Crónicas - Amado Nervo - E-Book

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Amado Nervo

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Beschreibung


Amado Nervo tuvo en vida un prestigio que llegó a la apoteosis en el momento de su muerte, cuando todos los países hispanoamericanos se unieron al homenaje fúnebre. El recelo que esta popularidad ocasionó durante varias décadas ha comenzado a ceder ante nuevas apreciaciones de la poesía y de la prosa de Nervo, esta edición es una recopilación de Crónicas que darán una visión del autor.

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Pedro Calderón de la Barca

CRÓNICAS

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-856-0

Greenbooks editore

Edición digital

Junio 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-856-0
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Indice

Los sabios y el misterio de la vida

El optimismo

Sobre el misterio

Un admirable sincronismo

La temeraria aventura

El miedo al dolor

Mucho ruido…

La muerte del ateísmo

La euthanasia

Eugenesia

El termómetro

Una brújula

La muerte de la galantería

Brevedad

En defensa del diablo

El hombre nuevo

Dos años…

Los muertos

La literatura española y la portuguesa. El concepto francés de cada una de ellas

Los iliteratos en el ejército y en la juventud francesa

La libertad del arte literario

La mujer y la literatura española contemporánea

Los sabios y el misterio de la vida

El año de 1913 ha sido fértil para la ciencia.

Infinitos inventos e infinitas derivaciones prácticas de

descubrimientos anteriores, han venido a aumentar enormemente el acervo mental humano. Empero, el problema por excelencia en que los hombres de laboratorio han trabajado quizá con más encarnizamiento, es el de la conquista de la energía intra-atómica, «de esa energía inmensa, capaz de dislocar y de romper el equilibrio indestructible que existe en los electrones constitutivos del átomo» y merced a la cual se redimiría al mundo, desapareciendo las desigualdades de la suerte que obligan a las cinco sextas partes de la humanidad a trabajar sin descanso para producir lo necesario a una sexta parte privilegiada. La energía intra-atómica, la utilización de las mareas y el aprovechamiento del calor solar, podrían por sí solos realizar con exceso toda la suma de trabajo que el mundo necesita para vivir.

Llegada la actividad científica al punto en que se halla, todo hace presumir que va a desbordarse en incontables aplicaciones. Los descubrimientos se seguirán vertiginosamente. Lo que soñábamos como lejano se volverá habitual, sin causarnos sorpresa ninguna, gracias a esa maravillosa facultad que poseemos de adaptarnos a todo.

El cinematógrafo, unido al fonógrafo, nos reproducirá la vida con su poderosa y sugerente realidad. La telegrafía inalámbrica, que merced a un minúsculo receptor de bolsillo está ya, por unos cuantos francos, al alcance de todo el mundo, pudiendo servir de antena… hasta un paraguas, nos pondrá en condiciones de suprimir el espacio; la visión a distancia será tal vez un hecho antes de que termine 1914. El aeroplano, para el cual Orvile Wright ha encontrado un estabilizador admirable, llegará a perfeccionamientos no imaginados. La transmutación de la materia (derivada del conocimiento de los átomos de que hablábamos antes), que ha valido a Ramsay éxitos llenos de un turbador enigma, ha de sorprendernos en breve con milagros de laboratorio. En suma, todo incita a creer que el año que ha empezado abrirá al cerebro humano horizontes inmensos… Pero el misterio de lo que esté más allá de esos horizontes, será tan esquivo, tan ilimitado, tan imponente como siempre…

«Con sólo lo que ignoramos —ha dicho sir William Crookes— se podría construir el universo». Y uno de los más prestigiados biólogos modernos, Mr. de Grammont Lesparse, en libro que acaba de aparecer en casa de Alean sobre Les inconnus de la Biologie, nos dice que, a pesar de todos los adelantos de esta ciencia maravillosa, no se puede dar un paso sin la noción de un principio intelectual, activo, simple y sin duda autónomo, Logos, Clinamen, Espíritu, Alma (poco importa el nombre), «sin el cual nada se explica, con el cual todo se comprende».

