Del huerto provinciano - Gabriel Miró - E-Book

Del huerto provinciano E-Book

Gabriel Miró

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Beschreibung

Del huerto provinciano es una obra de corte lírico del autor Gabriel Miró. En ella se realiza una defensa de la vida sencilla, de la conexión con la naturaleza, una defensa de lo rural como puro y auténtico y del sentido artístico que se extrae de lo bucólico, todo ello con la habitual prosa poética y la sensibilidad del autor.

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Seitenzahl: 133

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Gabriel Miró

Del huerto provinciano

Miguel Ángel Lozano (ed. lit.)

Saga

Del huerto provinciano

 

Copyright © 1912, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509069

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Caminando por las sendas de este huerto provinciano, me entré en las espesas y doradas mieses de la vida.

De mis impresiones hice cuentos y crónicas de mucha simplicidad. No he podido guardarlo todo, que naturalmente soy abandonado y perezoso, y se me han caído muchas de las espigas segadas en las cálidas tierrecitas de mi huerto. Dos manojos me quedaron, no sé si de las más granadas y gustosas o si de las peores por vanas y desabridas. Con uno de ellos hice este libro; y el otro, lo tengo todavía en mi pequeño troje.

Estas páginas no son altas ni hondas, ni estruendosas, ni resplandecientes.

Tampoco todos los lectores han de ser ceñudos, solemnes y macizos de sabidurías.

Yo más quiero un mediano entendimiento y un corazón sencillo que mire las humildes hermosuras de la vida, que perciba sus menudas y escondidas sensaciones, y que como yo se contente aspirando el olor de la leña quemada y de la sembradura húmeda, y guste del silencio campesino, del vuelo de los palomos y de las gaviotas, de hollar las frescas tierras de los prados, del sueño de las nieblas de los ríos, y estremecerse de santo deleite asomándose a la Creación desde la soledad de una cumbre de serranía...

Yo escribo para esas almas amigas.

El reloj

Hogar es familia unida tiernamente y siempre. El padre pasa a ser, en sus pláticas, amigo llano de los hijos, mientras la madre, en los descansos de su labor, los mira sonriendo. Una templada contienda entre los hermanos hace que aquél suba a su jerarquía patriarcal y decida y amoneste con dulzura. Viene la paz, y el padre y los hijos se vierten puras confianzas, y toda la casa tiene la beatitud y calma de un trigal en abrigaño de sierra, bajo el sol.

A los retraídos aposentos de muebles enfundados suele llegar frescura y vida de risa moza; y vuelto el silencio, síguese la voz del padre que dice de su infancia, de la casa de los abuelos...; y el cuento de las costumbres de antaño, celebradas buenamente en familia, se trenza con el de las travesuras infantiles de los hijos, ya hombres, que están atendiendo. Y el íntimo y sereno contentamiento acaba cuando el padre queda con la mirada alta y distraída recordando el verdor de su vida; suspira, o bien murmura: «¡En fin!», y mira al reloj.

Entonces, los hijos besan su frente y su mano y la mano y la frente de la madre...

* * *

En estas casas, los muebles también son amados. Macizos, grandes y poderosos, sin alindamiento ni gracias de catálogos de mueblistas falaces. Los labraron pacientes y humildes oficiales en cipreses, nogales, caobas. Los fundadores del hogar, entonces prometidos, vieron los árboles, arrancados en heredades propias o traídos de bosques remotos, y aspiraron de los troncos la fragancia de su limpia y noble ancianidad.

Y estos viejos muebles han asistido a los regocijos y quebrantos del hogar y sufrieron con bondad y complacencia de abuelo los antojos y agravios de los hijos pequeños. Las maderas se han hecho prietas, tomadas como de una pátina de vetustez y cariño; capas de cariño puestas por las miradas y respiración de los dueños.

Mas en el jugoso árbol de este amor, prorrumpen valientes renuevos de parcialidad. Una consola con profunda cicatriz de injuria hecha por manos mercenarias, o un armario de olorosas maderas, o una mesa que sirve generosamente para todos los menesteres hogareños, por ser lo primero que se mercara cuando se decidieron los desposorios, o por otro suceso efusivo y dichoso, se ha dado en respetar y querer más devotamente que a todo el menaje.

