Un acontecimiento en la vida del hombre - Luigi Giussani - E-Book

Un acontecimiento en la vida del hombre E-Book

Luigi Giussani

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Un acontecimiento en la vida del hombre es el cuarto volumen de la serie dedicada a las lecciones y diálogos de don Luigi Giussani durante los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación, en esta ocasión celebrados entre los años 1991 y 1993. En él don Giussani subraya con fuerza cuál es la naturaleza del cristianismo: el acontecimiento de Dios que se hace hombre e irrumpe así en la existencia concreta del ser humano. Y lo hace teniendo en cuenta el contexto de una época como la actual, dominada por un invasivo nihilismo existencial, del que el autor señala, de un modo profético, muchos de sus rasgos más específicos. En tal contexto, el acontecimiento de Cristo se propone como una novedad que alcanza a los hombres y a las mujeres de este tiempo a través de un encuentro humano que cambia radicalmente la vida y la transforma en una experiencia de irreductible positividad. "Las páginas de este libro son una contribución al camino de todos, porque presentan el testimonio de un hombre aferrado por Cristo y, por ello, apasionado por el destino de cada uno, en un diálogo constante con el hombre de nuestro tiempo". (Del prólogo de Julián Carrón)

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Luigi Giussani

Un acontecimiento en la vida del hombre

Ejercicios espirituales de Comunión y Liberación (1991-1993)

Edición a cargo de Julián Carrón

Traducción de Carmen Giussani

Título original: Un avvenimento nella vita dell’uomo

© Edición original: Fraternitá di Comunione e Liberazione, 2020

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2021

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

100XUNO, nº 78

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN EPUB: 978-84-1339-382-7

Depósito Legal: M-353-2021

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda, 20 - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Prólogo. Hechos para la alegría

NOTA EDITORIAL

Redemptoris missio (١٩٩١)

Introducción

Homilía

Introducción a los Laudes

CRISTO SE HIZO CARNE EN NUESTRA CARNE

I

II

III

IV

PERMANECER EN ÉL

I

II

III

Introducción a los Laudes

EL DIÁLOGO ENTRE CRISTO Y EL HOMBRE DE NUESTRO TIEMPO

I

II

III

Homilía

Saludos y agradecimientos

Dar la propia vida por la obra de otro (١٩٩٢)

Introducción

Homilía

Introducción a los Laudes

EL DESIGNIO DE DIOS SOBRE EL MUNDO

I

II

III

Avisos

LA PRESENCIA QUE NOS LIBERA

I

II

III

IV

V

Avisos

Introducción

POR LA OBRA DE OTRO

I

II

III

IV

V

VI

Avisos

Santa Misa

Homilía

Saludos y agradecimientos

«ESTA QUERIDA ALEGRÍA SOBRE LA CUAL TODA VIRTUD SE FUNDA» (١٩٩٣)

Introducción

Homilía

Introducción a los Laudes

IMPREVISTO E IMPREVISIBLE: EL CRISTIANISMO COMO ACONTECIMIENTO

I

II

III

IV

EL CARISMA, UNA GRACIA QUE MUEVE

I

II

III

IV

V

Introducción a los Laudes

Asamblea

Saludos y agradecimientos

Fuentes

Índice de nombres

Prólogo. Hechos para la alegría

Hoy el nihilismo va ganando terreno sin que nos demos cuenta. Esta falta de sentido que nos acecha constantemente, desenfoca la realidad y lo desintegra todo, tanto que ni siquiera lo más querido parece resistir el embate del tiempo. No se puede desafiar este vacío con unas palabras. No lo derrotará una batalla dialéctica, como tampoco acabaremos con él mediante razonamientos o discursos. Necesitamos algo bien distinto.

Solo el ser, o sea, algo real, puede desafiar a la nada. Cada uno de nosotros lo experimenta cada mañana. Basta con que miremos qué es lo que prevalece cuando nos despertamos. Allí reconocemos cuál es el recurso del que disponemos para enfrentarnos a la nada: algo real que se nos impone nada más abrir los ojos, cuando estamos todavía desarmados delante de la jornada que nos espera.

Sorprende comprobar una vez más cómo Giussani, anticipándose a los tiempos, haya captado el drama de nuestra época. Su capacidad de interceptar el punto en el que encallamos todos le permitió asumir el reto en primera persona y, por tanto, dar testimonio de lo que él ha comprobado. Lo que prevalece en él es lo que nos comunica a todos.

En 1992 afirma que hay un antecedente del que deberíamos partir cada mañana, antes de liarnos con la fatiga cotidiana del vivir. «La Misa nos recuerda esta gran premisa (…) siempre que la Iglesia nos reúne de nuevo (…): ‘En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’; cosa que para nosotros significa, ante todo y en última instancia, afirmar el misterio del Ser, el Misterio del que provenimos» (ver aquí p. 90).

Este punto de partida, que debería resultarnos familiar a los cristianos, aunque solo sea por las muchas veces que lo hemos repetido, no es en absoluto obvio. Nos lo recuerda Benedicto XVI: «De hecho, (…) Dios siempre se da por sentado como un asunto de rutina, pero en lo concreto uno no se relaciona con Él. El tema de Dios parece tan irreal, tan expulsado de lo que nos preocupa y, sin embargo, todo se convierte en algo distinto si no se presupone, sino que se presenta a Dios. No dejándolo atrás como un marco, sino reconociéndolo como el centro de nuestros pensamientos, palabras y acciones»1.

Dar por descontadas las cosas es nuestro verdadero drama. Lo damos todo por supuesto, entonces personas y hechos ya no nos dicen nada, están ahí mudos delante de nosotros. El motivo profundo por el que lo damos por descontado es que para nosotros Dios es algo «irreal», «expulsado de lo que nos preocupa».

Para comprobar cómo cambia la vida, deberíamos tener el coraje de verificar qué pasa, en cambio, cuando vivimos sin darlo por sentado, como subraya Benedicto XVI, siguiendo la advertencia de H. U. von Balthasar: «¡No presuponga a Dios (…), preséntelo!»2.