Por su parte, el sabio doctor Gustavo Le Bon, hablándonos de los misterios de la vida, en una especie de balance de los adelantos psíquicos del año, afirma que en el terreno orgánico no ha podido ser formulada una sola hipótesis verosímil. Se emplean únicamente palabras que no significan nada real, como fuerza vital, naturaleza, instinto, etcétera, y ellas constituyen las explicaciones de lo que ignoramos… «El hombre de ciencia las repite todavía algunas veces para simplificar sus descripciones; pero sabiendo bien que no tienen ningún sentido. Inútil es reflexionar mucho —dice— para ver que cuando se califica por ejemplo de fuerza vital el poder inexplicable que hace crecer una brizna de yerba o regenera la pata mutilada de una salamandra con sus vasos y sus nervios, nada se ha averiguado de la causa real de los fenómenos observados».

«Los métodos que permitieron construir el brillante edificio de las ciencias físicas —añade— han revelado poca cosa de la naturaleza de los fenómenos vitales… El estudio físico-químico de la vida no es más que el de la muerte. Se desciende fácilmente de la vida a la muerte; pero no se vuelve a subir de la muerte a la vida».

*

Es cierto que la ciencia se ha dedicado a desentrañar los problemas de la actividad celular y no hay artículo de vulgarización que no nos hable de las células. Hasta los poetas usamos ya corrientemente la palabrita en nuestros versos: «Células» por aquí, «células» por allá… Pero ¿qué es la célula en suma? Un misterio más, de complejidad mayor a medida que se le estudia.

«Cada célula —dice Le Bon— se conduce como si fuera dirigida por una inteligencia inmensamente superior a la de los más grandes genios…». «El sabio capaz de resolver con su inteligencia los problemas resueltos a cada hora por humildes células, sería de tal suerte superior a los otros hombres, que se le consideraría como a un dios…».

«El cuerpo de un mamífero cualquiera puede compararse a una vasta fábrica, que comprende muchos miles de millones de células microscópicas, cada una de las cuales representa un activo obrero. Están colocadas estas células bajo la dirección de centros nerviosos ( a los que el propio Le Bon ha dado en otro tiempo el nombre de “centros de razonamiento biológico”).

»Los obreros celulares se dividen en grupos, ocupados en faenas muy difíciles. Hay equipos de pequeños químicos, que elaboran sin cesar productos complicados, distribuidos a su vez por otras categorías de obreros en las diversas partes de la fábrica, para que sirvan al mantenimiento de los órganos. Esta utilización va acompañada de desechos, que células especiales dirigen hacia un sistema de conductos evacuadores, los cuales funcionan sin descanso».

«En una fábrica ordinaria, la tarea es fácil, porque cada obrero realiza siempre las mismas maniobras; pero en la fábrica de nuestra vida el obrero debe variar incesantemente su trabajo, de acuerdo con multitud de circunstancias. Debe asimismo defenderse de los numerosos enemigos que lo atacan, fabricando productos capaces de neutralizar su acción. A las diversas toxinas susceptibles de perjudicarlas, las células saben oponer inmediatamente las antitoxinas por ellas elaboradas y cuya complicada composición varía según las circunstancias». «Tan sólo para comprobar la prodigiosa tarea realizada por los obreros celulares, han sido necesarios siglos de investigación, pero tal investigación nada nos ha dicho de la naturaleza de las fuerzas que dirigen todo este trabajo. ¿Por qué el grano se transforma en árbol lleno de verdura? ¿Por qué una oruga se vuelve mariposa? ¿Cómo han adquirido los peces del fondo de los mares esos ojos de fuego, cuya estructura es muy superior a la de nuestros faros, y que les permite iluminar las tinieblas? ¿De qué manera las células clorofilianas absorben las radiaciones solares y transforman el ácido carbónico en carbono, con el cual las plantas fabrican el almidón y el azúcar que han menester? No es posible responder a ninguna de estas preguntas».

*

No es posible responder a ninguna de estas preguntas…

El hombre, pues, a pesar de la enorme ciencia adquirida, se encuentra en la primordial situación del niño que os abruma con sus porqués.