¡Presentación de desventuras y alegrías fundidas y amadas, que prende y resucita en nuestra alma el mueblaje, es noble y bendito «fetichismo» que no estudió Binet!

* * *

Un reloj era lo predilecto en el ajuar de una mansión provinciana.

Comprolo el padre en la húmeda tienda de un viejo artesano. Dos generaciones del mismo linaje habían ya conocido a este hombre en la senectud. Su obrador estaba en un portal cerrado por cancel. Luz de aceite con verde pantalla alumbraba su cráneo redondo de monje, inclinado para estudiar con recia lupa las entrañas de cualquier mecanismo.

El reloj de aquella casa era decano de todos, y formaba grande óvalo de ébano con taracea de aceros oxidados; las horas teníalas de traza latina, protegidas por un cristal grueso y hermoso; su latido era muy reposado y la campana sonaba como grave cuerda de órgano mantenida con pedal, y su vibración entraba a todas las habitaciones, derramándose en sus ámbitos mansamente, como en las sierras el tañido de Ángelus aldeano.

Para la familia era este reloj un antepasado o el pecho de un antepasado de todos los relojes de sus mayores, de corazón sonoro y sabia voz. En la casa vivía desde su origen; y tanto lo humanizó la piadosa fantasía del padre y lo respetaron todos, que, sin necesidad de manifiesto entredicho, solo las manos santas y augustas del padre curaban del reloj y proveían su cuerda, despacio y blandamente, mientras la esposa y los hijos miraban como miramos al médico cuando visita y escucha a un amado maestro.

Esto acontecía una vez semanal y en precisa hora. Al tañerla el prócer pecho de ébano del antepasado, cometía la vanidad, perdonable en servidor anciano, de prepararse ruidosamente. La familia burlaba.

-Es preciso, y no tenéis razón para esas malicias -decía el padre en defensa del óvalo amigo-. Son cuarenta años de buenos servicios, ¿qué pensáis?

-No, pero si nosotros no nos reímos de él.

Y el reloj parecía mirar a todos muy gravemente por las cuencas de las llaves, entre las VIII y las IIII.

...Llegó un día en que las entrañas del noble reloj padecieron flaqueza y agotamiento. Daba las horas con doliente fatiga; de tañido a tañido mediaban silencios intranquilizadores. Nadie lo tocaba ni atendía. Otro, pequeño, mudo, de mesita de enfermero, gozaba los cuidados y miradas de todos.

La estancia del decano, que era el comedor, se halla desierta, sin risas de hijos ni pláticas de padre. El padre moría lentamente.

Y el lacerado corazón del buen reloj no tuvo la caricia de las santas manos y desprendiose del pecho rompiéndose. Alguien que pasaba entonces, oyó un golpe y un crujido de lastimera música y todo el óvalo de ébano resonó gran tiempo. Detúvose aterrado. No se hendía el silencio con la medida del péndulo. Acercose y lo halló derribado.

Cundió la noticia con misterio desolador de augurio.

Buscose al viejo de la tienda, y ya no vino, sino un mozo hijo o nieto de aquel mecánico que cargó sobre sus anchos hombros al pobre antepasado de todos los relojes del hogar. Y en tanto que salía por corredores y aposentos, el mazuelo de las horas, al ludir con la recia espiral, produjo una trémula lamentación que se esparció por los ámbitos de las salas de muebles enfundados.

* * *

Y al mes lo trajeron. Ya había muerto el padre en la casa. La madre y los hijos recorrían las salas, los dormitorios, el comedor... Todo, ¡qué grande ahora!

Estaban cenando. Y de súbito se miraron estremecidos, hablándose con los ojos su desventura. Luego los alzaron como para adorar sagrada reliquia. Y del pecho de ébano salieron profundas y templadas las horas, derramándose en todos los recintos y dejando fugaz ilusión de padre vivo...

