Brazofuerte. Cienfuegos V - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Brazofuerte. Cienfuegos V E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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En la quinta entrega de la serie Cienfuegos, el genial protagonista sigue enfrentando mil peligros en el Nuevo Mundo. Pero esta vez el enemigo proviene del Viejo Continente y tiene un nombre cuya sola mención aterroriza: la Santa Inquisición. Nunca la Historia había sido contada de forma tan amena. En este libro vivirás algunos de los capítulos más estremecedores de la historia del descubrimiento de América, como el hundimiento de la Gran Flota en las costas de Santo Domingo.

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Brazofuerte

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alberto Vázquez-Figueroa

Categoría: Novela histórica

Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

 

Título original: Brazofuerte

Primera edición: 1993

Reedición actualizada y ampliada: Mayo 2021

 

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

 

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

 

ISBN: 978-84-18263-96-5

Impreso en España

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

–¿La Inquisición?

–La Inquisición.

La temida palabra tuvo la virtud de estremecer incluso a quien, como el canario Cienfuegos, había demostrado ser capaz de enfrentarse a todo en este mundo, por lo que tenía razones más que suficientes para creer que nada ni nadie podría ya inquietar seriamente su ánimo.

Tener conocimiento de que la mujer que amaba, y que llevaba en su vientre a un hijo suyo, había sido detenida bajo acusación de brujería constituyó un mazazo tan inesperado que le obligó a permanecer momentáneamente sin habla, teniendo que buscar apoyo en el tronco de un árbol para dejarse resbalar, por fin, hasta quedar sentado sobre sus gruesas raíces incapaz de hilvanar una sola idea.

–¿Pero por qué? –balbuceó al cabo de unos instantes alzando los ojos hacia Bonifacio Cabrera, que era quien le había traído la infausta noticia–. ¿Qué tiene que ver Ingrid con la Inquisición?

–Parece ser que El Turco Baltasar Garrote, el lugarteniente del capitán De Luna, la acusó de hacer pactos con el demonio para que las aguas del lago Maracaibo ardieran.

–¡Pero fui yo quien le prendió fuego al lago! –protestó el canario–. Y no tiene nada que ver con el demonio. Es cosa del mene. Iré, lo confesaré y la dejarán en libertad.

El renco Bonifacio, que se había acuclillado junto a él, agitó la cabeza pesimista.

–No creo que resulte tan sencillo –replicó convencido–. ¿Cómo vas a explicarles a los curas que en Maracaibo existe un agua negra que arde sin motivo? Lo único que conseguirías es que te torturaran para hacerte confesar que realmente tienes tratos con el demonio.

–¿Han torturado a Ingrid?

–No lo sé.

–Si le ponen la mano encima, los mato.

–¿A quién? ¿A todos los inquisidores y verdugos de la isla? No acabarías nunca.

El cabrero cerró los ojos y de nuevo guardó silencio tratando de ordenar sus ideas y conseguir que el insoportable dolor que sentía no continuara impidiéndole razonar.

–¿Qué opina don Luis de Torres? –quiso saber.

–En cuanto se enteró de la noticia corrió al barco y se hizo a la mar con el capitán Salado y la mayor parte de la tripulación. Todo el que tuvo algo que ver con el incendio está aterrorizado. A la Inquisición lo mismo le da matar a uno que a diez.

–¡Hijos de puta!

–No debes culparlos. También a mí me invadió el pánico.

–No lo digo por ellos. Lo mejor que han hecho es huir. –Le miró de frente, como temiendo su respuesta–. ¿Crees que volverán?

–Lo ignoro, pero imagino que a estas horas estarán ya rumbo a Lisboa. Morir es una cosa –admitió–. Que te descoyunten los huesos y te achicharren luego en una hoguera, otra muy distinta.

–¿Es eso lo que piensan hacer con Ingrid?

La pregunta era tan dura, directa y difícil de responder, que el cojo Bonifacio Cabrera prefirió abstraerse contemplando el diminuto riachuelo a cuyas orillas se habían encontrado, para acabar por encogerse de hombros admitiendo a las claras su ignorancia.

–No sé mucho sobre la Inquisición –puntualizó–. En La Gomera era tan solo La Chicharra, algo a lo que no había que temer si no blasfemabas. Es la primera vez que actúa aquí, en Santo Domingo, pero si sus métodos son los mismos, Dios nos proteja.

–¿Dónde la han encerrado?

–En La Fortaleza.

–¿Tiene muchos guardianes?

–Por lo menos cincuenta. –Lo aferró por el brazo–. No sueñes con sacarla de allí –le aconsejó–. Jamás conseguiríamos salvarla por la fuerza.

–¿Cómo entonces? –quiso saber–. ¿A quién podemos recurrir?

–A nadie que yo sepa –admitió el renco–. En cuanto se nombra a La Chicharra todo el mundo se espanta. El único que me ha ayudado, escondiendo a Araya y Haitiké, es Sixto Vizcaíno, el carpintero del «Milagro».

–¿Y tú qué piensas hacer?