¿Por qué ando, papá? ¿Por qué veo? ¿Por qué Antonio tiene los ojos azules y yo los ojos negros? ¿Por qué sale un pájaro de ese huevecillo, y de ese otro un reptil, y de aquél un insecto? ¿Por qué…?

¿Pero sin esta interrogación deliciosamente torturadora, valdría la pena vivir? ¿Tendría alguna nobleza la existencia? ¿Habría poetas y artistas y filósofos? ¿Temblaría el amor en las miradas de los jóvenes?

¡Bendito seas, oh Desconocido, que nos escondes tantas cosas!

¡Oh Isis, tu velo embellece la vida, que sin él no fuera más que bostezo inmenso en la desolación helada del vacío!

El optimismo

CADA ÉPOCA trae su enfermedad, pero también encuentra su remedio. Las panaceas se suceden a través de los siglos, paralelamente a las dolencias, y no ha habido ninguna que carezca de eficacia real… a condición de emplearla con fe.

La característica de nuestro tiempo es la fiebre del negocio, la ávida busca del bienestar material, el ansia de placeres inmediatos, el desenfrenado amor a la riqueza. La vida en las grandes ciudades adolece de una vibración formidable y la consecuencia natural de todo esto es la neurastenia. La neurastenia puede, pues, considerarse como el mal del siglo XX, mal implacable contra el que son impotentes todas las riquezas de Rockefeller y todos los paraísos artificiales de París. El millonario que creyó haber conquistado el mundo, empieza de pronto a sentir miedo, inquietud de algo vago, impreciso; una sensibilidad morbosa lo lleva a paroxismos de ira por la menor contradicción. Tiene amagos de locura. El médico, solemne y caro, a quien consulta, lo envía de unas en otras aguas, de una en otra estación terápica, donde cómplices astutos completan la sangría pecuniaria iniciada en Londres, en París o en Berlín.

Para los pobres, el caso es más desesperado. La neurastenia muestra aspectos tan terribles como para los ricos; pero no hay posibilidad de distracción, ni de tregua. Al infierno del taller, de la fábrica, de la casa de comercio, sigue el infierno del hogar, el imperioso problema económico de todos los instantes, la acidez del humor, el incesante alfilerazo del cónyuge menos paciente.

He aquí, pues, el enemigo, he aquí la dolencia, actual, complicada en los espíritus más altos con la inquietud filosófica y con la imposibilidad de dar del mundo una explicación intelectual convincente para todos.

Pero decíamos que cada época trae también su remedio. ¿Cuál es el de este desequilibrio? Hay uno que apunta desde hace tiempo y asoma por todas partes. Se basa en una filosofía que arranca desde la antigüedad, pero que adquiere hoy intensidades insólitas. Puesto que los fenómenos exteriores no tienen en el yo más influencia que la que les da nuestra concepción acerca de ellos; puesto que todo lo que pasa no nos hiere sino en la medida de nuestra aceptación íntima; puesto que los sucesos y las cosas en sí nada son y para nosotros no tienen otro ascendiente que el que les confiere el concepto que de ellos nos formamos, si por medio de una educación relativamente fácil de la voluntad llegamos a un concepto luminoso, riente de la vida, nada logrará ya herirnos ni desconsolarnos; los incidentes diarios esperarán a la puerta de nuestra alma para volverse malos o buenos, según el color de que nuestra alma los vista, y ella los vestirá a todos de colores claros y resplandecientes.

No es éste, no, el panglossismo con que Voltaire se burlaba de las teorías de Leibnitz; es el optimismo de los Emerson, de los Whitman, de los Marden, de los Taine; es el optimismo de Teodoro Parker, de Everett Hale, y si queremos buscarle antecesores entre los grandes hombres de otros siglos, es el optimismo maravilloso de San Agustín y de San Francisco de Asís. Es la convicción que

Rousseau en sus primeros escritos, Diderot, Bernardino de Saint Pierre, etc., tenían de la bondad esencial de la naturaleza, unida a un ímpetu de amor cordial y generoso de todo, que ellos no podían tener porque es preciso para sentirlo un poco de misticismo, pero que tienen muchos de los grandes espíritus modernos.

