Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores - Federico García Lorca - E-Book

Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores E-Book

Federico García Lorca

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Beschreibung

Con "Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores" (1935) Federico García Lorca (1898-1936) escribe una comedia que refleja la intrahistoria de un mundo que una vez definió como «la triste España del 98». Comedia del novecientos, drama del Modernismo, la acción se sitúa en el microcosmos de una ciudad de provincias, Granada, sobre la que resuena en sordina todo el cambio de gustos, modas y comportamientos que invadió Europa con el cambio de siglo. Esta cuidada edición a cargo de Mario Hernández ofrece también, con otros documentos, el primer acto de una comedia inacabada, "Los sueños de mi prima Aurelia" (1936), con la que García Lorca pensaba continuar un ciclo de «crónicas granadinas», que quedaría al fin truncado con su vida.

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Federico García Lorca

Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores

Poema granadino del novecientos, dividido en varios jardines, con escenas de canto y baile, seguido del primer acto de la inacabada

Los sueños de mi prima Aurelia

Crónica granadina

Edición de Mario Hernández

Índice

Cuando los jardines y las flores tenían un culto de novela

Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores

Personajes

Acto primero

Acto segundo

Acto tercero

Los sueños de mi prima Aurelia

Personas

Acto primero

[Canción de la muerte de Esmeraldita]

Entrevistas y declaraciones

Nota introductoria

I. «Los artistas en el ambiente de nuestro tiempo»

II. «Después del estreno de Yerma»

III. [A los radioyentes de la República Argentina]

IV. «Incontro con Federico García Lorca»

V. Autocrítica. «Abans de l’estrena l’autor ens diu»

VI. «Una gran solemnidad teatral en Barcelona. Estreno de Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores, nueva obra de García Lorca, interpretada por Margarita Xirgu»

VII. A propòsit de Doña Rosita la Soltera. García Lorca i les floristes de la Rambla

VIII. «Apostillas a una cena de artistas»

IX. «Conversaciones literarias. Al habla con Federico García Lorca»

X. [Últimos proyectos teatrales de Federico García Lorca]

Epílogo

Selección bibliográfica

Créditos

Introducción

Introducción

Cuando los jardines y las flores tenían un culto de novela

Bajó a la tierra la tarde

como rosa que se cierra...

Lope de Vega

Con Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores (1935) Federico García Lorca escribe una comedia que, si no estuvieran viciados los términos, habría que llamar histórica o de época. Su carácter histórico, sin embargo, corre por la sangre y el vivir de los personajes como intrahistoria de un tiempo que transparenta en filigrana el convulso y lleno de presagios de los años treinta y, en la evocación directa de la obra, la España del 98 tal como fue pensada por el poeta. Comedia del novecientos, drama del Modernismo, la acción se sitúa en el microcosmos de una ciudad de provincias, Granada, sobre la que resuena en sordina la mutación de gustos, modas y comportamientos que rodó por Europa con el cambio de siglo; a su vez, el fin de una clase social y de sus ideales alude con meditada claridad a la pugna que el propio poeta y su tiempo vivían.

«Drama para familias», según la denominación de Lorca, en sus diálogos y acotaciones abandona el tenso paisaje de sus tragedias rurales anteriores –Bodas de sangre y Yerma– e inicia un nuevo ciclo, que habría de continuar con Los sueños de mi prima Aurelia (1936), comedia de la vega granadina, y Las monjas de Granada, mero título, sin duda provisional, de una proyectada serie de «crónicas granadinas». De mundo en mundo, con capacidad de asombro, luego saltaría a La casa de Bernarda Alba, terminada en junio de 1936, y, junto a Los sueños de mi prima Aurelia, dejaría iniciada otra obra: El sueño de la vida o Comedia sin título. En el mismo periodo (1935-1936) preparaba una versión musical de la Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita, comenzaba un libro de Sonetos, limaba las versiones definitivas de Poeta en Nueva York y de El público, esperaba la postergada edición granadina del Diván del Tamarit y dejaba en ensayos primeros Así que pasen cinco años, que iba a estrenar un grupo de cámara. Todo un panorama teatral se abría ante sus ojos, mientras anotaba nuevos proyectos e ideaba un montaje de La Celestina y otro de Mañanas de abril y mayo, de Calderón. Ese quehacer volcánico en apenas un año de vida, el último que tuvo, muestra la fuerza de una abundancia creadora inigualable, cortada de raíz un día de agosto de 1936.