Pero el que puede tomar en consideración esta advertencia es alguien a quien le apremia la verdad de sí mismo, el cumplimiento de sí, la plenitud de su vida. Solo para quienes no se conforman con la nada que penetra en los pliegues de lo cotidiano, y no se rinde a la inevitable confusión, solo para quien no está dispuesto a sucumbir a la tentación del escepticismo, la realidad pierde su rostro plano —que damos por descontado hasta lindar con el aburrimiento y el desprecio de nosotros mismos— y se muestra como una novedad continua y prometedora.

Nosotros llegamos a conocer este antecedente a través de una historia. «El destino —es decir, el Dios misterioso, el misterio al que llamamos Dios— se revela, esto es, habla, se da a conocer de modo definitivo a través de la elección de un pueblo. (…) Dios elige a un pueblo nacido de Abrahán et semini eius, y de su semilla, de sus descendientes; el destino escoge un pueblo porque, a través de él y de su historia, quiere hacernos comprender mejor qué es lo que quiere» (p. 95).

Es este el designio que el destino —Dios— pretende realizar: «Yo quiero la positividad de todo». Y lo hace «a través de una historia humana» (p. 96).

El pueblo nacido de Abrahán vive inmerso en esta positividad. Su existencia es un bien para todos, porque a través de Israel el Misterio hace presente en la historia su designio, destinado a alcanzar a todos los hombres: «Porque Dios no ha hecho la muerte, no se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera y las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo reina en la tierra. Porque la justicia es inmortal»3. Giussani comenta así estas palabras del libro de la Sabiduría: el hecho de que la vida sea positiva, que la realidad sea buena, que el destino quiera que todos experimenten una positividad, significa que «estamos hechos para la alegría. El corazón humano no puede percibir como verdaderamente correspondiente más que esta palabra. Antes, puede que haya todo un ejército de objeciones, desalientos, peros, noes, sin embargos, negaciones, pero nadie puede renegar completamente de esta palabra que expresa la naturaleza del corazón: gozo, alegría, felicidad» (p. 95). Quienquiera que conserve un mínimo de amor a sí mismo debe admitirlo: «Tuve cada vez más a menudo —me es penoso confesarlo— el deseo de ser amado. Por supuesto, un poco de reflexión me convencía cada vez de que este sueño era absurdo, la vida es limitada y el perdón imposible. Pero la reflexión era inútil, el deseo persistía; y debo confesar que persiste hasta la fecha»4. Todos nuestros razonamientos y nuestras heridas no pueden borrar del todo el deseo del corazón.

Pero, ¿cómo puede llegar a ser nuestra esta experiencia de alegría y positividad? ¿Qué se pide de nuestra parte? «Una disponibilidad total. ¿Y en qué consiste esta disponibilidad total? Ante todo, en que yo afirme amorosamente el ser y la realidad que acontece, sea esta vida o muerte, gozo o dolor, logro o fracaso. Amar es afirmar una presencia que se revela por medio de la realidad concreta en cada instante» (pp. 99, 100).

Giussani utiliza una imagen para darnos a entender bien su observación: «Al afirmar amorosamente la realidad, nos abandonamos confiados al Misterio como un niño en brazos de su madre. El niño es una afirmación amorosa de su madre, que está allí, presente en ese momento. El Misterio se hace presente en el instante: en él se oculta (…) la presencia del destino. No tenemos nada que defender frente al destino, porque de él lo recibimos todo» (p. 100).

Sin embargo, en lugar de estar totalmente disponibles para afirmar el ser como niños, nos rebelamos a menudo, porque el designio de Dios no coincide con el nuestro. La vida del hombre está marcada constantemente por este desgarro. Nos rebelamos porque las cosas no son como querríamos. Y la tomamos con Dios, culpable de no secundar nuestros proyectos; o bien concluimos que no hay nada que valga la pena.

Por lo tanto, si el gran antecedente del Misterio que hace todas las cosas es cierto, igualmente es cierto que «la palabra que define la condición humana mejor que ninguna otra es que nuestra existencia es ‘pecadora’» (p. 103).

Esta constatación, que podría abocarnos a la desesperanza, se convierte para Giussani en un recurso sorprendente para caminar: «Si cada vez que nos reunimos, por cualquier motivo, tanto en familia como en comunidad, partiéramos de la conciencia de que somos pecadores, ¡qué distinto sería el modo de tratarnos, de tratar a la mujer, al marido, a los hijos, a los miembros de la comunidad y a los extraños! Casi nos obligaría a ser más buenos» (p. 103). Cambiaría el rostro de cualquier relación. Y cualquier ocasión se convertiría en una posibilidad de ser rescatados. De hecho, «el punto de partida para rescatar la sanidad de la vida —es paradójico— es la conciencia de ser pecadores, la conciencia del pecado. No es algo de curas; es algo de hombres, de criaturas de Dios, de corazones hechos para el infinito, para una felicidad sin término» (p. 24).

¡Qué experiencia debe haber tenido Giussani para desafiarnos en estos términos! «No podemos establecer una relación verdadera, no podemos salvar un acento de verdad en cualquier relación —con uno mismo, con los demás, ya sea cercanos o lejanos, e incluso con las cosas— sin tener, no digo instante tras instante, sino al menos en el trasfondo, la conciencia de ser pecadores. Quien no tiene en el trasfondo la conciencia de ser pecador carece de un acento de verdad en cualquier relación» (pp. 24, 25).

Lo que para nosotros es motivo de escándalo —nuestros errores, fracasos y fallos— se convierte en una ocasión para conquistar un bien mayor, porque sin la conciencia de nuestro mal no hay relación verdadera con nadie y con nada. Al respecto, el papa Francisco dice que «el lugar privilegiado del encuentro con Jesucristo es mi pecado. Gracias a este abrazo de misericordia»5, desde dentro de este abrazo de misericordia, podemos mirar a la cara el drama que se oculta en nuestro pecado: «La afirmación de uno mismo. En lugar de afirmar el ser —la realidad en toda su verdad, en su destino total, en su sentido exhaustivo—, nos determina el afán por afirmarnos a nosotros mismos» (p. 167).

