víctima de interpretaciones equivocadas. Tanto es así que a veces se utiliza para designar lo contrario de su significado original, como «resiliencia de mercado». El objetivo de este libro es arrojar luz sobre la genealogía del término, analizar las interpretaciones erróneas y argumentar contra las apropiaciones indebidas de la palabra, con el fin de redefinir la resiliencia como un proceso que permite superar un trauma mediante todo un complejo ecosistema, tanto individual como social. Para ello, Boris Cyrulnik ha contado con la ayuda de experimentados psiquiatras, psicólogos clínicos, terapeutas familiares y lingüistas que a lo largo de estas páginas aclaran y detallan lo que es y puede ser la resiliencia, pero, sobre todo, lo que no es.

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Seitenzahl: 284

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Boris Cyrulnik (ed.)

Las dos caras de la resiliencia

Contra la recuperación de un concepto

Traducción de

Maria Pons Irazazábal

y Antoni Martínez Riu

Herder

Título original: Les deux visages de la résilience. Contre la récupération d’un concept

Traducción: Maria Pons Irazazábal y Antoni Martínez Riu

Diseño de cubierta: Melina Belén Agostini

Edición digital: Martín Molinero

© 2024, Odile Jacob, París

© 2025, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-5278-9

1.ª edición digital, 2025

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Sinopsis

La palabra «resiliencia» se ha popularizado en todos los ámbitos de la vida cotidiana, más allá de las ciencias humanas. Como consecuencia, en este afán de recuperación el concepto ha sido víctima de interpretaciones equivocadas. Tanto es así que a veces se utiliza para designar lo contrario de su significado original, como «resiliencia de mercado».

El objetivo de este libro es arrojar luz sobre la genealogía del término, analizar las interpretaciones erróneas y argumentar contra las apropiaciones indebidas de la palabra, con el fin de redefinir la resiliencia como un proceso que permite superar un trauma mediante todo un complejo ecosistema, tanto individual como social.

Para ello, Boris Cyrulnik ha contado con la ayuda de experimentados psiquiatras, psicólogos clínicos, terapeutas familiares y lingüistas que a lo largo de estas páginas aclaran y detallan lo que es y puede ser la resiliencia, pero, sobre todo, lo que no es.

Autor

Boris Cyrulnik (Burdeos, 1937). Neuropsiquiatra, psicoanalista y etólogo de formación, es considerado uno de los padres de la resiliencia. Es profesor de la Universidad de Toulon en Francia, profesor asociado en la Universidad de Mons en Bélgica y responsable de un grupo de investigación en etología clínica en el Hospital de Toulon.

Es autor de más de una treintena de libros, algunos de los cuales fueron traducidos a diversas lenguas.

ÍNDICE

1. RESILIENCIA: NOCIÓN, DEFINICIÓN Y DESVIACIONES DE LA PALABRA

Boris Cyrulnik

2. EL ENFOQUE CLÍNICO DE LA RESILIENCIA: ¿ENTRE LA FASCINACIÓN Y LA DESCONFIANZA?

Marie Anaut

3. LA RESILIENCIA TREINTA AÑOS DESPUÉS

Pierre Bustany

4. DINÁMICA DE LA RESILIENCIA MULTISISTÉMICA. INTEGRAR LAS INTERACCIONES ENTRE LOS SISTEMAS BIOPSICOSOCIALES

Michael Ungar

5. LA CULTURA COMO PUNTO DE ANCLAJE DE LA RESILIENCIA

Michel Tousignant

6. LA RESILIENCIA SEGÚN EL PSICOANÁLISIS. ESPECIFICIDAD DEL MODELO VERSUS AMBIGÜEDADES ABUSIVAS

Claude de Tychey

7. EL VERBO EN EL CORAZÓN DE LA RESILIENCIA

Alain Bentolila

CONCLUSIÓN. LA RESILIENCIA: UN CONCEPTO CON MÚLTIPLES CARAS

Michel Delage

SI TE GUSTÓ, TE PUEDEN GUSTAR...

1

Resiliencia: noción, definición y desviaciones de la palabra

Boris Cyrulnik

La palabra «resiliencia» goza de éxito internacional, pero prácticamente en todas partes su uso da lugar a ciertos malentendidos. ¿Se trata de la polisemia habitual de toda palabra, o de un «robo» ideológico?

Una palabra es un organismo vivo, que se adapta a su medio y adquiere significados diferentes según el contexto familiar y cultural. Cuando decimos: «es una noción», nos preparamos para considerar un problema, pero cuando afirmamos que es un concepto, pretendemos utilizar un término técnico que implica una elaboración filosófica y un método de adquisición de un conocimiento que deberemos someter al tribunal de la ciencia y de la práctica clínica.

