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El presente volumen recoge las lecciones pronunciadas por don Luigi Giussani en los Ejercicios Espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación —y los diálogos consecuentes—, celebrados entre 1988 y 1990. ¿Qué es el cristianismo sino el acontecimiento de un hombre nuevo que, por su naturaleza, se convierte en un protagonista nuevo en la escena del mundo? ¿Cómo llegamos a tener experiencia de algo tan deseable como es vivir el instante sin sucumbir a la tentación de huir? ¿Cómo podemos dar a conocer a los hombres de nuestro tiempo a Jesucristo, aquel que hemos reconocido? Se trata de preguntas que en último término remiten a la precariedad de una carne, al hacerse hombre de aquel que es el significado de todas las cosas. Pero no como un acontecimiento sucedido en el pasado, sino como experiencia tangible en el presente a través de la precariedad de otra carne, la de una compañía de amigos hecha de personas como las demás, pero a la vez distintas, con una humanidad más plena y deseable, y que es posible encontrar en cualquiera de los ámbitos de la vida cotidiana. Dios ha nacido en la carne y permanece en la carne de aquellos que Él elige y lo reconocen.
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Seitenzahl: 398
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Luigi Giussani
La verdad nace de la carne
Ejercicios Espirituales de Comunión y Liberación (1988-1990)
Edición a cargo de Julián Carrón
Traducción de Carmen Giussani
Título original: La verità nasce dalla carne
© Edición original: Fraternitá di Comunione e Liberazione, 2019
© Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2020
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
100XUNO, nº 70
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN Epub: 978-84-1339-360-5
Depósito Legal: M-8917-2020
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda, 20 - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
índice
Prólogo. «Un corazón dentro de todas las cosas»
La verdad nace de la carne
«Vivir con alegría la tierra del Misterio» (1988)
APASIONADOS POR CRISTO
LA VIDA COMO COMUNIÓN
UNA CONTINUA FUENTE DE AYUDA
«Es necesario sufrir para que la verdad no cristalice en doctrina, sino que nazca de la carne» (1989)
LLAMADOS A VIVIR EN CADA INSTANTE
LA RESPUESTA AL AMOR RECIBIDO
NUESTRO CAMINO
Mirar a Cristo (1990)
EL MISTERIO HA ENTRADO EN LA HISTORIA
EL MÉTODO DE LA ELECCIÓN
SOSTENERSE MUTUAMENTE EN LA MEMORIA
Fuentes
Índice de nombres
Prólogo. «Un corazón dentro de todas las cosas»
«¿Qué es el cristianismo sino el acontecimiento de un hombre nuevo que, por su naturaleza, se convierte en un protagonista nuevo en la escena del mundo?»1. Estas palabras, pronunciadas en octubre de 1987 durante el Sínodo de los obispos sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo, sintetizan muy bien cómo percibía don Giussani la naturaleza del cristianismo.
Tuvo ocasión de confirmarlo en diciembre de ese mismo año, cuando vino a Extremadura para pasar unos días con los amigos españoles entre Navidad y Nochevieja: «El origen [de este acontecimiento] es el misterio de la comunicación de la persona de Cristo a la persona del hombre». Sin embargo, para que surja un protagonista nuevo en el mundo es necesario que el acontecimiento penetre en la vida del hombre alcanzado por dicha comunicación. Por eso Giussani sostenía que «ha llegado el momento de la personalización». Pero ¿personalización de qué? «Del acontecimiento nuevo que ha nacido en el mundo, del factor de protagonismo nuevo de la historia, que es Cristo, en la comunión con aquellos que el Padre le ha dado». Por lo tanto, el anuncio cristiano puede moldear la entraña del hombre solo si se convierte en una experiencia personal. Entonces, seguía diciéndonos en 1987, «lo primero en que debemos ayudarnos es en confirmar que el principio de todo es la experiencia […]. El concepto de experiencia equivale a probar algo juzgándolo»2.
En los años siguientes don Giussani procuró por todos los medios ayudarnos a todos a realizar dicha personalización, sin la cual el cristianismo permanecería al margen del yo, como la historia ha documentado ampliamente. Este libro es el testimonio directo del esfuerzo tenaz de don Giussani por sostener a las personas de la Fraternidad de CL en su camino hacia la madurez.
«Este es el oculto y horrendo veneno de vuestro error, querer que la gracia de Cristo consista en su ejemplo y no en el don de su persona»3, le reprochaba san Agustín a los pelagianos. ¿Por qué? Porque un Cristo reducido a ejemplo moral es incapaz de hacer que penetre en las entrañas del vivir el don que Él mismo es. En la situación actual hace falta algo bien distinto para tocar el corazón humano y despertarlo de su torpor.
Giussani además nos advierte de que, aun sin sucumbir a la reducción moralista, Cristo puede permanecer ajeno a nosotros: «Podría no parecerlo, porque es fácil que en nuestra vida digamos: ‘Padre nuestro, que estás en los cielos’ [como se pronuncia una fórmula abstracta]; pero podemos decirlo olvidando que él es Misterio. […] El Misterio de donde venimos, en quien existimos y hacia el que vamos. Más allá del alcance de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad, salimos de él sin poder tener ninguna pretensión de conocer esa fuente inagotable, inefable e insondable» (ver aquí, pp. 161-162).
Para Giussani, el Misterio no es nada vago o genérico, porque «es un Misterio que ha entrado en la historia, es un Dios histórico», hasta tal punto que en torno a este anuncio se desata una lucha: «Esto es lo que resulta insoportable para la cultura humana de todos los tiempos. Muchos —incluso Voltaire, incluso los hombres más hostiles a la Iglesia y al cristianismo— han llegado hasta la idea, o la intuición, de que la realidad depende de algo distinto. Pero que este Misterio tenga que ver con la historia, que Dios haya entrado dentro de la historia, esto no es fácilmente aceptable porque no es concebible para nuestra razón. Precisamente porque Dios es Misterio y nuestro pensamiento no lo puede concebir, mucho menos podemos concebir cómo puede el Misterio habitar dentro de la miseria del tiempo y del espacio, y convivir con esa miseria que pesa sobre nosotros desde el amanecer incierto al anochecer cansado, que nos induce a pasar por encima de la mayoría de los hechos distraída y banalmente, o a empeñarnos en actitudes normalmente mezquinas» (pp. 164-165).
