Dar la vida por la obra de Otro - Luigi Giussani - E-Book

Dar la vida por la obra de Otro E-Book

Luigi Giussani

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Dar la vida por la obra de Otro (1997-2004) es el sexto y último volumen dedicado a las intervenciones de don Luigi Giussani en los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación. En sus páginas Giussani pone de manifiesto cómo en la cultura de nuestro tiempo se ha producido una separación entre el sentido de la vida y la experiencia. Así, Dios es concebido como un «ente» que no tiene relación con la acción del hombre, y la realidad ha sido vaciada de su valor como signo. Consecuencia de ello es la reducción del cristianismo a moral o mero discurso. «Me ha impresionado ver recientemente imágenes de iglesias transformadas en clubes nocturnos, cines, canchas de tenis y piscinas. Haberse enrocado en la defensa de principios morales —aunque sea una cosa justa— no aguantó ante la propagación de una mentalidad contraria, que se ha ido difundiendo cada vez más, imponiendo nuevos valores y nuevos derechos. El cristianismo, reducido a moral, ha perdido progresivamente su atractivo. Así que muchos de nuestros contemporáneos nacen y viven indiferentes al cristianismo y a la fe» (del prólogo de Julián Carrón). ¿De dónde volver a partir, entonces? Del estupor por el acontecimiento de un encuentro con una presencia humana llena de atractivo, en la cual Cristo se vuelve experimentable en la vida de la Iglesia y ante la que surge la pregunta: «Pero, ¿cómo hacéis para ser así?». «La gratitud por haber conocido a un padre que nos introdujo en la relación con el Padre como la vivió Cristo, nos hace querer compartir con todos la gracia que hemos recibido, entregando nuestra vida por la obra de Otro» (del prólogo de Julián Carrón).

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Luigi Giussani

Dar la vida por la obra de Otro

Ejercicios espirituales de Comunión y Liberación (1997-2004)

Edición a cargo de Julián Carrón

Traducción de Carmen Giussani

Título de la obra original: Dare la vita per l’opera di un Altro

© Edición original: Fraternitá di Comunione e Liberazione, 2021

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2022

Traducción de Carmen Giussani

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 92

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN EPUB: 978-84-1339-423-7

Depósito Legal: M-128-2022

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

PRÓLOGO. «CRISTO ES LA VIDA DE MI VIDA»

TÚ O DE LA AMISTAD (1997)

Introducción

«DIOS TODO EN TODO»

1. Un nuevo punto de partida: la ontología

2. Dos tentaciones: nihilismo y panteísmo

3. La existencia del yo

4. Petición de ser

5. La elección de la extrañeza

«CRISTO TODO EN TODOS»

1. Naturaleza y destino del hombre

2. Imitar a Cristo

3. Dios es Padre

4. El comportamiento de Jesús hacia el Padre

5. De la amistad, la moralidad

6. Luz, fuerza y ayuda para el hombre

7. Dentro de la historia del mundo: ecumenismo y paz

Asamblea

CRISTO, VIDA DE LA VIDA

1. «Obró y enseñó»

2. Un Acontecimiento presente

EL MILAGRO DEL CAMBIO (1998)

DIOS Y LA EXISTENCIA

1. Un problema de conocimiento

2. Experiencia y razón

3. Tres graves reducciones

4. La corrupción de la religiosidad

5. Tradición y carisma

LA FE EN DIOS ES LA FE EN CRISTO

1. Una mentalidad nueva

2. Una fe vaciada: los cinco «sin» del racionalismo moderno

3. La moralidad nueva

Asamblea

«SOLO EL ASOMBRO CONOCE»

CRISTO ES TODO EN TODOS (1999)

UNA PALABRA DECISIVA PARA LA EXISTENCIA

1. Exigencia y evidencia de la pertenencia

2. La negación de la pertenencia y sus consecuencias

3. La historicidad de la pertenencia

SI UNO VIVE EN CRISTO, ES UNA CRIATURA NUEVA

1. El acontecimiento de una humanidad diferente

2. El objetivo de la pertenencia

Asamblea y síntesis

INTERVENCIONES, SALUDOS (2000-2004)

INTERVENCIÓN CONCLUSIVA DE DON GIUSSANI EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE 2000 «QUÉ ES EL HOMBRE Y CÓMO LLEGA A SABERLO»

INTERVENCIÓN CONCLUSIVA DE DON GIUSSANI EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE 2001 «ABRAHÁN: EL NACIMIENTO DEL YO»

INTERVENCIÓN CONCLUSIVA DE DON GIUSSANI EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE 2002 «AUN VIVIENDO EN LA CARNE, VIVO EN LA FE DEL HIJO DE DIOS»

INTERVENCIONES DE DON GIUSSANI EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE 2004 «EL DESTINO DEL HOMBRE»

Intervención tras la primera lección

Intervención conclusiva

FUENTES

ÍNDICE DE NOMBRES

PRÓLOGO. «CRISTO ES LA VIDA DE MI VIDA»

¿Qué es lo que determina la realidad histórica que estamos viviendo? El predominio de la ética sobre la ontología1. Giussani formula este juicio a finales de los años noventa. En su opinión, esto suponía la culminación de una trayectoria iniciada siglos antes con la era moderna y el avance del racionalismo, que plasmaron la actitud de la cultura y del Estado hacia el cristianismo y la Iglesia. A partir de entonces, la primacía de la ética sobre la ontología se va convirtiendo en un factor generalizado. A raíz de una separación y jerarquización del conocimiento científico-matemático y del conocimiento filosófico (y religioso), la concepción actual de la realidad y de la existencia está cada vez más determinada por el comportamiento, por ciertas «preferencias»: no por la razón, por la realidad tal y como se hace evidente en la experiencia, es decir, por la ontología, sino éticamente, por una conducta a partir de la cual se utiliza la razón2. «Y también la Iglesia, atacada por el racionalismo, ha subrayado la ética en su pastoral al pueblo y en su teología, dando por supuesta y casi obliterando su fuerza original, la ontología» (ver aquí, p. 22).