Dicho de otro modo: «el pecado es poner la esperanza en un proyecto propio» (p. 129). ¡Cuántas veces sufrimos en nuestras carnes las consecuencias del intento que perseguimos de alcanzar nuestro destino, la felicidad, poniendo la esperanza en algo que proyectamos y construimos nosotros! Y así pasamos de una decepción a otra, cosa que nos hace cada vez más escépticos.

Por eso don Giussani subraya que «sorprender la debilidad mortal y reconocer el pecado en nosotros, es la primera sabiduría; y también sorprender la debilidad mortal y reconocer el pecado en los demás hombres. Pero hay una señal fundamental que permite comprender si reconocemos el pecado en los demás, o bien si tomamos pretexto de lo que creemos o consideramos un error en los demás para desfogar nuestra ira y creernos mejores, para jactarnos ante ellos, subyugarlos y utilizarlos para nuestros fines, como tristemente se hace ahora: nosotros sorprendemos la debilidad mortal en los demás solo si lo hacemos con dolor. No se puede reconocer el mal en el otro más que con dolor» (p. 108).

Salir de este engaño —por la pretensión de afirmarse a uno mismo— no es fácil para el hombre que persiste, normalmente, en su error a pesar de sufrir sus consecuencias. Solo hay una vía para salir de la cárcel que el hombre mismo se construye: que venga alguien desde fuera a liberarnos. «La conciencia del pecado es fruto de una gracia», pues, de hecho, nosotros «tenemos una percepción del pecado genérica y sin dolor: porque no creemos ni amamos a Dios como una Presencia que nos acompaña día a día, hora tras hora». Por tanto, «es la conciencia de su Presencia lo que nos hace sentir dolor por cada uno de los fallos que cometemos» (p. 212).

«Desde lo hondo a ti grito, Señor. Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?»6. De no encontrar respuesta a este grito, la vida sería insoportable. El Misterio ha contestado a este grito. Pero ¿cómo? En este «cómo» reside la sorpresa que desde hace dos mil años atraviesa la historia. «Dios ha entrado en relación con nosotros (…) mediante un acontecimiento. Él nos alcanza mediante un evento y no un simple pensamiento o un sentimiento. (…) Para indicar el cristianismo como salvación es preciso utilizar la categoría de ‘acontecimiento’: Dios ha entrado en nuestra existencia cotidiana como un acontecimiento» (p. 177).

«No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: ‘No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva’»7.

¿Qué es lo que nos introduce a comprender que Dios irrumpe en nuestra vida cotidiana mediante un acontecimiento? «El carácter excepcional de la presencia que irrumpe. Aquellos dos discípulos [de Emaús] lo percibieron, como bien dice el Evangelio: ‘¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba?’. Es decir: ¿no advertíamos, sin decírnoslo, que había algo fuera de lo común en aquella persona? Lo comprendieron por el carácter excepcional de su presencia, por la experiencia de una presencia que se correspondía con las exigencias profundas de su corazón» (p. 178).

Giussani insiste: «Entonces resulta claro que la misma naturaleza del acontecimiento implica la forma de un encuentro. (…) Dios entra en nuestra existencia para ayudarla, para salvarla, mediante el acontecimiento de un encuentro, y no mediante nuestra reflexión, nuestra dialéctica o como fruto de una capacidad nuestra. Pertenece a la naturaleza del acontecimiento que tenga la forma de un encuentro. Pero, ¿qué quiere decir que un acontecimiento es un encuentro? Que es un hecho contemporáneo a quien lo registra, a quien lo reconoce en virtud de una evidencia» (p. 181).

Esta es la razón profunda de la correspondencia que experimentaron los discípulos de Emaús: «Lo que Jesús decía correspondía a su corazón de hombres porque ya le pertenecían a él, ya se habían encontrado con él, ya lo habían reconocido» (p. 182).

Por lo tanto, el acontecimiento mediante el cual se hace presente Dios es «un encuentro en el que está contenida la memoria de un pasado, que remite a un hecho del pasado» (p. 182).

No se puede vivir del recuerdo de algo pasado; el desafío de la nada es demasiado radical para pensar en contrarrestarla en virtud de «un museo de los recuerdos»8. El cristianismo no es esto. Giussani observa que «se puede entender la importancia que tiene ese hecho del pasado solo a través de la experiencia presente y excepcional del hecho que aconteció antes; solo a través de un acontecimiento presente (…). No es un juego de palabras: se trata de ayudarnos a comprenderlo bien. (…) El presente me remite al pasado y ese pasado me hace retornar al presente. Este es el concepto de memoria. Un acontecimiento del pasado, cargado de pretensión y de significado para nuestra vida, puede ser descubierto solo en función de una experiencia presente» (pp. 183, 184).

Al margen de este «ahora» no hay experiencia cristiana: «Lo que nos sorprendió una vez, o bien continúa como un acontecimiento cotidiano, como una Presencia que buscamos cada día, o bien se convierte en una regla que nuestra cabeza puede interpretar, en un devoto recuerdo en nombre del cual podemos tener la pretensión de crear algo nuevo. ¡Pero ya no es aquello!» (p. 213). Giussani no podía hablar más claro.

Si todo se juega ante un hecho presente, la obra que agrada a Dios, lo que él espera de nosotros, es que «aceptemos y reconozcamos a Cristo, el Verbo encarnado, Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nuestra salvación», o sea «que esta gracia nos invada y, por tanto, (…) se manifieste en nosotros, que esta pureza total, gratuitamente dada por los méritos de su pasión y cruz, se manifieste en nosotros» (p. 121).

¿Y de qué manera puede penetrar en nosotros? «El Misterio, el destino, se comunica al hombre a través de una carne, a través de una realidad de tiempo y espacio, según una cierta modalidad física de las personas y de las cosas, en circunstancias precisas, que de las circunstancias naturales mantienen la fragilidad y la aparente futilidad y, sin embargo, portan a Cristo. Esta es nuestra compañía» (p. 137).