–Lo que tú decidas, pero no permitiré que le hagan daño a Ingrid. –Su tono era sincero–. Me sacó de La Gomera, me enseñó todo lo que sé, y siempre me ha tratado como a un hermano. Estoy dispuesto a dar la vida por ella si es preciso.

–Si alguien tiene que dar la vida por Ingrid, soy yo, ya que si se ve en este trance es por mi culpa. –El canario lanzó un hondo suspiro que parecía significar que había tomado una determinación–. ¡Bien! –añadió–. Supongo que ha llegado la hora de demostrarles a esos fanáticos que no se puede ir por el mundo asustando a la gente.

El cojo pareció sorprenderse por el tono de voz de su amigo, lo observó con fijeza, y, por último, señaló con cierta incredulidad:

–Cualquiera diría que no estás asustado. Recuerda que se trata de la Inquisición, que ha quemado a miles de personas influyentes, importantes y poderosas.

–Me asusta el daño que puedan causarle a Ingrid, pero no creo que cuatro meapilas sean más peligrosos que los motilones, los caimanes o los sombras verdes…

–No estás en la selva –le recordó.

El cabrero hizo un amplio gesto a su alrededor:

–Lo estoy –puntualizó–. Esta selva llega hasta las mismas puertas de la ciudad, casi a tiro de piedra de La Fortaleza. –Hizo una corta pausa–. Y puedes creerme si te digo que aquí soy invencible.

–Pero no vas a luchar aquí, sino allí.

–Lo sé –admitió el gomero sin reservas–. Pero también sé que allí casi nadie me conoce y esa es una gran baza a mi favor. –Se diría que el cerebro de Cienfuegos había recuperado su capacidad de discurrir y resultaba difícil detenerlo–. Sin duda la Inquisición aterroriza, pero tiene un punto débil –concluyó.

–¿Y es? –quiso saber el cojo.

–El propio terror que produce. Es tan fuerte, y se siente tan segura, que ni siquiera concibe que alguien pueda desafiarla. –El cabrero chasqueó la lengua al tiempo que ladeaba la cabeza–. Y ese es su fallo.

–¿Te sientes capaz de enfrentarte a curas y a soldados? –Ante el mudo gesto de asentimiento, Bonifacio Cabrera añadió–: ¿Cómo?

–Aún no lo sé, pero lo averiguaré.

–Me gustaría tener la fe que tienes en ti mismo.

–Sin esa fe no hubiese conseguido sobrevivir en un continente desconocido, y más ahora que sé que perder a Ingrid sería aún peor que perder la vida.

–Me alegra comprobar que tantos años de búsqueda valieron la pena –señaló el otro al tiempo que extendía una mano que Cienfuegos estrechó con fuerza–. No sé cómo diablos lo haremos, pero la sacaremos de esa fortaleza o nos dejaremos la piel en el intento. Dos gomeros decididos a todo son mucho gomero.

–¿Andando entonces?

–Andando… –afirmó al tiempo que señalaba humorísticamente su pata renca–. ¡Dentro de lo que cabe!

A la caída de la tarde divisaron desde las colinas del oeste las primeras edificaciones de la capital, que se desparramaban junto a la desembocadura del río y entre las que destacaba la oscura silueta de la alta fortaleza que dominaba el puerto no lejos del punto en que el almirante Colón había ordenado levantar su negro alcázar.

Espesos bosques y altivos palmerales se alzaban hasta el borde mismo del mar, y pasarían muchos años antes de que la lujuriante vegetación que cubría casi por completo el agreste País de las Montañas dejara paso a inmensas plantaciones de café o caña de azúcar, por lo que tenía razón Cienfuegos al asegurar que en Santo Domingo se sentía casi tan seguro como en la misma selva, dado que existían edificios cuya fachada se abría a una amplia plaza pese a que por sus espaldas treparan las lianas.

La capital de La Española, en la que muy pronto se alzarían la primera catedral y la primera universidad del Nuevo Mundo, no era, a mediados de marzo de 1502, más que una especie de minúscula gota de agua en un océano de vegetación, y al igual que había ocurrido con la olvidada Isabela, tragada ya por la maleza, bastarían unos años de abandono para que de sus altivos edificios no quedase ni un mísero recuerdo.

Se detuvieron, por tanto, junto al ancho tronco de una ceiba que parecía marcar la frontera entre el pasado y el futuro de la isla, y hasta el que llegaban las voces de los borrachos que alborotaban en las tabernas del puerto, e incluso los ronquidos de un durmiente en la más próxima de las cabañas, puesto que la mayoría de las edificaciones de la flamante capital no eran más que simples tinglados de adobe y paja, aunque una docena de casitas de piedra y dos iglesias de anchos muros y rojas tejas evocaban en cierto modo a los villorrios del sur de España.

–No deberías pasar de aquí –señaló Cienfuegos aferrando a su amigo por el brazo–. Todo el mundo te relaciona con Ingrid.

–De poca ayuda te serviría si me escondo.

–De menos si te atrapan.

–¿Pero qué puedes hacer solo?

–Lo que he hecho siempre –puntualizó el cabrero–. Observar, escuchar y actuar en el momento oportuno. Si confías en Sixto Vizcaíno quédate en su casa y cuida de los chicos. Yo me ocuparé del resto.