Veamos los efectos de este estado de alma infinitamente simpático y eficaz, en Whitman, por ejemplo.

El doctor Bucke, discípulo del gran poeta, nos dice: «Su ocupación favorita parecía ser el divagar solitario por el campo, mirando la hierba, los árboles, las flores, los juegos de luz, los aspectos cambiantes del cielo; escuchando a los pájaros, a los grillos, a las ranas y los mil rumores de la naturaleza. Era manifiesto que gozaba más, infinitamente más de lo que nosotros gozamos normalmente.

Antes de conocerle no me había venido a las mientes que ante un espectáculo tal pudiese experimentarse la dicha perfecta que sabía extraer de todas las cosas… Para él todo objeto natural parecía tener un atractivo. Todos los espectáculos, todos los sonidos parecían agradarle. Se veía que amaba a todos los hombres, a todas las mujeres, a todos los niños que encontraba en su camino.

»Quizás no ha existido nunca un hombre que haya amado tantas criaturas y que haya desdeñado tan pocas…

»Sin embargo, nunca le oí decir que amara a alguien; pero todos aquellos a quienes conocía sentían que los amaba y que amaba a muchos otros aún. Jamás lo vi discutir o enojarse; jamás hablaba de dinero. Defendía siempre, ya riendo, ya en serio, a sus detractores y a sus críticos, y hasta he llegado a pensar que hallaba cierto placer en los ataques que suscitaban sus escritos o su persona. Cuando le conocí creí que se dominaba y no permitía a su impaciencia o a su rencor que se manifestasen por las palabras. No me había venido al espíritu que tales sentimientos pudiesen no existir en él. Pero después advertí, merced a una larga observación, que tenía este género de insensibilidad. Jamás se expresaba mal de ninguna época, de ninguna clase social, de ningún oficio, ni siquiera de un animal, de un insecto, de un objeto inanimado, de las leyes naturales o de sus consecuencias, como la enfermedad, la deformidad o la muerte. Jamás se quejaba del mal tiempo; no juraba jamás. Nunca hablaba con ira, y, según todas las apariencias, nunca se encolerizó. Por último, nunca experimentó miedo ninguno».

¡Qué espléndida ecuanimidad! Comparadla con la pasión de ánimo de media humanidad, con la neurastenia aguda de la otra media, y sentiréis por nuestros semejantes cierta conmiseración desdeñosa… o cierta caritativa piedad.

Pero objetaréis: ¿qué le vamos a hacer? No todos podemos ser Walt Whitman.

Los psicoterápicos sajones afirman empero que sí.

Todos podemos ser Walt Whitman o Emerson, no por el ingenio, sino por la alegría y la paz.

«El optimismo —dice William James— es como la salud del alma.

Esta salud moral puede ser espontánea o voluntaria y sistemática. Cuando es involuntaria, produce una alegría inmediata en presencia de las cosas. Cuando es voluntaria supone un esfuerzo para concebir abstractamente las cosas como buenas.

»El optimismo sistemático ve en el bien el carácter esencial de todo lo que existe: excluye deliberadamente el mal de su campo visual… La felicidad, como cualquiera otra emoción, produce cierta ceguera mental con respecto a todos los hechos que pueden serle contrarios; es como un muro protector contra toda impresión perturbadora… Una gran parte de lo que nosotros llamamos el mal, no viene sino de la manera que tenemos de considerar las cosas. El mal puede frecuentemente ser transformado en un tónico, es decir, en un bien, por la simple sustitución de una actitud de combate, al desaliento y al temor. Frecuentemente el aguijón del sufrimiento cede el sitio a una atracción verdadera cuando después de haber tratado en vano de evitarlo nos decidimos a mirarlo frente a frente y a soportarlo con buena voluntad. Sería, pues, indigno de un hombre no recurrir a los hechos dolorosos que amenazan la paz interior. Admitamos que los hechos subsisten; si rehusáis ver en ellos un mal, si desdeñáis su poder, si hacéis como si no existiesen, habrán perdido con relación a vosotros lo que tienen de perjudicial. Si sólo gracias a vuestro pensamiento se vuelven buenos o malos, eso prueba que ante todo debéis aprender a dirigir bien vuestro pensamiento».

