Una extraña compañía - Luigi Giussani - E-Book

Una extraña compañía E-Book

Luigi Giussani

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Beschreibung

El presente volumen recoge las lecciones pronunciadas por don Luigi Giussani --y los diálogos a que dieron lugar las mismas-- durante los tres primeros Ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación tras su reconocimiento pontificio, que tuvo lugar en el año 1982. ¿Es posible vivir el cristianismo en un contexto que el propio papa Francisco ha calificado de "cambio de época", dominado por la inseguridad, el miedo y el desamparo? ¿Cómo se puede descubrir la pertinencia de la fe a las exigencias de la vida? ¿Se puede vivir sin el desaliento de verse sobrepasado por las circunstancias? La respuesta a estas preguntas constituye el sustrato del presente libro, en el que se propone una fe que se muestra atractiva y experimentable a través de la "extraña compañía" de aquellos cuya vida ha sido ya cambiada por el encuentro con Cristo.

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Luigi Giussani

Una extraña compañía

Edición a cargo de Julián Carrón

Traducción de Carmen Giussani

Título original: Una strana compagnia

© Fraternità di Comunione e Liberazione 2017

© Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2018

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

100XUNO, nº 45

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN epub: 978-84-9055-873-7

Depósito Legal: M-23755-2018

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

PRÓLOGO. NOS APREMIA EL AMOR DE CRISTO

El corazón de la vida (1982)

Introducción

Homilía

Introducción a los Laudes

LA FAMILIARIDAD CON CRISTO

Asamblea

Homilía

LA OBRA DE LA FRATERNIDAD ES EL MOVIMIENTO

Homilía

PERTENENCIA Y MORALIDAD (1983)

Homilía

A TRAVÉS DE UNA HISTORIA

I

II

III

IV

V

Asamblea

Homilía

UNA AYUDA PARA LA VERDAD DE UNO MISMO

I

II

III

IV

Homilía

«OS HE LLAMADO AMIGOS» (1984)

Introducción

Homilía

Introducción a los Laudes

DARSE LA VUELTA HACIA UNO QUE TE LLAMA

I

II

III

IV

Del amor a Cristo, una realidad humana nueva

I

II

III

Homilía

El amor a la unidad, la pasión por el camino

I

II

III

IV

Homilía

FUENTES

ÍNDICE DE NOMBRES

PRÓLOGO. NOS APREMIA EL AMOR DE CRISTO

Corría el año 1982 cuando don Giussani pronunció las palabras que abren este libro. Yo vivía en España, me estaba especializando en los estudios bíblicos y participaba en una pequeña realidad interparroquial que se ocupaba de la educación de los jóvenes. El primer encuentro con él se había dado unos años antes, gracias a algunas personas de CL de Madrid. Nada hacía prever entonces el desarrollo de ese encuentro que cambiaría radicalmente mi vida y la de mis amigos.

Desde el primer momento nos quedamos sorprendidos de que el líder de un movimiento tan importante, ya entonces conocido y difundido en muchas partes del mundo, «desperdiciara» su tiempo dedicando algunos días a una realidad tan pequeña como la nuestra. Además, ninguno de nosotros hablaba italiano. No podíamos, por tanto, leer sus libros, excepto los pocos que se habían traducido al español.

Don Giussani ejerció enseguida un fuerte atractivo sobre nosotros con su manera de hablar del cristianismo dirigida a todos, fuera cual fuera la circunstancia en la que se encontrara. En fin, su manera de vivir la fe nos fascinaba. Dialogaba constantemente con nuestro corazón, nunca con el grupo. En el centro de su atención se encontraba siempre la persona. Esto para nosotros significó experimentar una preferencia que contagió paulatinamente a todos, hasta el punto de tomar la decisión de adherirnos al movimiento de CL, disolviendo nuestro grupo, Nueva Tierra. Era 1985.

Desde entonces le decía a menudo a don Giussani: «Nunca te daré suficientemente las gracias porque, al hacerme encontrar el movimiento, me has permitido recorrer un camino humano», esto es, descubrir la naturaleza del cristianismo y conocerme verdaderamente a mí mismo. Hoy puedo decir más conscientemente que sin la compañía de don Giussani no habría llegado a comprender el alcance de la fe para la experiencia humana.

Es precisamente la incidencia de la fe en la vida del hombre, su utilidad para afrontar la fatiga cotidiana del vivir, lo que se documenta en este libro que recoge algunas intervenciones y diálogos a partir de 1982. En estas páginas emerge sobre todo la pasión de don Giussani por la persona, para que recorra un camino humano en la vida de la Iglesia, en particular dentro de esa realidad que toma el nombre de «Fraternidad de Comunión y Liberación» y que precisamente en febrero de ese año había obtenido el reconocimiento pontificio.

Ese acto de la Iglesia, que aceptaba en su seno la obra nacida del carisma de don Giussani, no fue para él algo de que gloriarse. En mayo de 1982, a los mil ochocientos miembros congregados en Rímini para los primeros Ejercicios espirituales de la Fraternidad, entusiasmados con el reconocimiento, se dirige en modo insólito, confesando su preocupación con una insospechada premisa: «Puede que exista una lejanía con respecto a Cristo». ¿Posible? En el momento en que la Santa Sede reconocía a CL como un bien para toda la Iglesia, don Giussani descolocó a todos. Estaba agradecido por ese evento, pero el comienzo de esos primeros Ejercicios espirituales —tan sólo a los tres meses del acto del Consejo Pontificio para los Laicos— tuvo el sabor de un reclamo. Señal de que advirtió toda la seriedad y gravedad del momento, como sintiendo la necesidad de dar un paso de madurez ante lo que la realidad exigía. Y, en efecto, dijo: «Me siento un tanto cohibido, y diría casi apurado, al empezar, porque me vienen insistentemente a la cabeza los nombres de mis primeros alumnos que el Señor ha hecho llegar hasta aquí; y, después de ellos, los de todos los demás que he conocido y los que están aquí y que aún no conozco personalmente —con los que la relación es más significativa que con mucha gente que conozco pero con la que no camino, así que es como si les conociese—. Pensar en los primeros chicos que tuve y que ahora están aquí, orgullosos padres y madres de familia con hijos ya adolescentes, que han logrado el éxito profesional y tal vez son ‘insignes’ profesores universitarios, me hace realmente temblar. […] Juan Pablo II dijo en una ocasión: ‘No habrá fidelidad [...] si no existe en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, o mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta’. […] Desde aquellos pupitres de clase donde nos conocimos hasta la compañía de hoy […], es la seriedad de esta pregunta humana lo que me sorprende esta mañana, lo que percibo con toda su exigencia, su fuerza y con toda la precariedad que, sin embargo, tiene en la vida de hombre. Incluso cuando procuramos mantenerla viva, ¡cuánto la olvidamos a lo largo del día! En definitiva, ¡cómo nos alejamos de nosotros mismos en el transcurso de nuestra existencia!».

Mientras pronunciaba estas palabras, la memoria iba a los inicios de su aventura entre los jóvenes, en la GS (Gioventù Studentesca) de la segunda mitad de los años cincuenta: «¡Ojalá nos sigamos conmoviendo como nos conmovíamos en Varigotti leyendo los textos impresos en las pequeñas antologías preparadas para el triduo de la Pascua o el de septiembre! ¡Quién sabe si nos conmovemos ahora como entonces!».