Desde la década de 1980, el éxito de la palabra «resiliencia» se ha reflejado en decenas de miles de publicaciones científicas, en miles de tesis, en cientos de congresos y en una gran variedad de usos de esta palabra en la vida cotidiana. Para un educador, un psicólogo o un cuidador, el concepto de resiliencia es tan evidente que resulta simplón. Cuando un niño ha sido privado de un entorno fisiológico, afectivo y verbal, existe un trastorno del desarrollo. Desconfiemos de las evidencias, ya que inmediatamente son interpretadas por el observador. Algunos creen que hay que internar en instituciones a esos niños trastornados para que no ralenticen el funcionamiento social, mientras que otros se preguntan qué hay que hacer para compensar esos retrasos y reducir esos trastornos. Estos últimos piden a los científicos que les propongan explicaciones y líneas de conducta, que luego ellos validarán sobre el terreno (funciona o no funciona).

Desde hace unos veinte años, los avances de la neurociencia inducen a un enfoque científico y clínico integrador: «Este niño, genéticamente sano, presenta un retraso en la talla, en el peso, en la expresión emocional y en el dominio del lenguaje, porque las circunstancias de su vida lo han llevado a vivir en un medio empobrecido, que no ha podido estimular las áreas correspondientes de su cerebro». En ese medio, la secreción de neurohormonas del crecimiento y de la sexualidad ha sido insuficiente. La neuroimagen funcional precisa que cuando un cerebro infantil no está rodeado de palabras, su lóbulo temporal izquierdo solo procesa sonidos y no está habilitado para convertirse en área de lenguaje.

Para formular esa frase hubo que reunir a científicos de diferentes disciplinas: un genetista, un biólogo, un endocrinólogo, una pedagoga, un neurólogo, una maestra de escuela y una lingüista. Cada uno en su campo aportó su parcela de saber, que hubo que integrar con la de los demás y luego validar sobre el terreno. El objeto científico resultante es heterogéneo y sin embargo coherente, cuando los datos se armonizan en un razonamiento ecosistémico. Como es imposible saberlo todo, fue necesario organizar grupos multidisciplinarios en los que, contrariamente a lo previsto, estos investigadores se sorprendieron, estimularon, irritaron y enriquecieron para elaborar el concepto de resiliencia. El genetista confirmó que una secuencia de ADN se expresa de distinta forma según la organización del medio. El neurobiólogo midió las secreciones neurohormonales modificadas en función de las relaciones humanas. El neurorradiólogo filmó y fotografió las disfunciones cerebrales inducidas por la alteración del medio, y a continuación registró la posible recuperación de esta disfunción enriqueciendo el medio anteriormente defectuoso. Este proceso describe la resiliencia neuronal, facilitada gracias a la asombrosa plasticidad cerebral de los primeros años.

La palabra «resiliencia» puede utilizarse, por tanto, en ámbitos diferentes, siempre que se integre en un razonamiento ecosistémico. Define así una recuperación evolutiva después de un trauma. Podemos decir, pues, que un suelo es resiliente cuando, después de un incendio, reaparecen una nueva flora y una nueva fauna. Una costa se torna resiliente cuando se detiene la erosión gracias a nuevas plantaciones, cuyas raíces fijan la arena y convierten los tamariscos en una especie de bosque. También podemos utilizar la palabra «resiliencia» para designar un fenómeno de grupo en el que se constata que los inmigrantes que han conservado su lengua y sus tradiciones sufren menos síndromes postraumáticos que los inmigrantes aislados y ubicados en campamentos. La palabra «resiliencia» es pertinente para designar el proceso narrativo de una persona traumatizada, incapaz de explicar su historia, pero aliviada al oír a un comediante convertirse en su portavoz, o feliz de leer a un escritor que da testimonio o narra una tragedia similar a la suya. Puede decirse que una ciudad es resiliente cuando, ante un trauma previsible, se organizan elementos de protección, como la circulación de vehículos para el transporte de víveres y de los futuros heridos y cuando, después del trauma, se disponen puntos de ayuda psicológica y de elaboración verbal a fin de dar sentido a la desgracia y modificar así la manera de sentirla.

La palabra «evolución» se aplica en mil ámbitos diferentes: evolución de las costumbres, evolución de las técnicas, evolución del clima, evolución de las leyes… y nadie se equivoca cuando esta palabra designa un proceso que se desarrolla en un contexto determinado. Entonces, ¿por qué la palabra «resiliencia» no debería referirse a una nueva evolución, una recuperación evolutiva en un nuevo contexto?