Esta es desde los comienzos la realidad de la Iglesia, que sigue alcanzando a los hombres de distintos modos, conforme a la fantasía ilimitada de Dios. Su creatividad sigue generando formas nuevas para cuidar de nosotros, según modalidades adecuadas a la situación del hombre, que cambia continuamente. Como dijo san Juan Pablo II: «Es significativo, a este propósito, y es preciso notarlo, como el Espíritu Santo, para continuar con el hombre de hoy el diálogo comenzado por Dios en Cristo y proseguido a lo largo de toda la historia cristiana, ha suscitado en la Iglesia contemporánea múltiples movimientos eclesiales. Son un signo de la libertad de formas en que se realiza la única Iglesia, y representa una novedad segura, que todavía ha de ser adecuadamente comprendida en toda su positiva eficacia para el Reino de Dios que actúa en el hoy de la historia»9.

Nosotros, que somos hijos de don Giussani, somos los primeros en asombrarnos por la modalidad imprevista e imprevisible con la que el Misterio nos ha alcanzado: «El carisma representa precisamente la modalidad de tiempo, espacio, carácter, temperamento, la modalidad psicológica, afectiva, intelectual, con la que el Señor se hace acontecimiento para mí al igual que para otros» (p. 198).

Giussani reflexionó concienzudamente sobre la naturaleza del don que había recibido, que era sorpresa continua para él, consciente de que no era fruto de un proyecto suyo, como dijo en 1993: «Un carisma es la energía con la que el Espíritu de Cristo crea un movimiento dentro de la Iglesia. Por eso el movimiento es fruto directo del carisma. El carisma es una gracia que mueve, que pone en marcha un movimiento. Por tanto, es siguiendo el movimiento como se vive el carisma, porque de otro modo vives el carisma según tu interpretación, introduciendo así un equívoco, una presunción y un equívoco. Y seguir el movimiento quiere decir seguir a quien guía el movimiento, a aquel que el Señor pone como guía del movimiento, y no a otro» (p. 220).

Durante toda su vida, Giussani nos testimonió cómo secundaba la acción del Espíritu, siendo el primero en obedecer al acontecimiento que le hacía tangible, visible y audible la voz del Misterio. Esta era la fuente de la alegría en él, que expresó con los versos de Dante, que habla de «esta querida alegría sobre la cual toda virtud se funda» (Paraíso, canto XXIV, vv. 89-91.). Giussani lo explicaba así: «‘Esta querida alegría sobre la cual toda virtud se funda’ es la fe, es el gozo del encuentro que hemos tenido, es el gozo del acontecimiento que nos ha alcanzado y es el acontecimiento mismo que nos ha sucedido, la alegría del encuentro que hemos tenido y que nos hace desear cambiar» (p. 221).

Nada desafía tanto nuestra libertad como una presencia presente, en la que vemos realizarse lo que deseamos. Pero «¿en qué sentido en ese instante la libertad decide? ¡Porque acoge! La energía de la libertad no nace de uno mismo; solo cuando acoge a otro, la libertad se realiza, se afianza, se enriquece. Por eso, la libertad ante la gracia es acogida. Recibir la gracia, hospedarla en sí, acogerla. Entonces la gracia se convierte en nuestra riqueza, con arreglo a la medida y a los tiempos de Dios» (p. 122).

¿Cómo puede acoger esta gracia nuestra libertad? Si se mantiene «en su disposición original, tal como la crea su Hacedor. El Creador dispone nuestra libertad como una afirmación amorosa de lo que se le presenta, de lo que tiene ante sí. El niño (…) lo demuestra» (p. 122). Por eso Jesús decía a los que le seguían: «‘Si no volvéis a ser como niños…’ no mantendréis vuestra naturaleza original y no podréis entrar en el reino de los cielos»10.

¿En qué consiste la decisión de la libertad? «La decisión de la libertad se identifica con un deseo sin pretensiones, un deseo que es realmente la riqueza del pobre, la riqueza del niño, la riqueza del que no tiene nada, pero puede recibirlo todo: puede abrirse a Otro acogiéndolo o rechazarlo encerrándose en sí mismo. La decisión se traduce en deseo, pero el verdadero deseo es el que se expresa en una petición, en pregunta y petición» (pp. 122, 123).

Llegado a este punto, Giussani describe el alcance histórico de la resurrección de Cristo y, como suele hacer, nos dirige una invitación a ensimismarnos «con la conciencia de aquel hombre resucitado, con la conciencia que tuvo de sí, con la percepción, la sensibilidad de aquel hombre que había vuelto a la vida, ¡era un hombre que resurgía de la muerte! (…) Cristo resucitado percibe, ve y comprende nuestra experiencia humana todavía más, en cuanto ha descendido hasta su fondo último, allí donde se origina, donde se manifiesta su relación constitutiva con el destino» (pp. 131, 132). Por consiguiente, en la resurrección de Cristo empieza a cumplirse la obra de Dios, «el dilatarse en el mundo de este anticipo del día final» (p. 133).

Con Cristo resucitado aparece un protagonista nuevo en el mundo. «Este sujeto nuevo —que crea un pueblo nuevo, una realidad social nueva, cuya única esperanza es el Misterio, ‘el Señor, pastor de Israel’, es decir, Cristo resucitado— cuando echa una ojeada al mundo, (…) desarrolla una cultura nueva, una manera de pensar profunda y totalmente distinta, en los mismos ganglios, los puntos centrales, las claves del ser, de la vida y del destino». Se trata de «una cultura profundamente distinta y opuesta a la que domina el mundo. Esta es la mayor fuente del malestar que demasiado a menudo se impone sobre nuestra timidez, señal de una fe algo vacilante, nutantia corda, dice la liturgia: nuestros corazones tan a menudo inciertos» (p. 141).

Al recordar que siempre hemos entendido la cultura como «conciencia crítica y sistemática de la experiencia» aclara que la cultura nueva «no surge tanto de un trabajo abstracto, como de un encuentro con una realidad humana que mueve también la mente, genera un corazón distinto y un comportamiento distinto hacia uno mismo y hacia las cosas» (p. 142).

