Crónicas apestosas - Joan Antoni Martín Piñol - E-Book

Crónicas apestosas E-Book

Joan Antoni Martín Piñol

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Beschreibung

¡El libro ideal para leer en el váter! Los protagonistas de estos cuentos son tan roñosos como delirantes, pero con ellos seguro que pasas un buen rato. Conoce a la superheroína que ataca con mocos radioactivos, a las ratas zombis gigantes, al niño boñiga o al hombre que solo puede cagar cuando lo hace en su casa. Un libro que te sacará una sonrisa o te hará arrugar la nariz de asco. O, seguramente, ¡todo a la vez!

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Seitenzahl: 112

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Joan Antoni Martín Piñol

Crónicas apestosas

PELIGR LEER CON MASCARILLA

Saga Kids

Crónicas apestosas

 

Copyright © 2009, 2022 Martín Piñol and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728426043

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Para Natalia, que huele a sueños

Martín Piñol

PRÓLOGO

CRÓNICAS APESTOSAS

Durante años hemos sido perseguidos.

 

Practicar el noble arte del pedo, del eructo o del pie apestoso nos ha llevado a ser tachados de guarros, cerdos, asquerosos y, lo que es peor, maleducados.

 

Durante años la sociedad nos ha reñido en público, intentando que nos avergonzáramos de lo que somos.

 

Pero ahora las cosas van a cambiar.

 

Desde el TIP (Tribunal Internacional del Pedo) vamos a conseguir que se respeten las artes escatológicas y que criaturas de todo el planeta puedan soltar sus olores sin que el mundo los menosprecie.

 

A esta misión tan audaz (y que aún no podemos explicar porque estamos elaborando los planes) le ayudan libros como el que tienes en la manos.

 

Martín Piñol y sus Crónicas apestosas representan un paso de gigante sin precedentes. Y no en el mundo de la Literatura, que eso nos da igual, sino en el

ámbito maloliente. Jamás un libro había sido tan flatulentamente adictivo, tan podridamente insólito, tan asquerosamente fascinante.

 

Libros como éste son los que se necesitan leer en cada váter de cada casa de cada país. Comprad muchos ejemplares y enriqueced al muchacho, que es muy majo.

Tribunal Internacional del Pedo (Johnny Kakota, Ben Pedorro y Amanda Podrideski)

EL QUESITO GALÁCTICO

¿Te huelen los pies cuando te sacas las bambas?

¿Tu madre se queja siempre de que dejas los calcetines negruzcos y olorosos?

Cuando estás solo en tu habitación, ¿notas un pestazo a queso vomitado que sube desde el suelo y amenaza con intoxicarte?

Pues, por guarrote que seas, nunca podrás compararte a Quesito Mortal.

Bueno, en realidad no se llamaba Quesito Mortal. Cuando en clase el profe pasaba lista, él respondía «presente» cuando llamaban a Alfredo Clavijo. Pero todo el mundo le llamaba Quesito Mortal porque los pies le olían peor que un campo de estiércol podrido.

En las clases de gimnasia, nadie quería cambiarse en el vestuario cuando él estaba.

En natación, nadie quería nadar detrás de él, porque, aun con el agua y el cloro, el olor seguía notándose. Incluso más de un niño se había desmayado y se había empezado a hundir, cosa que siempre pone muy nerviosos a todos los profesores.

Pero lo peor era la media hora del recreo. Porque Quesito Mortal siempre se empeñaba en jugar al fútbol de delantero.

El chico le ponía pasión, pero chutaba muy mal y con el impulso siempre se le escapaban las bambas. Aquí hay que aclarar que Alfredo Clavijo era el séptimo hijo de los Clavijo y heredaba las bambas de sus hermanos mayores, que tenían los pies enormes como raquetas de tenis. Y claro, cada vez que la bamba derecha de Quesito salía volando y cruzaba todo el patio, cundía la voz de alarma. Los profesores vigilantes soplaban sus silbatos con toda la energía de sus mofletes y los niños se ponían en fila para volver rápidamente a sus clases.

En el mejor de los días, el patio quedaba desalojado a los tres minutos y veintidós segundos desde el primer vuelo de la bamba.

En el peor de los casos, algún rezagado se quedaba medio mareado por el pestazo y lo tenían que rescatar del patio lanzándole una cuerda desde la clase.

Porque sí, aunque parezca muy exagerado, cuando Quesito Mortal se quedaba sin bamba, cualquier bicho viviente que estuviera en el mismo lugar, o a cien metros a la redonda, notaba de golpe la peste de mil quesos sudados.

Por eso, a Alfredo Clavijo lo ponían siempre de portero y con los dos pies tocando el suelo. Todos procuraban chutar alto, para que tuviera que atrapar el balón con las manos, nunca con sus pies. Así las bambas seguían bien sujetas a los pies y la gente podía respirar tranquila. Nunca mejor dicho.