Situados en otro fin de siglo (y ya de milenio), mientras se conmemora el centenario del nacimiento del poeta (1898-1936), parece oportuno volver sobre su imperecedera Doña Rosita. En ella recreó con nostalgia, piedad e ironía la vida de una joven granadina sometida a los imperativos sentimentales de una sociedad pacata y decadente. Un concepto originado en la segunda mitad del XIX, «lo cursi» (en su origen para distinguir a los elegantes de sus vanos imitadores de clase inferior), se convierte en condena del mundo de la protagonista y, a los ojos del espectador, en su redención estética, pues una intencionada cursilería roza réplicas y versos con exquisito equilibrio entre la caricatura, el humor y el más agudo lirismo. La ambigüedad más sutil se convierte en eje estético de la obra, sin que por ello se oscurezca el pensamiento del autor ni la condena de sus personajes, redimidos, pese a todo, por los mismos sueños que les encadenan al fracaso. Es el extraño poder de la palabra y del verso, al que sucumbió acaso el mismo poeta, y es, también, su arte para crear contrastes vivificadores.

Comedia, pues, de la cursilería, pero también drama del tiempo, donde moda, música y costumbres (como cambiantes personajes, transiciones entre actos, hallazgos del diálogo) marcan el paso inexorable de los años y la ceniza de las ilusiones incumplidas. Un mundo social cerrado es sometido al paso del tiempo y de la historia, y la mano de la muerte empuja a esos personajes, desde el iluso fulgor de las flores y los ideales adolescentes, hacia la cruda verdad de su desamparo, hacia el reconocimiento amargo de la realidad. Lo que quizá en la intención primera del autor iba a ser una comedia satírica contra el entendimiento de la soltería en la Granada y España provincianas de fines y principios de siglo se convierte en el drama acongojado de un personaje que asume al fin con dolor el patetismo ridículo de su comportamiento. Como contrapunto de Rosita y sus tíos, hundidos los tres en la irrealidad de unos ideales caducos, Lorca crea el personaje del Ama, atada a la vida sin despegarse nunca de la tierra y con una generosidad de corazón que raya en el heroísmo. En ella es más que probable que cifrara mucho de su propio pensamiento social y de su entendimiento de la vida. Con sutileza impar Lorca creaba en su obra una parábola del final de una época, que era la del novecientos y, a la vez, la del mismo público que aplaudía la obra (y, bien lo sabemos, la del poeta que la había escrito).

Lorca pensó largamente en Doña Rosita. De acuerdo con sus declaraciones, «concibió» su obra en 1924, pero no la escribiría hasta diez años después. Las hojas autógrafas que han llegado hasta nosotros, y que aquí se reproducen por primera vez completas, muestran que la concepción no pasó de lo que él dijo: mero proyecto y tanteo de posibilidades argumentales, con listas de personajes que recuerdan el ámbito costumbrista y lírico de la Andalucía de sus primeras obras. Algunos años después, una conversación con otro poeta, José Moreno Villa, le dio la clave que necesitaba para vestir la obra, para encerrarla en un carmen, para desplegar el símbolo floral como aroma de lo efímero. De pronto los antiguos y cambiantes esbozos cuajaron en el dibujo esencial: «Mi amigo Moreno Villa me dijo: “Te voy a contar la historia bonita de la vida de una flor: la rosa mutabile[sic, por mutabilis], sacada de un libro de rosas del siglo XVIII”. “Venga”. “Había una vez una rosa...” Y cuando acabó el cuento maravilloso de la rosa, yo tenía hecha mi comedia. Se me apareció terminada, única, imposible de reformar. [...] Han sido los años los que han bordado las escenas y han puesto versos a la historia de la flor». El intimismo granadino y la caricatura lírica pedían el uso de los versos. Del mismo modo, el costumbrismo doméstico en torno a una soltera granadina del novecientos impuso la referencia continua a agujas, bordados, telas, modas y ajuar. No extraña que, en la expresión del poeta, el tiempo hubiera «bordado las escenas» de Doña Rosita la Soltera. La lejanía en el tiempo permitía el distanciamiento y el juego de la cursilería y la elegancia, como si todo ya hubiera ocurrido en el pasado.