Se abrazaron con afecto, pero cuando estaban ya a punto de separarse, el renco señaló:

–Recuerda que si te tropiezas con el capitán De Luna eres hombre muerto. Con esa melena roja te reconocerá pese al tiempo que ha pasado desde que te vio por última vez.

–Lo tendré en cuenta. ¡Adiós y suerte!

Minutos más tarde el gomero se había perdido de vista entre las solitarias callejuelas de la ciudad dormida, puesto que salvo los sempiternos trasnochadores que frecuentaban tabernas y lenocinios, la mayoría de sus habitantes preferían retirarse pronto, levantarse al alba y hacer los trabajos más duros antes de que hiciese su aparición el insoportable bochorno del mediodía. El clima de La Española, húmedo, caliente y pegajoso, agobiaba a unos castellanos más habituados al intenso frío de la alta meseta peninsular, o los secos veranos asfixiantes, y debido a ello se habían visto obligados a abandonar gradualmente la amada costumbre de mantener largas tertulias hasta altas horas de la noche, por lo que no se distinguían ya más luces que las de dos tímidas farolas en la Plaza de Armas y un par de abiertas ventanas en el mayor de los prostíbulos, ni se advertía más movimiento que el de una pareja de perros vagabundos que olisqueaban altas pilas de basura.

El gomero descubrió, sin embargo, que un centinela dormitaba apoyado en el quicio de la puerta de la casa de Ingrid, por lo que se vio obligado a dar un amplio rodeo para saltar ágilmente la tapia del jardín posterior y permanecer largo rato inmóvil junto al frondoso flamboyán bajo el que ella solía leer a la caída de la tarde.

Rozó apenas el brazo del alto sillón de mimbre, murmuró su nombre como si en verdad confiara en obtener respuesta, y alejó de su mente la idea de que pudieran haberle causado daño alguno, prefiriendo suponer que se encontraba a salvo, esperando que fuera a rescatarla, pues tenía plena conciencia de que el simple hecho de imaginar que alguien la había tocado le nublaba la mente y necesitaba más que nunca tener muy claras las ideas.

Penetró en la casa por la ventana del cuarto de Haitiké, y recorrió como una sombra más de las tinieblas los familiares salones y pasillos, con la misma calma y economía de gestos con que solía moverse cuando acechaba a una bestia en la jungla o trataba de hacerse invisible a los ojos de sus perseguidores.

Cienfuegos sabía ser silencio en el silencio, y el silencio era el único dueño de la casa a aquellas horas, por lo que ni siquiera crujió una tabla bajo su pie, chirrió una puerta, o se percibió el más leve rumor a su paso, llegando de ese modo al amplio dormitorio sobre cuya ancha cama tantas veces amó a la más perfecta mujer que nunca había existido, y donde una cálida noche ella le confesó que esperaban un hijo.

Se embriagó del perfume de las sábanas y tanteó el punto en que ella apoyaba la cabeza, para tenderse luego cara al cielo y soñar por un instante que aún soñaba a su lado.

Los largos años de separación y el convencimiento de que jamás volvería a verla habían conseguido hibernar su amor como semilla enterrada bajo metros de nieve, pero el simple calor de su presencia había permitido que esa semilla germinara con más fuerza que antaño, hasta el punto de que en aquellos momentos se le antojaba inconcebible la vida en solitario.

Tumbado en la oscuridad meditó durante toda la noche, rechazando una tras otra las mil disparatadas ideas que acudieron a su mente, puesto que la lógica desesperación le impulsaba a aferrarse a ilusiones que carecían por completo del más mínimo fundamento, y no cabía confiar en que ningún cerril misacantano de cerebro de mosquito se aviniera a aceptar el hecho de que en un mundo desconocido de allende el océano existiese un líquido negro y maloliente que tenía la virtud de flotar sobre las aguas y que en determinadas circunstancias era capaz de arder convirtiendo el universo en un infierno.

Semejante fenómeno no constaba desde luego en las Sagradas Escrituras, ni mucho menos en las Reales Ordenanzas, mientras que por el contrario Fray Tomás de Torquemada se había apresurado a advertir muy seriamente en sus temidas Instrucciones a los Inquisidores del peligro que corrían quienes se esforzaban por achacar a la inocente Naturaleza actos que había que atribuir sin duda alguna a la maligna intervención del astuto Ángel Negro.

Había que descartar toda opción al diálogo y al convencimiento racional de que el incendio del navío y el consecuente fallecimiento de algunos de sus tripulantes habían sido fruto de la astucia y no de inconfesables pactos demoníacos, sin que quedara más opción que el uso de la fuerza para salvar de la hoguera a una mujer que no había cometido otro delito que amar desesperadamente a un hombre.

¿Pero cómo conseguiría sacar a Ingrid del interior de una prisión guardada por medio centenar de centinelas? Se esforzó por recordar punto por punto el emplazamiento y distribución de la temida fortaleza en la que tantos hombres habían sido ejecutados en los últimos tiempos, pero llegó a la conclusión de que necesitaba encontrar la forma de penetrar en ella y conocerla a fondo, por lo que el alba le sorprendió en el coqueto gabinete de Ingrid, dedicado a la labor de cortarse la larga melena roja para teñírsela luego con aquel mismo extraño producto que la alemana usara tiempo atrás tan a menudo.

