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Al Chef Bermúdez le encanta su trabajo. Si no fuera por los niños, el director de la escuela o el trabajo en sí, claro. Una mañana, él y su rata Estiércol van al mercado en busca de verduras. Al llegar tarde, las únicas que quedan están en muy mal estado, algo que no preocupa demasiado al chef. ¿Qué más da que estén podridas? Un poco de moho no hará mal a los niños. Sin embargo, el puré resultante pronto cambiará la vida del Chef y la escuela.
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Seitenzahl: 52
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Joan Antoni Martín Piñol
Saga Kids
Macarrones con zombi
Copyright © 2011, 2022 Martín Piñol and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728425992
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Antes de convertirme en zombi, yo ya detestaba a los vivos.
Siempre se quejaban de mis platos. Que si la verdura está dura, que si hay un trozo de cáscara de huevo en la tortilla, que si la sopa está llena de pelos...
Más de una vez los alumnos del colegio lloraban porque no querían acabarse la comida. Y tampoco estaba tan mala. Mi rata Estiércol siempre nadaba en la sopa para probarla y ella nunca se quejó.
Más de una vez el director del colegio me riñó; me ordenaba que me esmerase más en los menús, y yo le decía que sí, que vale, sólo para perderle de vista.
Más de una vez pensé en largarme del Saint Grímor, porque ese colegio y esos niños no se merecían mi arte culinario.
Pero después pensé: «Si me voy, ¿quién se dedicará a fastidiarles las comidas?».
Suerte que me quedé. Porque si no, jamás habría llegado a ser el chef zombi más importante del planeta.
Pero empecemos desde el principio, porque mi vida es tan interesante que no puedo saltarme ni un solo párrafo.
Para todos los alumnos del Saint Grímor, el momento más terrorífico del día era la hora de comer.
Los niños entraban en el enorme comedor del colegio con cara de copiones pillados con la chuleta en medio de un examen.
La verdad es que a mí me encantaba verlos nerviosos. Porque los niños se habían reído de mí toda la vida. Siempre los pillaba cuando me miraban de reojo. Que si el cocinero es gordo, que si se está quedando calvo...
Suerte que en los malos momentos siempre tenía a mi fiel mascota para animarme. Para los que aún no la conozcáis, Estiércol es una rata asquerosa que encontré un día en las basuras del colegio devorando las sobras de la comida.
Me enterneció que por fin alguien disfrutara con mi comida. Y en vez de aplastarla, la cogí con mis manazas, me la acerqué a la cara y le dije con voz seria:
—Ahora serás mi familia. Te daré comida, casa, y quizá algo de cariño, aunque tampoco esperes una gran vida, rata asquerosa.
Como única respuesta, la rata intentó morderme la nariz con un bocado traidor.
Me emocioné. El bicho tenía mi mismo genio, pero en una forma más pequeñita y apestosa.
—Te llamaré Estiércol.Y juntos nos vengaremos de todos los que se han reído de nosotros.
Desde ese día, Estiércol iba conmigo a todas partes. Por supuesto, desde que yo entraba en el colegio hasta que nos quedábamos los dos solos en la cocina, la rata tenía que ir dentro de mi mochila. Porque el portero del Saint Grímor me detestaba, y yo sabía que bajo su mostrador de recepción guardaba un palo que habría usado contra mi apestosa mascota si la hubiera descubierto.
Cuando nadie nos veía, Estiércol correteaba feliz por el comedor, saltando de mesa en mesa. Cuando se cansaba, yo la dejaba entrar en la despensa y ella misma se servía lo que le apeteciera. Nada de queso, como los ratones de los dibujos animados. Estiércol era más de natillas, que comía con cuchara. De las pequeñas, claro, porque con sus patitas tampoco habría podido levantar una cuchara sopera.
Después de eructar con ganas, Estiércol me ayudaba a preparar la comida del día: sopa amarga, pescado crudo, hamburguesas quemadas o judías con hilos de esos que se te meten entre los dientes y hacen que te pases el día intentando quitártelos con la lengua.
Por supuesto, todo esto lo hacíamos sin lavarnos las manos, claro.
Después, ella se escondía en uno de los armarios de la cocina y, dejando la puerta entornada, no se perdía detalle de la llegada de los niños.
Primero venían los pequeños, en fila y vigilados por un par de profesoras jovencitas que no les hacían ni caso. Al momento, ya temblaba el techo y sabíamos que llegaban los de secundaria en estampida. Y por último, los de primaria, que siempre se encontraban con toda la cola.
Todos los alumnos cogían una bandeja metálica y yo les iba echando la comida en cada uno de los huecos de la bandeja. Por supuesto, mis movimientos al servir eran fuertes y bruscos como si tocara el tambor en un desfile, para salpicarles la ropa con la salsa de turno.
Y cuando más disfrutaba era cuando tocaba sopa. Porque entonces procuraba que mi cucharada hirviendo cayera un poco sobre los dedos con los que aguantaban la bandeja. Me encantaba ver cómo sus caritas pasaban de golpe del color carne al color morado. Pero sobre todo, lo mejor era el caos que montaban cuando soltaban la bandeja y todos los de la cola quedaban empapados de sopa.
Desde su armario, Estiércol aplaudía con sus patitas apestosas. Y yo hacía esfuerzos para contener mi risa maléfica.
Sí, la verdad es que yo era el cocinero más malvado del mundo.
Pero un día me pasé. Y mi destino y el del mundo entero cambiaron para siempre.
Los lunes tocaba crema de verduras. Y ese lunes maldito, me distraje más de la cuenta viendo una peli de zombis con mi DVD portátil en la tranquilidad de mi cocina. Cuando me di cuenta de lo tarde que era, Estiércol y yo salimos pitando hacia el mercado. Dejé la furgoneta mal aparcada y llegué corriendo y sudando hasta la parada donde me tenían guardada la mercancía.
—¡Bermúdez —me dijo el vendedor—, pensaba que hoy no vendrías!