En aquel entonces eran estudiantes de instituto, pero en esta ocasión don Giussani tenía delante de sí a personas adultas, hombres y mujeres comprometidos con la sociedad. Muchos de ellos habían sido alumnos suyos en las aulas del Liceo Berchet donde dio clase durante doce años; otros lo habían conocido como profesor en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán; otros aquí y allá por Italia, directamente o por interpuesta persona. A todos ellos les dijo: «Os habéis hecho adultos y, mientras que demostráis estar capacitados para vuestra profesión, existe —puede que exista— una lejanía con respecto a Cristo, con respecto a la emoción de hace años, sobre todo a ciertas circunstancias de hace años. Existe como una lejanía ante Cristo, excepto en determinados momentos. […] Hay una lejanía con respecto a Cristo salvo cuando —pongamos— lleváis a cabo obras en su nombre, en nombre de la Iglesia o del movimiento. Es como si Cristo se quedara al margen de nuestro corazón, o, mejor dicho, como si mantuviéramos a Cristo aislado, apartado del corazón». Para don Giussani la lejanía del corazón con respecto a Cristo genera otra lejanía que se revela como «una cierta extrañeza entre nosotros, incluso entre marido y mujer [...]: la lejanía del corazón con respecto a Cristo hace que uno sienta el fondo último de su corazón ajeno al fondo último del corazón del otro, excepto en los quehaceres, en lo que se hace juntos (hay que sacar adelante la casa, atender a los hijos, etc.)».

¿Qué le apremiaba a don Giussani mientras todos estaban en Rímini satisfechos por celebrar el reconocimiento pontificio? La madurez de una experiencia de fe, que sólo puede ser fruto del camino que cada uno debe recorrer. No existen fórmulas o instrucciones de uso que puedan sustituir el movimiento de la libertad de la persona: «Es muy impresionante pensar que la vida misma es cambio, que el tiempo implica un cambio. ¿Para qué trae una madre al mundo a un hijo que va a vivir cuarenta, cincuenta, sesenta años, ochenta o noventa? ¡Para que vaya cambiando! ¡Para que siga evolucionando! Pero, ¿qué quiere decir cambiar? Hacerse cada vez más verdadero, es decir, cada vez más uno mismo».

¿Por qué don Giussani considera tan necesaria la maduración de la persona? Porque ni mucho menos puede darse por descontada. Ni siquiera en los que crecieron dentro de la experiencia de los orígenes (GS) que habían conocido muchos años atrás. Por eso en 1982 don Giussani habla del «equívoco que entraña el ‘hacerse adultos’ [...]. No considero que, estadísticamente, sea normal entre nosotros que el hacernos adultos conlleve una mayor familiaridad con Cristo, […] haga que nos resulte más familiar Aquel que es la respuesta a la pregunta humana que nos dispuso a escuchar la propuesta hace veinticinco años. No lo creo».

Si esta maduración no tiene lugar, se dan dos consecuencias: «O nos alienamos del todo, vendemos nuestra cabeza al mayor postor y otros ocupan nuestro corazón y nos gobiernan mente y corazón según sus planes sin que ni siquiera nos demos cuenta; o bien nuestra humanidad se encoge a causa de los que tiene más próximos, se queda sofocada por la compañía que la rodea; lo cual es otra forma de alienación. Lo primero es más propio de la sociedad que tiene el poder de hacer de nuestra vida lo que le viene en gana; lo segundo es propio de la realidad humana más próxima —familia, amigos, comunidad— que, en lugar de ensanchar nuestro horizonte y hacernos florecer, avanzar y correr hacia nuestro destino, nos bloquea y se convierte en un lastre. Si no nos convertimos constantemente, acabaremos así». Y entonces quedamos «‘enrolados’ o implicados en una compañía [...] que, según nos hacemos mayores, nos aboca a una extrañeza de fondo, introduce una recóndita lejanía entre nosotros».

¿En qué consiste esta madurez personal? «La fe personal madura mediante esa conversión que realiza la verdad de uno mismo. Y la verdad de mí mismo es que te pertenezco totalmente, oh Cristo; estoy hecho de ti; te pertenezco más de lo que un niño pertenece al vientre de su madre. ¡Más! Infinitamente más». «Lo que estamos describiendo es el abc de la relación con Cristo, esta pequeña hendidura por la que uno mira lleno de estima esta Presencia, ante la que no se abre más que por una rendija, a la que no concedemos entrada más que por una fisura. Y él entra por esa fisura. Esta es la madurez humana, la madurez de la fe. Al margen de lo que estamos diciendo, en efecto, la fe tan sólo es ‘creencia y rito’, o moralismo, o sea, simple observancia de ciertas normas».

Para Giussani llegar a la madurez no es el resultado de un esfuerzo titánico, sino la sorpresa de algo que va aconteciendo: «La madurez no coincide con llegar a ser perfectos en un sentido moralista como pensaríamos todos. La madurez consiste en que llegue a ser cotidiana esta suprema conciencia afectiva: ‘¡Oh Cristo, si así puedo decir, mío!’. Pensemos en los primeros, en Juan y Andrés, luego en Simón, Felipe y sobre todo Natanael; en su mayoría eran hombres adultos, ya casados, y ¿qué sentían por aquel hombre? Ya lo he dicho: un apego afectivo, un vínculo, no encuentro una palabra mejor, ¡un apego afectivo hacia él!».

¿Qué es lo que puede sostener este proceso personal de maduración en la fe? «Que Cristo llegue a ser una presencia en nuestro corazón, en la raíz de todo lo que somos: creo que este es el cambio al que debemos aspirar. No deben cambiar las cosas que hacemos o no hacemos, sino el corazón. Nuestra compañía existirá sólo para esto, aspirará sólo a esto». Por eso se trata de «una extraña compañía, en la que uno no puede descargar nada sobre los demás, porque le corresponde a él» caminar.

A don Giussani le apremia despejar el campo de cualquier posible tergiversación acerca de la naturaleza de esta «extraña» compañía: «porque no dura en cuanto que en seguida la plegamos a una imagen, la reducimos a pretexto para un proyecto social, cultural o político, o bien a una excusa para una satisfacción emotiva. La solidaridad es la consecuencia natural de que mi vida quiere a Cristo al igual que la tuya quiere a Cristo, incluso cuando tú no te das cuenta. Entonces estoy unido a ti como si fueras mi hermano, mi hermana». El motivo de este reclamo es que «ha llegado a ser tan fácil identificar nuestra experiencia con un activismo, con un compromiso organizativo o cultural, a veces definido y llevado a cabo de manera exclusivista y autoritaria».

Liberado el campo de estos posibles equívocos, don Giussani pasa a describir la naturaleza propia de esta «extraña compañía». «Con la Fraternidad hemos querido invitar a una forma de compromiso que aspirase, ante todo, a ser una ayuda para el corazón de cada uno, una ayuda para que cada uno camine ante Cristo; y, en segundo lugar, a asegurar personas que construyan la obra del movimiento con una madurez de fe cada vez mayor y, por consiguiente, seguramente más creativa». Por eso «nuestra compañía quiere impedir que el tiempo pase en balde, sin que busquemos, persigamos, pidamos la relación con Dios presente».