Con el pasar de los cursos, los chavales fueron creciendo, sus hormonas explotaron y el olor de pies mutó y aumentó a niveles infernales. Y aunque parezca insólito, eso le acabó sirviendo de mucho al colegio, que empezó a ganar todos los campeonatos de fútbol.

Antes de salir al campo, en el vestuario, el entrenador le ponía a cada jugador un poco de pomada de eucalipto debajo de la nariz. Y a Quesito lo rociaba entero con varios desodorantes. Así conseguía que el olor casi no se notara hasta la media parte y el árbitro no se diera cuenta, porque eso de usar armas biológicas era antirreglamentario y expulsión segura.

La cuestión es que a medio partido, si su equipo iba ganando, Quesito Mortal se limitaba a aburrirse en su portería, soñando que algún día podría ser delantero y llevarse todos los aplausos.

Pero cuando su equipo perdía, Quesito se pisaba una bamba con la otra, sacando el calcetín un par de centímetros. Eso y un poco de viento que transportara rápido el olor conseguían maravillas y cambiaban marcadores en un momentín.

Porque quieras que no, entre la pomada de eucalipto y los años de entrenamiento soportando los pinreles de Quesito, los jugadores de su equipo aún podían contener el mareo y seguir jugando como si no pasara nada. Pero el equipo rival quedaba tocado al momento.

La mayoría de los futbolistas lloraba de asco, otros sudaban de nervios, y alguno que era más debilucho había llegado a huir corriendo del partido para escapar del hedor.

Así era la vida de Alfredo Clavijo y sus compañeros de clase.

Hasta que Clavijo se cansó de ser portero.

Se aburría mucho entre los palos metálicos y encima estaba harto de que nadie pensara que él podría llegar a ser un buen delantero. Vale que los pies le apestaban mogollón, pero de mayor él quería jugar en primera división y tener admiradores y un coche descapotable y salir cada día en la tele y poder decir cosas importantes a los periodistas que le siguieran.

Y, lo que es más crucial para esta historia, a Alfredo Clavijo estudiar le aburría más que hacer de portero, que ya es decir. Además se había dado cuenta de que los futbolistas de éxito ni habían estudiado mucho ni sacaban buenas notas ni sabían hablar ni mucho ni muy bien. Pero también se les veía felices y con novias espectaculares y con más dinero del que Quesito podría gastar nunca.

Así que un buen día, harto de todo, Alfredo se plantó en medio del patio justo cuando iba a comenzar el partido y dijo en voz alta:

–Quiero ser delantero.

–Hombre, Quesito, con lo buen portero que eres… venga, vete para la portería, colega — le dijo el Ortega, uno de los capitanes de equipo.

–No, a la portería no. Yo quiero ser delantero.

–Pues… ¿por qué no te conviertes en el primer delantero portero? Un delantero especial, que tiene más sitio que los demás y una red detrás.

–Que no, que yo quiero ser delantero. Y no me moveré de aquí hasta que me digáis que puedo ser delantero.

–Oye, que ya llevamos cuatro minutos y cinco segundos de patio y me estoy aburriendo — dijo Josué, que tenía un reloj nuevo con cronómetro gigante y aprovechaba cualquier ocasión para enseñarlo.

–Por mí como si lleváramos veinte años — se quejó Quesito–. Yo no me pongo de portero.

–¿Pero es que no lo ves, Quesito? — le dijo el Ortega–. Cada vez que se te escapa la bamba nos morimos de la peste.

–¿Y qué culpa tengo yo de que me huelan los pies?

–Pues tienes la culpa de ser un guarro — gritó Paquito, el matón de la clase.

–Guarro lo serás tú — le contestó Quesito.

–No, guarro tú — le respondió Paquito, que tampoco tenía muchos argumentos ni era demasiado imaginativo a la hora de insultar.

–A mí me huelen los pies, pero tú tienes las uñas negras como mejillones, que te las he visto en la piscina — atacó Quesito.

–¡Uala, lo que me ha dicho! — se enfadó Paquito, que cerró los puños y se preparó por si hacía falta empezar una pelea, que vaya, no duran tanto como un partido de fútbol pero a él, que era un animal, también le distraían bastante.

Se hizo el silencio en el patio.

Todos los niños empezaron a mirar a la vez a Quesito y a Paquito y sus cabezas se movían más rápido que un aspersor.

–¿Os peleáis o no? Que yo tengo que ir al lavabo y no quiero perderme el principio — gritó otro niño de clase, que como no sale más, tampoco diremos cómo se llama.