El evolucionismo, una manera de ver y pensar la vida, fue concebido en el siglo XIX por Darwin. Pero para un fijista, angustiado ante cualquier cambio, ante cada innovación filosófica, literaria o científica constituye una sacudida mental. Prefiere la certeza que potencia la autoafirmación, el recitado que conduce al diploma y el eslogan que, al impedir el trabajo del pensamiento, aporta ideas claras. Cuantos menos conocimientos, más convicciones se tienen.

Darwin fue criticado y ridiculizado. También tuvo amigos peligrosos que utilizaron el término «evolución» para dar a la sociedad una visión jerarquizada del mundo viviente. Para Darwin, poner nombre a las especies no era más que una convención lingüística que ayudaba a categorizar la masa viviente de la que formamos parte para verla mejor. Algunos genes de algas pueden ayudar a reparar retinas humanas defectuosas, compartimos con las lombrices de tierra y los grandes simios un importante programa común genómico, y las hormonas femeninas que bloquean la ovulación de las conejas tienen la misma estructura química que las que inhiben la ovulación de las mujeres. Este hecho biológico ha legitimado la revolución feminista que hoy trastoca nuestras sociedades y nuestros valores morales. El hecho de poner nombre a las especies para ver mejor el mundo vivo induce una forma de pensar que recorta segmentos de la realidad. Cuando se quiere ver todo o decir todo, se produce confusión. Hay que reducir para dar forma, como hacen los sistemas nerviosos, las palabras y los métodos científicos.

Podemos representarnos una población de animales modelada por las presiones del medio y, para ver mejor esas nuevas formas, es conveniente darles un nombre. Podemos ver así que una población de pinzones de las islas Galápagos tiene el pico afilado en una isla donde los frutos son blandos, mientras que otra población de la misma especie tiene un pico grueso y corto en la isla vecina, donde los frutos tienen una corteza dura. Cuando Darwin descubrió enormes fémures de animales que ya no existen en nuestro planeta, hubo que admitir que la fauna había cambiado. Los fijistas lo utilizaron como prueba de la existencia del Diluvio, para no cambiar nada en el discurso fundacional. Para los evolucionistas, estas constataciones anatómicas eran la prueba de la existencia de cambios que denominaron «adaptación», mientras que para los fijistas estas desapariciones recibían el nombre de «selección del más fuerte». La propia palabra «adaptación» contiene la idea de que el medio actúa sobre los seres vivos y de que se puede actuar sobre el medio que actúa sobre nosotros, cosa que nos proporciona un grado de libertad. En cambio, lo que está implícito en la expresión «selección de los más fuertes» implica una representación jerarquizada en la que Dios, el rey, los ricos, los pudientes son seleccionados porque son los más fuertes. La naturaleza y la sociedad hacen bien las cosas. No hay nada que cambiar, reina el orden.

Podríamos preguntarnos ahora si la palabra «resiliencia» no induce también una dinámica de pensamientos divergentes. Cuando los educadores, los cuidadores o los enseñantes constatan en la práctica la existencia de daños físicos, psicológicos o sociales, se preguntan simplemente qué pueden hacer para que evolucionen. Los fijistas, ante los mismos daños, tienden a pensar que es el orden natural. Se equivocan al llamar «resilientes» a los individuos que han resistido al trauma, y explican este prodigio diciendo que son los más fuertes, que son de «mejor calidad». En cambio, los evolucionistas afirman que, para que las cosas cambien, hay que pedir explicaciones a los científicos e implicar al contexto afectivo, educativo y cultural. Los fijistas sienten admiración por los «resilientes», esos héroes de buena calidad que triunfan sobre las desgracias de la vida.

Son muchas las situaciones de colapso social o geográfico, seguidas de una transformación en otro sentido. En la isla de Vancouver, en Canadá, se hundieron las industrias forestal y minera de la región. Hoy en día la isla se ha transformado en un hermoso y rentable centro de ecoturismo. La adaptación seguida de transformación es el proceso dinámico que designa la palabra «resiliencia». En cambio, cuando el presidente Bush, después del atentado del 11 de septiembre de 2001 en Manhattan, o los dirigentes políticos de Haití, tras el terremoto de 2010, dijeron a los supervivientes traumatizados: «Sed resilientes», no se referían a un proceso de cambio, sino que utilizaron esta palabra para decir: «Resistid, sois los mejores, podéis hacerlo vosotros solos, no necesitáis al Estado». Este uso de la palabra «resiliencia» ha sido instrumentalizado para hacer recaer el peso del trauma sobre las espaldas de los traumatizados y eximir de responsabilidad a los dirigentes políticos. Esta desviación supone una contradicción total respecto al uso de esa misma palabra en medicina, en psicoeducación o en sociología de la migración. Cuando el huracán Katrina inundó Nueva Orleans, en 2005, hubo quienes calificaron a la ciudad de «resiliente», en el sentido de que esta catástrofe humanitaria ofrecía una oportunidad a los inversores inmobiliarios. También aparece esta desviación después de cada guerra o catástrofe natural, cuando hay que reconstruir. ¿Es una buena ocasión para hacer negocios o un retorno a la vida después de un trauma? Cuando todo está destruido y hay que reconstruir, ¿qué orientación se le dará a esta recuperación? ¿Priorizar los buenos negocios o reorganizar las relaciones humanas? Después de la guerra de Irak y la masacre de su propio pueblo por el gobierno sirio, se observaron estos dos procesos: reconstrucción inmobiliaria y restablecimiento del régimen autoritario que había conducido al desastre. Esta no es la definición del concepto de resiliencia, es exactamente lo contrario, puesto que nada cambia.