He aquí el objetivo declarado de una realidad como CL: recordarnos Su presencia. «¡Cuántos centenares o miles de personas han venido a hablar conmigo o me han escrito para decirme agradecidas que, sin el movimiento, si no lo hubieran conocido, habrían sido como todos los demás!». ¿Esto es presunción? Todo lo contrario. «No son distintas en el sentido de que sean mejores, sino de que comprenden, sienten y ven lo que otros no ven. En primer lugar, por tanto, la memoria de Cristo. La primera característica de nuestra compañía es el reclamo a Cristo. Pero no un reclamo, digamos así, de corte político, como si él fuera nuestro partido, nuestro bando. ¡No!». Sino el reclamo a Cristo como «el Dios que es nuestro destino, que se hizo compañero nuestro».

Por ello la compañía cristiana es preciosa, tanto que «uno bendice a esta amistad y a esta compañía, porque le ha permitido intuir esto y se lo recuerda sin descanso». La cuestión es que «hay alguien que ocupa nuestra mente, llena nuestro pensamiento, embarga nuestro corazón, todo nuestro corazón, alguien que atrae todas nuestra fuerzas, es decir, que toma mi yo. ¡Toma el yo! Y si hay una palabra que expresa esta vivencia del yo es ‘afectividad’. Hablo del apego afectivo a Cristo».

Esta afectividad ligada a Cristo es la única que puede vencer esa recóndita incomodidad, esa lejanía entre nosotros, otorgándonos la capacidad de abrazar al que es distinto de nosotros. «Una compañía así necesitará ante todo […] una capacidad de perdón; como digo siempre, una capacidad de abrazar al que es distinto. Los que vivís como marido y mujer deberíais enseñármelo a mí: la primera característica, el rasgo fundamental, la primera virtud esencial de una convivencia, con tanta mayor razón cuanto más estrecha sea, es el perdón». He aquí la invitación que dirige a quienes lo están escuchando: «Que Su perdón que se asoma cada día en nuestra vida nada más levantarnos por la mañana, nos tome de la mano y nos acompañe en la responsabilidad que nos espera a lo largo del día».

En este sentido, el hecho de ser tan distintos unos de otros no debe desanimarnos: «las diferencias no pueden primar, ser decisivas entre nosotros, porque el perdón es la aceptación de quien es distinto. El perdón es la primera característica fundamental de la relación de Dios con nosotros —se llama misericordia— y por eso es la condición esencial para las relaciones entre un hombre y otro, entre hombre y mujer, entre personas».

Para Giussani, este saber perdonar, este aceptar al otro precisamente en cuanto distinto de mí, es siempre signo de lo divino que actúa en el mundo, por tanto, es imposible para los hombres. «No hay nada como esta inconcebible e insondable capacidad de perdón que suscite tantos deseos de hacer el bien, que nos impulse a cambiar, nada como esto que nos anime a proclamar ante todos los hombres quién es el Señor».

Luego ofrece una indicación práctica que, también en esta ocasión, libera a las personas de la angustia que supone tener que lograr ellos este perdón en las relaciones cotidianas: «para que exista en el mundo el milagro del perdón […] no tenemos que hacer ningún cálculo preventivo, ni empuñar nuestra voluntad o forzar nuestra imaginación; tan sólo debemos dirigir ojos, mente y corazón hacia Cristo, la presencia en la que Dios se ha encarnado, cuyo signo es ese trozo de Iglesia que es el movimiento; no nuestro grupo, sino el movimiento en nuestro grupo; porque en esta lógica de la encarnación aquel que se detiene en algo propio —por ejemplo en su grupo— está perdido».

Pero aquí surge un problema: «¿Cómo puedes establecer una unidad con el otro si careces de unidad en ti mismo? Y careces de unidad en ti mismo si no te amas con amor verdadero, si no tienes estima y ternura por ti mismo; no hacia lo que piensas o lo que haces, hacia tus reacciones, sino hacia ti mismo. Lo contrario del amor propio es el amor a uno mismo como criatura de Otro». Y pone un ejemplo: «Yo creo que hay pocas cosas tan terribles para un padre y una madre como tener un hijo que se encierra en sí mismo, que se aborrece a sí mismo, que se desprecia, que no está contento consigo mismo, porque esa criatura es carne de su carne. Así que es desde el amor a nosotros mismos, descubierto o recobrado, de donde podemos extraer el criterio y la imagen del amor a otro. De lo contrario, tan sólo queda una reacción ante el otro, a lo mejor incluso de pasión intensa y enardecida, pero siempre parcial y precaria». Aquí vemos como don Giussani vuelve a fijar su atención en el yo, sin dirigirse nunca a una masa. Siempre resulta interesado en la vida del hombre singular, porque a él se dirige Cristo en todos los encuentros evangélicos.

Giussani profundiza su pensamiento recurriendo a su larga experiencia en el trato personal: «Normalmente, la relación entre los hombres no es gratuita, obedece a cierto cálculo, persigue cierto interés, cierta recompensa. Lo gratuito, amar gratuitamente, la gratuidad es posible sólo frente al destino, viendo en el otro su destino, mirando al otro como destinado a un bien infinito, como amigo de Cristo. Esta es la única fuente real de gratuidad. ¡La única! No hay relación natural entre madre e hijo que baste, no hay relación entre hombre y mujer que baste. La gratuidad, que es el ideal por el que el corazón del hombre está hecho, es infinita. Brota allí donde la mirada hacia el otro es limpia, sin mentira, cuando el bien que hacemos está totalmente despojado de cualquier cálculo; y sólo puede estar libre de cálculos si miramos el destino que vibra en él, el corazón que late en él, el vínculo que Cristo tiene con él».

El fruto de esta «extraña compañía» es la realización de una obra, entendida de manera muy distinta a cómo normalmente se entiende, es decir, en términos económicos: «La obra que se nos pide en la Iglesia de hoy se llama ‘movimiento’, movimiento de Comunión y Liberación. Y nada más». ¿Quién es el protagonista de esta obra? «Esa madre con cuatro hijos, la abuela anciana y la madre soltera que ha acogido con su niño, vive el movimiento entre las cuatro paredes de su casa y, si tiene esta conciencia, pertenece a nuestra compañía de manera más profunda que ni siquiera todos los responsables de CL con su ajetreo. El responsable también puede vivir esta conciencia, ¡entendámonos! En cualquier caso, la obra que se nos pide es el movimiento. Esto puede concretarse de una forma u otra, según el Señor nos inspire o nos indique a través de las circunstancias». De hecho, «el movimiento no lo crea la organización, sino la vida de las personas. La organización es un instrumento, es como el cauce de un río; el río no es el cauce, sino el agua que corre por él. En este sentido, la institución de la Fraternidad es realmente el llamamiento a una purificación radical de nuestro compromiso con el movimiento».