Sintiéndose en contraste con el Estado y con la forma cultural emergente, una gran parte de la Iglesia se ha decantado por lo que también otros —incluidos los detractores— podían entender o tenían que admitir, es decir, la ética fundamental, los valores morales. Se dejó prevalecer la ética, dejando en un segundo plano el contenido dogmático del cristianismo, su ontología, que es el anuncio de que Dios se hizo hombre y que este acontecimiento permanece en la historia a través de una realidad humana, la Iglesia, «cuerpo tangible de Cristo» (p. 152), formada por personas que documentan la plenitud que Jesucristo aporta a la vida de quienes lo reconocen y lo siguen. Por consiguiente, también la predicación en la Iglesia se ha centrado principalmente en referencias éticas: la forma en que se ha propuesto el cristianismo se ha vuelto una obligación más que un atractivo. Y cuando esto sucede, la fe pierde su razonabilidad y su capacidad para generar la vida del pueblo cristiano.

Parecía obvio y más fácil apelar a la moral católica para mantener el compromiso de la gente con la experiencia cristiana. No se consideró necesario ofrecer razones adecuadas para seguir a la Iglesia. Se pensó que sería suficiente insistir en algunas reglas básicas de comportamiento para inducir a los destinatarios a cumplirlas. De esta forma la Iglesia continuaría ejerciendo su función de faro moral. Mientras el ambiente cultural fue homogéneo y la Iglesia ocupó allí el papel de actor principal, la moral nacida en el cauce cristiano resistió, aun gozando de un consenso cada vez más débil. Pero a medida que el contexto social se volvió más heterogéneo y multicultural, todo cambió. Y el proceso de erosión sufrió una aceleración repentina. Me ha impresionado ver recientemente imágenes de iglesias transformadas en clubes nocturnos, cines, canchas de tenis y piscinas. Haberse enrocado en la defensa de principios morales —aunque sea una cosa justa— no aguantó ante la propagación de una mentalidad contraria, que se ha ido difundiendo cada vez más, imponiendo nuevos valores y nuevos derechos.

Al no proponerse en su ontología como un acontecimiento de vida capaz de corresponder al deseo profundo del hombre, el cristianismo, reducido a moral, ha perdido progresivamente su atractivo. Así que muchos de nuestros contemporáneos nacen y viven indiferentes al cristianismo y a la fe. Se instauró una suerte de falta de familiaridad con lo humano, debida a una ingenuidad «sobre lo que puede mover al hombre por encima de todo y en lo más íntimo»3: habiendo descuidado las necesidades humanas profundas —de verdad, belleza, justicia, felicidad—, la Iglesia apareció cada vez más distante de la vida, y la fe como algo últimamente incomprensible.

¿Cómo hemos llegado hasta este punto? Giussani da a esta pregunta una respuesta que ilumina tanto nuestro presente como nuestro pasado. El proceso empezó, dice, «sin que nadie se diera cuenta», a partir de «una separación del sentido de la vida de la experiencia». Dios se concibe como algo separado de la experiencia, como algo que no tiene ninguna influencia en la vida. «El sentido de la vida ya no tiene ninguna relación, o difícilmente se puede definir su relación, con el momento de la existencia que uno está atravesando». Pero esto depende —aquí Giussani da un paso crucial— de algo que ya ha ocurrido antes: «El meollo de la cuestión se esclarece en la lucha que se desata acerca del modo de entender la relación que hay entre razón y experiencia» (p. 70). En la raíz de ese divorcio, de esa separación entre Dios y la experiencia, hay una reducción, de carácter cognitivo, en la forma de concebir la relación entre razón y experiencia.

¿Qué entiende Giussani por experiencia? «La experiencia es el emerger de la realidad ante la conciencia del hombre, el transparentarse de la realidad ante la mirada humana. Así, la realidad es algo con lo que nos topamos, es un dato, y la razón es ese nivel de la creación en el que esta se hace consciente de sí». Por tanto, es en la experiencia donde la realidad se manifiesta y se revela como algo dado, no producido por nosotros, que remite a otra cosa como su origen último. Y la razón es la mirada ante la que ocurre esa revelación, es el nivel de realidad en el que la realidad se da cuenta de sí misma como proveniente de otra cosa. Giussani observa: «Confirmando el malestar que sentíamos, Jean Guitton nos ha confortado en nuestra postura acerca del nexo adecuado entre la razón y la vida, cuando afirma que “‘razonable’ es someter la razón a la experiencia”» (pp. 70-71). ¿Por qué sería razonable este acto de sumisión? Porque si la experiencia es la transparencia de la realidad, la razón está al servicio de esa transparencia, es su herramienta.