Las palabras de Giussani son de una concreción extrema: «Tratemos de pensar en que Dios, el Misterio que lo hace todo, se hizo hombre en el seno de una chica, de ella nació, creció como un niño. […] Considerándolo con atención, no es tan solo por mi carácter que a uno le entran escalofríos, es porque es algo de otro mundo. Y de hecho, el delito del mundo y también el nuestro —el de aquellos que han recibido el anuncio que recorre los siglos y que ha alcanzado también nuestra vida— es emplear estos términos como sonidos huecos, sentirlos al margen de la propia vida, como afirmaciones extrañas aunque devotamente aceptadas» (p. 21).
Para señalar la dramaticidad de la situación, Giussani retoma una imagen, que quiso poner delante de todos con el Manifiesto de Pascua de 1988, tomada del Relato del Anticristo de Soloviev: «Todos, en efecto, quieren o estiman al cristianismo, la labor de la Iglesia. Por eso, el emperador invita benévolamente a los cristianos a asumir la tarea de guía espiritual para el bien común del mundo, es decir, la de sostener los valores comunes necesarios para el conjunto de la sociedad. La respuesta del anciano starets es clara: ‘¡Gran Soberano! Lo que más apreciamos en el cristianismo es Cristo mismo. Él mismo y todo lo que de Él proviene, pues sabemos que en Él habita corporalmente la plenitud de la Divinidad’. ¡Lo más querido para nosotros es Dios hecho hombre!» (p. 22).
¡Qué diferencia cuando nos topamos con una auténtica experiencia cristiana, con alguien en quien dicha personalización se ha realizado! «Existe una realidad dentro del mundo, una realidad que ha tocado nuestra carne y nuestros huesos con el Bautismo; existe una realidad viviente que se hace visible y audible mediante nuestra compañía, una realidad que penetra en el tiempo creando un flujo ininterrumpido, un pueblo que no tiene confines, al que todos los hombres están llamados, existe una realidad que es Dios hecho hombre. […] Aquello para lo que está hecho el hombre es este Hombre muerto y resucitado que vive entre nosotros» (pp. 98-99).
¿Cómo podemos salir de la reducción de Cristo a un mero ejemplo moral? Solo por una gracia. Nos lo advierte Camus: «No es a través de los escrúpulos como llega el hombre a ser grande. La grandeza viene por gracia, si Dios quiere, como un día espléndido»4. Pensemos en el papa Francisco, que no se cansa de recordarnos la naturaleza original del cristianismo como un acontecimiento imprevisto: «Esa es la primera realidad de la vida cristiana. No consiste en un elenco de prescripciones exteriores para cumplir o en un complejo conjunto de doctrinas que hay que conocer. […] Es entender la vida como una historia de amor, la historia del amor fiel de Dios que nunca nos abandona»5.
Para que esta historia de amor se haga nuestra debemos acogerla. Como repetimos a menudo: Dios, que nos creó sin que en ello tuviéramos parte nosotros, no puede salvarnos sin nosotros. Por tanto entra en juego nuestra libertad.
«Aquí tocamos realmente el punto dramático de nuestra existencia, sumamente dramático, un dato que no se puede evitar: la libertad. […] En efecto, la libertad se decanta siempre en la más absoluta, extrema e imprecisable discreción (por consiguiente, el único que la respeta es Dios, el Infinito). […] La libertad es apertura al infinito; por eso, es una disposición que se mantiene abierta o se encoge y se cierra en banda; y por ahí ni siquiera Dios puede pasar. Porque él se ha entregado y nos ha dado la capacidad de estar ante él; por lo cual nadie se salva si no lo quiere, si no quiere ser salvado. En esto se juega la libertad del hombre» (pp. 124-125). En efecto, «mi pequeña libertad, mi sutil y tremenda libertad puede decir ‘no’ ante este amor, puede rechazar esta gracia. Mi pequeña y tremenda libertad se juega como respuesta» (p. 158).
Lo que confirma que hemos acogido la gracia de Cristo es la transformación que sufre ese momento efímero que, de lo contrario, estaría destinado a desvanecerse: el instante. «El primer y fundamental modo en que el Misterio se manifiesta es en el instante, en las circunstancias del instante, o sea, en lo que ante nuestros ojos aparece como el dato más banal, el más insensato para nuestra consideración. El instante circunstancial» (p. 165).
El Misterio se cuela en el instante para que podamos experimentar la victoria sobre nuestra incapacidad de vivirlo y podamos aceptar cualquier circunstancia sin sucumbir a las ganas que tenemos de huir, una tentación que nos resulta muy familiar. «Nuestra resistencia se muestra sobre todo en la incapacidad de estar en el instante. Nuestra imaginación huye hacia el futuro o se refugia en el pasado, dejando inquieto, temeroso o rabioso nuestro momento presente. Por eso, para creernos a salvo, para sentirnos seguros no obedecemos a la circunstancia» (p. 168).
Con la finura de quien tiene un conocimiento verdaderamente profundo de lo humano, Giussani nos incita a un cambio: concebir nuestra vida como una relación constitutiva con el Misterio que nos hace en cada instante —de ahí su valor infinito—, «implica un sacrificio, implica ir contra la propia instintividad para arrancarse de la reacción inmediata, implica un desgarro para orientar nuestro deseo en otra dirección, implica soltar la presa que tendríamos agarrada, cambiar el modo de poseer las cosas» (p. 171).