Esta edición reproduce Doña Rosita en una cuidada revisión del texto, entrevistas de prensa y otra documentación originada por el estreno de la obra en la Barcelona de fines de 1935. Se añade como complemento el esbozo de un primer acto que el poeta dejó iniciado bajo el citado título de Los sueños de mi prima Aurelia. De este modo el lector tiene ante sí una obra conclusa y perfecta, largamente representada en los escenarios del mundo, junto a los rasgos primeros de la pieza que habría continuado el ciclo de crónicas granadinas, truncado con la vida de su autor. En el ensayo introductorio he recreado el contexto social y literario que Doña Rosita vivifica, tanto desde la variada documentación que el poeta tuvo en cuenta –mundo sentimental, modas, lenguaje de las flores– como desde las incitaciones teóricas que convergieron en su obra, en especial de Ramón Gómez de la Serna y Salvador Dalí. Ha sido mi intención no insistir en los lugares comunes o más repetidos de la crítica, aquellos que el público ya ha hecho suyos, a sabiendas del valor de muchas de esas páginas, cuya referencia consta en la bibliografía que cierra el volumen. Finalmente, he preferido desplazar a apéndice la discusión de los pormenores críticos sobre esbozos de la comedia, cronología y variantes. Más allá del posible valor de juicios y erudición sigue brillando exento, en su nostálgica temporalidad, el claro fulgor de la rosa mudable (verdadera rosa mutabilis lorquiana), aquella que, al caer de la tarde, «en la raya de lo oscuro / se comienza a deshojar».

*

Lista de personajes del proyecto inicial de Doña Rosita, ca. 1924.

Entre un margen de locura y otro

de cursilería se mueve el tiempo.

Ramón Gómez de la Serna

Jardines verlenianos, jardines simbolistas, jardines sentimentales: jardines de Santiago Rusiñol, de Rubén Darío, de Ramón del Valle-Inclán, de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez o de Manuel de Falla. Todos son uno y el mismo: el jardín anímico y subjetivo, hecho de sensaciones y sentimientos –soledad, ensueño, amor–, a veces recorrido por una pareja fantasmal, en penumbra los rostros; jardín o parque de árboles difusos, estanques de nenúfares y glorietas de rosas «carnales», donde la carnalidad femenina puede tomar cuerpo como mera evocación simbólica o como aroma embriagante, seducción apasionada, veneno de lujuria; jardín ya bajo la reinvención histórica, de estatuas, laureles y bojes recortados, de rosaledas y de lagos donde se vislumbra un cisne «tiránico a las aguas, impasible a las flores» y donde pueden aparecer una Marquesa Rosalinda y colombinas y pierrots; jardín, a la postre, de rosas «autumnales», como las del ramo sobrenatural que el mismo Darío ofrece en un soneto único al Marqués de Bradomín.