Llegados aquí, no es de extrañar el paso ulterior de Giussani. «Para defender la verdad de Dios y la necesidad de que el hombre conciba la vida como Suya y que, por consiguiente, tienda a agradar en todo a este supremo creador y hacedor de todo lo que existe, es preciso ante todo retomar cordialmente la palabra ‘razón’» (p. 71). De hecho, si «se usa mal» la razón, si se la concibe como «medida» de la realidad, se compromete todo el dinamismo del conocimiento del hombre, toda su aventura humana.

«Si la razón se traduce en ‘medida’ de la realidad —y esto implica siempre usar la razón como prejuicio (…)—, se producen tres posibles graves reducciones que influyen en todo el comportamiento humano» (p. 71). Estas no se refieren solo al pasado, sino que afectan a nuestra actitud en el presente. Veámoslas.

a) «Primera reducción —voy a describir el origen del aspecto dramático y contradictorio de nuestro comportamiento—: en lugar de un acontecimiento, la ideología». ¿Qué implica esta alternativa? El hombre puede relacionarse con la realidad con una iniciativa movida por lo que sucede, por lo que percibe en sí mismo por el impacto que le provoca, o con una iniciativa que oscurece, que tiende a prevaricar sobre lo que sucede, obedeciendo «a algo que le es ajeno, que no nace, no brota de un modo suyo de reaccionar ante lo que encuentra y en lo que se sumerge, sino de prejuicios». El punto de partida se convierte entonces en «una determinada impresión y valoración de las cosas, una determinada postura que se asume ‘antes’ de afrontar las cosas, sobre todo, antes de juzgarlas». Supongamos, ejemplifica Giussani, que se produzca un desastre ferroviario o en una mina: «la manera de afrontar estos hechos que interpelan al hombre [tenderá] a no nacer del impacto humano, de lo que el hombre, en cuanto hombre, siente ante esos sucesos». Es como si en su juicio sobre los hechos se interpusiera un discurso ya escuchado, un prejuicio: «se parte de un prejuicio, de tal modo que el periódico de los republicanos o el de los liberales se expresará en cierto tono, y el periódico del partido en el gobierno dará otra versión. Y el prejuicio —es decir, el punto del que se parte al moverse—, para pasar a la historia, para vencer el tiempo, para abrirse camino entre los pensamientos de la gente y los juicios de la sociedad, tiene que desarrollarse. Y se desarrolla mediante la lógica de un discurso que se convierte en ideología. Se llama ideología a la lógica de un discurso que parte de un prejuicio y pretende sostenerlo e imponerlo» (pp. 72-73).

Esta es la lucha que cada uno de nosotros emprende, con mayor o menor conciencia, todos los días. También el cristiano vive, como todos los demás, en este contexto histórico, y no puede escapar a esta alternativa ni sustraerse a esta lucha: «Nuestra vida cristiana, nuestra fe y nuestra moral concreta, todo nuestro planteamiento de la vida puede estar determinado por las ideologías de moda o bien por los hechos, por la supremacía de lo que existe, por las cosas tal y como suceden, por los hechos que nos encontramos y ante los que reaccionamos de una determinada manera, por hechos: hechos que son acontecimientos» (p. 73). Como cuando nace un niño: se impone a la vista de todos con la fuerza desarmada de su misma presencia. No estaba allí antes y ahora lo está. De hecho, es un acontecimiento.

Pero, ¿cómo es posible, de manera estable, como tensión continua, vivir una relación plena con la realidad determinada «por la supremacía [...] de los hechos tal como suceden»? «Hay acontecimientos trascendentales y acontecimientos cuyo significado es un pormenor», dice Giussani. Para vivir intensamente lo real es necesario ser alcanzados por un gran acontecimiento, un origen presente, «un principio que fundamenta toda la experiencia humana». No puede ser algo que ya ha pasado lo que sostiene toda la experiencia humana.

Esta observación nos hace comprender lo decisivo que es captar la naturaleza del cristianismo, que puede continuamente reducirse a la ideología, es decir, a su opuesto exacto. «El cristianismo es un acontecimiento y, por tanto, está presente, está presente ahora, y lo que le caracteriza es que está presente como memoria; la memoria cristiana no se identifica con el recuerdo, es más, no es un recuerdo, sino el acontecer de nuevo de su misma Presencia». Solo si el cristianismo es un acontecimiento y es reconocido y seguido como tal, puede ser decisivo para la vida del hombre, puede cambiar la forma en que se afronta todo. «Solo reconocer este acontecimiento impide que seamos siervos de una ideología» (p. 74).

b) Tras este primer subrayado, Giussani identifica la segunda reducción que influye en nuestro comportamiento. «Si el hombre cede a las ideologías dominantes que proceden de la mentalidad común, se produce una lucha, una división, una separación entre signo y apariencia; de aquí se sigue la reducción del signo a apariencia. Cuanta mayor conciencia se tenga de lo que es el signo, mejor se entenderá la degradación y el desastre que supone un signo reducido a apariencia» (p. 74).