Cuando se miró en el espejo le costó trabajo reconocerse, y pese a lo amargo de su situación no pudo por menos que sonreír burlonamente al desconocido caballero de acusado mentón recién afeitado, estirada melena azabache y blanco blusón de encajes que le observaba cejijunto, pues pocos rasgos descubría en él que pudieran relacionarlo con el salvaje cabrero que solía vagar semidesnudo por las montañas de La Gomera o las selvas del continente.

Sabía dónde doña Mariana Montenegro solía ocultar el dinero, aprovisionándose de una buena cantidad de monedas de oro, y sin hacer el más mínimo ruido, atravesó la casa, salió al solitario jardín, y saltó de nuevo el muro cayendo como un gato en el callejón posterior, para encaminarse a la Plaza de Armas, donde al poco no era más que uno de los innumerables desocupados que se buscaban la vida.

La Fortaleza, un antiestético mazacote de piedra y barro que no soportaría el paso del tiempo y cuyos cimientos pasarían un siglo más tarde a formar parte de los tinglados del ensanche del puerto, constituía sin embargo por aquel entonces un impresionante edificio de gruesos muros, enrejadas puertas y dos altas torres de madera desde las que los centinelas parecían no perder detalle de cuanto acontecía en una legua a la redonda.

Pasó largas horas sentado en el porche de una hedionda taberna, atento a las idas y venidas de oficiales y soldados, vio llegar a dos dominicos y un franciscano que volvieron a salir poco más tarde, y aunque estuvo tentado de seguirlos desistió al comprender que, por más que cualquiera de ellos fuera el temido Inquisidor, escasa información obtendría de él de grado o por la fuerza. Pasado el mediodía advirtió, sin embargo, cómo tres alegres guardianes se encaminaban bromeando a la taberna para tomar asiento y solicitar a gritos el almuerzo, por lo que se las ingenió para conseguir que lo animaran a unirse a ellos en una agitada partida de dados en la que se dejó vencer dando muestras de una notable esplendidez a la hora de invitarlos generosamente con el mejor cariñena de la casa.

–Extraño resulta encontrar a un recién llegado a la isla que pague en lugar de andar buscando beber gratis –comentó con intención el alférez de más edad del grupo, un hombrecillo de afilada nariz al que le faltaban cuatro dientes, lo que le confería el curioso aspecto de un tucán–. ¿Acaso no sois uno de esos aventureros llegados en busca de fortuna?

–Buscar mayor fortuna no tiene por qué significar necesariamente andar hambriento –replicó con cierto énfasis el gomero–. Por suerte, dispongo de recursos suficientes como para mantener una posición decorosa, e incluso diría que holgada–. ¿Otra ronda?

–¡De acuerdo! Pero al menos decidnos cómo os llamáis, ya que siempre es mejor beber con amigos que con desconocidos.

–Guzmán Galeón.

–¿Galeón? –se sorprendió otro de los militares–. ¿De los Galeón de Cartagena? ¿Los molineros?

–¡No, por Dios! –replicó el cabrero en un tono levemente despectivo, para añadir a continuación con el más absoluto desparpajo–: De los Galeón de Guadalajara…: terratenientes.

–No tenéis el más mínimo acento alcarreño.

–Es que tuve que salir de allí muy joven. –Sonrió con cierta malicia–. Ya sabéis lo que ocurre cuando un padre furibundo pretende que carguéis con una gordita embarazada.

–¡Pies para que os quiero…!

–¡Exactamente! Desde entonces he andado dando tumbos hasta que oí decir que aquí en La Española había un futuro prometedor para gente con agallas.

–¿Vos las tenéis?

–Como cualquier otro.

–¿Qué tal con la espada?

–Regular.

–¿Buen jinete?

–No.

–¿Alguna habilidad especial?

–Puedo matar a una mula de un puñetazo.

–¡Caray…!

Resultaba evidente que la firmeza de la aseveración había impresionado a sus contertulios, que le observaron con un cierto respeto y, por último, un sargento que de tan ronco casi no se le entendía lo que decía, carraspeó trabajosamente:

–Fuerte sí que parecéis –admitió–. ¡Pero tanto como para matar a una mula…!

–O a un caballo… Para el caso es lo mismo.

–¿Estáis seguro?

–Por mil maravedíes suelo estarlo.

–¿Qué pretendéis decir con eso?

–Que es la apuesta mínima que acepto. –Hizo un gesto con el que parecía querer disculparse por no ser más comprensivo–. No lo puedo hacer por menos, ya que a veces se me resiente la mano y luego tengo que estar un par de meses inactivo.

–¿Acaso intentáis hacernos creer que esa es vuestra forma de ganaros la vida? ¿Apostando a que matáis mulas a puñetazos?

–O caballos… –El gomero chasqueó la lengua con gesto de fastidio–. Con los toros resulta más difícil. Caen redondos, pero al rato vuelven a levantarse.