–Yo no quiero pelear — dijo Quesito–. Yo quiero ser delantero.

–Pesado que es el chaval — dijo el Ortega–. Pues empezamos sin él y ya se pondrá de portero cuando se canse.

–No — se reafirmó Quesito–. Si no soy delantero, aquí no juega nadie.

Y entonces se quitó una bamba.

Una nube de olor salió disparada de la zapatilla cuando ésta tocó el suelo.

El coro de niños curiosos empezó a apartarse rápidamente.

–Quesito, ponte la bamba, que nos vamos a marear.

–Dejadme ser delantero, vaaaaaaa, porfaaaaaaaaaaa.

–Que no puedes ser delantero. Que juegas mal y te huelen los pies.

–Muy bien. Tú lo has querido — respondió el oloroso muchacho, dolido.

Entonces se quitó la otra bamba.

Y después se sacó los dos calcetines.

El pestazo fue instantáneo y contundente.

Los niños corrían como desesperados por el patio, esperando llegar con el olfato intacto hasta la puerta de su clase.

Los profesores pensaban en dimitir al momento y escapar para siempre de esa nube densa de queso ambiental.

Y las mujeres de la limpieza intuyeron que ni comprando doscientas cajas de ambientador podrían disipar el pestazo.

Pero lo peor de todo fue el ovni.

Sí, lo has leído bien: mientras Quesito Mortal seguía en sus trece, sentado en el patio solo con su olorcillo terrorífico y particular, un ovni cubrió el cielo. Y claro, era un ovni tan chulo y tan inesperado que los niños se taparon la nariz con los dedos y volvieron al patio a mirar para arriba.

Entonces, en la parte inferior del ovni se abrió una puerta circular y un rayo de luz descendió hasta las baldosas del patio. Dentro del rayo iban cuatro ratas gigantes con cascos espaciales y ojos diabólicos.

–Saludos, terrícolas — dijeron en un castellano muy decente pero con algo de acento ratil–. Venimos del planeta Ratosky y como nuestro aspecto físico ya permite intuir, somos ratas mutantes, zombis y gigantes, y hemos cruzado la galaxia para comernos una nueva especie de queso que nuestros radares acaban de detectar en este patio. Entregadnos el queso ahora mismo o destruiremos vuestro mundo.

Niños y profesores se quedaron tan blancos y estupefactos que parecían fantasmas acabados de lavar con detergente.

–Ah, y por supuesto — remató otra de las ratas–, antes de destruir vuestro mundo os mataremos uno a uno con mucho dolor. Las ratas mutantes, zombis y gigantes somos así, qué le vamos a hacer.

Quesito Mortal contempló a los bichos recién llegados como si fueran la Muerte vestida con su mejor esqueleto y la típica guadaña para acojonar de miedo.

Bueno, es que, bien mirado, las ratas mutantes eran, para él y para cualquiera al que le apestaran los pies a quesazo podrido, la muerte.

Mientras él veía cómo su corta vida pasaba ante sus ojos, las ratas lo olieron.

Vaya, es que no hacía falta ser rata extraterrestre para oler a Quesito.

Y además, para que conste en acta, te diré que cuando se ponía nervioso y sudaba, Quesito era aún más oloroso.

–Ese espécimen es el queso que buscamos — dijo la Rata número 1, que se diferenciaba de las demás por llevar un número 1 en el casco. Sí, vale, en el planeta Ratosky la moda y el querer destacar no eran muy importantes.

–Pues nos lo partimos entre las cuatro a partes iguales, que ya estoy harta de quedarme siempre con las sobras — dijo la Rata número 4.

Avanzaron hacia nuestro amigo Clavijo con los ojos chispeantes de emoción y las lenguas ratiles moviéndose más que la cola de un perro que acabara de desenterrar mil huesos.

–Antes de morderlo, dejadme chupar la tapa — dijo R3, que, como habrás adivinado, era la Rata número 3, pero así me queda más corto, no gastamos tanto papel y conservamos más árboles.

Pero cuando estaban a punto de atrapar a Quesito, un pitido penetrante y persistente las obligó a taparse las orejas ratiles.

Haciendo sonar su silbato de toda la vida, el coordinador salió al patio desde su despacho. Sus mocasines relucientes pisaron cada baldosa del recorrido casi a cámara lenta, resonando con eco fantasmal. Los pelos laterales de su calva casi dejaban una estela de energía autoritaria por el camino. Su boca mostraba la mueca arrugada que precedía siempre a un castigo.

El señor Viñas, el coordinador que llevaba allí más años que el colegio y la ciudad sin parecer nunca ni más viejo ni más joven, siempre con el mismo traje azul marino, cada día uno distinto pero siempre igual, se plantó ante las ratas, protegiendo con su cuerpo a Quesito.