¿Pero qué es el signo? Así lo explica Giussani: «El signo es la experiencia de un factor presente en la realidad que remite a otra cosa. El signo es una realidad experimentable cuyo sentido es otra realidad distinta, una realidad que adquiere su significado en cuanto que nos remite a otra realidad diferente de ella misma». Aquí nuevamente está en juego un uso adecuado de la razón: «No sería razonable, por tanto, humano, agotar la experiencia del signo interpretándolo solo en su aspecto inmediatamente perceptible o apariencia. El aspecto inmediatamente perceptible de cualquier cosa, su apariencia, no recoge toda la experiencia que tenemos de ella, porque no dice el valor de signo que tiene». Sin embargo, esta es una tentación a la que cedemos fácilmente, casi sin darnos cuenta: «Cierta actitud del espíritu hace más o menos esto con la realidad del mundo y de la existencia (las circunstancias, las relaciones con las cosas, hay que formar una familia, educar a los hijos...): acusa el golpe, pero ahí se detiene la capacidad humana de adentrarse en la búsqueda del significado, a lo cual la inteligencia se ve impulsada innegablemente por su relación con la realidad misma». Cuando se detiene la capacidad de la inteligencia para introducirse en la búsqueda del significado, se consuma la «destitución»4 de lo visible, como diría Finkielkraut, «el vaciamiento de lo que se ve, de lo que se toca, de lo que se percibe», afirmando que «lo que sucede ‘sucede porque sucede’, evitando así la provocación que supone y la exigencia de mirar al presente (…) en su relación con la totalidad» (p. 76).

Por el contrario, afirma agudamente Giussani, «la idea de signo [...] introduce de modo operativo en la vida el significado de las cosas», lleva a la razón hasta la profundidad última de la realidad. Aquí Giussani introduce una expresión muy valiente: «Misterio (es decir, Dios) y signo (es decir, la realidad contingente en cuanto que remite a otra cosa; todo, incluso la existencia de una piedra pequeñísima, remite a la fuente del Ser), [...] en cierto sentido, coinciden». ¿Qué quiere decir? «Que el Misterio es la profundidad del signo, el signo indica la presencia del Misterio profundo, de Dios creador y redentor, de Dios Padre. El signo indica a nuestros ojos la presencia del Otro, del Misterio profundo, se la señala a nuestros ojos, a nuestros oídos, a nuestras manos». Es decir: «El Misterio se torna experiencia a través del signo» (p. 76).

Reconocer las cosas como signo del Misterio, captar el valor de todo en cuanto que remite a Otro, está en la naturaleza de la razón. En cambio, la ideología se presenta como la tendencia a afirmar como concreto solo lo aparente, lo que uno ve, siente y toca: esta es la concepción que sigue vigente incluso bajo el estruendoso colapso de las grandes ideologías del siglo XX.

c) Pasemos a la tercera reducción: «La eliminación del valor de signo que tiene todo implica, por un lado como causa y por otro como consecuencia, la reducción del corazón a sentimiento». El corazón deja de ser el motor último, el motivo profundo de la acción humana, el criterio de juicio de la razón, el lugar del asombro y de la energía afectiva que constituyen el tejido de la relación cognitiva original con la realidad; su lugar lo ocupa el sentimiento. «Nuestra responsabilidad se vacía precisamente porque cedemos a un uso del sentimiento que prevalece sobre el corazón, reduciendo el concepto de corazón a sentimiento», que en cambio es «el factor fundamental de la personalidad humana; el sentimiento no, porque cuando se aísla, actúa por reacción, en el fondo de manera instintiva, animal» (pp. 78-79). Cesare Pavese escribía: «No he comprendido todavía qué es lo trágico de la existencia [...] Y sin embargo está muy claro: hay que vencer el abandono voluptuoso, dejar de considerar los estados de ánimo como fines en sí mismos»5.

Para Giussani, «el corazón —que está hecho de razón y afectividad— es condición para que la razón se ejerza sanamente. La condición para que la razón sea razón es que vaya unida a la afectividad y, de esta manera, mueva al hombre entero. Esto es el corazón del hombre: razón y sentimiento, razón y afecto» (p. 79). ¡Qué mirada tan completa a todos los factores humanos nos atestigua constantemente Giussani! Me asombra cada vez, porque al leerlo siempre me encuentro con una inteligencia de la realidad que no se detiene en la superficie, sino que ahonda hasta tocar el fondo. No hay ocasión en la que no intercepte los dinamismos de la relación del yo con el mundo en el que se sitúa.

¿Cómo salir de estas reducciones? ¿Acaso analizándolas? ¿Intentando revertir la tendencia? No. La respuesta de Giussani nos devuelve al nivel de una experiencia al alcance de todos: se trata de toparse con una humanidad que resulte irreductible, con una presencia que libere al yo de la jaula que se ha construido a su alrededor, que rompa la medida de lo aparente, que nos libere de la ley de la reactividad y nos haga «vivir intensamente lo real», por usar una vez más la expresión contenida en el capítulo décimo de El sentido religioso6.