Al trasluz de estos jardines, donde una vaga realidad se refleja y se transfigura, otro se insinúa desde siglos atrás: el jardín del amor, consagrado a Venus, donde Cupido, monarca del universo, dispara sus dardos y deja los corazones heridos y dolientes. Es ya el jardín agónico que sobre un remoto fondo modernista y dieciochesco Federico García Lorca dibuja en su Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, donde los ramos «se mueren de amor» y una naturaleza ajardinada crea un marco mínimo y doloroso para los fondos de la trágica historia burlesca. Es ya el anuncio de otro jardín, íntimo y recoleto, en el que puede aparecer reflejada la subjetividad lírica de la ciudad del Darro, recostada entre montañas y lejana del mar, según el sentir del poeta. De los jardines granadinos de Rusiñol o de los nocturnos fallescos en los jardines de España se ha borrado la vaguedad impresionista y sólo queda un esquema lírico, quintaesencia de melancolía que Lorca va a glosar en algunos de sus dibujos, cartas y poemas o en su conferencia sobre el poeta gongorino don Pedro Soto de Rojas: «Hay que ceñirse y viajar en nuestro jardín. El vellocino de oro lo tenemos dentro del corazón»1.

«Coloquio de rosas, jacintos y clavellinas», como una de las mansiones del Paraíso cerrado de Soto, «jardín de mi agonía» del Diván del Tamarit o «jardín de arrayanes» de las décimas de Doña Rosita, la naturaleza del jardín o huertecillo lírico se opone a la del campo, con sus ríos y alamedas, y pide un ámbito abarcable y doméstico, sea carmen, jardín de convento o arrayán de la Alhambra y del Generalife. Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores puede estar dividida en «varios jardines», vagamente confundidos con actos, no sólo por la permanente mención de rosas y otras flores en boca del tío de Rosita, sino por los mismos interludios líricos y florales –«escenas de canto y baile» y recitado– que enmarcan, a modo de guirnalda modernista, la acción de la comedia. El jardín se hace texto y el texto jardín, como en la tradición renacentista y barroca, pero la vieja metáfora se vivifica en la cotidianidad de una familia granadina, regida por el amargo simbolismo de la rosa, y en la sentimentalidad ironizada que el poeta pone en juego como sustancia anímica del vivir de sus personajes. La comedia halla al fin su camino a través de «jardines de amor», donde se muestra cómo se podía hablar en una época lejana, distinta de la del presente del autor y de los espectadores de 1935, año del estreno de Doña Rosita.

En la constelación de emblemas, versos y pinturas, construida con palabras e imágenes, no puede faltar nunca la rosa, reina suprema de las flores, como aparece sin ser convocada, en su relación con el ser humano, la alegoría de las estaciones y el sometimiento de la belleza y felicidad al giro permanente del tiempo: «Collige, virgo, rosas», «Pura, encendida rosa», «Estas que fueron pompa y alegría»... Es el canto repetido de Ausonio, Rioja o Calderón, donde el poeta se duele por lo efímero de la belleza y bien insta al goce del presente o medita sobre lo transitorio de los bienes de la vida. Resumía con gravedad don Luis de Góngora al fin de su romance «Del palacio de la primavera»:

Las flores a las personas

ciertos ejemplos les den:

que puede ser yermo hoy

lo que fue jardín ayer2.

«Tan cerca, tan unida / está al morir tu vida», se admiraba Francisco de Rioja ante el tiempo concedido a la rosa, aunque su color estuviera bañado «con la sangre divina / de la deidad que dieron las espumas»3. Símbolo del amor, la rosa fulge o se vuelve ceniza en la poesía barroca, se torna íntima y delicada en la poesía de Bécquer y se consagra de nuevo en los alejandrinos y guirnaldas del Modernismo, mecida por una brisa pagana grecolatina. Purificada al fin bajo aspiraciones de eternidad, brilla como un símbolo de perfección en la poesía de madurez de Juan Ramón Jiménez, ya parte de un culto que la asimila a la misma poesía –mujer amada y rosa poseída–, y colma con su belleza el mundo interior y exterior del poeta. Enredado en el dilema de las relaciones entre símbolo y realidad, el poeta de Moguer decía en un pasaje de «Rosa íntima», poema que fecha en 1932:

Todo, de rosa en rosa, loco vive,

la luz, el ala, el aire,

la onda y la mujer,

y el hombre, y la mujer y el hombre.