¿Cómo llegamos a tener experiencia de algo tan deseable como es vivir el instante sin sucumbir a la tentación de huir? «Solo en la conciencia de que yo pertenezco, el instante se convierte en algo grande, algo turgente y fecundo, puesto precisamente en nuestras manos, en nuestros ojos, dentro de nuestro corazón; físicamente uno se siente gozoso, en paz incluso cuando el instante es doloroso» (p. 191).
Para introducir en la historia la novedad que cambia la realidad, hasta en el instante banal, Dios ha elegido un método que desafía la mentalidad dominante (y de hecho lo consideramos antidemocrático): elegir a algunos. «El hombre de hoy cree que es él quien construye su vida; y según un igualitarismo nivelador, pretende tener derecho a todo lo que tienen los demás. El concepto de elección es como una bomba que hace saltar por los aires esa pretensión y la liquida. Aparte de que, con semejante pretensión, el hombre moderno ha dado lugar a una esclavitud, tanto mental como del corazón, que no tiene punto de comparación en la historia; una esclavitud tanto más terrible cuanto más el hombre pretende hacerse a sí mismo, cuanto más olvida su dependencia original y radical» (pp. 89-90).
Dicha pretensión de que cada cual se pertenece a sí mismo es una mentira. «Basta con que uno piense en que antes no existía y mañana dejará de existir; entonces ¿a quién, a qué realidad pertenece?» (pp. 44-45).
He aquí por qué don Giussani considera la palabra «elección» como la más «antidemocrática», porque «indica esa llamada al ser sobre la que nadie puede ostentar el más mínimo derecho. No lo tuvo antes de nacer y no lo tiene ahora; tampoco ahora su existencia es debida sino que ¡es dada! […] Tú eres querido, elegido. Pero no como sucede en democracia cuando se elige a uno y luego este hace de su capa un sayo, de modo que también los que le han elegido acaban haciendo todo lo que él quiere. Tú eres elegido instante tras instante para una misión, para una tarea» (pp. 91, 95).
«Somos llamados. Ay de mí, no todos lo saben; no muchos lo saben; pocos lo saben. Nosotros lo sabemos. Esto me recuerda la parábola de los obreros llamados unos a primera hora, otros al final del día, los de la última hora. Nos escandaliza esta libertad absoluta que manifiesta el Misterio. Nos escandaliza que Dios humanado penetre en la historia haciéndose audible y tangible a través de unos pocos, a través de hombres que él elige y llama» (p. 183).
Esta elección desencadena una lucha entre la pretensión de hacerse a sí mismo y la pertenencia a Dios. Solo aceptando esta lucha puede Él entrar en nuestra carne.
Giussani es consciente de que cuando decimos «yo» o «nosotros» reflejamos la mentalidad común: «Cristo penetra en esa condición de ‘extrañeza’, porque Él es nuestra verdad y de ninguna manera lo es lo efímero que pasa» (p. 17). Con su presencia única, Jesús desafía esta mentalidad del hacerse a uno mismo, salvando incluso la banalidad de lo efímero. Pero no nos ahorra el camino, respeta demasiado nuestra libertad como para forzarnos. Espera nuestra respuesta, que Giussani describe con las palabras de Mounier: «Es necesario sufrir para que la verdad no cristalice en doctrina, sino que nazca de la carne»6.
Es cierto, implica un sufrimiento, porque «adherirnos a Cristo significa dejarlo penetrar en la carne de nuestra existencia, en toda nuestra vida, para que lleguemos a mirar, sentir, concebir, juzgar y valorar, tratarnos a nosotros mismos y a las cosas a partir de la memoria de Su presencia, llevando Su presencia en la mirada» (p. 104-105).
Solo adhiriéndonos a él llegamos a ser nosotros mismos, emerge en nosotros el hombre verdadero que estamos llamados a ser. «Nosotros pensamos en nuestro Señor Jesucristo y lo adoramos porque sin él no sabríamos cómo imaginar nuestra humanidad. Nosotros amamos a Cristo, queremos al Señor, para que tenga luz y consistencia la vida que recibimos de una mujer. […] Nosotros tenemos que adherirnos a Cristo, seguir a Cristo para desechar al hombre ilusorio y dejar paso a que emerja el hombre verdadero» (p. 20).
¿Y si creer en Cristo —como piensan algunos— no fuera más que un remedio consolatorio para evitar los golpes de la vida? Solo si le vemos acontecer en nuestra vida podemos responder a la objeción de que creer en él es una ilusión. Entonces podremos decir con don Giussani: «No, no es algo ilusorio que en un momento de énfasis, de repente, encubra el dolor, las contradicciones de la vida y, en especial, la contradicción dolorosa de nuestro mal. Cada uno de nosotros comprende que ese gozo es posible para él, tal y como es. Será un gozo con lágrimas por el dolor del propio mal o por lo que ha pasado, pero, aún con lágrimas, sigue siendo gozo» (p. 28).
Cuanto más penetra Cristo en los pliegues y las fatigas del vivir, tanto más resplandece su gloria. De este modo nosotros colaboramos en la salvación de todo el mundo. «La gloria de Dios es el hombre que vive»7.
El cambio que Cristo realiza en quienes lo dejan entrar «es como un corazón que llevamos dentro en todo lo que hacemos». ¿De verdad en todo lo que hacemos? Sí, el cambio del mundo comienza a realizarse incluso en lo más aparentemente insignificante «porque vosotros, cuando estáis allí limando una pieza de hierro, ni de lejos podéis imaginar con qué sabiduría infinita ese gesto colabora en articular orgánicamente ese fragmento de hierro con la maravilla del cosmos, del orden total; y cuando estáis fregando los platos, o sufrís por una palabra amarga que os dice un hijo o vuestro marido, ni siquiera podéis imaginar con qué misericordia infinita —si así se pudiera decir, más infinita aún que la sabiduría infinita— ese sufrimiento o ese acto humilde, sobre todo cuando roza lo sublime por el ofrecimiento, colabora en la salvación del mundo; porque también la belleza del cosmos sería amarga y provisional si, según el designo amoroso del Padre, no participara de la salvación que es Jesucristo» (p. 34). ¿Quién se atreve a decir que no está a su alcance este paso?