Y le apremia ejemplificar lo que dice: «Pensemos en una madre de familia en su casa, o en un hombre que trabaja diez o doce horas al día y no puede hacer nada más: el movimiento coincide con mi persona, si vivo la conciencia de lo que es Cristo y la pasión para que la gente lo conozca y su vida cambie, para que todos lo reconozcan». Nada de extravagancias. «Vivir el día a día con el sentido de su presencia y el ímpetu y el deseo generoso de que todo el mundo lo reconozca, ¡esto es el movimiento! Está claro que, si alguien tiene este sentir, entonces está en su familia, en su comunidad de barrio, en su grupo, en su parroquia, va a trabajar o a dar clase, y no puede dejar de mostrar lo que lleva dentro; pero si se ve obligado a quedarse en casa, vive lo mismo. Coincide con su vida».

Don Giussani no sugiere una suerte de huida del mundo, como alguien podría interpretar hoy este reclamo. Lo aclara en 1983, invitando a «evitar el riesgo de favorecer una retirada [...]. Si el corazón de la personalidad cristiana es vivir el encuentro que hemos tenido, entonces tenemos que hacer como los Reyes Magos que, en seguida, se pusieron en camino: brota un ímpetu misionero».

Este recorrido nos permite encontrar una respuesta a la pregunta acerca de por qué estamos en el mundo, de por qué somos cristianos. Me parece una cuestión de gran actualidad. Se lo preguntaba Benedicto XVI y se lo pregunta el papa Francisco. Giussani no responde con un discurso, pone delante de nuestros ojos una experiencia cotidiana. No hay que inventar ninguna respuesta, más bien sorprenderla en nuestra vida.

Entonces aparece claro para qué estamos en el mundo. ¡Cuántas veces nos lo repite el papa Francisco! «Dar testimonio es la finalidad de nuestra vida, la cumbre de ese oficio que es vivir. Y, fundamentalmente, el testimonio coincide con la conciencia de pertenecer. Un hombre que goza de esta conciencia da testimonio. Y no hace falta que diga palabras especiales o haga gestos particulares, sólo que goce de una conciencia nueva, que diga ‘yo’ siendo consciente de pertenecer a Cristo, ya esté en su familia, entre los amigos, en la comunidad, en la parroquia o en su lugar de trabajo; da lo mismo».

Dice el papa Francisco: «Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino ‘por atracción’»1.

Y Benedicto XVI afirmó que «ser-para» es «expresión de la figura fundamental de la existencia cristiana y de la Iglesia en cuanto tal [...]. Cristo, en cuanto único, era y es para todos y los cristianos, que en la grandiosa imagen de Pablo, constituyen su cuerpo en este mundo, participan de dicho ser-para»2.

Esta es la razón del protagonismo del cristiano en la historia, que don Giussani describe en estos términos: «Con toda nuestra pequeñez, nuestras fuerzas flacas, nuestro corazón mezquino, con todos nuestros límites somos llamados a dar testimonio de él. ‘No os he elegido’, iréis a leer en Deuteronomio, ‘porque seáis el pueblo más grande y numeroso, sino porque os he amado, porque este es mi designio’. [...] Nadie entre nosotros puede escapar a este juicio que pende sobre su vida. Nuestra vida será juzgada por el amor, es decir, por la pasión por dar testimonio de Cristo que habremos vivido, [...] seamos como seamos». Giussani anticipa una posible objeción por la cual sería su estado de vida lo que le dicta estas palabras, que por tanto valdrían sólo para quienes están consagrados a Dios: «No os lo digo porque soy cura y tengo que hablar siempre así. Os lo digo porque soy un hombre; y sigo siendo cura porque estas palabras responden de veras a mi humanidad. Por tanto soy igual que tú, seas quien seas».

También por esto nunca estaré lo suficientemente agradecido a don Giussani: Con su misma vida nos dio testimonio de lo que decía: «El Señor nos apremia para que a través de nosotros entre en el mundo una nueva personalidad: tenemos que abrirnos paso siguiendo esa senda. El hombre que al fin reconoce que pertenece a otro es una persona siempre positiva. Es como un niño que no teme nada malo cuando está en los brazos de su madre. Es siempre positivo y con ganas de hacer cosas, porque es libre; siempre abierto, abrazándolo todo, gozando de todo, casi diría, sonriendo, poniendo buena cara a cualquiera. Un hombre de estas características debe entrar en el mundo, inundarlo para que Cristo reciba su testimonio en el tiempo presente. De hecho, el mundo existe para que los hombres conozcan a Cristo. Un hombre puede ser perfectamente humano aún sin conocer los electrones o el H2O, pero sin conocer a Cristo no es todavía verdadera y plenamente humano».

En estas páginas don Giussani aparece como el gran testigo del sentimiento que movía a Jesús a dar la vida por la gente con la que se iba encontrando; y nos invita a imitarlo: «Es la piedad para con los hombres y el mundo lo que rasgó el corazón de Cristo en su agonía. San Pablo lo recuerda cuando escribe: ‘Nos apremia el amor de Cristo al considerar que, si uno murió por todos, murió para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos’».

JULIÁN CARRÓN

Marzo de 2017

Una extraña compañía

NOTA EDITORIAL

Don Luigi Giussani desarrolló durante toda su vida una incansable acción educativa. Gran parte de su pensamiento se ha comunicado a través de la riqueza y el ritmo de un discurso oral y de esta forma (mediante grabaciones de audio y vídeo que se conservan en el Archivo de la Fraternidad de Comunión y Liberación en Milán) se nos ha consignado.

El presente volumen se ha redactado a partir de la transcripción de algunas de estas grabaciones. El texto que ofrecemos se ha elaborado conforme a los criterios formulados en su momento por el mismo don Giussani:

1. Fidelidad a los discursos en la forma oral en que se pronunciaron. Las transcripciones se han realizado en una óptica de máxima adherencia al compás, al acento y a la peculiaridad del discurso oral, como expresión concreta del contenido y de la intención del autor.

2. En referencia a la naturaleza de las charlas. Don Giussani habló en ocasiones muy distintas —conferencias, lecciones universitarias, asambleas de responsables o de otros grupos, Ejercicios espirituales, homilías— con especial atención a respetar los diferentes registros. En la redacción de sus intervenciones se ha evitado uniformar o reorganizar los contenidos según criterios formales o estructurales. Además, al ser de manera implícita o explícita los interlocutores parte fundamental de la dinámica de desarrollo y expresión del discurso de don Giussani, sus intervenciones —en el caso de diálogos y conversaciones— se han mantenido normalmente.

3. No hay que entender el paso de la forma oral a la forma escrita como una transformación de la modalidad expresiva, sino como la sencilla transposición escrita de un pensamiento comunicado verbalmente. Sin embargo, donde fuera necesario para evitar los inconvenientes para la lectura propios de una transcripción mecánica del hablado, se ha procurado eliminar la mera repetición de palabras o expresiones, los incisos que no son inherentes al contenido, las interjecciones superfluas, así como perfeccionar concordancias y sintaxis con vista a la legibilidad del texto.

4. En la medida de lo posible, se han aclarado en el texto las referencias —implícitas o explícitas— a personas, hechos y obras, o explicitado en nota; o bien han sido eliminados, una vez asegurada la salvaguarda del texto. En el caso de que la referencia explícita a interlocutores presentes en el evento o a personajes públicos no resultara esencial para el desarrollo y la comprensión del texto, se ha omitido generalmente.