La rosa pende, bella

y delicada, para todos,

su cuerpo sin penumbra y sin secreto,

a un tiempo lleno y suave,

íntimo y evidente, ardiente y dulce.

Esta rosa, esa rosa, la otra rosa...

Sí (pero aquella rosa...)4.

Lorca respondería en su «Casida de la rosa» del Diván del Tamarit y, casi al mismo tiempo, fundiría el simbolismo de la flor en el vivir de una Rosita que sufre el drama de su soltería en «la triste España del 98», como él la llamó5. De lo refinadamente culto a lo popular, el poeta acudía a un sentir que hace a la mujer flor y, antes que nada, rosa. Con voz propia o prestada, cantaba Salvador Rueda:

En el jardín de tu casa

me suelo siempre decir:

¿Para qué mirar la rosa

que no ha de ser para mí?6

¿Qué mejor nombre para la protagonista de la comedia que el de Rosita, la joven que en el tercer acto, cuando las ilusiones se desvanecen y su vida se deshoja, será ya «doña Rosita»? El diminutivo impone la transición entre lo familiar trascendido a lo social y ese mismo ámbito familiar convertido en estigma ridículo por la prolongación de un estado que el entorno y ella misma viven como inaceptable. Lorca bebe, pues, de una tradición literaria sabida y manida. El milagro de su comedia o drama, que ha sido repetidamente alabada por críticos y hombres de teatro, es la rara fusión que en ella se alcanza entre simbolismo poético y diario vivir, entre lirismo, incluso ironizado, y sangrante dolor humano desarrollado de modo progresivo y sutil en los tres actos de su obra. El emblema de la rosa se encarna en Rosita, y las rosas verdaderas se hacen presentes en su sangre y en el invernadero de su Tío, que cultiva la rosa mutabilis, maravilla cambiante que existe en la realidad (sea la alba mutabilis, la centifolia mutabilis o la modesta y sencilla mutabilis, con un solo apellido, que es la que el poeta cita)7. Pero la trama de Doña Rosita, sobre esos pétalos y espinas, ejemplificaba un problema de la vida femenina en la sociedad española de una época que es la del novecientos, pero que se adentra varias décadas más en el siglo XX8.

*

Estampa botánica de la Rosa centifolia mutabilis, realizada por Pierre-Joseph Redouté (1759-1840).

Cuando la llamada generación del 27 llega a la vida literaria –filo de los años veinte–, su educación sentimental está empapada aún de un gusto de rosas, cintas, melancolías y ruiseñores, con salones imaginarios en cuyo fondo suenan lejanos valses, polonesas y mazurcas. Es el aroma del XIX, Con su carga de romanticismo transfigurado por el esteticismo modernista. Esa larga sombra impregna con su capacidad de asfixia los tanteos primeros de algunos de estos escritores, cuando la literatura es todavía, para unos y otros, remedo de modelos y modales admirados. Lorca se hunde, más que nadie, en ese légamo literario y sentimental, pues no en vano tiene una formación musical en la que Beethoven y Chopin sustituyen en su fervor inicial a Bécquer y anteceden en su gusto estético a Darío, Jiménez, Machado, Hugo, Maeterlinck o Debussy. Basta recorrer sus poemas, prosas y diálogos de primera época, ese rimero de papeles que todo autor quema y que en el caso de Lorca, tal vez por su temprana muerte, se ha salvado para la posteridad, que ha de leerlos con ojos a veces piadosos y ponderada perpectiva histórica9. Es la misma actitud que nos exigen estos versos tempranos del joven Pedro Manuel Salinas, antes de que olvidara su segundo nombre y se convirtiera en el autor de La voz a ti debida o Razón de amor:

Yo ya había leído a Lamartine. Alguna

vez también en secreto, hice más de una rima.