Así todo entra a formar parte de un camino, cada circunstancia o momento existencial puede ser ocasión para avanzar, en lugar de ser motivo para encerrarse en uno mismo. «De nosotros depende que nuestra vida acabe siendo un escondrijo, con sus rincones ocultos y sus parcelas, o que tenga otro horizonte, otra morada. Pues claro que la vida necesita del comer y el beber, de la esposa y el marido; claro que necesitamos ganar dinero, ir a ver el campo que hemos comprado o a probar la yunta de bueyes; claro que necesitamos todo eso, ¡pero es muy distinto necesitarlo para recorrer un camino que acumularlo en nuestra madriguera!» (p. 15).
Estamos en el mundo para construir algo: «Todo, literalmente todo, es para una construcción. El instante que vives, la circunstancia que abrazas, la disponibilidad e incluso la obediencia que llega al incomprensible sacrificio, todo sirve para construir; y no para edificar una realidad que está más allá del horizonte último, donde aparecerá el Eterno, donde veremos su rostro como vemos el de nuestra madre, donde poseeremos al Eterno como poseemos a la persona amada, sino para edificar una obra en este mundo. El Dios que ha entrado en la historia se liga a ella mediante la construcción de una realidad en el cauce de la historia, dentro del fluir del tiempo» (p. 173).
¿Qué es lo que puede influir sobre el presente por encima de todo? La memoria tal como la entiende Giussani: «La memoria es un hecho del pasado que se hace presente de tal manera que determina el presente, un hecho inconmensurable que se actualiza determinando mi momento presente más que cualquier otro dato del presente» (p. 192).
«Si no tengo amor, de nada me serviría»8. Para Giussani esta frase de san Pablo es un «puñetazo en el estómago, ¡en el estómago del moralismo! Uno comprende de repente que la moralidad no se puede identificar con la aplicación de una ley, de una medida, aunque sea generosamente aplicada». ¿Qué entiende exactamente Giussani por «caridad»? Su respuesta no es un discurso, sino la descripción de una experiencia, tal y como tuvo que serlo para la gente que hace dos mil años se encontraba con Cristo. «Caridad es pararse [delante de Jesús] atraído por la curiosidad y, después de oír dos palabras, escuchándole, mirando cómo habla ese hombre, reconocerle (‘Nadie ha hablado jamás como ese hombre’), reconocer su presencia y desear quedarse con él, estar con él, desear conocerle. Por eso uno le sigue y luego, aun con toda la tosquedad que nos caracteriza después del pecado original, trata de modular su comportamiento según lo que va conociendo de aquel hombre, conformando sus actos al reconocimiento profundo de ese hombre… ¡Y el tiempo que pasa vuelve cada vez más inefables todas estas cosas!» (p. 44).
Por eso, continúa Giussani, «la caridad es reconocerte y amarte, oh Cristo, y como consecuencia, la caridad es reconocernos una sola cosa contigo y entre nosotros, ayudarnos y querernos» (p. 67). En efecto, de esta sobreabundancia, por el hecho de reconocernos Suyos, brota la gratuidad, algo impensable para la lógica mundana que gobierna las relaciones y que se expresa en un do ut des. Cesare Pavese lo experimentó en su propia carne: «A uno que escribe todos lo buscan, todos quieren hablar con él, todos quieren poder decir el día de mañana ‘yo sé cómo es’, y valerse de él; pero nadie le regala una jornada de simpatía total, de hombre a hombre»9. Giussani es bien consciente de este modo de utilizar al otro por un interés propio. «Normalmente, es imposible que un ser humano actúe con gratuidad. Sin embargo, el nexo que cada uno de nuestros actos tiene con el infinito es gratuito. En términos filosóficos, se dice que el orden sublime de la acción, que nace de una ontología, es la gratuidad. El orden sublime de la acción es la relación que nuestros actos tienen con el infinito, y la gratuidad es el reflejo psicológico y afectivo de este orden. En fin, gratuito es un acto que excede cualquier cálculo, cómputo o medida» (p. 109).
El sujeto que reconoce la presencia de Cristo «se mueve y actúa por una imitación, y no por un cálculo, una medida o porque espera algo a cambio. El moralismo es un cálculo, la moral abandonada a sí misma es una medida. En cambio, humanamente hablando, no existe nada tan puro y gratuito como un niño pequeño que imita a su padre y a su madre. Jesús nos remite a esa imitación: ‘Como el Padre me ama, así os amo yo’. Lo que mueve al ‘sujeto Jesús’ es la imitación del Padre, su amor es reflejo del amor de Otro» (p.120).
Don Giussani insiste en un punto para él capital: «El hombre nuevo, el que de una u otra forma ha conocido a Cristo, que de algún modo te ha reconocido, Señor […], es como si estuviese definido ante todo por un impulso absolutamente gratuito» (p. 33).
¿Cómo podemos dar a conocer a los hombres de nuestro tiempo a Jesucristo, aquel que hemos reconocido? «Para que él se comunique a otros a través de mí, mediante la pasión que me anima y me rescata de todo mi mal, debo hacer de alguna manera lo que él hizo conmigo. ¿Qué hizo conmigo? ¿Cómo se me dio a conocer? Mediante la caridad: ‘Nadie ama tanto como quien da la vida’. El único modo para testimoniar a Cristo es la caridad, nunca una doctrina elaborada, como dice la frase de Mounier» (p. 126).
Este amor gratuito, que se manifiesta en el dar la vida por el otro, llega hasta el perdón: «Con el perdón se nos hace físicamente sensible, afectivamente experimentable la perfección de Dios, la positividad sin límites que es el mar del Ser que lo vence todo con el bien, incluso lo que es mal» (p. 133).