–¡Qué bestia!

–Yo creo más bien que se está burlando de nosotros.

Cienfuegos los observó uno por uno, y cuando habló lo hizo como quien está cerrando un negocio que ya ha tratado infinidad de veces.

–Una burla que se respalda con mil maravedíes no debe serlo tanto –señaló–. Y por lo que a mí respecta dentro de una semana puedo disponer de ellos. –Exhibió una pesada bolsa–. Aquí hay cien a modo de señal…

Desparramó las monedas sobre la mesa, y la vista del oro tuvo la virtud de hacer relampaguear los ojillos del alférez de cara de tucán, que extendió las ávidas manos como si por un momento considerara que era suyo.

–¡Por todos los demonios! –exclamó estupefacto–. ¿Habláis en serio?

–Cuando se trata de dinero siempre hablo en serio –fue la seca respuesta–. Decidme: ¿estaríais en condiciones de reunir idéntica cantidad?

Los tres hombres se miraron, y no cabía duda de que la codicia había hecho presa en ellos hasta el punto de que su atención fue luego alternativamente del dinero al puño del cabrero como si estuvieran intentando calibrar hasta qué punto estaba en condiciones de conseguir su propósito de matar a una mula de un solo golpe.

–Podría intentarse… –carraspeó de nuevo el ronco–. ¿Elegiríamos nosotros al animal?

–¡Desde luego!

–¿Y lo haríais con el puño desnudo?

–Naturalmente.

Cuando poco más tarde observó cómo se alejaban hacia el puesto de guardia, el gomero se sintió satisfecho de sí mismo, pues resultaba evidente que había conseguido sembrar en su ánimo la duda de si sería o no cierto que podía realizar tan brutal hazaña.

Se contempló el puño y sonrió; aún recordaba cuando en La Gomera era capaz de tumbar patas arriba a un cerdo de un cabezazo, pero le constaba que ni un cerdo era una mula, ni un puño la frente, y lo que no sabía era si alguna vez se había dado el caso de que existiese un tipo tan desmesuradamente bestia como él había alardeado ser.

Su absurda bravuconería comenzó no obstante a rendir frutos al mediodía siguiente, cuando fueron ya cinco los oficiales de la guarnición que acudieron a la taberna a cerciorarse de que en verdad existía un pedante alcarreño dispuesto a arriesgar una fortuna en tan disparatada apuesta.

–No dudo… –admitió el bigotudo alférez Pedraza, el mismo que un día persiguiera inútilmente a doña Mariana Montenegro y su tripulación hasta las playas de Samaná– …que puede existir, en algún lugar del mundo, un Hércules capaz de llevar a cabo semejante proeza, pero a fe que incluso yo me atrevería a venceros a la hora de echar un pulso, por lo que no entiendo que afirméis que podéis matar a una mula.

–Si de echar un pulso se trata… –comentó el cabrero con tanto aplomo que obligaba a tomar en consideración sus palabras– podéis contar con ello en cuanto pongáis sobre la mesa los mil maravedíes correspondientes. Esa es, de igual modo, la apuesta mínima que acepto.

–¿Os habéis vuelto loco?

–En absoluto –fue la tranquila respuesta–. Loco estaría si arriesgara mi brazo, que es hoy por hoy mi única fuente de ingresos, por menos de ese precio.

–¡Dejadme verlo!

Se subió la manga y lo mostró a la curiosidad de los militares.

–No es más que un brazo… –señaló uno de ellos–. No le veo nada de extraordinario.

–Traed el dinero entonces…

Cienfuegos lo dijo en tono displicente, convencido como estaba de que el monto de la cifra impresionaba a unos hombres tan escasos siempre de recursos y que a la hora de arriesgarlos preferirían hacerlo apostando por la dureza del cráneo de una mula.

–Se me antoja que no sois más que un fanfarrón de tres al cuarto.

El gomero lanzó una larga mirada de soslayo al esmirriado y barbilampiño muchachito que había lanzado tan alegremente semejante acusación, y sin perder en absoluto una calma que constituía en esos momentos su única arma, replicó sonriente:

–Con alguien como Vos podría arriesgarme a una pequeña demostración, ya que me bastaría la mano izquierda para romperos la cabeza, y si recuperáis el conocimiento antes de cinco horas, invito a cenar a toda la guarnición.

La tez del lechuguino tomó un tinte cerúleo e hizo ademán de echar mano a su espada, pero pareció pensárselo mejor puesto que a primera vista aquella especie de impasible gigante de ojos gélidos parecía en condiciones de cumplir su promesa.

–¿Nadie os ha advertido que esa forma de hablar os puede acarrear graves problemas? –inquirió al fin, esforzándose por evitar que la voz le temblara.

–A diario.

–¿Y…?

–Jamás he tenido problemas. –El gomero sonrió como un niño–. Ni los busco –añadió–. Me limito ha ofrecer un trato a quien quiera aceptarlo. Si reúne la cantidad convenida, seguimos adelante. En caso contrario… ¡Tan amigos!

–Reuniremos ese dinero.

–Me alegra oírlo. El mío se impacienta.