Y esa noche de abril, clara noche de luna,

era el altar el piano y era diosa mi prima.

[...]

Ponías en la firma «a mi primo querido»

y debajo tu nombre, un nombre de cristal.

Te diré, bien amada, que yo jamás he oído

un nombre tan encantadoramente musical10.

Rimas (a lo Bécquer y a lo Juan Ramón) se unen a luna, piano y mujer; que ésta sea prima (como en Doña Rosita) no es exigencia de final de verso o de rima, sino domesticidad humana, mundo social posible que ha sido hábilmente encadenado en la estrofa de alejandrinos. En el reducido escenario sólo faltan las rosas, que han sido sustituidas por un abril primaveral, acaso de estirpe machadiana. La ingenuidad del joven escritor (y su mimética destreza lírica) pone al alcance de su prima todos los tópicos de la sentimentalidad literaria, incluido el instrumento romántico por excelencia, en cuyo atril real podrían reposar el método de piano de Hilarión Eslava («el Eslava»), los estudios de Karl Czerny o los nocturnos de Chopin, citas obligadas o comunes sobre las teclas de marfil. Así podría consonar el nombre de cristal, que el poema declara; ni una Eulalia rubeniana, ni Liduvina, heroína de novela en Los sueños de mi prima Aurelia; simplemente Consuelo, pero una Consuelo, como pedían los cánones, «rubia y coqueta».

Evocando imágenes del cambio de siglo en Sevilla, Joaquín Romero Murube (1904-1969) estilizaría recuerdos propios y ajenos, con hechos que rozaron su infancia y que con más razón herirían a Lorca, seis años mayor, en su Fuente Vaqueros o Granada: «Aún en los viejos arcones se guardaban las últimas telas importadas de las colonias. En las azoteas, por las tardes, había una melancolía de guajira disuelta en el olor de los nardos recién regados. [...] El mundo era pequeño, apenas lo componían cuatro o cinco capitales: Madrid, París, Viena, La Habana, Manila...». Es el trasfondo menudo de la Historia, que volvía con nostalgia en textos como este de la posguerra española, cuando renace o se continúa cierto regusto modernista como vía de escape y sublimación ante el difícil entorno. Romero Murube recordaba a tres hermanas que vivían en su vecindad sevillana, siendo él niño. Cuenta de la segunda, que atendía por el nombre y apellido de Virtudes Luna: «Tocaba el piano: hacía escalas y repasaba el método de don Hilarión Eslava. Si había visitas y lucía sus conocimientos, solía tocar unas guajiras y un vals lleno de tiernos remilgos vieneses»11. Intimidad de las casas y costumbres nos llevan una vez más a Doña Rosita, lo valsístico rozado aquí por compases antillanos cruzados con lo andaluz. Gerardo Diego evoca esa misma sensibilidad, llegada hasta su adolescencia y primera juventud, en sus Nocturnos de Chopin (paráfrasis románticas), primer libro suyo, escrito en 191812, y Rafael Alberti, un Alberti ya revolucionario, sitúa en 1900 su poema antinorteamericano «Cuba dentro de un piano». Vagas nostalgias coloniales, sin embargo, se cruzan en el poema con alusiones, sobre fondos de La Habana y del Puerto de Santa María, a fandangos, habaneras y guajiras:

[...] Mi tío Antonio volvía con aire de insurrecto.

La Cabaña y el Príncipe sonaban por los patios de El Puerto.

(Ya no brilla la perla azul del mar de las Antillas.

Ya se apagó. Se nos ha muerto.)

Me encontré con la bella Trinidad...

Cuba se había perdido y ahora era verdad.

Era verdad.

No era mentira.

Un cañonero huido llegó cantándolo en guajira.

La Habana ya se perdió.