Selección de las grabaciones para la publicación y edición de los textos a cargo de Julián Carrón.

Redacción a cargo de Carmine Di Martino y Onorato Grassi. Coordinación editorial a cargo de Alberto Savorana.

El corazón de la vida (1982)3

En mayo de 1982 se celebraron en Rímini los primeros Ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación, con mil ochocientos asistentes provenientes de toda Italia, principalmente de las regiones del norte. Articulados en dos jornadas, desde el viernes por la noche hasta la comida del domingo —una fórmula que se conservaría en los años siguientes—, los Ejercicios representan el primer encuentro general de la Fraternidad tras el reconocimiento oficial por parte de la Santa Sede acontecido el 11 de febrero de ese mismo año. Con dicho acto la Fraternidad de Comunión y Liberación era erigida y confirmada «en persona jurídica para la Iglesia universal, declarándola a todos los efectos Asociación de Derecho Pontificio y estableciendo que sea reconocida por todos como tal». En el texto se recordaba el interés explícito del Papa: «El Santo Padre Juan Pablo II, informado ya del procedimiento en curso, [...] se ha complacido, benévolamente, encarecer al Consejo Pontificio para los Laicos para que proceda a la aprobación»4. El Decreto pontificio fue firmado y transmitido por el cardenal Opilio Rossi, presidente del Consejo Pontificio. En su carta de acompañamiento, el purpurado declaraba que la Asociación respondía a los requisitos que se exigen para obtener dicho reconocimiento y que la instancia presentada por don Luigi Giussani un año antes había sido favorablemente aceptada, «teniendo particularmente en cuenta el apoyo manifestado en numerosas cartas de cardenales y obispos; conocida la fecundidad espiritual y apostólica que se manifiesta en las numerosísimas obras que la Asociación promueve, sostiene y anima»5. En las nueve recomendaciones que contenía la carta, se recordaba el carácter misionero, educativo, cultural y social de la experiencia de la Fraternidad y se invitaba a sus miembros a una constructiva colaboración en el seno de la Iglesia. De este modo se reconocía el «fruto maduro» de una experiencia iniciada años antes en un liceo milanés y se aprobaba su valor en cuanto «experiencia nueva en la Iglesia».

A la Fraternidad se había llegado a través de un camino que cobró rápidamente consistencia a finales de los años setenta, cuando habían empezado a formarse algunos grupos de adultos, en la estela de positivas experiencias vividas en el período universitario, con el fin de asumir una «responsabilidad madura hacia la propia santidad» según el método cristiano de la «comunionalidad». Llamados en un primer momento «confraternidades»6, estos grupos —en total unos sesenta— se componían de jóvenes licenciados, familias, profesores, profesionales y trabajadores. En las mismas condiciones que todos los demás, participan en ellos también algunos sacerdotes y religiosos. Dichos grupos trataban de darse una forma que al mismo tiempo sirviera para madurar una condición auténticamente religiosa en la vida adulta y concretara un compromiso y una responsabilidad personales para humanizar la vida social y civil.

Consciente de la historia que había empezado con ese reconocimiento pontificio y que estábamos llamados a vivir con creciente plenitud, don Giussani se dirigió a nosotros con claridad de juicio y pasión humana, que se perciben enseguida desde sus primeras palabras.

Introducción

Este es un momento que reviste un significado único para nuestra historia personal y para la vida del movimiento. Por tanto, tenemos que pedir que se nos conceda una verdadera claridad. Con este fin, dirigimos a Dios nuestra oración esta noche. Debemos pedirle esta claridad de modo que lo que somos (la fragilidad que somos), lo que Cristo es para nosotros (el camino, la verdad y la vida) y lo que su misericordia ha donado a nuestra vida (la fe, la Iglesia, una compañía que encarne la una y la otra en una regla cotidiana, por tanto en un cauce seguro) sea verdaderamente reconocido. Una gran claridad, para que todo esto domine en nuestro ánimo y sea gobernado por nuestra autoconciencia y por una seriedad personal que supla las condiciones adversas. No podemos desperdiciar el valor que tiene este momento, en primer lugar para nosotros y luego para todos nuestros amigos, a los que ahora representamos delante de la Iglesia, me atrevería a decir, «oficialmente». Por eso, con corazón, sin chillar, sin gritar con la garganta sino con el ánimo, invoquemos al Espíritu Santo para que nos conceda su luz y su energía.

Desciende Santo Espíritu

Homilía

«Cada uno de nosotros tiene preparado un puesto». Esto, en primer lugar, reviste un significado final. Es la advertencia más importante, o la afirmación más grande, para la vida, porque todo el sentido de una vida estriba en su destino final. El sentido de un camino es su meta, el sentido de un recorrido humano es su destino. Pero para alcanzar esta meta final, tenemos asignado, obviamente, también un puesto a lo largo del camino, un lugar en la ruta señalada. La Gracia, la liberalidad misteriosa de Aquel que hace todas las cosas, en un primer momento ha alcanzado nuestra persona mediante la discreción silenciosa del Bautismo; y luego con palabras cada vez más claras, con voz imponente, mediante un entramado educativo a lo largo de nuestra existencia. Y ante esta misteriosa liberalidad que nos ha elegido a cada uno entre miles, esta noche estamos llamados a renovar, o a recobrar, un asombro que ahora debería resultarnos más familiar. ¡Qué significativo es que estén aquí con nosotros unos setenta sacerdotes! Para ellos al igual que para cada uno de nosotros la alegría que compartimos esta noche se debe a la gracia del Bautismo que los ha elegido como cristianos. Este es el valor que la gracia de Dios ha otorgado a nuestra existencia, la riqueza que nos ha concedido. Y no sólo para nosotros. Ante todo para los que ha hecho nacer, y hará nacer, de vosotros, otros vosotros mismos, vuestros hijos; y, de un modo análogo, para todos los hombres con los que se cruza nuestro camino por el mundo. Al igual que Cristo vino para todos los hombres, se hizo uno de nosotros, hombre como nosotros, propter nos homines, así también nosotros somos incorporados a su Persona para todos los demás hombres. Al igual que tú, padre, y tú, madre, tendréis que dar cuenta de vuestros hijos, así cada uno de nosotros tendrá que dar cuenta a Dios de todos sus hermanos los hombres. Lo que hemos recibido y que constituye la verdadera riqueza de todo lo creado, aquello por lo que todo existe, es para todos los hombres. Hemos recibido la gracia de la fe para que a través de nosotros llegue a otros y mediante nuestra vida sea ofrecida a todo el mundo. Por esto formamos parte de la Iglesia, cuerpo vivo de Jesucristo, es decir, realidad mediante la cual Cristo penetra el tiempo y el espacio, comunicándose al universo entero según el designio misterioso del Padre.

Ahora, al calor de un asombro renovado, recobrado o advertido por primera vez, quisiera recordar, para que las tengamos muy bien presentes, las dos condiciones necesarias para caminar, las dos orillas del cauce por donde puede verdaderamente discurrir el agua de nuestra existencia, los dos rasgos que definen el rostro de un cristiano. Son estas dos condiciones las que nos capacitarán para ser creativos, para obrar en el mundo, para hacer fructificar el talento de la fe, para responder con plena responsabilidad a la elección y a la confianza extrema que Dios ha puesto en nosotros.