¡Dolor —dijo el filósofo antiguo—, nunca confesaré que eres un mal…!

Pero, replicaréis, ¿y quién va a ejercitarnos en esta actitud optimista? ¿A qué hora, entre el continuo trabajo, preguntarán los pacientes, recurriremos a ella, si al menor minuto de tregua que nos dan el automóvil, el tango, el bridge o los deportes violentos se nos cuela el tedio por todas las puertas?…

Los apóstoles de la mind cure os responderán que con media hora diaria de un recogimiento sistemático, para empezar, ya podríais ganar mucho, sobre todo si eligieseis además tales o cuales lecturas.

Santa Teresa ofrecía en nombre de Cristo el cielo a todo el que practicase a diario un cuarto de hora de oración mental. Los de la mind cure os ofrecen el paraíso en la tierra si aprendéis con ellos a ser optimistas.

¿Cuál es el primer paso que ha de andarse para este optimismo libertador?

La supresión del miedo.

«El miedo —dice Honorio Fletcher ( Happiners as found in Foret hought minus Fearthought)— ha podido tener su utilidad en el curso de la evolución. Toda la previsión de los animales consiste en tener miedo; pero es absurdo que este estado de ánimo represente un papel en el espíritu del hombre civilizado. He observado que el temor, lejos de ser un estimulante, debilita y paraliza a todos los hombres bastante cultivados para dejarse dirigir por el imán del bien y del deber. Una vez que el temor no sirve ya de defensa, se convierte en obstáculo; hay que suprimirlo como se cortan las carnes muertas de un órgano todavía vivo… Yo defino el temor: “Una autosugestión más o menos voluntaria de inferioridad”, a fin de mostrar que pertenece a la categoría de las cosas perjudiciales, y de ninguna manera respetables».

La consideración de que todo lo que sucede está bien, de que la naturaleza universal no puede dañarnos sin dañarse, como pensaba Marco Aurelio; de que nuestro yo es inexpugnable, aun cuando contra él se conjurasen todas las tempestades; de que estamos unidos íntimamente con el principio del universo, sea cual fuere; de que el infinito no puede querer nuestro mal, ni en la vida, ni más allá de la vida, suprime en la mente toda posibilidad de temor… Recordemos a este propósito las palabras de Maeterlinck, en su libro La muerte:

«Sea que el universo haya encontrado ya su conciencia, la encuentre un día o la busque eternamente, no podría existir para ser desgraciado y sufrir, ni en su conjunto ni en una sola de sus partes; poco importa que esta parte sea invisible o inconmensurable, ya que el más pequeño es tan grande como el más grande en aquello que no tiene término ni medida. Torturar un punto es lo mismo que torturar todos los mundos, y si el infinito tortura los mundos, tortura su propia substancia».

El miedo no tiene, pues, razón de existir en el ser consciente, ni con respecto a esta vida ni con respecto al misterio. Ahora bien:

suprimid el miedo y habréis suprimido todas las fobias modernas, y con el propio golpe habréis matado la raíz misma de la neurastenia. Y si a esta disciplina mental pudieseis añadir una vida sencilla, si fueseis menos «snobs»…

¿Sabéis cómo define el esnobismo un pince-sans-rire francés? «El esnobismo —dice— es la molestia que se imponen algunos imbéciles, privándose de lo que les gusta, para hacer creer que les gusta lo que más les molesta…».

*

No os quejaréis de mí: parodiando la célebre frase de Iturbide cuando consumó la independencia de México (hoy que acaso va a resultar de pies de barro… como tantos otros colosos), os repetiré: «Ya os enseñé a ser libres; aprended vosotros a ser dichosos». Ya os enseñé a libertaros del miedo; ensayad a vivir sin él; veréis cómo en el más impensado momento encontraréis la felicidad duradera, y si nunca más dejáis entrar temores en vuestra alma, si sólo dais acceso a las ideas optimistas que vuestra imaginación os sugiera, llegará un día en que exclamaréis:

—No creía que fuera tan fácil el ser feliz…