Tuvo la culpa el dinero...13

También Lorca y sus hermanos cumplen con la educación musical de la época en casas con posibles. Cuando la familia se traslada de Fuente Vaqueros a Granada, en 1908, los padres ponen un maestro de piano a los tres hermanos mayores: Concha, Federico y Francisco. En realidad, son tres los maestros que se suceden: don Eduardo Orense, organista de la catedral y pianista del Casino; don Antonio Segura, el más importante, viejo músico que probablemente dio clases de Armonía y Composición al poeta; y don Juan Benítez, también organista de la catedral, que a la muerte de Segura será profesor de piano de la hermana menor, Isabel, nacida ya en Granada en 1910. Recordaba Francisco García Lorca: «Con Segura, “discípulo de Verdi”, al decir de Federico, mi hermano tiene su primer contacto con la ópera italiana. Quizá las primeras piezas que tocó al piano fueron la romanza de La sonámbula y el pasodoble Gallito. Inmediatamente entra en Beethoven»14. Ese aprendizaje inicial, pronto profundizado, se proyectará sobre toda su obra, tan hondamente musicalizada. Un día será un homenaje a Debussy en Canciones; otro, el «Son de negros en Cuba», de Poeta en Nueva York; otro, las coplas con que los vecinos se burlan de La zapatera prodigiosa cuando su marido la abandona. No faltan nunca estos fondos en su teatro: los estudios para piano de Czerny se oyen en el primer acto de Doña Rosita del mismo modo que unas sonatas de Scarlatti forman parte del aroma de época del Don Perlimplín.

En el juvenil poema saliniano se percibe también el reconocimiento de la mujer como objeto de una religión del amor, instaurada con compleja vehemencia en la poesía de Rubén Darío, lectura de todo escritor en las dos primeras décadas del siglo. El culto exige un altar –paisaje, piano, acaso lecho– y el fervor entregado de la adoración. La mujer se convierte en «reina», «ídolo» o «diosa»; de ahí que el amante, sometido a sombras y ecos del amor cortés, sea un «servidor» que «idolatra» o «adora» a la amada. Todavía Antonio Machado en sus cartas a «Guiomar» (la escritora Pilar de Valderrama) rescatará este tratamiento y se dirigirá a ella constantemente como «mi reina» y «mi diosa»15. La religiosidad popular verterá a lo divino este juego de comparaciones amorosas y el difuso paganismo de ciertos términos se vestirá con luces de altar católico:

En el altar de tu reja

digo una misa de amor:

tú eres la Virgen divina

y el sacerdote soy yo16.

Sin llegar a esa llamativa divinización de reja y enrejada, una religiosidad semejante resuena con consciente delicadeza en el cierre de la décima con que culmina el dúo de la despedida entre Rosita y su primo en el primer acto de la comedia. Las cabezas de los clavos del crucificado se metaforizan en diamantes, y en clavel la herida causada por la lanza de Longinos:

–Por los diamantes de Dios

y el clavel de su costado,

juro que vendré a tu lado.

–¡Adiós, primo!

–¡Prima, adiós!

Pero en su comedia granadina Lorca retoma, más que viejas fórmulas de tratamiento amoroso, otras metáforas ajadas, a las que dota de un nuevo fulgor por medio de una ambigua ironía, la voz lírica rozada por el humor. En las décimas del conmovido y consabido sofá (vis-à-vis de la despedida) Rosita dice de sí que es «tierna gacela imprudente» que ha visto en su ensueño cómo dos querubines bajaban «a una rosa enamorada». Con ecos de románticas y lánguidas habaneras, como demostró Francisco García Lorca17, el poeta saca brillo intencionado a la guardarropía lírica de un anticuado romanticismo –querubines, gacelas, balcones de jazmines–, que se enciende con nueva luz en sus manos. Lo mismo sucede con el romance de las manolas, donde los colores de los trajes y los nombres de telas se unen al sentimiento del jardín y a la metaforización de las tres paseantes: «Nadie va con ellas, nadie; / dos garzas y una paloma». Sin pretender ser novedoso, ya Darío titulaba en su Azul... (1888) un relato de sus primeros amores (con otra prima por medio) como «Palomas blancas y garzas morenas»18.