¿Cómo se explica que la palabra «resiliencia» pueda designar destinos totalmente opuestos? ¿Se trata de la inevitable deriva semántica que conduce a la polisemia? Cuando usted entra en una tienda de muebles y dice: «Quisiera comprar este hermoso secrétaire», todo el mundo entiende que lo que desea es adquirir un bonito mueble y no comprar al joven que está rellenando papeles en el fondo de la tienda.1 El contexto es el que da un sentido diferente a la palabra y nadie se equivoca. Pero cuando cambia el entorno verbal, cuando los relatos circundantes orientan el significado de la palabra en un sentido o en su opuesto, es fácil que se produzca la desviación ideológica. Darwin provocó una revolución epistemológica al introducir en la cultura el concepto de evolución. Esta palabra, que antes de él indicaba movimientos de tropas militares, evolucionó y pasó a designar una nueva concepción del mundo vivo, móvil y cambiante cuando cambia el contexto.

Apenas nacido, ese concepto fue recogido por Spencer y bautizado con el nombre de «darwinismo social», una expresión de claro sesgo hiperliberal (1880). Los grupos humanos disfuncionales, asimilados a organismos biológicos decadentes, han de ser eliminados como se extirpa un absceso o un tumor. Los enfermos mentales fueron expulsados de la sociedad, aislados en hospitales psiquiátricos, lejos de la ciudad. Y los «sidosos» a punto estuvieron de seguir el mismo camino. De este modo los grupos dominantes pueden gobernar en su propio beneficio. Esta filosofía social, ultraliberal y antiestatista se opone a cualquier tipo de asistencia a los desprotegidos, a los que la cultura ha dejado atrás. Los pobres, los discapacitados y los enfermos mentales cuestan mucho dinero. Frenan el progreso, ya que atenderlos provocaría disfunciones, creían los darwinistas sociales. Esta forma de plantear el problema derivó en la creación de las cátedras de higiene racial nazis (Francis Galton en 1883 o Alexis Carrel en 1936). El darwinismo social es exactamente lo contrario del pensamiento de Darwin, para quien la civilización tenía el deber de socorrer a los desprotegidos. La palabra «adaptación» acababa de tomar dos direcciones antagónicas. Algunos pensaban que la selección de los más adaptados para reproducirse sexualmente y prosperar en un nuevo medio los animaba a socorrer a los más débiles. «Están en una situación difícil», piensan los evolucionistas, pero esto no es un obstáculo inexorable porque, si se consigue cambiar el entorno, evolucionarán de forma diferente. Otros, en cambio, entendían la adaptación como la selección de los más fuertes de mejor calidad y la eliminación de los débiles, lo que los introducía en la vía del racismo y del nazismo.

Esta interpretación divergente de la palabra «evolución» se produce por una forma de pensar operativa que cristaliza en dos resultados opuestos: si ayudamos a los débiles, la sociedad funcionará mejor, cada dólar invertido en niños en dificultades permite un ahorro de 8 dólares cuando, ya adolescentes, ocupen su lugar en la sociedad sin convertirse en delincuentes. Otros piensan que el principio de evolución invita a tomar otras decisiones. Los pobres, los enfermos mentales, los que perturban el orden público cuestan mucho dinero a la sociedad. Basta con eliminarlos de acuerdo con las leyes de la selección natural para que la sociedad funcione mejor. Es lo que piensan los regímenes autoritarios que seducen a los pueblos con un pensamiento simple más cercano al eslogan que a la elaboración.