Aquí aparece la naturaleza del cristianismo, tal como se hizo patente en el origen: «Jesús era un hombre como los demás, alguien que entraba perfectamente en la definición de hombre; pero ese hombre dijo de sí mismo cosas que otros no decían, hablaba y actuaba de un modo distinto al de todos. Signo de todos los signos. Los que se veían tocados por su pretensión al haberle conocido, advertían que su realidad era signo de otra cosa, lo percibían, lo miraban y lo trataban como un signo que remitía más allá. Como se ve con claridad en el Evangelio de Juan, Jesús no concebía el atractivo que suscitaba en los demás como algo propio, sino como algo que remitía al Padre: su presencia era para conducirnos al Padre, para que pudiéramos conocerle y obedecerle» (p. 88). El sentido último al que se refiere toda realidad (todo signo) se ha convertido en hombre, que es el «Signo de todos los signos»; un hombre que caminaba por las calles, con quien se podía comer, hablar, a quien se podía seguir: este es el acontecimiento cristiano cuyo anuncio se dirige al corazón del hombre.

En este libro hay páginas en las que Giussani nos invita a identificarnos con el surgir de la fe en las primeras personas que encontraron a ese joven hombre tan diferente de todos los demás: «La fe en Cristo, tal como aparece en el origen del hecho cristiano, consiste en reconocer una Presencia como excepcional, quedar impactados por ella y, consecuentemente, adherirse a lo que ella dice de sí misma. Se trata de un hecho: un hecho que hizo posible que en el mundo surgiera el cristianismo» (p. 88).

La fe reconoce una presencia excepcional, reconoce lo divino presente en una realidad humana concreta. Por tanto, es «un acto que tiene como punto de partida la razón (…) en cuanto que afirma la existencia del Misterio, sin lo cual el hombre no puede tener una mirada razonable sobre la realidad. En otras palabras, el punto de partida de la fe es la razón entendida como conciencia de la realidad total, esto es, el sentido religioso del hombre» (p. 89).

La fe no es una emoción, «no es un sentimiento cambiante que identifica la existencia de Dios como le parece y vive la religiosidad como le place, es un juicio que afirma una realidad, el Misterio presente». Giussani describe la naturaleza de la fe con palabras únicas: «La fe es racional, pues florece en el límite extremo de la dinámica racional como una flor de gracia, a la que el hombre se adhiere con su libertad». Pero, ¿cómo se adhiere nuestra libertad a esta flor que es «incomprensible en su origen y en su hechura»? Secundando «con sencillez aquello que su razón percibe como algo excepcional, con una certeza inmediata, como sucede con la evidencia indiscutible e indestructible de ciertos factores y momentos de la realidad tal como entran en el horizonte de nuestra persona» (p. 89).

Hay que tener presente esta sugerencia de Giussani: el acontecimiento de Cristo es algo excepcional y para captarlo «es necesario que la razón, con sencillez, acepte inmediatamente, reconozca lo que sucede, lo que ha sucedido, con la misma certeza inmediata que tenemos ante cualquier evidencia de la realidad». Cristo se ofrece a nuestra libertad, no se impone a ella. Esto es lo que sucedió al principio: «Antes de nada, antes del juicio que Juan da sobre aquel Hombre, que Pedro da sobre aquel Hombre, antes de su juicio y de su adhesión, previamente se da esta sencillez, se da este corazón sencillo, se dan estos ojos sencillos, esta tensión, este deseo sincero que está dispuesto a acoger, abierto a reconocer con claridad lo que ha encontrado, el aspecto de la realidad con el que se ha topado» (p. 90). Para interceptar, reconocer y seguir la verdad que se hace presente en el signo de una humanidad distinta llena de atracción, no se requieren habilidades particulares, sino solo esta sencillez de corazón.

El entonces cardenal Ratzinger, en referencia al contexto social actual —muy heterogéneo y multicultural, en el que, como decía ∫, tantas iglesias se transforman en discotecas, cines, canchas de tenis o piscinas—, se preguntaba: «¿Cómo es posible que la fe tenga todavía algún éxito?». Pensaba en los jóvenes creyentes, culturalmente despiertos. Respuesta: «Yo diría que esto sucede porque ella corresponde a la naturaleza del hombre. (...) En el hombre hay un inextinguible deseo de infinito. Ninguna de las respuestas que se han buscado a ese deseo es suficiente. Solo Dios al hacerse finito, para romper nuestra finitud y conducirla a su dimensión infinita, es capaz de satisfacer las exigencias de nuestro ser»7. Solo se trata de toparse con el hecho cristiano, con el cristianismo según su naturaleza original: un acontecimiento contemporáneo, que toma la forma de un encuentro humano. Su reducción a moralismo o incluso a la repetición verbal del anuncio es incapaz de responder a nuestras necesidades originales. Al igual que su reducción —racionalista— a una de las muchas expresiones del sentido religioso, a una de las muchas formas de religiosidad.

Ahora bien, «el racionalismo de la época moderna, al olvidar la verdadera naturaleza de la razón, hace habitual la confusión entre sentido religioso y fe, vaciando de este modo también la verdadera naturaleza de la fe». Esto no se produjo sin consecuencias negativas para el hombre contemporáneo, no solo para los cristianos. «La confusión entre sentido religioso y fe vuelve todo confuso. El hundimiento de la verdadera naturaleza de la fe, tal y como se vive en la Tradición, es decir, en la vida de la Iglesia, el hundimiento de la fe como reconocimiento de que ‘Cristo es todo en todos’, como identificación con Cristo e imitación de él, ha originado el desconcierto moderno, que se manifiesta en varios aspectos identificables» (p. 91).