El perdón no es quitarle hierro al error, haciendo como si no hubiese pasado nada, como a menudo pensamos nosotros. Tampoco en este punto Giussani nos ahorra el compromiso de nuestra libertad: «Para perdonar a los hermanos —yo digo siempre que perdonar significa aceptar al que es distinto de mí, o sea, acoger al otro— es necesario un sacrificio. De lo contrario solo queda la venganza; de hecho, también es venganza asumir una desdeñosa actitud de renuncia a dar un paso hacia el otro» (p. 196).
Perdonar a un hermano —algo tan difícil a causa de nuestro orgullo— se hace posible porque Alguien primero nos ha perdonado a nosotros: «Junto con el misterio de Dios que se hacía hombre, él cargaba sobre sí todo nuestro mal y lo expiaba con su muerte. Ya me has perdonado, nos has perdonado. Todo mi mal, todo nuestro mal ya ha sido perdonado. Si esto fuera pregonado por el mundo, no haría falta tanta psicología» (p. 184).
Cada uno sabe que esta capacidad de perdonar no la podemos alcanzar solo con nuestras fuerzas. Es esta consciencia cierta de sí lo que abre paso a la petición, como les pasó a los discípulos estando ante Jesús. Don Giussani nos pone siempre delante de los ojos el canon de la vida cristiana auténtica, es decir, el Evangelio. «¡Imaginémosles!, ¿cómo están ahí? Están ahí mirándole, es decir, escuchándole. Le escuchan con atención, es decir, aprenden de él. Están con él aprendiendo. Pero todos estos términos resultan incompletos; es como si toda su persona fuera una petición, porque es imposible ensamblar una comprensión del Misterio con los mimbres de nuestra razón, ir por una vereda que permita comprender cómo Dios está presente en este hombre». Por ello «solo hay un gesto adecuado frente a Cristo, todo lo que hemos dicho culmina en un punto sencillísimo que es la petición. Pero os suplico, de verdad, que tengáis presente este punto sencillísimo» (p. 38).
En efecto, «¿cómo podrá salvarnos si no se lo pedimos? ¿Cómo podremos crecer en la verdad y así comunicar a otros la fe, de modo que también cambie el mundo a nuestro alrededor [si no se lo pedimos]?» (p. 39).
Cuando mantenemos viva la conciencia de que somos petición, la realidad se nos hace amiga; entonces descubrimos que «cada día se nos concede para dar un paso más. […] Jesucristo y yo, Jesucristo y tú, Jesucristo y nosotros. No puede ser más que el don misterioso del Espíritu el que nos lleve a entender, a sentir y a vivir esta relación única e irreductible» (p. 11).
Este largo camino no se puede recorrer solos. No aprendemos en la soledad de nuestros razonamientos que estamos constituidos por una petición. Hace falta un lugar: «Mendigar como un necesitado, pedir como un niño, no se puede improvisar, es una disposición, una actitud que implica una concepción de la vida, un sentimiento de la propia persona, un deseo y una tensión del alma que solo son posibles en compañía de Cristo». No tiene nada que ver con un sentimiento íntimo que uno alimenta dentro de sí. «La compañía de Cristo nos sostiene de cerca mediante la compañía de la Iglesia, que se hace concreta y existencial en nuestra compañía, en nuestra amistad por la fe». Para Giussani, el valor de la Fraternidad de CL es este, el de ser un camino para seguir a Jesucristo, una ayuda recíproca con el fin de imitar a Cristo. «La ley del Señor ya no es, como en aquel entonces [en el Antiguo Testamento], una serie de prescripciones, artículos, párrafos, un conjunto de definiciones; la ley del Señor es la memoria de Cristo que va empapando cada vez más el corazón». Don Giussani nos ofrece el ejemplo más rotundo de esto: «Cuando Cristo le preguntó a san Pedro: ‘¿Me amas más que estos? ¿Me tienes apego, me reconoces?’ y al final le dijo: ‘Sígueme’. La ley del Señor es seguirle, es seguir a Cristo, el Misterio encarnado. Lo que quiere decir: la ley del Señor es seguir Su misterio en la historia, Su cuerpo misterioso, que es la Iglesia. Y la Iglesia te toca a través de una compañía vocacional que Dios te indica. La Fraternidad es esa compañía para nosotros» (p. 61).
San Pablo escribe a los cristianos de Éfeso: «Realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor»10. Giussani considera estas palabras como la descripción más hermosa «del método que Cristo eligió para quedarse con los hombres: él permanece con nosotros mediante nuestra compañía, dentro de nuestra unidad. Dentro del misterio de la Iglesia tal como nos toca, Cristo toma cuerpo en medio de nosotros, en nosotros y entre nosotros» (p. 66).
¿Por qué es tan decisivo también para nosotros que respetemos este método? Porque «si la Iglesia no nos tocara ahora a través de nuestra compañía y nuestra unidad, este gran cuerpo que a lo largo de los siglos ha alcanzado los extremos confines de la tierra, quedaría abstracto para nosotros, lejano, no sería una roca en la que podemos apoyarnos y beber las aguas de la vida, es decir, encontrar el criterio, la dirección y la ayuda necesarios para vivir. La Iglesia quedaría como una institución admirable, pero melancólica; cada cual seguiría con su soledad; cada cual alejado de ella, como todos nos sentimos lejos de lo que se queda en una idea abstracta. El gran misterio del cuerpo de Cristo no es una idea» (p. 66). De no ser así, no tendríamos una razón adecuada para seguir siendo cristianos en una sociedad cada vez más líquida en la que nada parece durar; en el fondo, nuestra fe se apoyaría en las arenas movedizas de nuestra inseguridad.