Estas interpretaciones contrarias existen desde Darwin. Las ideas de Malthus, de Spencer, de Galton, de Haeckel reviven ahora con las nociones de «resiliencia de los mercados» o «resiliencia neoliberal». En general, los profesionales —los que trabajan en el campo de la educación, de la psicología, de la medicina o de la sociología— consideran que hay que ayudar a los desprotegidos tanto por interés personal como por interés social. Los neoliberales, por su parte, creen que hay demasiado Estado, demasiadas trabas legales, que, al ayudar a las más frágiles, impiden la selección natural de las empresas. Cuando el Estado no interviene, la regulación natural del mercado funciona del mejor modo posible, y los individuos encuentran trabajo en las grandes empresas internacionales por el bien de todos. La palabra «resiliencia» utilizada en estos medios no tiene ninguna relación con el concepto científico que estudia la recuperación de un desarrollo neurológico, afectivo, verbal y sociocultural tras un trauma. Como en el caso del «hermoso secrétaire», es el medio el que da a la palabra «resiliencia» un significado diferente y hasta opuesto.

Desde hace unas décadas, la teoría del desarrollo sostenible invita a ralentizar la industria, el consumo y la educación, lo que se opone a las doctrinas gubernamentales neoliberales que seducen al pueblo invitándolo a disfrutar de la vida, del consumo, de la velocidad y a admirar la selección de los más fuertes. No se trata de un trabajo científico o filosófico, sino de una sensación de verdad, como una evidencia para los que creen que la Tierra es plana y que nada cambia en el clima o en las costumbres. Cuando el contexto económico lo permite, un país en paz y suficientemente organizado fomenta todo tipo de consumo. El desarrollo personal se convierte en un valor prioritario en esa cultura. Pero no se puede dar un sentido a la vida simplemente organizando una serie de placeres inmediatos. La avidez permanente de placeres insensatos conduce a la desesperación, como lo hace la droga. En semejante contexto, ¿qué sentido puede adquirir la palabra «resiliencia»?

Todas las dictaduras imponen su concepto de felicidad. Los «mil años de felicidad» exaltados por Hitler o «el futuro brillante» alegremente difundido por las Juventudes comunistas sedujeron a muchos jóvenes. Las dictaduras religiosas también prometen la felicidad, después de la muerte, si has sido obediente. Para merecer esa felicidad, es necesario que el Estado organice la eliminación de quienes son la fuente de la infelicidad. Si es usted fijista, querrá conservar la sociedad tal como era antes (en su memoria). Dirá que basta con eliminar a los extranjeros, a los judíos, a los homosexuales, a los gitanos, a todos los que alteran el orden público, para que la sociedad vuelva a ser bella y pura, como antes. Si usted aspira al cambio, dirá que la infelicidad la causan los pequeñoburgueses, el gran capital o los intelectuales reaccionarios, esos enemigos del pueblo. Todas las utopías de la felicidad han provocado inmensas desgracias. Para alcanzarlas, se ha necesitado un Estado fuerte, apoyado en el ejército, la policía, la administración, la delación de los biempensantes y los medios de comunicación, que divulgaban la única verdad, la del líder. Cuando estos relatos llenos de odio y de euforia se derrumbaron en 1945 y en 1989, los que se oponían al Estado se presentaron como libertadores. El liberalismo, al favorecer la libre empresa, daba vía libre a la autorregulación. Las empresas bien gestionadas merecían el éxito, mientras que las más frágiles lógicamente se autoeliminaban. Ese proceso social espontáneo llamado «liberal» se parece a las leyes de la selección del más fuerte. Los débiles desaparecen para que los supervivientes gocen de mejor salud. No hace falta que intervengan la policía ni la ley, dejemos que la naturaleza siga su curso, ella sabe lo que hace. Así es como el neoliberalismo aspira a una sociedad sin Estado. Está en la naturaleza de las cosas que los débiles desaparezcan. Al oponerse al totalitarismo de los Estados, los neoliberales se someten a la ley de la selección natural. Al valorar la libertad individual y dejar que proliferen las empresas privadas, el Estado puede desentenderse.

No es extraño que los defensores de esta forma de ver y de pensar la vida en sociedad hayan sido Reagan, Thatcher, Pinochet, Trump y actualmente el argentino Javier Milei, elegido democráticamente con el eslogan «La libertad avanza». El colectivismo que sofocaba toda expresión propia imponiendo la ley del «salvador que todo lo sabe» facilita el retorno del darwinismo social: «Dejemos que la competencia siga su curso para que la ley del mercado seleccione a los más fuertes. El orden económico ya no se construirá a base de inyecciones de dinero público, sino que se volverá racional. Los hospitales, las escuelas, el arte y la literatura serán gestionados como empresas de éxito».