En 1998 Giussani describe los aspectos del desconcierto moderno, que podemos rastrear en nuestra existencia y en la de las personas que nos rodean. El hecho cristiano, la Presencia que la fe reconoce, puede reducirse, vaciarse de su historicidad y concreción. Pero entonces la fe cristiana se transforma en una caricatura: es decir, se vuelve contraria a la razón, incomprensible, porque está privada de su fundamento de realidad. Es el fruto de lo que Giussani llama los cinco «sin» del racionalismo moderno. Repasémoslos brevemente.

a) «La primera consecuencia del racionalismo se puede sintetizar en la siguiente fórmula: Dios sin Cristo. Es la negación del hecho de que solo a través de Cristo es posible que Dios, el Misterio, se nos revele tal como es» (p. 91). Pero, sin Cristo, la fe pierde su razonabilidad y se convierte en «fideísmo»: falla el fundamento de la experiencia cristiana y el compromiso moral carece de un motivo adecuado. Dios vuelve a ser objeto de la construcción y el pensamiento imaginativo del hombre, según diferentes acentos étnicos y culturales.

b) La segunda consecuencia del racionalismo es: «Cristo sin Iglesia», es decir, Cristo sin Su Cuerpo, sin Su carne. Se trata de la «gnosis», del «gnosticismo», en cualquiera de sus versiones. «Si se elimina de Cristo el hecho de que fue un hombre, un hombre real, histórico, se elimina la posibilidad misma de tener experiencia cristiana». El cristianismo es una experiencia humana, por lo tanto, «hecha de tiempo y de espacio como cualquier otra realidad material. Sin este aspecto material de la experiencia que el hombre tiene de Cristo, desaparece la posibilidad de vivir esa contemporaneidad con él que es prueba de la verdad de todo lo que Cristo dijo de sí mismo». La actitud racionalista no admite que una realidad particular, hecha de tiempo y espacio, pueda ser el «lugar del que pueda brotar la experiencia del sentido último del hombre: el sentido último del hombre no entra en la experiencia cotidiana» (p. 92) .

Cristo, subraya constantemente Giussani, no es una idea, sino una Presencia real, audible, visible, tangible. ¿En dónde? En un fenómeno histórico: la vida de la Iglesia. «No se puede pensar en Cristo sin esta concreción. Sería reducir y alterar lo que Cristo dijo de sí mismo, lo que Cristo es en las manos de Dios, el que le revela. Tertuliano afirma: ‘Caro cardo salutis’ (‘La carne es el quicio de la salvación’)» (p. 92).

c) Un tercer resultado de la influencia de la mentalidad racionalista en la vida eclesial, personal y comunitaria, es una «Iglesia sin mundo», cuyas consecuencias son «el clericalismo y el espiritualismo, dos reducciones del valor de la Iglesia como Cuerpo de Cristo» (p. 94).

d) Giussani da un paso más, introduciendo el cuarto «sin»: «si la Iglesia no tiene mundo, este mundo tiende a vivir sin el yo, es decir, se produce una alienación. Este mundo tiene como característica y como resultado —previsto o no previsto, querido o no querido, normalmente querido por el poder, por quien tiene el poder cultural del momento— la alienación» (p. 98).

El resultado último de esta alienación del poder es «la pérdida de la libertad, la no consideración o la abolición de la libertad, una abolición que no se proclama teóricamente pero que se vive en la práctica. Y puesto que la libertad, se la defina como se quiera, es el rostro del yo humano, de ello se deriva la pérdida de la persona humana» (p. 98).

e) Habiendo llegado al final de la parábola descendente, «este yo, el yo alienado, es un yo sin Dios». Pero un yo sin Dios «no puede evitar el tedio y la náusea. Por eso simplemente se deja vivir: se puede sentir partícula del todo (panteísmo) o bien presa de la desesperación (por el prevalecer del mal y de la nada: el nihilismo)» (p. 99).

¿Es posible, incluso aquí, revertir la tendencia? ¿Cómo evitar que estos «cinco sin», así como las tres reducciones descritas anteriormente, sigan vaciando la vida de fe desde dentro y, por lo tanto, la posibilidad que el hombre tiene de realizarse plenamente? Solo hay un camino solvente: recuperar el cristianismo en su verdadera naturaleza como acontecimiento.

«Así pues, la presencia de Jesucristo es un acontecimiento, tal como nos dice la sensibilidad (¡y la persuasión!) que nos ha brindado el carisma recibido, un Acontecimiento que se encuentra en el presente, en el aquí y ahora, en las circunstancias que dilatan la evidencia de una compañía vocacional como irrupción del misterio de la Iglesia, cuerpo misterioso de Cristo». Giussani reitera: «Lo sobrenatural (…) es una realidad humana en la que está presente el misterio de Cristo, una realidad natural —en el sentido de que se muestra con los rasgos específicos de un rostro humano— en la que está presente el misterio de Cristo. Es la Iglesia que emerge junto a mí». Y detalla, refiriéndose a su historia personal: «Apareció junto a mí en circunstancias precisas, con mi padre y mi madre, y más tarde cuando fui al seminario, y luego cuando empecé a encontrarme con personas que ponían su atención y amistad en mí porque decía ciertas cosas y, finalmente, me ha llevado en el cauce de una compañía que hace inmediato para mí el misterio de la Iglesia; por tanto, es una manifestación del cuerpo vivo de Jesucristo. Es la compañía que se llama ‘vocacional’, o sea, la compañía que nos implica porque genera la experiencia y es generada por la experiencia del carisma que nos ha tocado» (p. 58).