Esos tópicos románticos habían descendido, en viaje que será de ida y vuelta, desde la poesía culta a la popular. El poeta de calles o campos no tuvo empacho en dignificar su canto con alusiones a liras, laúdes o querubines. Lo imponía una moda trovadoresca. Lo mismo hará Lorca, pero jugando a la ingenuidad lírica y fortaleciendo, al fin, esa misma ingenuidad desde su hacer de poeta culto. Las décimas de Doña Rosita son décimas, y de fines de siglo, porque escondidamente evocan el arte de las guajiras. De este modo, esas décimas que se sitúan en 1885, tiempo del primer acto, resplandecen con un aire cubano-andaluz adecuado a la época que se reconstruye. Nada mejor para comprobarlo que recordar, más allá del poema albertiano, la estupenda glosa de Fernando Villalón (con ex-décimas que pierden un verso, es decir, con novenas):

¡Oh romántica guajira!

¡Bello canto! ¡Fiel mixtura

del cariño y la amargura,

de una esclavizada lira...!

Gustavo Bécquer te tira

besos desde su ataúd...

Si España tus penas siente,

Cuba templaría el laúd

con tu bandera en la frente...19

En una de las descripciones que Lorca hizo de su comedia dejó bien claras las implicaciones de ambiente y época. Para ello usó desde un nombre que se había incorporado a la mitología popular, el de Carolina Otero («la Bella Otero», ya aludida en La zapatera prodigiosa), con sus naufragadores ojos verdes, hasta ropas, muebles y moda musical. Para ejemplificar la última eligió, y no por azar, uno de los llamados cantes de ida y vuelta, la guajira:

Es un drama para familias, que yo titulo, el gran drama poético de la cursilería que culmina en el novecientos con la media negra del cancán, el vis-à-vis, la guajira y las terribles esmeraldas de la Otero brillando como farolillos de verbena en los ojos rubios del viejo Príncipe de Gales20.

Lorca poetiza y narra en su comedia el mundo de la soltería femenina en una ciudad orillada en el tiempo, traspasada de literatura romántica y modernista, que es vista por él con piadoso distanciamiento irónico. Frente al orientalismo del XIX, Frente a los alcázares de perlas a lo Villaespesa, Lorca tiene los ojos muy bien abiertos y sabe poner en juego toda la serie de prejuicios y convenciones que atan unas vidas hasta deshacerlas en el dolor.

*

En esa sociedad del XIX Y principios del XX La soltería femenina lindaba con el mal absoluto, con la derrota de las ilusiones esenciales, con el truncamiento del ser de la mujer. Un «catecismo para las muchachas» de época romántica (1841) trazaba las líneas inequívocas de la vida femenina desde la primera juventud, casi desde la adolescencia. El tiempo ha añadido humor a esa cadena de preguntas y respuestas, pero la comedia lorquiana, aun situada su acción en una época posterior, 1885-1910, quita toda sorna a este catecismo:

P. ¿Qué es lo más necesario para las muchachas?

R. El matrimonio.

P. ¿A qué edad deben casarse?

R. Eso depende de su mayor o menor belleza.

P. ¿A qué edad se deberán casar las más bellas?

R. Por lo regular se las casa a los dieciséis o dieciocho años.

P. ¿Y por qué a esa edad?

R. Por que no peligre por mucho tiempo su honor.

¿Qué debían hacer esas jóvenes y recluidas diosas para merecer palabras de adoración y promesa de matrimonio? El mismo catecismo, que formaba parte de El secretario de los amantes o Arte deenamorar y de ser afortunado en amores (y repárese en la doble titulación)21