El envejecimiento de la población es el resultado de la mejora de las condiciones de vida. Los niños que crecen en un buen entorno sociocultural viven más tiempo que los que han tenido una infancia estresada debido a las dificultades parentales afectivas y sociales, y que posteriormente han padecido muy malas condiciones de trabajo. Ante esta constatación, no es de extrañar que la «preocupación por uno mismo»2 se convierta en un valor primordial de nuestra cultura. Durante milenios, el placer se consideró un pecado. Esa breve felicidad merecía un castigo porque reducía la capacidad de luchar contra las desgracias de la vida, la hambruna, el trabajo-tortura, la muerte de los hombres en combate y de las mujeres en el parto. En ese contexto de civilización adversa, el sacrificio de los hombres y el impedimento de las mujeres, santificadas cuando estaban al servicio de un hombre y tenían muchos hijos, eran las herramientas con las que se construía la sociedad. Desde hace unas generaciones, el progreso técnico y la evolución de las costumbres permiten que algunos accedan al placer de vivir. En este nuevo contexto, los cuidados se convierten en un valor prioritario. «Hacer de tu vida una obra deslumbrante»,3 organizar tus días en torno a los placeres de cuidarte hace que desaparezca la vergüenza de disfrutar, como esos hombres o esas mujeres de mala vida esclavos de sus pulsiones. Lo importante ahora es regular tu estilo de vida. No es una actividad narcisista porque invita a la relación amistosa y sexual de manera serena, y tal vez incluso con cierto desapego, como vemos cada vez más en esas parejas con CDD (contrato de duración determinada), que se separan con normalidad, y la aparición de una sexualidad sin futuro.

Esta forma agradable de construir tu vida solo es posible en una cultura de la opulencia. Un niño abandonado o maltratado por su familia en un entorno pobre, con una situación de precariedad afectiva o social o en un país en guerra, no puede acceder al placer tranquilo. El sacrificio, el valor y la violencia ya no son comportamientos que protejan al individuo en un contexto agitado. En cambio, en un contexto pacífico el placer sano se convierte en una fuerza socializadora. Cuidar de uno mismo, trabajar poco, comer sano, hacer ejercicio en un gimnasio para mejorar la estética corporal, controlar el deseo sexual a fin de evitar la pulsión que esclaviza. Con este tipo de vida las instituciones ya no tienen el mismo significado. Las palabras «escuela», «matrimonio» y «maternidad» ya no designan los mismos objetos. En los años de posguerra, se empezaba la escuela a los 5 o 6 años y se acababa a los 11 o 12 con el certificado de estudios para ir a la fábrica, al campo o a la casa. Actualmente, se empieza la escuela a los 3 años y se acaban los estudios a los 25-27 para trabajar sentado delante de una pantalla. Esta juvenilización prolonga los aprendizajes, pero el coste para las familias y para el Estado es descomunal. Y además la formación psicológica de los niños cada vez corre menos a cargo de los padres y está más influida por la escuela, las pandillas del barrio y lo que dicen las redes sociales.

La palabra «matrimonio» ha perdido su significado social. Los aristócratas casaban a sus hijos para establecer alianzas militares y territoriales, los campesinos para añadir brazos a la recolección y los burgueses para reforzar la empresa. Hoy en día, cuando uno se casa es para regularizar la situación con la administración o celebrarlo con los amigos. El matrimonio que «entregaba a las mujeres» (Lévi-Strauss) durante milenios ya no es un acto sagrado. Los jóvenes ya no piden permiso al sacerdote o al padre para tener relaciones sexuales. Se produce además una trivialización de la palabra «maternidad» desde que la madre deja de estar divinizada. Al introducirse en la vida social, las mujeres se liberan del peso de la sacralidad. Hace unos decenios, cuando su cuerpo no conseguía dar a luz un hijo, preferentemente un varón para ir a la guerra, la mujer sentía vergüenza y desesperación y se consideraba de mala calidad. Actualmente, las mujeres que desean tener un hijo se inclinan por la reproducción asistida, mientras que otras no desean la «alienación de la maternidad» (6 % en Francia, 40 % de las mujeres universitarias alemanas [fuente: IPSOS]). Hoy en día, son las mujeres las que deciden si quieren ser madres, y no Dios, el sacerdote o el marido, y eso provoca un descenso de la natalidad mundial (1,67 hijos por mujer en Francia, 1,2 en Italia y 0,8 en Corea del Sur).