Ante todo, el deseo del camino, conforme al corazón del apóstol Tomás, cuando le preguntó a Jesús algo que no se puede reducir a simple raciocinio o mera curiosidad: «Señor, ¿cómo podemos saber el camino?»7. La primera condición es el deseo del camino, la seriedad personal ante la vida como camino hacia el destino, la responsabilidad ante el sentido del tiempo que se nos concede: lo que determina nuestro estado de ánimo al levantarnos por la mañana, quizás subvirtiendo todos los datos instintivos, es el deseo del camino. El deseo de Cristo. «Mi corazón está firme, Dios mío»8. En esto se expresa la pobreza de espíritu, porque el deseo del camino coincide con reconocer que todo está en función de otro, existe por otro, consiste en otro, afirma a otro. Nos lo recuerda también la palabra «gloria» que hemos repetido en el salmo9, porque la gloria de Cristo es el sentido de todo lo que existe y se manifiesta a través de la conciencia con la que el hombre vive cada cosa, todo. La seriedad, la responsabilidad, el deseo, el amor al camino: esta es nuestra tensión a lo largo del día, la consistencia del día a día.

La segunda condición responde a una verdad existencial acerca de nosotros mismos. Y esa verdad es que, junto al deseo del camino, aparece el temor, el temblor, el terror por nuestra patente debilidad, por nuestra evidente incapacidad. Digamos la verdad que la Iglesia pone en nuestros labios cada vez que nos reunimos: la conciencia de ser pecadores, la conciencia de este melancólico equívoco que ensombrece la vida; y, más abiertamente, la mentira de la que somos capaces a cada paso y que acecha, como un peligro nada improbable, todos nuestros actos. Es una desproporción tal entre el deseo que tenemos y la seriedad ante él, la responsabilidad ante él, que ese deseo sólo sabe refugiarse en algunos contados momentos o pronunciarse sin demasiada reflexión, sin demasiada conciencia, porque ésta pondría en tela de juicio todo lo demás.

Ahora bien, como decía antes, la segunda característica responde al dato evidente de nuestra ineptitud, corresponde a la percepción de nuestra incapacidad, a la conciencia de nuestra nada. A este propósito, los Hechos de los apóstoles relatan que san Pablo, en Antioquía, dijo: «También nosotros os anunciamos la Buena Noticia de que la promesa que Dios hizo a vuestros padres nos la ha cumplido»10, os traemos el anuncio de que la promesa se ha cumplido. ¿Qué promesa? La promesa hecha a vuestros padres, la promesa que está inscrita en el corazón del hombre, en su naturaleza humana, y de la que el encuentro cristiano nos hace intensamente conscientes: la sed de cumplimiento, el deseo de hallar un camino que nos conduzca a la meta. Y la buena noticia es que la espera que define nuestro ser —alumbrada aún más por el encuentro con la fe— ha hallado su cumplimiento, de modo que gozamos ya de su prenda en esta vida, no por nuestras obras ni por una energía que pretendiéramos extraer de nuestro débil y ambiguo corazón, sino por obra de Dios. El cumplimiento de la promesa con la que todo hombre viene a este mundo (y por la que cualquier hombre que reflexionara sobre sí puede aguantar en este mundo) lo ha realizado Dios con la resurrección de Jesucristo. Dios nos la ha cumplido resucitando a su Hijo, Jesucristo.

Si el primer factor que marca la dirección y da consistencia a nuestro caminar es la seriedad y la responsabilidad para con el camino humano, el segundo factor es el que vence el miedo de nuestra debilidad con un hecho, que nos precede y que el Espíritu Santo hace presente en nuestra historia, el que responde a la evidente objeción de nuestro pecado con una gracia mayor. Entre nosotros hay algo que acontece y se demuestra más fuerte que nuestra debilidad, más poderoso que nuestra maldad, más grande que cualquier contradicción. Entre nosotros hay una presencia que se muestra victoriosa. Cristo acontece en mi vida y me libera de mis contradicciones y mis límites. La paz y la seguridad, por tanto, la posibilidad misma de una alegría estable, todo ello no viene de nosotros. Y sólo una alegría estable en el fondo del corazón, da lugar a una laboriosidad incansable, a una capacidad de actuar, de tomar iniciativa y recomenzar siempre, porque sólo en la alegría el hombre puede crear. Sólo por una alegría se genera vida. Esta certeza existencial no viene de lo que hacemos, sino que viene de lejos, que acontece desde hace mucho tiempo, desde antes de que existieran nuestros ancestros; de algo que nos ha alcanzado atravesando la historia y que vive entre nosotros, y que, a través de nosotros, prosigue su carrera a lo largo del tiempo: la presencia de Cristo resucitado. De ahí, la fe. La fe. Porque, si el primer factor es la seriedad del corazón, la responsabilidad —y la pobreza de corazón es la condición esencial para la verdad de lo humano—, el segundo es la fe. La fe que reconoce lo que acontece entre nosotros, Dios que actúa en medio de nosotros con el poder y la fuerza de Cristo resucitado. Ojalá esto deje de ser, como hasta ahora, algo que nos resulta ajeno, un simple artículo del Credo que no ocupa lugar en nuestra memoria, en nuestra conciencia, en la motivación de nuestros actos, en la razón de nuestra alegría.

Ojalá el Espíritu de Cristo sane nuestro corazón herido, haciéndolo simplemente humano, restablezca en él esa pobreza de espíritu que en todo aguarda el propio destino y tiende a él, por fin, con responsabilidad. Ojalá en el camino que nuestra vida es como tensión a la meta, podamos caer en la cuenta y abrazar amorosamente la gran Compañía, sin la cual incluso los más nobles pensamientos, primero, no resisten en el tiempo y, en segundo lugar, se tornan motivo de un juicio que nos oprime, motivo de condena para uno mismo. Que Su perdón que se asoma cada día en nuestra vida nada más levantarnos por la mañana, nos tome de la mano y nos acompañe en la responsabilidad que nos espera a lo largo del día.

Estas son, por tanto, las dos condiciones del camino: la pobreza y la fe, la seriedad de la vida y la acogida, llena de gratitud, del Fuerte que está entre nosotros, de Aquel que nos conforta. Por él, nuestra vida que continuamente cae por su fragilidad mortal, sabe sorprendentemente levantarse de su decadencia, momento por momento, día tras día y, paradójicamente, madurar a través de las caídas. Que este insondable perdón sostenga nuestra seriedad cada mañana, que en su gran compañía encuentre el apoyo necesario nuestra vida cotidiana. Por tanto, pobreza de espíritu que nos haga verdaderamente humanos, que asegure nuestro punto de partida en la verdad, y compañía habitada por una fuerza victoriosa sobre nuestra mezquindad, compañía de un perdón tal que nos permita recorrer el camino incluso a través de nuestros errores. Pobreza de espíritu y fe. Pidamos al Señor el don de esta justicia para nosotros y para todos los que conocemos, pidámosla a él que en el sacrificio sacramental urge nuestro corazón a esa apertura a la que tanto nos resistimos. Pidámosla a Cristo en la oración comunitaria que es la Eucaristía; con él, pidamos al Padre esta gracia y que crezca de tal modo que, por la noche, cuando echamos la vista atrás sobre el día que ha pasado podamos ver que crece una realidad distinta. Y así la puedan ver también nuestros compañeros de viaje, los hombres que nos rodean, los cercanos, los vecinos, los familiares y los extraños que viven a nuestro lado. Pidamos la humildad de la pobreza, la pobreza de espíritu y la fe. Pidamos esta justicia, porque el Justo nos llama a sí para que participemos de su justicia. «No me has elegido tú, soy yo quien te he elegido». «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he enviado para que deis fruto y vuestro fruto permanezca»11, el fruto de la justicia. Por este motivo hemos pedido formalmente entrar a formar parte de la Fraternidad, sólo por esto, para recibir una ayuda mayor en esto. Que el Señor nos conforte y nos sostenga juntos.