¡Cuántas veces don Giussani nos ha recordado que la Iglesia es una vida, con todas las articulaciones propias de un organismo viviente! «En su conjunto grandioso, este orden de condiciones y condicionamientos para seguir, amar e imitar a Cristo, se llama ‘Iglesia’; lo cual, traducido a nuestra contingencia, a la vida diaria tal como Dios la ha alcanzado, se llama ‘movimiento’». Por eso «ya no hay nada que podamos considerar pequeño, mezquino o secundario, porque todo está destinado a incrementar una vida que es relación con el Misterio hecho hombre» (p. 85).
Giussani habla del movimiento como de «una unidad imperfecta, pero real en la que el hombre puede apoyarse. Resulta imposible apoyarse en una Iglesia abstractamente concebida. El hombre se apoya en la Iglesia que encuentra a su lado, en una realidad audible y tangible» (p. 189).
Así, viviendo inmersos en la vida de la Iglesia, descubrimos cada vez más conscientemente que «ya llevamos en nosotros esa vida que no muere, y […] uno se siente físicamente renovado, fresco como un niño». Es cierto que solo en esta compañía podemos tener la experiencia de que, como decía Mauriac, «la infancia es una victoria, una conquista de la edad madura»11.
Es la tarea que don Giussani nos confía en las últimas páginas del libro: «Si queremos que todos nuestros días, gozando de la gracia de Dios, sean un ‘día espléndido’ [como escribe Camus], hemos de realizar de veras esta conquista; una conquista tanto más profunda cuanto más madura es la edad, la conquista de la infancia de la que habla el Santo Evangelio» (p. 203).
Un día los discípulos le preguntaron a Jesús: «¿Por qué te has revelado a nosotros y no a los demás?»12. Es una pregunta que todos nos hemos planteado al menos una vez en la vida, sorprendidos por haber sido elegidos entre millones de personas: «¿Por qué yo?». Don Giussani, que vivió esa sorpresa de la elección antes que nosotros, nos ofrece la respuesta: «Este es su modo de obrar en el mundo: a través de unos llega a los demás, a través de nosotros llega a otros y quiere llegar hasta el último hombre en el último rincón de la tierra. Por eso la primera característica del hombre nuevo, del hombre que se adhiere a Cristo, que tiene fe, es la pasión misionera» (pp. 20-21). Por lo tanto no es un privilegio, sino una llamada para una tarea.
He aquí el motivo de nuestra elección: testimoniar a todos los que nos encontramos por el camino quién es Cristo. Y por ello aceptamos sufrir. «Y ¿qué diremos? ¿Quítanos de en medio lo que nos fastidia en la vida, quítanos el dolor y la contradicción? ¿Quítanos esa contradicción insoportable que es el mal, el pecado? ¿Diremos esto? Pero si hemos llegado a esta hora para testimoniar quién es Cristo, si hemos nacido a la vida para dar gloria al Padre […], es decir, para dar a conocer ese designio admirable, fascinante, por el que Dios se muestra más poderoso que toda nuestra fragilidad y, más aún, que toda nuestra maldad» (pp. 30-31).
Fue así desde el comienzo de la alianza de Dios con el pueblo de Israel: «Como llevó a cabo la ‘conquista’ de Jericó con un puñado de hebreos, así Dios conquistará el mundo, se dará a conocer al mundo, lo persuadirá, se manifestará al mundo a través de un puñado de hombres como nosotros» (p. 159).
Y al igual que hizo con Abrahán, el Señor se fio de Pedro: «Un cristiano que tenga un mínimo de fe participa de la figura de Pedro, porque a cada uno de los que hemos sido llamados —los que hemos sido bautizados, hemos sido llamados— el Señor le confía el destino de Su presencia en el mundo. No importa si soy un punto infinitesimal en el mundo, en esta larga, larguísima historia» (p. 24).
Para habitar en el tiempo y el espacio, a lo largo de la historia Dios ha querido tener necesidad de los hombres, de nosotros, de ti y de mí —se estremece uno con solo pensarlo—: «Que el mundo cambie va ligado a esa pasión por Cristo, tal como somos, a la misión que tenemos, allí donde estamos. […] Por ello, el ataque funesto que se dirige hoy contra el cristianismo es el de reducir el objeto de su pasión, tal como dice el starets: ‘Él mismo y todo lo que de él procede [esto es lo que tenemos por más querido], porque sabemos que en él habita corporalmente la plenitud de la Divinidad’. El mayor atentado que sufrimos es la reducción del cristianismo a normas y valores morales, a unos llamamientos éticos, en lugar de anunciarlo como un hecho presente entre nosotros del que me apremia hablar a tiempo y destiempo, vaya donde vaya» (pp. 36-37).
En ese sentido, los primeros en sentirse desafiados somos nosotros: «Nuestra primera misión es hacia uno mismo. […] No se puede crear una humanidad distinta, a cualquier nivel, en la relación con la mujer o el marido, con los hijos o los amigos, no se crea una humanidad nueva que pueda cambiar (y de hecho lo hace) al hombre y al mundo sin la conciencia de pertenecer, sin partir del hecho de que pertenezco a Cristo» (p. 46).
¿Cuál es el fruto por el que podemos reconocer que Cristo actúa en nosotros? Don Giussani no tiene ninguna duda, es la alegría. «Toparse con la alegría es el aspecto más clamoroso del testimonio. Tender hacia la alegría es una especie de tarea para nosotros. […] Tenemos que implorar al Señor que nos haga testigos suyos a través de la alegría» (p. 75). Alguien podría objetar si, con todos los problemas que tenemos, eso es todo. Sí, lo es todo. Nos lo dice el Señor en la Liturgia: «Daré a conocer la fuerza de mi poder sobre el mundo por la alegría de sus rostros»13. Nos lo dijo el papa Francisco justo al comienzo del documento programático de su pontificado: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»14.