Sabiendo que los regímenes totalitarios se han impuesto como consecuencia del reparto de la riqueza, es lógico pensar que, liberándose del Estado, será más fácil obtener la libertad de los individuos. Los hospitales privados, las escuelas religiosas y laicas, la formación profesional en las empresas alivian al Estado de esas cargas costosas y evitan el retorno de los totalitarismos. En ese contexto la palabra «resiliencia» ha adquirido dos significados opuestos. En la cultura inspirada por Michel Foucault en la que conviene oponerse al Estado y al biopoder, esta palabra ha adoptado el significado de: «Tenéis cualidades suficientes para organizaros una vida agradable. Si evitáis las presiones del Estado y su riesgo totalitario, preserváis vuestra libertad. Si desconfiáis del biopoder generador de normas sexuales que llenan las cárceles, podéis establecer relaciones amistosas y sexuales ligeras y no vinculantes». Cuando la palabra «resiliencia» cargada con este significado fue pronunciada en Haití después del terremoto que causó la muerte de 280 000 personas en un minuto y destruyó ciudades enteras, provocó una enorme indignación. El uso de la expresión «Sed resilientes» pronunciada por los políticos en esas circunstancias quería decir: «Sois suficientemente fuertes para valeros por vosotros mismos. Admiramos a los que superarán esta situación sin la ayuda del Estado».

En cambio, la misma palabra «resiliencia», utilizada en 2023 por la Unión Europea para establecer las condiciones de ayuda internacional a los países afectados por una catástrofe humanitaria (Resilience and Humanitarian−Development−Peace Nexus) que les permitiera iniciar un nuevo desarrollo, adquirió un significado muy parecido a la resiliencia clínica. Esta resiliencia humanitaria es hoy un problema enorme. Entre 210 y 250 millones de personas, mayoritariamente en los países árabes, sobreviven actualmente en condiciones humanitarias extremas, bombardeados por sus vecinos que quieren apoderarse de sus bienes (su petróleo, su tierra, su agua) o imponerles sus creencias religiosas, ideológicas o económicas. La catástrofe humanitaria en Yemen es la peor con más de 100 000 muertos, 3 millones de personas desplazadas y 18 millones de habitantes en situación de carencia alimentaria. En Siria ha habido 500 000 muertos, de los que 100 000 son palestinos muertos a manos de otros sirios, y 5 millones de refugiados, básicamente en el Líbano.4 El «conflicto» Israel-Hamas, con sus 37 000 muertos y 1,2 millones de personas desplazadas en su propio territorio es el que ha tenido más eco mediático. Para ayudar a estas poblaciones, la Unión Europea (OCDE) define la resiliencia como «la capacidad de un individuo, de una comunidad, de un país para afrontar una crisis, adaptarse y reanudar el desarrollo después de un desastre… La prevención, la adaptación y la transformación de ese trauma refuerzan la capacidad evolutiva y reducen la transmisión del trauma a las futuras generaciones».

Esta definición humanitaria es exactamente la misma que la de los clínicos. Se opone a la resiliencia neoliberal, en la que la desvinculación del Estado y la conversión en héroes de las víctimas que superan por sí solas la catástrofe rozan el darwinismo social.

Cabe prever que las catástrofes climáticas, las epidemias, las guerras, la urbanización incontrolable y la disolución de las familias harán que aumente la necesidad de la ayuda humanitaria, ya desbordada. ¿Podrá la Unión Europea socorrer a las personas, limitar las tragedias sociales, cooperar en nuevos desarrollos sin imponer a las poblaciones auxiliadas las concepciones religiosas y culturales de los países que les proporcionan ayuda? Esa estrategia de ayuda evitaría el «colonialismo humanitario». Una asociación de Estados puede organizar la ayuda y delegar las decisiones en los responsables locales… ¡cuando los hay! Es lo que hacen los clínicos que ayudan a las personas, a las familias o a los grupos dañados a afrontar (coping) y emprender un nuevo desarrollo (resiliencia) sin pretender convertirlos a sus creencias religiosas o ideológicas.

La resiliencia del sujeto neoliberal inspirada en Michel Foucault prefiere el enfoque especulativo al trabajo práctico de quienes se ocupan de la primera infancia: los educadores y los psicólogos.5 Debido a su deseo de oponerse a todo poder, a todo soberano y a toda organización social, esta resiliencia está más cerca de la anarquía, mientras que la resiliencia europea y la de los médicos se ponen al servicio de los más desfavorecidos, como hizo Darwin en el siglo XIX.

Genealogía de la palabra «resiliencia»

Todas las palabras derivan y cambian de significado según las condiciones sociales y los relatos del entorno. Cuando la palabra «resiliencia» se elabora como un concepto científico biológico, afectivo y sociocultural, ofrece al clínico una herramienta de comprensión y una estrategia de atención. Pero cuando la misma palabra nace en un medio neoliberal, adquiere el significado de un abandono de los traumatizados para ahorrar dinero.

Cuando queremos comprar un hermoso secrétaire y se nos responde que el señor que está rellenando papeles no está en venta, esbozamos una sonrisa. Cuando deseamos ayudar a las personas en dificultades, reparar los suelos degradados o evitar las zoonosis y se nos responde: «Cada cual a lo suyo, la evolución seleccionará a los más fuertes», se nos plantea un enorme problema filosófico y ético.