–En verdad que estás loco –fue el lógico comentario del renco Bonifacio cuando esa misma noche Cienfuegos acudió a verle a casa de Sixto Vizcaíno para contarle sus progresos–. ¿Cómo se te ocurre provocar a toda una guarnición? –Lanzó un sonoro bufido–. ¡Nunca lograré entenderte! –añadió–. En lugar de buscar su colaboración para salvar a Ingrid, te enfrentas a ellos… ¿Qué diablos persigues con semejante actitud?

–Intrigarlos –fue la sincera respuesta.

–¿Intrigarlos? –se asombró el otro–. ¿Con qué fin?

–Con el de conseguir que me franqueen las puertas de La Fortaleza. Si intentara ganar su amistad, lo más probable es que me las cerrarían a cal y canto, pero no lo harán si solo creen que trato de estafarlos. –Hizo una corta pausa–. Y ten por seguro que ninguno de ellos me ayudará a salvar a Ingrid. Eso tengo que hacerlo a mi manera. Y mi manera es esta.

–La más estúpida.

–Quizá no –puntualizó–. Quienes están tan acostumbrados a sospechar de todos no suelen sospechar de quien llama demasiado su atención. Ahora su mayor preocupación estriba en despojarme de esos mil maravedíes.

–¿Y qué harás cuando te los ganen, aparte del ridículo…?

–Pagar, si es que pierdo.

–¿Lo dudas? –se asombró el renco–. ¿Es que acaso alguna vez has intentado matar una mula de un puñetazo?

–No –fue la burlona respuesta del cabrero–. Y por eso mis posibilidades siguen intactas; puedo conseguirlo, o no conseguirlo. –Rio divertido–. ¡Las apuestas están a la par!

–¡No me hace gracia! –masculló el otro malhumorado–. Lo que está en juego es la vida de Ingrid, y se diría que no te lo tomas en serio.

–Me lo tomo mucho más en serio de lo que imaginas –le hizo notar el gomero–. Y puedes creerme si te digo que no veo otro camino que el que estoy siguiendo… –Le apretó con afecto el antebrazo–. ¡Confía en mí! –pidió–. De momento he conseguido averiguar que está bien y que no piensan tocarla hasta que nazca el niño. Por lo visto para la Inquisición es mucho más importante la vida de un feto que la de un ser humano.

–Para ellos cualquier cosa es más importante que la vida de un ser humano, y si te descubren acabarás en la hoguera.

–Si morir en la hoguera es el precio que tengo que pagar por la vida de Ingrid, estoy dispuesto –replicó su amigo con absoluta naturalidad–. Pero antes de llegar a eso pienso dar mucha guerra. Aún sé cosas que ellos ignoran.

–¿Como qué?

–Como que en determinadas circunstancias, incluso un niño puede matar a una mula de un puñetazo. Es solo cuestión de astucia… ¡Y mucha fe!

 

 

Fray Bernardino de Sigüenza, comisionado por el gobernador don Francisco de Bobadilla para llevar a cabo las primeras investigaciones en torno a la grave acusación de brujería que pesaba sobre la alemana Ingrid Grass, a la que en La Española nadie conocía más que como doña Mariana Montenegro, era un rezongante y minúsculo hombrecillo cuyo enclenque esqueleto bailaba dentro de un astroso hábito de franciscano que más bien parecía hacer las veces de tienda de campaña, pues tanta era la mugre que lo cubría, que su rigidez obligaba a pensar que su dueño podía entrar y salir de él dejándolo en pie en mitad de la calle.

Fray Bernardino de Sigüenza tenía sarna, pulgas y piojos, olía a sudor y ajo a diez metros de distancia y se limpiaba insistentemente el moquillo que le goteaba como un grifo de la enorme nariz con un hediondo trapajo que guardaba en la manga, y cuya sola visión obligaba a volver la vista hacia otra parte o se corría el riesgo de sentir arcadas.

Para ser aún más concretos a la hora de describirle, bastaría con asegurar que Fray Bernardino de Sigüenza produciría náuseas a los sapos de una ciénaga, pero, como compensación a su repelente aspecto físico, poseía una privilegiada mente analítica y, lo que era aún más importante, un generoso corazón rebosante de fe en Dios y en los seres humanos.

Fue por ello su odiosa apariencia, más que sus apreciables virtudes, lo que empujó al gobernador Bobadilla a confiarle el desagradable menester de improvisado inquisidor, influido quizá por el hecho innegable de que aún no había en la isla ningún auténtico representante de la Santa inquisición, y el fétido mocoso era a todas luces el fraile de más siniestro aspecto de cuantos habían atravesado hasta el presente el Océano Tenebroso. En un principio Fray Bernardino de Sigüenza se sintió profundamente molesto y casi ofendido por tan injusta y caprichosa designación, pero en cuanto estudió el caso y mantuvo una primera entrevista con la acusada dio gracias a Dios por que se le brindase la oportunidad de llegar al fondo de unos hechos que cualquier otro inquisidor, especialmente si se hubiera tratado de un dominico, habría despachado por el expeditivo procedimiento de enviar sin mayor dilación a su víctima a la hoguera.