Evocando a san Agustín —«In manibus nostris sunt códices, in oculis nostris facta»8— Giussani aclara la naturaleza del fenómeno del carisma: «In manibus nostris sunt códices, los Evangelios para leer, la Biblia para leer; pero no sabríamos cómo leerlos sin la otra cláusula: inoculis nostris facta. La presencia de Jesús se alimenta, se conforma y se demuestra mediante la lectura de los Evangelios y la Biblia, pero se asegura, se vuelve evidente entre nosotros a través de un hecho, de hechos que son presencias». Hechos que cobran un peso muy especial para aquellos a quienes les suceden, que son tocados, conquistados por ellos: «En la vida de cada uno de nosotros hay un hecho que lo ha significado todo, una presencia que ha influido para toda la vida: ha iluminado el modo de concebir, de sentir y de hacer las cosas. Esto es lo que llamamos acontecimiento. Aquello en lo que hemos sido introducidos permanece realmente vivo, sucede todos los días». Y todo esto debe hacerse cada vez más nuestro: «Todos los días debemos tomar conciencia del acontecimiento, del encuentro que hemos tenido» (p. 59).

Solo una experiencia del cristianismo en plena continuidad con la fe de los comienzos es capaz de fascinar aún, hasta el punto de que quien se encuentra con el acontecimiento de Cristo, según el caso humano con el que se encuentra, puede ser «cautivado» como lo fueron Juan y Andrés hace dos mil años. Giussani nos testimonia con claridad que esto es posible hoy: «Cristo, este es el nombre que indica y define una realidad que he encontrado en mi vida. He encontrado: había oído hablar de él antes, de pequeño, de muchacho, etc. Podemos hacernos mayores y tener esta palabra resabida, pero mucha gente no se ha encontrado con él, no lo ha experimentado realmente como una presencia; en cambio, Cristo ha entrado en mi vida, y mi vida le ha recibido precisamente para que yo aprendiera a comprender que él es el punto neurálgico de todo, de toda mi vida. Cristo es la vida de mi vida. En él se resume todo lo que yo quisiera, todo lo que busco, todo lo que sacrifico, todo lo que se mueve dentro de mí por amor a las personas con las que me ha puesto» (p. 59).

De aquí brota toda novedad, toda consecuencia operativa: «Cristo, vida de la vida, certeza del destino bueno y compañía para la vida cotidiana, compañía familiar y transformadora para bien: esto representa la eficacia suya en mi vida. La moral no solamente arranca de aquí, sino que solo aquí el hilo de la moralidad se atestigua y se salva». Para mostrar cómo la moralidad surge de la pertenencia a Cristo, Giussani se refiere al «sí» de Pedro: «San Pedro no puso como motivo de su amor a Cristo el hecho de ser perdonado por sus muchos defectos, sus muchos errores, sus muchas traiciones; no hizo la lista de sus errores. Cuando se encontró frente a Cristo después de su Resurrección, aquella vez que se encontró cara a cara con él y Cristo le preguntó: ‘Simón, ¿me amas?’, le dijo: ‘Sí’. La relación con esta palabra, que es la más humana y la más divina, es lo que nos permite abrazar todo en nuestra existencia cotidiana» (p. 60).

Como lo fue para Pedro, también para nosotros «cotidiana debe ser su memoria, cotidiano debe ser el impulso que le vuelve familiar, gozosa debe volverse la compañía con él y alegres nos debe dejar su memoria en cualquier circunstancia, en cualquier condición, porque en ti, Señor, se encarna el bien que quiere el Misterio para mí. Así se tiene certeza de alcanzar el destino feliz y se tiene esperanza para todo el discurrir de la vida». ¡Qué liberación! ¡Y qué respiro! Es la irrupción de una medida sin medida, que le deja asombrado a don Giussani y le hace decir: «Aunque me hubiera equivocado y le hubiera traicionado mil veces en treinta días, esto permanece, ¡debe permanecer! Me parece que esto no es presunción, sino una gracia sorprendente, inconcebible e inefable, tal como decía Miguel Ángel Buonarroti: ‘Mas, ¿qué puedo yo, Señor, si a mí no vienes con la inefable, acostumbrada cortesía?’»9 (p. 60).

La vida cristiana es sencilla y hay que ser sencillo para abrazarla: «Cristo y el sí a él: esto, paradójicamente, es el aspecto humanamente más fácil —lo digo con un arrojo algo osado, algo entusiasta— o, en todo caso, más aceptable de todo el deber moral que tenemos en el mundo. Porque Cristo es la palabra que lo despliega todo: Cristo es un hombre que vivió como todos los demás hombres hace dos mil años, pero que, tras resucitar de la muerte al ser traspasado por el poder del Misterio, de cuya naturaleza participaba, penetra en nosotros día tras día, hora tras hora, en todos nuestros actos» (p. 60).