Todas las palabras tienen antepasados cuya historia permite comprender cómo nacen en un contexto sociocultural determinado donde, según las presiones del medio, tomarán direcciones distintas.

El antepasado de la palabra «resiliencia» es la latina re-salire, que dio «saliente… rebote». Es importante subrayar que cuando la palabra nació en un medio psicológico, no adoptó el mismo significado que cuando fue engendrada en un medio industrial o financiero.

Fue un filósofo, Francis Bacon, el que la propuso en 1627 para indicar el rebote de un eco. Henry More en 1668 la empleó para designar la reacción moral ante la miseria y el pecado. En 1751, Samuel Johnson evocó «la resiliencia del espíritu». El Oxford English Dictionary da a esta palabra el significado de «levantarse tras haber estado deprimido». Paul Claudel en 1929, durante el crac financiero, observó que en Estados Unidos la palabra resiliency designaba una especie de elasticidad, de buen humor frente a la desgracia que explica que, «si los banqueros se tiran por la ventana, es para recuperarse mejor». André Maurois en Lelia, en 1952, admira la resiliencia de George Sand, que se recupera fácilmente del duelo de sus compañeros.

Fue un físico, Thomas Young, quien en 1807 llevó la palabra al mundo de las artes mecánicas para designar la capacidad de un cuerpo para recuperar su estado inicial después de una transformación. Hoy en día los metalúrgicos calculan la relación de la energía cinética absorbida hasta el punto de ruptura de una barra de hierro en julios por centímetro cuadrado. Ese cálculo evalúa la resistencia a un choque hasta el punto de ruptura. Los técnicos de la SNCF utilizan un bloque de hierro —al que llaman el «resiliente»— para atenuar las colisiones entre dos vagones durante las maniobras. La elasticidad del bloque disminuye hasta que después de diez colisiones hay que desechar ese resiliente. Esas antiguas definiciones ya no se corresponden en absoluto con la noción actual de un cerebro conmocionado, un alma traumatizada o un grupo social destrozado.6

En mi trayectoria personal, esta palabra surgió tras la lectura de un artículo de Emmy Werner.7 Esta psicóloga estadounidense demostraba que era posible recuperarse de un trauma siempre que se descubrieran los factores internos y externos que podían ayudar a la recuperación evolutiva.8 Esta publicación me conmovió porque hablaba de una herida de mi infancia. Cuando solicité una beca en el instituto, me respondieron que debía pedirla en Rusia o en Polonia. Efectivamente, mi nombre indicaba mis orígenes centroeuropeos, pero yo tenía 12 años y no sabía a quién dirigirme. Al acabar los estudios de Medicina, cuando solicité un préstamo al honor para preparar la residencia, la asistenta social y el presidente de una asociación (Le pied à l’étrier) me explicaron que no tenía ninguna posibilidad de éxito y que nunca podría devolver el préstamo. La maldición venía de parte de aquellos que se suponía que debían ayudarme. Cuando ya era psiquiatra, escuché las mismas palabras en boca de mis colegas: «Mira los antecedentes de ese niño, no tiene ninguna posibilidad de salir adelante… ha sido maltratado, por tanto se convertirá en maltratador». Esas maldiciones despertaban mis sentimientos de abandono.

En los años setenta, tenía la intuición de que se podía volver a vivir después de un trauma, a pesar de las condiciones adversas, pero todavía no era una elaboración clínica o científica. El profesor Sutter me había concedido una plaza de «profesor auxiliar» en la Facultad de Medicina de Marsella, donde yo impartía seminarios de etología animal. Entonces pude dirigir trabajos de fin de estudios, tesis de medicina y publicar algunos trabajos de etología humana.9 El resultado de esta reflexión inicial fue un libro escrito como un testimonio de mi propia práctica y analizado a la luz de la etología,10 y no como una publicación científica. La noción de recuperación de un nuevo desarrollo se fue precisando lentamente al observar cómo niños maltratados se convertían en adultos no maltratadores e «hijos de la basura», como se llamaban a sí mismos, se convertían en adultos pacíficos. El refugio en la ensoñación había sido para ellos un factor de protección contra una realidad traumatizante. Pero lo que había desencadenado el proceso de reconstrucción había sido el contacto con instituciones y educadores que les proporcionaron seguridad. Esos «hijos de la basura» se convirtieron en «hijos de príncipes».11 La noción se precisaba y eliminaba la confusión.

De hecho, el punto de partida hacia una elaboración clínica y científica del concepto de resiliencia fueron los libros de Michel Lemay12