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El Chef Zombi se ha convertido en un cocinero famoso. Tanto que llama la atención a un hombre de Noruega, que invita a Bermúdez y sus amigos a un campamento en el país nórdico. Pero lejos de los lujos que Bermúdez imaginaba, acaban en un campamento de supervivencia, acompañados de un conductor borde, un monitor estricto y una cocinera todavía más desastre que el chef. Pronto, Bermúdez y sus amigos descubren que en los bosques noruegos se esconden peligros que no pueden ni imaginar.
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Seitenzahl: 56
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Joan Antoni Martín Piñol
Saga
Ensalada de troll
Copyright © 2013, 2022 Martín Piñol and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728425893
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Aquélla fue una buena época para mí.
Tenía novia, tenía amigos, y me había convertido en el zombi más famoso de la ciudad. No es por fardar, pero después de haber detenido casi yo solito una invasión extraterrestre, la gente me empezó a querer. Me dieron medallas, salí en las revistas y en los periódicos (menos en los deportivos, porque aún estaba rechoncho); la gente me paraba por la calle para pedirme autógrafos y hacerse fotos conmigo, y muchos cocineros de colegio empezaron a escribirme, contándome que yo me había convertido en la inspiración de sus vidas.
Además, Pablo me había hecho una página en Internet, con mis vídeos y recetas, y la gente me dejaba comentarios amables.
Todo un cambio para alguien que hasta hacía bien poco era ninguneado por los alumnos del Saint Grímor, que detestaban mis platos tanto como yo los detestaba a ellos, y que tenía como única compañía una rata fétida llamada Estiércol.
Ahora los chavales seguían arrugando el morro con mis guisos, pero ya no los encontraban tan apestosos, porque yo era el famoso Chef Zombi, y así ellos podían decir que me conocían y sentirse importantes.
Pero la fama también tiene un lado malo. A mí, por ejemplo, me hizo conocer a los trolls y casi morir bajo tierra.
Pero dejadme empezar por el principio, para que no se pierda nadie.
Resulta que a mi web de famoso nos llegó un correo urgente que tenía por asunto «soy tu destino». Lo abrimos y el texto decía:
«Admirado Chef Zombi:
»Llevo tiempo siguiendo sus proezas, y nuestros caminos están destinados a cruzarse. Por lo tanto, tengo el honor de invitarlo con todos los gastos pagados a mis instalaciones recreativas, que lo esperan a usted y a su clase preferida del Saint Grímor. Le prometo que sus vidas cambiarán para siempre. Un autocar los conducirá mañana hasta su destino final, en los apacibles bosques noruegos. No aceptaré negativas.
»Siempre suyo, su amigo P.H.».
—A mí me encanta la naturaleza, y los bosques noruegos seguro que son preciosos —dijo Natalia tras leer el mensaje—. Pero no concreta adónde iremos...
—Y lo peor es que a este hombre no lo conocemos de nada. A ver si sólo te querrá por tu fama y te obligará a que le promociones su hotel... —añadió Pablo preocupado.
—¿Y qué? Un fan mío no puede ser mala persona. Además, es gratis y eso es lo único que importa —concluí yo.
Le enseñamos el mensaje al director Berdejo, que lo leyó entusiasmado. Tenía muchas ganas de perder de vista a la clase de Zombete por unos días, así que al momento llamó a los padres de todos los alumnos de esa clase, y casualmente ellos también agradecieron un poco de descanso de niños.
Así que al día siguiente estábamos todos con unas ganas locas de irnos a Noruega, aunque no supiéramos ni dónde caía en el mapa.
Con puntualidad profesional, un autocar con matrícula extranjera aparcó delante del Saint Grímor. Una manada de padres esperaba con chavales, maletas, bocadillos y coches aparcados en doble fila. Los taxistas pitaban enfadados porque no podían avanzar, y las abuelas tenían que elevar la voz para decirles a los nietos que no se metieran en problemas ni aceptaran caramelos muy envenenados.
Subí rápido la escalera del autocar, apartando a niños por el pasillo para coger el mejor sitio, justo delante de una de las teles.
—Bermúdez, te has sentado encima de mí y pesas mucho —se quejó Olaya, un alumno repipi y blandengue.
—Pues cámbiate de sitio antes de que decida tirarme muchos pedos, melón.
Me apoltroné de mala manera y saqué a Estiércol de mi mochila para que estirara las piernas y de paso le guardara el asiento a mi querida Irene, que venía como profesora para controlar a todos los de la clase.
Al momento, una sombra enorme se me paró delante. Por sus mocasines gigantes, su camisa blanca sudada y su corbata azul deslucida, pensé que era el conductor más siniestro que hubiera visto nunca.
—En la puerta del autocar lo pone muy clarito: no se permiten animales.
—Y entonces, ¿cómo es que te dejan subir a ti? —dijo Zombete, sacando la cabeza por el asiento de detrás y provocando el cachondeo general.
—Esta rata se va afuera ahora mismo y el tonto este también —nos gruñó el hombre.
—Pero ¿qué dices? No es una rata. Es un alumno bajito y peludo, pero no se lo recuerdes, que dice el psicólogo del cole que le puede crear un trauma —bromeé.
Justo cuando el conductor empezaba a sacar espuma rabiosa por la boca, Natalia le enseñó un papel.
—Esto nos lo escribió el que nos invita, P.H. Supongo que es el mismo que te ha contratado. Y no creo que le guste saber que por tu culpa, su querido Chef Zombi no lo ha ido a visitar.
Para contener su rabia, al gorila no le quedó más remedio que arrancar un par de asientos, con niños incluidos, y lanzarlos unos metros por el pasillo del autocar.
—Por esta vez, pase. Pero si ese bicho se mea en mi vehículo, yo, Gunnar, hijo de Varg, os haré bajar a todos a patadas.
Pablo le alargó un paquete de chicles con la mejor voluntad:
—¿Quiere uno de éstos? Son muy relajantes. A mí me van bien para no marearme.
De un bufido, Gunnar le tiró los chicles al suelo y los pisoteó con mala idea.
—Eh, no seas tan borde —intervine yo—, que también nos tendrás que aguantar a la vuelta.
El bestia nos miró un segundo con toda la malicia del mundo y después se puso a reír tan fuerte que los cristales del autocar temblaban por las ondas expansivas.
—A la vuelta. Sí, sí, claro...