Y es que Fray Bernardino de Sigüenza no tenía necesidad de que le demostraran la existencia de Dios, puesto que veía su mano en cada árbol, cada río o cada criatura de este mundo, pero sí buscaba ansiosamente pruebas de la existencia del demonio, puesto que su tan aireada maldad tan solo era visible en el execrable comportamiento de algunos seres humanos.

Si era cierto que el temido Ángel Negro tenía el poder de hacer arder las aguas de un lago y apoderarse de la voluntad de una hermosa dama de dulce apariencia convirtiéndola en bruja y asesina, el buen fraile se sentía en la obligación de descubrir qué tortuosos métodos utilizaba «El Maligno» para llevar a cabo tan nefandos prodigios.

–Si en verdad creéis que lleváis al demonio en vuestro interior, decídmelo y lucharemos juntos por expulsarlo –fue, por tanto, lo primero que dijo al tomar asiento en la agobiante estancia de gruesos muros y enrejadas ventanas en que mantenían incomunicada a la prisionera–. En caso contrario, quiero escuchar vuestra versión de los hechos.

–En mi interior no llevo más que un hijo y un profundo amor a Dios que me ayudará a sobrellevar esta dolorosa prueba –fue la serena respuesta–. En cuanto al demonio, siento por él tanto horror y desprecio como podáis sentir Vos mismo.

–Sin embargo, conseguisteis que las aguas de un lago ardieran, destruyendo un navío y abrasando a sus tripulantes. ¿Qué podéis decir ante la evidencia de semejante prodigio?

–Tan solo puedo corroborar que cuando se le prendió fuego, el agua ardió, aunque ignoro la razón.

–Pero eso va contra las más elementales leyes de la Naturaleza –señaló el franciscano–. Y si no podéis darle una explicación convincente, el hecho deberá ser tachado de brujería.

–¿Tacharíais el hecho de brujería el hecho de que cayera un rayo que hiciera arder un árbol matando a diez personas? Sin embargo suele ocurrir, y ni tengo explicación, ni culpa alguna en ello.

Fray Bernardino de Sigüenza se agitó en su incómodo asiento y dirigió una distraída mirada al impasible escribano, que, parapetado tras una desvencijada mesa, iba anotando cuidadosamente preguntas y respuestas, y abrigó tal vez una mínima esperanza de que se hubiese olvidado de registrar esta última –un rayo es algo que viene del cielo, como la lluvia, el día o la noche; un fenómeno atmosférico natural en el que no interviene la mano del hombre–. El enclenque hombrecillo sacó una vez más el empapado trapajo y se secó la punta de la nariz tras sorber repetidas veces.

–Pero en este caso, fuisteis Vos quien prendió fuego al agua.

–No. No fui yo.

–Es de ello de lo que se os acusa.

–¿Quién me acusa?

–Eso no puedo decíroslo –fue la seca respuesta.

Doña Mariana Montenegro permaneció largos minutos pensativa, tratando por un lado de vencer la visceral repugnancia que le producía el hediondo frailecillo que no cesaba ahora de rascarse unos sarnosos brazos que eran como oscuros y peludos palillos cubiertos de mugre, al tiempo que se esforzaba por mantener la calma y la claridad de ideas, pues tenía plena conciencia de que cuanto dijera de allí en adelante dependería su futuro y el de la criatura que llevaba en su seno. Era cosa harto sabida que el método seguido por los inquisidores para quebrar la resistencia de los interrogados, obteniendo así la confesión que deseaban sin recurrir a la tortura, solía pasar por el maquiavélico procedimiento de tejer una tupida tela de araña a base de secretos, medias verdades, veladas amenazas, o amables invitaciones a inculparse a sí mismos prometiéndoles perdón para sus supuestos delitos, y por tanto meditó mucho sus palabras sin permitirse caer en la trampa de la precipitación, antes de señalar con firmeza:

–Quien de tal iniquidad me acuse gratuitamente, lo hará sin duda por odio o enemistad hacia mi persona, y admitiréis que en ese caso, su testimonio carece de toda validez a los ojos de Dios y de la Iglesia.

–¿Se trata pues de un conocido vuestro?

–No necesariamente.

–¡Sí necesariamente! –puntualizó Fray Bernardino de Sigüenza–. Puesto que dentro de la razón no se explica la enemistad de un desconocido. Un término anula el otro.

–Jugáis con las palabras –le hizo notar la alemana entrecruzando las manos para no delatar que le temblaban, pues comenzaba a darse cuenta de la peligrosidad de la batalla dialéctica a la que su interlocutor parecía dispuesto a conducirla–. Alguien que me envidie, que desee algo que yo tengo, o que considere, injustamente, que le causé algún daño, puede ser mi acusador sin que resulte imprescindible que yo le conozca.

–¿Como por ejemplo…?

–Los frailes dominicos, que pretenden apoderarse de mi casa, pues es la única forma que tienen de ampliar su convento.

Resultó evidente que al franciscano no le desagradaba en absoluto la idea de que se lanzara tamaña acusación contra sus más directos competidores, y pareció querer asegurarse de que en esta ocasión el escribano anotaba cuidadosamente la respuesta.