Esta conciencia nueva impregna a la persona entera, hasta llevarla a ofrecer su propio cuerpo, es decir, su vida cotidiana, conforme al llamamiento de san Pablo: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos»11. ¿Qué significa? «Significa reconocer que todo lo que somos y lo que hacemos es para la obra de Dios. El sentido de todo —desde la banalidad del comer y beber hasta la sublimidad del vivir y morir, dice el apóstol Pablo— es vivir en función de la obra de Otro» (p. 142). Desde este punto de vista Giussani advierte que dar la vida no es un acto de heroísmo, que tan solo se apoyaría en nuestro esfuerzo, como tampoco es la afirmación orgullosa de nuestra capacidad. «Dar el propio cuerpo a las llamas puede no servir de nada si no se hace por amor a Dios, a la obra de Otro. Pero daríamos la piel, Señor, por tu obra, si tú nos dieras, si nos das, la intuición de la inteligencia que goza de lo verdadero y el deseo de tener un corazón generoso. Ayudémonos en la entrega de cada uno por la obra de Otro» (p. 156).

¿Qué clase de sujeto nace en mí cuando no me sustraigo al modo en que Cristo ha salido a mí encuentro? Vuelve a emerger aquí el método de Dios: del cambio personal al cambio de todo lo demás.

La «criatura nueva» (san Pablo) se convierte en un protagonista nuevo en el mundo. ¿Cómo se realiza este protagonismo? ¿Cómo lo describe Giussani? «Vivirlo todo determinados lo más posible por la conciencia de Su presencia, por la voluntad de participar en el misterio de su cruz y resurrección, de su obra redentora; vivir determinados cada vez más por esta verdad suprema, es ser una criatura nueva (…), es tener un tipo de humanidad distinta» (p. 87). Se trata de un cambio que enciende el deseo de dar la vida, pero en el sentido que le atribuye don Giussani: «Dar la vida significa que todo aquello por lo que nos levantamos cada mañana —el comer y el beber, el velar y el dormir, como dice san Pablo—, todos los aspectos de la vida, hasta el último, la muerte, se conciban, se quieran, se formulen, como intento, en función de la obra de Dios» (p. 84).

Del encuentro entre estos sujetos nace un pueblo. En efecto, «un pueblo nace a partir de la dignidad de la persona que es relación con el infinito. Solamente un yo puede decir ‘tú’ al infinito que genera —¡genera!— algo semejante a sí mismo, y así se comunica, establece una tradición, revive en otros, dando vida a un pueblo. Este es el sujeto nuevo del que nace un pueblo nuevo» (p. 140). No por la fuerza de un proyecto ni por una estrategia de conquista, sino por el dilatarse casi espontáneo de una humanidad distinta, deseable.

Para el cristiano es inconcebible considerar la relación del hombre con Dios en los términos de una relación solitaria, porque el yo nuevo puede generarse solo dentro de la compañía en la que Jesucristo sigue presente. «La gran empresa que es el designio de Dios en el mundo acontece a través de una compañía, una comunidad, un pueblo que puede ser pequeño, impotente frente a las fuerzas del mundo y, sin embargo, al final determinará la fisonomía de todas las cosas, el horizonte total de la historia» (p. 134). Como decía T. S. Eliot: «¿Qué vida tenéis si no tenéis vida juntos? / No hay vida que no sea en comunidad»12. El sujeto nuevo goza de una conciencia de sí que es distinta, que no está determinada por la mentalidad de todos. En la vida de la Iglesia, en el ámbito de una comunidad cristiana, cada uno llega a comprenderlo: «El valor de mi persona no depende de si hago esto o aquello, si soy capaz de construir o no, si tengo suerte o soy desafortunado, eficiente o ineficiente, si tengo salud o no, si logro lo que me propongo o no: depende de la pertenencia a esta historia, a este pueblo. Dicha pertenencia es lo que obra un milagro en la persona, la fuerza que le permite andar su camino a lo largo del tiempo, atravesando desiertos y valles, arideces y tentaciones de duda, combates y pruebas» (p. 96).

Ahora bien, este pueblo tiene una tarea que congrega a todos los que están llamados a formar parte de él: «Cada uno de nosotros tiene su personalidad, su rostro, su corazón, su temperamento y su carácter; son relativamente pocos los que conocemos, de lo que conocemos esos detalles particulares y, sin embargo, (…) también los que no conozco tienen en común conmigo la vida como una tarea. (…) Una tarea común, idéntica para mí y para el último en llegar, para el más lejano geográficamente, una tarea asignada. Lo que tenemos en común es que deseamos con todo corazón saber, necesitamos saber el ‘porqué’: queremos saber por qué vivimos, dónde acaba nuestra vitalidad y expresividad, con qué finalidad vivimos, cuál es el objeto del vivir, con todo su esfuerzo y las contradicciones que hay que soportar, con la vergüenza de uno mismo que hay que aguantar» (pp. 80, 81).

¿Cuál es esta tarea? La gracia es dada a uno para que, a través de él, pueda alcanzar a otros que todavía no saben. «Qué escalofrío percibir la misteriosa lejanía entre aquello para lo que hemos sido elegidos y la oscuridad que nos rodea, la somnolencia de todos, la ceguera de los demás, de todo el mundo. Y, sin embargo, hemos sido elegidos para reconstruir el mundo a través de lo que somos» (p. 202). A la hora de cumplir con esta tarea, Giussani nos desea «que cada mañana al despertar, nuestro deseo de volver a construir no se apoye en un esfuerzo sino en el entusiasmo que vienen de la fe» (p. 209).

¿Cómo es posible no sucumbir a la enormidad de esta tarea? Somos bien conscientes, en efecto, de nuestra fragilidad y de la limitación de nuestras fuerzas. Giussani barre del mapa estos escrúpulos, porque en él está bien clara la fuente de la fuerza: «Yo estoy con vosotros todos los días»13; estas palabras de Jesús son el secreto de un indómito empuje a dar testimonio: Cristo sigue presente «en nuestra compañía; no estaríamos juntos si él no estuviera aquí. ¡Si pensáramos más a menudo en ello! Este es el milagro en que deberíamos pensar más a menudo; un milagro que debería reflejarse en una energía recreadora entre tú, hombre, y tú, mujer, que estáis casados, entre vosotros y vuestros hijos, entre cada uno de nosotros y sus amigos, entre nosotros todos y esa pobre humanidad que nos rodea, tan perdida y confusa, tan a merced de los poderosos» (p. 86).