No producimos nosotros la alegría, ninguna técnica conseguirá estamparla en nuestros semblantes. «Lo que san Pablo llama alegría puede definirse con mayor acierto esperanza. Surge la esperanza, se aviva y se proyecta en el espacio y el tiempo de nuestra existencia concreta. En efecto, la esperanza es una certeza que construye el futuro con la energía del afecto, que nos mueve hacia nuestra realización, hacia nuestro destino» (p. 81).
Y es una esperanza que tiene como horizonte el mundo entero, según la invitación de Jesús a sus discípulos: «Seréis mis testigos hasta el confín de la tierra»15. Es la tarea que también don Giussani reconoce que se nos confía a cada uno de nosotros: «Nuestra vida, entonces, es misteriosamente descolocada, saludablemente sacudida, de modo que, aún en la pequeñez de nuestros quehaceres cotidianos, cada uno abraza al mundo porque le apremia el amor de Cristo» (pp. 135-136). No importa la situación existencial, familiar o social en la que nos encontramos, porque no hay ningún momento, por pequeño que sea, que no podamos vivir en función de este abrazo hacia todos, sin excluir a nadie. Es la humilde certeza que don Giussani nos inculcó y sigue inculcándonos: «Hemos sido elegidos para comunicar a otros lo que hemos recibido. Comunicar tiene un sentido eminentemente abierto y activo. Coincide con una tarea. Se nos encomienda una tarea, no una medida moral» (p. 188).
JULIÁN CARRÓN
marzo de 2019
La verdad nace de la carne
NOTA EDITORIAL
Don Luigi Giussani desarrolló durante toda su vida una incansable acción educativa. Gran parte de su pensamiento se ha comunicado a través de la riqueza y el ritmo de un discurso oral y de esta forma (mediante grabaciones de audio y vídeo que se conservan en el Archivo de la Fraternidad de Comunión y Liberación en Milán) se nos ha consignado.
El presente volumen se ha redactado a partir de la transcripción de algunas de estas grabaciones. El texto que ofrecemos se ha elaborado conforme a los criterios formulados en su momento por el mismo don Giussani.
1. Fidelidad a los discursos en la forma oral en que se pronunciaron. Las transcripciones se han realizado en una óptica de máxima adherencia al compás, al acento y a la peculiaridad del discurso oral, como expresión concreta del contenido y de la intención del autor.
2. En referencia a la naturaleza de las charlas. Don Giussani habló en ocasiones muy distintas —conferencias, lecciones universitarias, asambleas de responsables o de otros grupos, Ejercicios espirituales, homilías— con especial atención a respetar los diferentes registros. En la redacción de sus intervenciones se ha evitado uniformar o reorganizar los contenidos según criterios formales o estructurales. Además, al ser de manera implícita o explícita los interlocutores parte fundamental de la dinámica de desarrollo y expresión del discurso de don Giussani, sus intervenciones —en el caso de diálogos y conversaciones— se han, normalmente, mantenido.
3. No hay que entender el paso de la forma oral a la forma escrita como una transformación de la modalidad expresiva, sino como la sencilla transposición escrita de un pensamiento comunicado verbalmente. Sin embargo, donde fuera necesario para evitar los inconvenientes para la lectura propios de una transcripción mecánica del hablado, se ha procurado eliminar la mera repetición de palabras o expresiones, los incisos que no son inherentes al contenido, las interjecciones superfluas, así como perfeccionar concordancias y sintaxis con vista a la legibilidad del texto.
4. En la medida de lo posible, se han aclarado en el texto las referencias —implícitas o explícitas— a personas, hechos y obras, o explicitado en nota; o bien han sido eliminados, una vez asegurada la salvaguarda del texto. En el caso de que la referencia explícita a interlocutores presentes en el evento o a personajes públicos no resultara esencial para el desarrollo y la comprensión del texto, se ha, generalmente, omitido.
Selección de las grabaciones para la publicación y edición de los textos a cargo de Julián Carrón.
Redacción a cargo de Carmine Di Martino y Onorato Grassi. Coordinación editorial a cargo de Alberto Savorana.
«Vivir con alegría la tierra del Misterio» (1988)16
La imponente figura de Cristo en el fresco de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina y la frase tomada de El relato del Anticristo de Vladimir Soloviev («‘¡Extraños hombres! ... Decídmelo vosotros mismos, cristianos […] ¿qué es lo que más apreciáis en el cristianismo?’. […] ‘Él mismo y todo lo que de Él proviene’»17) ayudaron a identificar el núcleo del problema religioso.
La imagen y las palabras reproducidas en el Manifiesto de Pascua penetraron en la conciencia y el imaginario de muchos creyentes y amigos no creyentes, marcando radicalmente el rumbo para una fe personal. Hasta el punto de que esa imagen y ese texto los indicaría don Giussani como el «Manifiesto permanente» del movimiento.
La perestroika estaba cambiando las bases de la economía soviética y de su ideología totalitaria, y la glasnost abría las puertas a nuevas libertades individuales y a la libertad religiosa. Pero la respuesta del starets permanecía actual y sorprendentemente provocadora.
Los Ejercicios fueron una ocasión propicia para mirar a la cara el cristianismo e interrogarse acerca de lo que tenemos por más preciado en él, así como en la vida de cada uno.
El ocaso inminente de los bloques y la superación de los frentes ideológicos, que tantas víctimas y tragedias habían causado, alimentaban nuevas esperanzas, aunque no lograban tranquilizar los ánimos más atentos. Ya se advertían las señales de una crisis —política, económica, social y existencial— que afectaría a todos y que el cambio de la geografía de las potencias no superaría fácilmente. El siglo XX, que había empezado tarde arrastrando la herencia del siglo anterior, se disponía a cerrarse antes, con una cesura respecto del pasado y una fuerte proyección hacia el futuro. Pasar de la utopía a la presencia —el giro que habían dado los universitarios en los años setenta— se convertía ahora en la dirección que asumían también los adultos, tanto los que estaban comprometidos con sus tareas profesionales como los que se vieron «catapultados»a la política.