Día campesino

«Y aver alegría

Syn pesar nunca cuede,

Commo syn noche día

Jamás aver non puede».

(El Rabbi Don Sem Tob, Proverbios morales)

Se olía y aspiraba en la mañana una templada miel. Ya tenían los almendros hoja nueva y almendrucos con pelusa de nido; la piel gris de las rígidas higueras se abría, y el grueso pámpano reventaba; y lo más nudoso y negro de las cepas abuelas se alborozaba con sus netezuelos los brotes. Eran rojas las tierras, y así semejaban más calientes. El río, estrecho y centelleante de sol, aparentaba dar de su fondo fuego de oro y era limpia espada que traspasaba la rambla con dichosas heridas de frescura. Venía el agua somera, sin ruido y apenas estremecida por los cantos y guijas de la madre. Estaban rubias y mullidas las márgenes de tamarindos arbusteños; y en lo postrero de la vista, las aguas espaciadas hacían una tranquila y pálida laguna. De dentro, los tamarindos, ya árboles, asomaban sus cimas anchas y doradas como el trigo en las eras o islas románticas; y enteramente lo copiaban las aguas.

Cerca del río tronaba un viejo molino harinero. Delante del portal había un alto álamo de trémula blancura; y en aquellos campos primaverales el árbol grande y blanco parecía arrancado de un paisaje de nieve.

Vinieron de la ciudad a esta ribera dos amigos. Entonces descansaban, sumergiéndose en el dichoso gremio de la dulzura matinal de primavera. De lo alto del aire o de lo hondo de la tierra pasaba a instantes la templanza un estremecimiento, un aleteo rápido y leve de frío, pero frío de invierno, huido, ya lejos.

Luego resultaba más grueso y dulce el abrigo del sol. Era buen tiempo. El buen tiempo rizado, conmovido por frescura sana y seca; el buen tiempo, el deseado por el enfermo amado de nuestra alma que murió en el invierno. Ahora estaría con nosotros, bajo la gracia de los cielos, y después, en la santa quietud de los tibios crepúsculos, cuando empieza a balbucir en la verdura, hija de la lluvia, un élitro de son argentino. Es del trovador grillo. Lo busca tiernamente nuestra mirada; pero es que su cántico tembloroso resuena en toda la soledad; y el lírico insecto parece oculto en todos los rodales de matas...

Y no volvemos la espalda al recuerdo del enfermo que ya no está con nosotros, no lo olvidamos, y la madurez de la mañana aumenta la salud y ésta nos genera y renueva alegría.

Habían salud aquellos amigos y era olor de salud el de los árboles verdes, el de espigas granadas y el de la harina y el de la humedad del río...

Habían alegría, alegría que parece brotar de todos nuestros poros en finos manantiales y llega al penetral del corazón y allí remansa y se clarifica. ¡Grande y fuerte beatitud de la naturaleza! La voz del sabio se oye en las inmensidades: «Vuélvete, alma mía, éntrate a tu reposo, porque te ha hecho bien el Señor».

En aquella mañana inicial de primavera los dos amigos paseaban junto a la orilla del humilde río, recreándoles puerilmente la huida de las ranas que saltaban, reluciendo al sol, desde el limo de las márgenes y al caer y zambullirse se oía en la paz de las aguas quebrarse un cristal. Y por eso, uno de los amigos sonreía buenamente.

«Amable es el hombre que se compadece», había leído en los Psalmos. Pues el compadecerse sea de todo, de lo magnífico y de lo menudo, que esto no enmuellece ni disipa el ánimo, y sin menoscabarlo, lo adelgaza y apura y lo hace muy sencillo.

De los dos amigos, uno era famoso ingeniero, que estudiaba el recogimiento y prisión del río en canal, para después precipitarlo espumoso, torrencialmente, desde las altitudes y dar su fuerza a industria de señores logreros. Pero él solo pensaba entusiasmado en el arco estruendoso de espumas irisadas por el sol como inmenso velo nupcial colgado en el abismo.