He aquí nuestra tarea histórica, tal como la indica don Giussani: «Estamos llamados a ser padres y madres de todos los hombres con los que nos encontramos. Jesús lloró sobre Jerusalén cuando dijo: ‘Jerusalén, Jerusalén, ¡ojalá hubieras reconocido el tiempo de tu visita! Pero llegará el día en que no dejarán de ti piedra sobre piedra’. Esta piedad de Cristo por el mundo es la última lágrima que penetra en nuestro corazón como un ascua encendida, comienzo de la crucifixión, de la cruz y la muerte: deberíamos poner en las manos de Dios nuestra vida entera, disponibles para hacer el bien de los demás, el bien del mundo» (p. 206). No necesitamos de ningún esfuerzo titánico, ni de ningún énfasis particular. Ser padres y madres de las personas con las que nos encontramos se realiza viviendo, simplemente viviendo la vida de todos. De hecho, «es a través de la responsabilidad cotidiana en nuestras relaciones ‘obligadas’ y en nuestro trabajo como la sinceridad de esta piedad divina, de esta piedad cristiana, influye realmente sobre todo lo que nos rodea. Influye no según el modo definitivo con el que el mundo será vencido y transfigurado en ‘aquel día’, el día de Su gloria, de la gloria de Cristo, sino que, a través de nosotros, se hace más ligero lo que es pesado, disminuye lo que falta, se mitiga lo que es violento y este desierto que es el mundo comienza a ser una morada» (p. 206). No depende de nuestras capacidades, Otro es el protagonista, pero pasa a través de la materialidad de nuestra existencia. ¡Qué misterio!

Así nuestra vida se convierte en «un eco lejano del gran diálogo que empezó hace dos mil años entre Cristo y el hombre que vive en el mundo; un diálogo que continúa hoy entre Cristo y el hombre de nuestro tiempo». Despejado el horizonte de cualquier reducción asociativa y organizativa, Giussani destaca que la vida de CL es «este diálogo con el mundo, con el hombre de nuestro tiempo. (...) Y no las reuniones, las iniciativas particulares, las fórmulas que se repiten o los discursos que se hacen. No se puede hacer una Escuela de comunidad [la catequesis permanente del movimiento de Comunión y Liberación] sin que de ella se desprenda una pasión misionera, un deseo de salir al encuentro de los demás, una capacidad de diálogo con todos. ¡No puede ser de otro modo! Este diálogo es la vida del movimiento» (p. 69).

¿Qué es lo que califica nuestro tiempo? «La confusión (…), una confusión trágica, cuyo símbolo más infausto es la violencia, en el sentido físico del término, tranquilamente sufrida y pregonada como algo justo por los periódicos y los medios. Es una confusión que envuelve el mundo como un nubarrón negro, como una noche continua» (pp. 69, 70).

¿Y cómo trata de contrastar esta confusión y el negro nubarrón de la nada que avanza? «En el mundo occidental, se tiende a concebir el destino como resultado del pensamiento y la acción del hombre, por consiguiente, como algo que él puede dominar y determinar mediante su hacer, sus obras —activismo, determinación activa—; en el mundo oriental, en cambio, es como si el hombre se vaciara sumergiéndose en lo ‘último’; el hombre pierde su rostro, su personalidad, su identidad y se disuelve en la inmensidad del Ser. O bien el destino es lo que hago yo, o bien el destino es aquello a lo que me dejo llevar, vaciando mi responsabilidad, mis connotaciones personales, disolviéndome en él, en un nirvana que anticipa la anulación final del yo. Pero ambas posturas, tanto la uno como la otra, son insanas porque no corresponden a la realidad tal y como aparece ante la razón, ante una mirada humana sobre la vida» (p. 92).

Ante este activismo y esta desorientación, se ofrece «el diálogo entre Cristo y el hombre de nuestro tiempo» que es la vida del movimiento «vivida con valor, por el momento de confusión y violencia que atravesamos, con claridad, sostenida por la fidelidad a nuestra historia, en la unidad y la libertad creativa, y con amor al camino ajeno, al camino de todos, sin ninguna contradicción, sino poniendo en valor el bien y colaborando con ellos, hasta la última gota de sangre» (p. 72).

Las páginas de este libro son una contribución al camino de todos, porque presentan el testimonio de un hombre aferrado por Cristo y, por ello, apasionado por el destino de cada uno, en un diálogo constante con el hombre de nuestro tiempo.

JULIÁN CARRÓN

marzo de 2020

Un acontecimiento en la vida del hombre

NOTA EDITORIAL

Don Luigi Giussani desarrolló durante toda su vida una incansable acción educativa. Gran parte de su pensamiento se ha comunicado a través de la riqueza y el ritmo de un discurso oral y de esta forma (mediante grabaciones de audio y vídeo que se conservan en el Archivo de la Fraternidad de Comunión y Liberación en Milán) se nos ha consignado.

El presente volumen se ha redactado a partir de la transcripción de algunas de estas grabaciones. El texto que ofrecemos se ha elaborado conforme a los criterios formulados en su momento por el mismo don Giussani.

1. Fidelidad a los discursos en la forma oral en que se pronunciaron. Las transcripciones se han realizado en una óptica de máxima adherencia al compás, al acento y a la peculiaridad del discurso oral, como expresión concreta del contenido y de la intención del autor.

2. En referencia a la naturaleza de las charlas. Don Giussani habló en ocasiones muy distintas —conferencias, lecciones universitarias, asambleas de responsables o de otros grupos, Ejercicios espirituales, homilías— con especial atención a respetar los diferentes registros. En la redacción de sus intervenciones se ha evitado uniformar o reorganizar los contenidos según criterios formales o estructurales. Además, al ser de manera implícita o explícita los interlocutores parte fundamental de la dinámica de desarrollo y expresión del discurso de don Giussani, sus intervenciones —en el caso de diálogos y conversaciones— se han, normalmente, mantenido.