Ajenos a cualquier forma de dualismo entre las tareas cotidianas y la vida espiritual, los compromisos y la reflexión sobre la propia experiencia, los dos días de Rímini fueron un gesto fuertemente unitario, sostenido por el silencio y la música. El uno predisponía a la escucha, la otra la favorecía, para que diera fruto tanto lo que se escuchaba como lo que se decía. Y el canto, cada vez más rico y dotado de belleza —tanto el del pueblo como el del coro—, tocaba la sensibilidad personal y comunitaria, a la vez que la expresaba.
En los meses anteriores, hubo varias ocasiones de interrogarse acerca de lo que es el «poder» en sus distintas formas: su persuasividad, los medios que utiliza para afirmarse, la violencia que ejerce fácilmente sin que nadie rechiste. El aclararse de la conciencia, el profundizar en la dimensión religiosa y la apertura de la caridad señalaban en la persona el verdadero factor de resistencia y de construcción para el futuro.
En Italia y en otros países, como España y Alemania, iban aumentando los que querían formar «grupos» de Fraternidad, con el fin de compartir los vericuetos de la existencia manteniendo viva la memoria de Cristo en todo lo que se vive.
El Año Mariano18 fue una ocasión más para descubrir el corazón de la fe cristiana. En Italia, muchos participaron en peregrinaciones a distintos santuarios. Invitado por el cardenal Carlo Maria Martini, don Giussani habló en el santuario mariano de Caravaggio (Bérgamo) delante de miles de jóvenes, con ocasión de la peregrinación multitudinaria organizada por la diócesis ambrosiana.
Introducción
Es solo porque confiamos en el Espíritu Santo por lo que esperamos que estos días sirvan para dar un paso adelante. Este año, además, a esto se suma una gracia particular, porque estamos en el Año Mariano y el papa nos invita a pensar más a menudo y más a fondo en ese signo supremo de la libertad y el poder de Dios sobre el mundo que es la Virgen. Es solo por la esperanza puesta en el Espíritu Santo y en la intercesión de la Virgen María por lo que nuestro corazón puede dar un paso adelante. Cada día se nos concede para dar un paso más, pero de manera muy especial se nos conceden unos días como estos, para poner en el centro a Jesucristo y yo, a Jesucristo y tú, a Jesucristo y nosotros. No puede ser más que el don misterioso del Espíritu el que nos lleve a entender, a sentir y a vivir esta relación única e irreductible. Que en estos días la Virgen se muestre madre para con nosotros, albergando en su seno la vida de cada uno, al igual que llevó en sí el comienzo casi imperceptible del misterio de Dios que entraba en este mundo.
Invocamos ahora el Espíritu. Nos ponemos de pie.
Desciende Santo Espíritu19
He dicho: «Cristo y yo», «Cristo y tú». Y casi no sabemos qué es más importante, qué resulta inmediatamente más primario, si Cristo o nuestro yo. De hecho, sin Cristo, tú, yo, nuestra persona no sería nada. Sería polvo que arrebata el viento, un instante de significado, más bien advertido y exigido que vivido y esperado, sin miras, disuelto en el remolino atropellado de las reacciones, que cosas y acontecimientos nos provocan. Sin Cristo, ¿qué sería yo? ¿Os acordáis de la frase de san Gregorio Nacianceno que citamos en Pascua del 8520? «Si no fuera tuyo, Cristo mío, me sentiría criatura finita»21.
Es precisamente este el sujeto de los pensamientos y sentimientos, de las fatigas y la súplica, del comportamiento de cada uno de nosotros en estos días: el yo, la persona. Ese yo al que dio la vida mi madre y que en un momento dado empezó, no digo a comprender del todo, pero sí a percibir el peso que tiene esta palabra. Para este yo, sin el cual nada tendría un peso real, también Cristo cobra importancia. No es ninguna blasfemia la mía. De hecho, ¿cómo podría reconocerlo, qué significado tendría Él si no fuera vital para mí, esencial para mi vida? Es vital para mí porque me constituye, ¡me da consistencia! El sujeto activo de estos días de Ejercicios es realmente nuestra persona, la que se cansa y se desanima, la que espera con cierta euforia, y muchas veces insensatamente, o la que se tiene que esforzar. Es a todo esto a lo que Cristo otorga consistencia. Y nosotros deberíamos darle nuestra respuesta inmediata, una respuesta entera, deberíamos tener ante él una pronta reacción positiva. Y en cambio, no lo hacemos. Y por ello debemos reiterar continuamente nuestra invocación al Espíritu Santo y a la Virgen.
En el capítulo 24 de Mateo, dice Jesús: «En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino solo el Padre. Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre»22. Es cierto, en nuestro día a día prevalece la banalidad cotidiana que lo determina todo («la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo»), hasta que llega el día de la gran ocasión, cuando el momento crucial cae sobre nosotros. Lo remarca Lucas en su capítulo 14: «Uno de los comensales dijo a Jesús: ‘¡Bienaventurado el que coma en el reino de Dios!’. Jesús le contestó: ‘Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó a su criado a avisar a los convidados: ‘Venid que ya está preparado’. Pero todos a una empezaron a excusarse. El primero le dijo: ‘He comprado un campo y necesito ir a verlo. Dispénsame, por favor’. Otro dijo: ‘He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor’. Otro dijo [yendo al grano]: ‘Me acabo de casar y por ello no puedo ir’»23. Apremiándonos por todas partes, los afanes cotidianos se convierten en lo más importante sin punto de comparación. Y así acabamos fragmentados, desmembrados, divididos en parcelas según lo que nos va pidiendo el día. Decir «yo» con el sentido del propio origen y, sobre todo, del propio inevitable destino («Cuando venga el Hijo del hombre…») resulta algo raro, extraño, ajeno a nuestra labor cotidiana, aunque recemos o, mejor dicho, aunque recitemos las oraciones.