Introducción a los Laudes12

Decir que «sí» exige una respuesta por nuestra parte ante el asombro por un anuncio que se renueva en cada momento del tiempo: «Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe». Esta es la victoria que vence ese inexorable deslizarse hacia la muerte, signo del pecado, ese anticipo del sepulcro final que es el hacer las cosas por costumbre: la fe, el reconocimiento de algo que acontece, de lo que acontece, del sentido de la vida que acontece, de Cristo que viene entre nosotros. Debemos pedir este reconocimiento con el ánimo lleno de gozo, porque la certeza de su resurrección impone en la historia la evidencia de Su presencia que ya es irreductible.

Laudes

LA FAMILIARIDAD CON CRISTO

Me siento un tanto cohibido, y diría casi apurado, al empezar, porque me vienen insistentemente a la cabeza los nombres de mis primeros alumnos que el Señor ha hecho llegar hasta aquí; y, después de ellos, los de todos los demás que he conocido y los que están aquí y que aún no conozco personalmente —con los que la relación es más significativa que con mucha gente que conozco pero con la que no camino, así que es como si les conociese—. Pensar en los primeros chicos que tuve y que ahora están aquí, orgullosos padres y madres de familia con hijos ya adolescentes, que han logrado el éxito profesional y tal vez son «insignes» profesores universitarios, me hace realmente temblar. Me hace temblar —perdonadme— y no por la maravilla de una historia que hemos compartido, por lo que me une a ellos, y que, por tanto, me une a vosotros y que es lo más serio e importante que puede haber en mi vida y en la vuestra. Juan Pablo II dijo en una ocasión: «No habrá fidelidad [...] si no existe en el corazón del hombre una pregunta, para la cual sólo Dios tiene respuesta, o mejor dicho, para la cual sólo Dios es la respuesta»13. «Una pregunta para la cual sólo Dios es la respuesta». Desde aquellos pupitres de clase donde nos conocimos hasta la compañía de hoy (como señalaba ayer, inspirado por la liturgia de anoche en la introducción de estos Ejercicios), es la seriedad de esta pregunta humana lo que me sorprende esta mañana, lo que percibo con toda su exigencia, con toda su fuerza y con toda la precariedad que, sin embargo, tiene en la vida de hombre. Incluso cuando procuramos mantenerla viva, ¡cuánto la olvidamos a lo largo del día! En definitiva, ¡cómo nos alejamos de nosotros mismos en el transcurso de nuestra existencia!

Lo que me hace temblar esta mañana es realmente la sorpresa de que puede que exista una gran lejanía con respecto a uno mismo, porque mi persona es aquello que debe llegar a ser. Dios crea al hombre con un propósito y la personalidad del hombre se define en virtud de la realización de ese plan. Pues bien, me sorprende esta mañana el pensamiento de que, normalmente, estoy lejos de lo que sin embargo retomo insistente e intencionalmente, de lo que vuelvo a meditar y propongo a otros para meditar. Lo cual me lleva a pensar: qué urgente es que la humanidad que nos reunió hace muchos años —porque lo que alentó el encuentro entre nosotros fue una humanidad—, qué urgente es que esta humanidad, que hace años vibraba en vosotros y obtenía una apasionada respuesta en mí, qué importante es que esta humanidad nos impulse a juntarnos, a ayudarnos oportunamente para no olvidarla nunca. Y para no «olvidarla», es necesario que la respuesta14 esté presente.

«Para que el hombre pueda creer en sí mismo debe creer en Dios, dado que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios. Cuando al hombre se le quita Dios, no se le restituye a sí mismo, sino que ¡se le arranca de sí mismo!»15, dijo Karol Wojtyla en otra ocasión.

¡Ojalá nos sigamos conmoviendo como nos conmovíamos en Varigotti leyendo los textos impresos en las pequeñas antologías preparadas para el triduo de la Pascua o el de septiembre16! ¡Quién sabe si nos conmovemos ahora como entonces! Este año he mencionado algunas veces a nuestros amigos universitarios —y se lo leí también a los adultos de Milán en la asamblea al comienzo del curso— este poema de Pär Lagerkvist, el autor de Barrabás17, que tanto me gusta porque sintetiza el punto de partida humano desde donde arrancamos en los primeros diez años de nuestra historia: «Un desconocido es mi amigo, uno a quien no conozco. / Un desconocido lejano, lejano. / Por él mi corazón está lleno de nostalgia. Porque él no está cerca de mí. / [...] ¿Quién eres tú que llenas mi corazón con tu ausencia, que llenas toda la tierra con tu ausencia?»18. Pensaba esta mañana, ¡quién sabe si para nosotros esta es una pregunta verdadera! ¿Es verdadera? Si la búsqueda de un hombre ateo pudo expresarse así, ¿cómo tendría que ser para mí? Cómo debería encontrar eco en mí, resonar en mí la súplica que Moisés hizo a Dios al final del encuentro en el Sinaí, cuando Dios se iba a marchar: «¡Muéstrame tu rostro!».

Pues bien, lo primero que quería decir es que es demasiado probable que la situación que atravesamos reduzca nuestros «credos»19 a razonamientos o intenciones, haga de nuestras palabras discursos intencionales o intelectuales. No digo que el corazón esté lejos de ellas; pero, ciertamente, es como si lo que estas palabras indican estuviese lejos del corazón, es decir, no fuera una presencia. Os habéis hecho adultos y, mientras que demostráis estar capacitados para vuestra profesión, existe —puede que exista— una lejanía con respecto a Cristo, con respecto a la emoción de hace años, sobre todo a ciertas circunstancias de hace años. Existe como una lejanía ante Cristo, excepto en determinados momentos. Quiero decir que existe una lejanía con respecto a Cristo salvo cuando os ponéis a rezar; hay una lejanía con respecto a Cristo salvo cuando —pongamos— lleváis a cabo obras en su nombre, en nombre de la Iglesia o del movimiento. Es como si Cristo se quedara al margen de nuestro corazón. Con el viejo poeta del Resurgimiento italiano podríamos decir: «En cualquier otro asunto muy a gusto ocupados»20, es como si Cristo se quedara al margen de nuestro corazón; o, mejor dicho, como si mantuviéramos a Cristo aislado, apartado del corazón, salvo en ciertos momentos, cuando realizamos ciertos gestos (cuando tenemos un rato de oración o desempeñamos ciertas tareas, celebramos una asamblea o llevamos una Escuela de comunidad21, etc.).