3. No hay que entender el paso de la forma oral a la forma escrita como una transformación de la modalidad expresiva, sino como la sencilla transposición escrita de un pensamiento comunicado verbalmente. Sin embargo, donde fuera necesario para evitar los inconvenientes para la lectura propios de una transcripción mecánica del hablado, se ha procurado eliminar la mera repetición de palabras o expresiones, los incisos que no son inherentes al contenido, las interjecciones superfluas, así como perfeccionar concordancias y sintaxis con vista a la legibilidad del texto.

4. En la medida de lo posible, se han aclarado en el texto las referencias —implícitas o explícitas— a personas, hechos y obras, o explicitado en nota; o bien han sido eliminados, una vez asegurada la salvaguarda del texto. En el caso de que la referencia explícita a interlocutores presentes en el evento o a personajes públicos no resultara esencial para el desarrollo y la comprensión del texto, se ha, generalmente, omitido.

Selección de las grabaciones para la publicación y edición de los textos a cargo de Julián Carrón.

Redacción a cargo de Carmine Di Martino y Onorato Grassi. Coordinación editorial a cargo de Alberto Savorana.

Redemptoris missio (1991)14

A mitad de enero la Guerra del Golfo15, que había empezado en el agosto del año anterior, llegaba a su culmen con la operación Desert Storm, la intervención militar más imponente de los aliados desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En los últimos días de febrero, con la derrota de los iraquíes y de su jefe, Sadam Hussein, Kuwait era liberado. Empezaba así una larga estación de conflictos entre Occidente y el mundo árabe, que daría lugar a resultados dramáticos e imprevisibles, en una situación geopolítica cuyos confines se desplazaban de Europa, sede de muros que durante décadas habían dividido el mundo libre de los regímenes totalitarios, hacia Oriente.

En Italia, el PCI celebró su último congreso y asumió un nuevo nombre, evitando su desaparición debajo de los escombros de la caída del comunismo, pero condenando a la izquierda a la confusión y la diáspora. Los movimientos de opinión sustituían a la militancia y se asomaban nuevas agrupaciones políticas.

También la Iglesia, a los cien años de la Rerum novarum, ofrecía su contribución sobre el trabajo y las cuestiones económicas con una nueva encíclica social.

Los ánimos más agudos y sensibles advertían la urgencia de ser Verdaderamente útiles para la compañía humana —lema del encuentro nacional de la Compañía de las Obras16— en tiempos nada fáciles o, como algunos se atrevían a decir, «malos». Una página tomada del libro Verónica de Charles Péguy —escogida como texto para el Manifiesto de Pascua— sugirió el modo de no caer en la resignación o la queja inútil: «También eran malos los tiempos bajo los Romanos. Pero vino Jesús. Tenía tres años para trabajar. Trabajó sus tres años. Pero no perdió sus tres años, no los empleó en gemir y en invocar los sufrimientos del tiempo presente. Él atajó el problema (en seco). ¡De una manera bien simple! Haciendo el cristianismo. No incriminó al mundo. Salvó al mundo»17.

Don Giussani se remitió a la expresión de Péguy para marcar el rumbo de todo el movimiento: hacer el cristianismo, identificar la propia persona con Cristo, como dijo en la Jornada de fin de curso, antes de las vacaciones de verano. Y como comentó justo después en una diaconía de la Fraternidad: «En mérito a cómo los demás aferran, personalizan y llevan adelante los criterios y los valores del movimiento, debemos tener la misma compasión que Cristo tiene con nosotros. Cristo se compadece de nosotros y por eso nos reclama siempre, incansablemente, al ideal, sin medir el resultado. Con el tiempo, esto hace que el resultado sea cada vez mejor. Nuestra tarea es en primer lugar el testimonio. Si dos de cien acogen nuestro testimonio, ¡alabado sea Dios! Si son veinte, ¡aún más sea alabado Dios! Si parece que nadie lo acoja, ofrezcamos a Dios esta mortificación, porque cuando Cristo murió nadie lo acogía. No podemos separarnos del nivel del Misterio del que pretendemos partir y que pretendemos comunicar al mundo»18.

El 7 de diciembre de 1990, Juan Pablo II había promulgado la EncíclicaRedemptoris missio, dedicada a la «misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia» y a su importancia en el mundo contemporáneo. Considerada «la carta magna del cristianismo del tercer milenio», fue elegida como tema y marco para las meditaciones de los Ejercicios espirituales.

Introducción

Lo que vamos a comenzar ahora no es una reunión en el sentido corriente del término, tampoco un congreso o una asamblea: es un gesto. Un gesto que —como bien indica la palabra misma— requiere el ejercicio de la responsabilidad con la que cada hombre se pone frente a su destino; un gesto que nos reclama a la conciencia del fin y nos provoca de nuevo al ideal que tiene nuestra vida. En él se intensifica el eco de aquella Palabra que jamás cesará de resonar a lo largo de la historia, que no dejará jamás de acompañar al hombre en su camino existencial: el eco de Cristo. Es el gesto que nace de la memoria, casi como una comunión eucarística vivida, como el dilatarse del sacramento de la comunión. Las características propias de un gesto residen todas en el hecho de que cada una de ellas, remitiendo a otra, conciertan las cosas y los tiempos en una realidad orgánica. Que la voluntad de prestar atención y el disponernos al sacrificio —que esta jornada requiere— se realice verdaderamente, y por lo tanto que no perdamos el tiempo, no puede ser simplemente el resultado de una intención nuestra, tan frágil, tan voluble. Por ello, invoquemos al Espíritu de Cristo con especial atención, para que nos conceda estar alerta, vigilantes en estas horas —porque de unas horas se trata— sin desperdiciar los avisos con los que él quiera tocar nuestra alma en estos días. A uno le llegará una advertencia, a otro otra distinta, pero a través de las mismas palabras que llegan a todos, porque todo lo obra esa misma fuerza que nos sacó de la nada llamándonos a la existencia, que nos hace caminar a lo largo del tiempo y que nos espera para ese abrazo final de la felicidad eterna.