–Nada tienen que ver los dominicos con todo esto –replicó por último–. Y peligroso resulta por vuestra parte acusar a hombres santos de semejantes maquinaciones.

–Yo no les he acusado –se apresuró a puntualizar doña Mariana–. Tan solo he respondido a vuestra pregunta poniendo un ejemplo… –Hizo una nueva pausa–. También podría mencionaros a mi esposo, el vizconde de Teguise, capitán León de Luna, que juró matarme porque le abandoné, y de hecho me ha perseguido ferozmente todos estos años.

–Prometió no volver a molestaros… –El improvisado inquisidor se apoderó de un piojo que corría sobre su hábito y lo aplastó entre las uñas de los pulgares con la habilidad de quien dedica a tal deporte largas horas–. Y me consta que ha cumplido su promesa. –Negó convencido–. No es él quien os acusa.

–¿Quién entonces?

–Quizás alguien que, de buena fe, desea ayudar a la Santa Madre Iglesia a librarse de quienes pretenden destruirla aliándose con «El Maligno». –Ahora fue él quien hizo una larga pausa observando con ojillos pitiñosos a la mujer, que hacía ímprobos esfuerzos por fingir que mantenía su entereza–. Decidme: ¿cómo conseguisteis hacer arder el agua de aquel lago?

–No fui yo.

–¿Quién entonces…?

–Alguien de la tripulación.

–¿Su nombre?

–Lo ignoro. Pudo ser cualquiera.

–Incluso Vos. Y quien acusa, os acusa a Vos, no a cualquier otro.

–¿Acaso se encontraba a bordo? –fue la rápida pregunta–. Porque si se encontraba sabe muy bien que miente y es a él a quien deberíais interrogar.

–No se encontraba a bordo.

–¿Cómo puede asegurar entonces que fui yo?

–¿Por qué no? Y es únicamente a Vos a quien acusa. No ha presentado cargos contra nadie más.

–¿Acaso no comprendéis que la armadora de un buque sería la última en realizar semejante tarea cuando hay más de cuarenta hombres en él?

–A no ser que sea la única que tiene poderes para hacerlo… –fue la desconcertante respuesta del franciscano–. Conozco docenas de marinos y ninguno de ellos sería capaz de hacer arder el agua de un lago. Solamente una mujer; una bruja que mantenga relaciones con «El Maligno» está capacitada para llevar a cabo tamaño prodigio.

–¿Se me juzga entonces por mi sexo? ¿Por ser la única mujer a bordo? ¿Tan solo en eso se nos considera superiores a los hombres: en nuestra capacidad de aliarnos con el demonio?

–Aún no se os juzga –especificó puntilloso Fray Bernardino de Sigüenza–. Eso lleva tiempo y requiere la presencia de mentes mucho más preclaras que la mía. Yo tan solo estoy aquí para tratar de dilucidar si existen pruebas suficientes como para dudar de vuestra fe en Dios y admitir que tal vez tengáis efectivamente tratos con el demonio.

–Pero actuáis como si ya me consideraseis culpable.

–Inquisitio, no acusatio–puntualizó el otro alzando el dedo a modo de advertencia–. Si os considerase culpable aplicaría el tormento para acabar de una vez.

–¿Seríais capaz de hacerlo?

–¿Quién soy yo para oponerme a las ordenanzas de la Santa Madre Iglesia? –se asombró el frailecillo–. Si ella, en su infinita sabiduría, ha llegado al convencimiento de que la tortura es el único medio capaz de vencer la resistencia diabólica, ¿cómo podría negarme a aplicarla?

–Más obliga a mentir la tortura que el mismísimo Satanás.

–Ignoro cuánto puede obligar a mentir la tortura, ya que jamás he visto un potro, pero si he aceptado cumplir con una misión, cumpliré con ella hasta sus últimas consecuencias, tenedlo por seguro.

–Por seguro lo tengo.

–Sigamos entonces… –Nuevamente el empapado pañuelo, el moquillo, el rascarse la sarna y el perseguir pulgas o piojos antes de reanudar un interrogatorio, que comenzaba a hacerse obsesivo–. ¿Tenéis alguna explicación que dar a lo acontecido en el lago?

–Tan solo que en este Nuevo Mundo ocurren cosas a las que no estamos acostumbrados, y tal vez por ello se nos antojan sobrenaturales –replicó la alemana esforzándose por mostrar un recogimiento que estaba muy lejos de sentir–. ¿Acaso se os ha pasado por la mente ir allí y asistir a semejante fenómeno?

–¿Insinuáis que debo participar en un acto de brujería para creer en él?

–Unicamente insinúo que deberíais presenciarlo para determinar si se trata o no de brujería.

–No necesito viajar para entender que si las aguas arden cuando el Creador dispuso que apagaran el fuego es porque una mano muy poderosa ha tenido que intervenir en ello.

–¿Más poderosa aún que la del Creador, ya que es capaz de transformar sus leyes?

–Peligroso camino es ese –le hizo notar Fray Bernardino sin conseguir evitar una mirada de soslayo a las anotaciones del escribano.