Es una sencillez que nos permite hablar de tú al Misterio, reconocido como una presencia familiar en nuestra existencia cotidiana: «La presencia totalizante del Misterio y de su pretensión sobre nuestra vida (‘Dios todo en todo’) y de Cristo, de Jesús de Nazaret, de este joven de Nazaret, Jesús, que es el Misterio encarnado, la totalidad de su figura inconmensurable, de su figura inmensa, formidable señal de lo que es Dios —la palabra de Dios está en nuestro corazón y en nuestros labios10—, la totalidad de esta presencia familiar, cotidiana y eficaz, de esta compañía tan insólita como evidentemente insuperable, esta totalidad explica el que le digamos ‘Tú’. Debemos decirle ‘Tú’ a Dios y debemos decirle al hombre Jesús de Nazaret ‘Tú, oh Cristo’» (pp. 60-61).

En la relación con este Tú encarnado surge la posibilidad de una relación nueva, más humana, finalmente humana con todo: «Si tu forma de mirar a toda la gente con la que hablabas, a los que respondían y a los que se negaron a cualquier diálogo —incluidos Pilatos y los sumos sacerdotes—, si la relación que tú tenías con ellos —que, como demuestra tu pasión, estaba llena de pasión por su destino, por el destino de cada uno, llena de amor por ellos— hubiera sido acogida, si te hubieran hospedado, entonces la única palabra que habrían podido usar para expresar esa relación sería amistad». También es válido hoy: «La palabra amistad es la única que podemos usar para la relación entre nosotros y con él» (p. 61).

Esa Presencia inigualable ha atravesado la historia y ha llegado hasta nosotros, hoy, con una continuidad que nunca se ha interrumpido: «La humanidad de Jesús de Nazaret, que fue llamada a participar del misterio de la naturaleza divina, se prolonga en una realidad sensible, visible y tangible, en este pueblo cuyas coordenadas son la inteligencia y el afecto. Es el Cuerpo místico de Cristo, el cuerpo tangible de Cristo por medio del cual la divinidad invisible penetra en los espacios que el Padre entrega al Hijo. Esta progresiva expansión origina personas con una mentalidad y una fecundidad nuevas» (p. 152).

Giussani subraya la condición «histórica», «de facto» de esta prolongación de la presencia de Cristo que nos alcanza y nos atrae: el «carisma». «El carisma es una intervención del Espíritu de Cristo para incrementar en el mundo la pertenencia a Cristo: es un dato de la historia en la que nacemos, en la que el Espíritu nos sorprende, en la que el Padre nos introduce. El designio del misterio del origen, del Padre, nos ha puesto en un curso determinado, en un camino determinado dentro de la Iglesia, nos ha introducido en el hecho de Cristo, nos ha hecho participar en él al hacer que nuestro conocimiento y nuestro afecto sean suyos». El carisma es un don, es «la caridad que Cristo ejerce con nosotros para hacernos suyos: suyos en nuestra conciencia y en nuestro afecto, es decir, como mentalidad y como modo de afrontar y vivir la afectividad humana» (p. 153).

Embargado por esta Presencia presente, al final de los últimos Ejercicios espirituales que predicó en 1999, Giussani se dirigió a todos los presentes con estas palabras: «Querría dejaros expresando un deseo que tengo. Después de todo lo que habéis escuchado puede que no lo entendáis pero, en cualquier caso, os lo deseo, porque no sabría deciros nada mejor. Os deseo que (…), tras haber recibido la gracia de este encuentro, madure en vosotros esa capacidad que el Espíritu ha sembrado, implícita o explícitamente, según la historia de cada uno, la capacidad que el Espíritu ha puesto en vosotros de dar testimonio de Cristo, que es lo único que el mundo espera. Porque donde está Cristo, allí se establecen relaciones de paz, de unidad y de paz». Y a continuación dice: «Os deseo que, al hacerse cada vez más personal la gracia que el Señor os ha concedido, es decir, al obedecerla más (porque también la personalización es una obediencia que se persigue con inteligencia), encontréis un padre, viváis la experiencia del padre. (…) Que cada uno de vosotros descubra verdaderamente la grandeza de esta tarea, que no es una tarea, sino la condición en la que el hombre mira, ve a Dios y Dios le confía lo que más le apremia. Padre y, por tanto, madre, porque es lo mismo, no son dos funciones espiritualmente diferentes; solo se diferencian desde el punto de vista material, pues uno tiene una limitación y el otro, otra. (…) Os deseo que viváis la experiencia del padre. Padre y madre: se lo deseo a todos los responsables de vuestras comunidades, pero también a cada uno de vosotros, porque cada uno debe ser padre para los amigos que tiene, debe ser madre para la gente que tiene cerca; no dándose aires de superioridad, sino con una auténtica caridad. Nadie, en efecto, es tan afortunado y feliz como un hombre y una mujer que se sienten hechos por el Señor padre y madre» (pp. 168-169).

«Hechos por el Señor padres y madres…». Es un anhelo que vemos crecer en nosotros y que se extiende a todos los que nos encontramos, a todos nuestros hermanos humanos, heridos, como nosotros, y llenos de un deseo irreductible de felicidad. La gratitud por haber conocido a un padre que nos introdujo en la relación con el Padre como la vivió Cristo, nos hace querer compartir con todos la gracia que hemos recibido, entregando nuestra vida por la obra de Otro.

JULIÁN CARRÓN

Septiembre 2021