Por tanto, pongámonos de pie e invoquemos al Espíritu Santo con sinceridad de corazón. Cualquiera, en cualquier estado de ánimo que se encuentre, puede hacer suyo este grito, incluso el que siguiera buscando a tientas en la oscuridad, o pareciera caminar en las tinieblas o el desierto. El grito es el único gesto en el que lo humano se recompone en la verdad, se reencuentra en una sinceridad que no se halla en ningún otro gesto.

Desciende Santo Espíritu19

Os quiero decir dos palabras antes de comenzar la Santa Misa, el gesto en el que Cristo se une a nosotros en el grito al misterio del Padre. «Pues nada hemos traído al mundo, como tampoco podemos llevarnos nada de él»20: ¿hay algo más claro y evidente que esto? Lo repito: «Pues nada hemos traído al mundo, como tampoco podemos llevarnos nada de él». No es una frase cínica, es una frase de san Pablo, por tanto, viene del Espíritu, es fruto de su iluminación. ¿Os acordáis de nuestro mensaje pascual de hace algún año? «Sin ti, Dios mío, yo no sería nada»21. En efecto, nos lo enseña el Espíritu de Cristo, la justicia —lo que hace justa nuestra vida— es la fe, viene de la fe22. La vida tiene consistencia por algo más grande que nosotros, cobra consistencia cuando lo reconoce y se adhiere a ello.

No estamos condenados a trabajos forzados, la vida no es un sistema de trabajo forzado; estamos frente a una Presencia que reclama nuestro corazón. Aunque estuvieras como una piedra, amigo mío, y Dios te resultara una simple palabra, como un eco sin sentido, lo que digo vale también para ti: no estás condenado a trabajos forzados, estás delante de una Presencia que reclama tu corazón.

Al igual que yo, también tú estás llamado a llegar a decir: «Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí»23.

Por eso, escuchemos con mayor atención, con una seriedad consciente, la invitación de san Pablo en otra de sus cartas a los primeros cristianos: estad alerta, manteneos despiertos, «fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos [insensato es quien no sabe por qué hace las cosas, y sensato es el que sí lo sabe], aprovechando la ocasión, porque vienen días malos»24, sabiendo que navegas por una realidad mala. Y este no es un juicio aciago que demos nosotros porque se hace eco de lo que Cristo dijo: «Vosotros, que sois malos…»25.

Encontré una oración… Llevo por lo menos dos meses en que, todas las veces que leo el breviario, mediante cuyo rezo la Iglesia me obliga, me invita, me persuade y me consuela, pienso: «¡Ojalá pudiera hacérselo entender también a ellos!», incurriendo en el error de no pensar en mí. Pero es por un amor, como una madre que se olvida de sí misma por el hijo. Encontré una oración que resume todo lo que iremos meditando en esta jornada. Nos reunimos todos una sola vez al año, por ello debemos siempre repetir lo esencial, lo que está en el origen, sin maravillarnos si volvemos siempre sobre lo mismo, sobre las únicas raíces que otorgan sabiduría a la vida, sacándola de la necedad. Dice esta oración del rito ambrosiano: «Custodia a tu familia [a tu comunidad, a tu pueblo], Señor, con la fidelidad de tu amor [la historia con que lo has creado] y en la fragilidad de nuestra existencia ampáranos siempre con tu gracia, único fundamento de nuestra esperanza»26. La gracia es solo una: el Misterio que se hizo hijo de María, que se revistió de carne humana, Jesucristo, único fundamento de nuestra esperanza. Sin Cristo, permaneceríamos en la confusión más tenebrosa, «pagada» tan solo por la facilidad de una violencia sin límites.

Meditaremos entonces estos puntos: «Custodia a tu familia, Señor, con la fidelidad de tu amor y en la fragilidad de nuestra existencia ampáranos siempre con tu gracia, único fundamento de nuestra esperanza». Estas palabras cobran una particular intensidad de significado en este momento. De hecho, al comienzo de nuestro encuentro, vamos a ofrecer la Santa Misa para que la Virgen obre el milagro en favor del amigo más grande que hemos tenido desde el comienzo de nuestra historia como movimiento: el padre Francesco Ricci27, que me dijo: «Llévales mi bendición, y diles que rezo y ofrezco todo por ellos», al igual que ofreció por nosotros su vida entera. Pensar en su grave situación de salud confiere serenamente una densidad mayor a las palabras de la oración que acabamos de leer: «Custodia a tu familia, Señor, con la fidelidad de tu amor y en la fragilidad de nuestra existencia ampáranos siempre con tu gracia [con tu Presencia real], único fundamento de nuestra esperanza». Esto es lo que nos distingue de los demás, así como mi rostro es distinto de todos los demás. Nuestro rostro en el mundo se distingue por esta esperanza cuyo «único fundamento» es su gracia; y esto es también lo que nos separa de los demás.

Homilía

«Pero este sabemos de dónde viene, mientras que el Mesías, cuando llegue, nadie sabrá de dónde viene»28. Todo el juego de nuestra presencia en el mundo, de la presencia de la Iglesia en el mundo, todo el juego de la fe en Cristo en el mundo se condensa en esta observación del Evangelio: que alguien deba venir —«cuando llegue el Mesías…»—, que un significado último deba revelarse. Hasta llegar aquí, los hombres podrían reconocerse cercanos, amigos, porque —como dice el sentido religioso que constituye la naturaleza del corazón humano— no puede ser que no tenga un sentido vivir. Sin embargo, ¿dónde se produce el encontronazo? ¿Cuándo aparece lo inaceptable? Cuando Cristo dice saber, más aún, dice ser él ese sentido. Hasta que el sentido permanece misterio y «nadie sabe de dónde venga», cada cual puede abandonarse a sus pensamientos, seguir por su vereda, por su curso mental, por su senda psicológica, cada cual puede imaginárselo como quiera y figurarse la moral como quiera. Pero si uno entre nosotros, si una voz humana, que resuena por la calle en un momento dado, dice: «Yo soy el camino, yo soy la verdad, yo soy la vida»29