El otro amigo no buscaba ni trazaba arbitrio alguno en aquel paraje. No se había propuesto nada.

Junto al molino repararon en cinco ánades que picoteaban granzas, harija, hosecicos de oliva majada; y esto lo hacían perezosamente, descansando sus buches en la tierra; pero al ver a los hombres se asombraron mucho y se alzaron mirando a todos lados, y dieron grande estrépito.

Y como el natural contentamiento facilita los más pequeños amores, los dos amigos contemplaron enternecidos a los patos, y sonrieron.

Los ánades, gordos, muy despacio y cabeceando, como señores canónigos saliendo del coro, según comparación del ingeniero, se fueron apartando del molino; contempláronse en el río, y se estuvieron murmurando con aspereza, mirando siempre recelosos a la gente de tan nueva catadura.

Entonces se llegó a los amigos un hombre risueño; cuajábanse sus ojos de luz húmeda; le sudaban los carrillos como si se les fundiera la grosura. Era de los beneficiados con el canal del río. Su cara era un incendio de sangre y alegría; también estaba muy alegre, pero sin importarle la ternura y dulcedumbre de la mañana.

Con voz blanda y espesa, como si se deshiciera una rica pasta en su boca, dijo:

-¿Los han visto? No los hay mejor cebados en toda la provincia. De aquí me los mandan para mi mesa, y yo mismo, aunque tengo un grandísimo cocinero, yo mismo hago los pasteles de hígado, pero incomparablemente más exquisitos que los preparados en Amiens y en Tolosa. Créanme: estos patos son tan tiernos como un seso; yo no les iba a decir una cosa por otra...

Los dos amigos le respondieron que sí que lo creían.

-¡Si ustedes los probasen, madre mía! -Y la saliva brilló en toda la boca de aquel hombre, trémula como la de un lujurioso grosero cerca de la hembra codiciada.

El ingeniero y el romántico -así les diremos para diferenciarlos- le miraban atraídos por su voz, rellena de guisos suculentos y olorosos. Y el romántico pretendió desasirse de bajas tentaciones, y se volvió para atender a las aves.

Ya habían bajado a las aguas, menos una, que quedó llena de incertidumbre en lo enjuto. Parecía su cabeza de terciopelo verde, y a veces vislumbraba o se quedaba negra.

Era el ánade más pesado y filosófico de todo el averío.

Y el romántico lo contempló para amarlo en armónica onda de amor, que nacía desde la hierbecita que hollaban las patas membranosas, pasaba por el río, atravesaba la arboleda, hendía el cielo, los horizontes gayos y luminosos, y este arco iris de amor y caridad envolvía otros campos hasta posarse, acaso en otras humildades...; mas los ojos del amador se detuvieron demasiado en la opulenta pechuga del animalito.

-Mírenlo, es el más filosófico.

-Créame, es el más tierno de todos -le replicó el gastrónomo-. ¡Hay que saberlos comer!

Adelantose; hizo cauta y diestra maniobra. Se levantó un graznido como si removieran hierros roñosos y materiales de fábrica. Y el hombre vino a los amigos con el pato en sus brazos.

-Tiéntele aquí abajo.

Y las manos del romántico sintieron un temblor caliente de vida asustada.

-¿Qué le parece, si lo añadiéramos a los gazpachos? La olla es inmensa: ya tiene dos perdices, una gallina y un pollo. ¿Qué, lo añadimos?

El romántico no contestó.

-¿Lo ha comido usted en gazpacho? -prosiguió el otro-. Es la delicia de las delicias. Con su espuma podrían alimentarse seis hambrientos. ¿No lo ha catado nunca?

No lo había catado. Y balbució tímidamente:

-¿Es que no bastará con las perdices y todo lo que ha dicho?

-¡Qué mezcla de gustos de carnes... y en gazpachos, madre mía! ¿Qué? ¿Va? -continuó tentando el glotón, que reía idiotizado por la imaginación del placer.

Cerca, reía servilmente otro hombre, que debía ser el cocinero de aquel demonio de la gula.