Esta lejanía del corazón con respecto a Cristo, exceptuando ciertos momentos en los que su presencia parece obrar de forma manifiesta, genera también otra lejanía, que se revela como un cierta extrañeza entre nosotros, una mutua extrañeza última. ¡Ojo!, estoy hablando de una extrañeza mutua incluso entre marido y mujer. La falta de conocimiento de Cristo (conocimiento según lo entiende la Santa Biblia, conocimiento como familiaridad, como compenetración, identificación, como presencia que se lleva en el corazón), la lejanía del corazón con respecto a Cristo hace que uno sienta el fondo último de su corazón ajeno al fondo último del corazón del otro, excepto en los quehaceres, en lo que se hace juntos (hay que sacar adelante la casa, atender a los hijos, etc.). Indudablemente, existe una relación, un trato recíproco, pero sólo en gestiones, tareas, en los momento comunes que compartís; o que compartimos. Pero cuando lleváis a cabo una acción común, imperceptiblemente, obráis de manera obtusa, de modo que —poco o mucho— vuestra mirada y vuestro sentir se empañan.

Bien es cierto que, al hacernos adultos, todo lo que hemos recibido en la vida se ha sedimentado, ha dejado un poso y actúa; va obrando, no permanece sin fruto.

Os estoy hablando así partiendo de lo que observo en mí mismo, recordando que estoy aquí por lo mismo por lo que están aquí mis antiguos alumnos, buscando lo mismo que buscan ellos; y es también el único motivo por el que están presentes aquí muchos sacerdotes, como os decía ayer por la noche (es un aspecto conmovedor, tal vez el más conmovedor de nuestra reunión, porque nunca han estado con nosotros con la sencilla verdad con la que están aquí ahora). En definitiva, realmente, somos todos hombres en busca de su destino, hombres que han sido buscados, alcanzados y atraídos por su destino. Esto nos define, nos da consistencia.

De todas formas, he arrancado de una consideración sobre mí mismo y del apuro que siento al abordar nuestra conversación de hoy, porque es como si me despojara de todo lo que cotidianamente hago, de lo que debo hacer entre vosotros, y volviera a percibir en mí mismo, después de mucho tiempo, más que en otros momentos, el equívoco que entraña el «hacerse adultos». En efecto, si bien es cierto que, con el tiempo, el don que hemos recibido cala y da fruto, sin embargo el corazón, precisamente el corazón en el sentido literal del término, es como si sintiera el mismo apuro que siento yo esta mañana, como si no supiera bien qué hacer con Cristo, como si no secundara una familiaridad de la que ya ha gustado, aunque fuera con el sentimiento propio de una edad temprana22, en una determinada etapa de la vida. Hay una extrañeza que delata nuestra lejanía con respecto a Cristo, como si él no estuviese presente, como si no fuese determinante para el corazón. Puede que sea determinante a la hora de obrar (vamos a la iglesia, hacemos cosas para el movimiento, a lo mejor incluso rezamos Completas, acudimos a la Escuela de comunidad, participamos en la acción caritativa23, hacemos grupos de esto o de aquello, incluso nos lanzamos a la política). Cristo no falta en nuestras acciones, en muchas de ellas puede que sea determinante. Pero, ¿y en el corazón? En el corazón, ¡no! Porque el corazón es cómo uno mira a sus hijos, cómo mira a su mujer o a su marido, al transeúnte o a los amigos, a los de su comunidad o a los compañeros de trabajo; o bien —y sobre todo— cómo uno se levanta por la mañana. Y esta lejanía explica también otra, que se revela como una extrañeza última en las relaciones entre nosotros, una miopía a la hora de mirarnos, porque únicamente Cristo, nuestro hermano, puede hacernos, ¡realmente!, hermanos.

Si reparamos en que la consistencia y el valor de nuestra vida residen en la responsabilidad de esta cercanía con Cristo —y, por tanto, cercanía entre nosotros y con los hombres—, comprendemos que la amistad y la compañía que pretendemos crear son para impedir que se detenga o se suspenda nuestra iniciativa en ese sentido. Mi relación con Dios: sólo esto puede sostener la vida como algo verdadero, como una obra que edifica el mundo. Y el primer fruto que esta relación puede dar es el de crear una compañía, una compañía entre los que tratan de vivir y llevar a cabo esa obra. Nuestra compañía quiere impedir que el tiempo pase en balde, sin que busquemos, persigamos, pidamos la relación con Dios presente; y sin que aceptemos y queramos esta compañía, sin la cual no sería verdadera ni siquiera la imagen de su presencia.

No sé si he logrado expresar bien la impresión que me dominaba, aunque confusamente, esta mañana: lo que he llamado «el equívoco que entraña el hacerse adultos» es realmente la toma de conciencia de la que debemos partir. En efecto, no considero que, estadísticamente, sea normal entre nosotros que el hacernos adultos conlleve una mayor familiaridad con Cristo, haga más presente en nuestra vida esa «gran ausencia», haga que nos resulte más familiar Aquel que es la respuesta a la pregunta humana que nos dispuso a escuchar la propuesta hace veinticinco años. No lo creo. Paradójicamente —insisto— Cristo es el motivo concreto por el que llevamos un tipo de vida que de otro modo no llevaríamos, sin embargo ¡el corazón está lejos de él! Así que estamos «enrolados» o implicados en una compañía que ciertamente no habríamos elegido, o que, de todas formas, no sería como la que tenemos ahora; y a pesar de todo, la vida adulta nos aboca a una extrañeza de fondo, introduce una recóndita lejanía entre nosotros.

Quiero deciros —y así voy al grano, a lo único en lo que quiero insistir esta mañana— que, salvo una cierta distracción, que puede perfectamente nublar la conciencia como una cortina de humo que oculta el fondo del problema, es muy, muy difícil que al hacerse adultos se pueda evitar una «desmoralización», un debilitamiento de la tensión moral. No me refiero a las obras. Estoy hablando del corazón, no de las obras. Es cierto, y lo veremos, que también las obras sufren sus consecuencias; no pueden desafiar realmente al tiempo, sostener la fatiga; no pueden tener esa tenacidad vigorosa que desafía al tiempo, esa tenacidad vigorosa con la que la liturgia define a Dios como la duración verdadera, la consistencia verdadera de las cosas. Esta dignidad cultural, esta tenacidad vigorosa frente al tiempo depende del corazón. Por eso, el problema es realmente nuestro corazón: la fuente de los sentimientos, los pensamientos, las imágenes y, en última instancia, los juicios, las decisiones y la energía para obrar.

Hay una sutil caída de la tensión moral, no tanto en las obras, sino en el corazón. «Desmoralización». La Escuela de comunidad de este año24 plantea de manera muy interesante el significado de esta palabra: si la moralidad es tender hacia algo más grande que nosotros, la desmoralización es la pérdida de esta tensión25. Insisto en que esta tensión resurge en los discursos y las obras —sin mentira y hasta de forma verídica—, pero no en el corazón