Romancero gitano - Federico García Lorca - E-Book

Romancero gitano E-Book

Federico García Lorca

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La obra culmen de la poesía de Lorca Son numerosísimas las ediciones que se han efectuado del Romancero gitano, tanto en España como otros lugares, pues el éxito de la obra fue rotundo desde el primer momento, y todo apuntaba a que se convertiría en un libro poco menos que de cabecera. Y en esta ocasión lo presentamos con numerosas notas a pie de página, tanto en los apartados de estudio de la obra como en el propio cuerpo del volumen, para su mejor comprensión, pero sin obstaculizar su lectura o interpretación. (Edición de Antonio A. Gómez Yebra)

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Seitenzahl: 159

Veröffentlichungsjahr: 2022

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ÍNDICE

Introducción

Biografía de Federico García Lorca

El contexto histórico

En torno al Romancero gitano

Criterios de esta edición

Bibliografía

Romancero gitano

1. Romance de la luna, luna

2. Preciosa y el aire

3. Reyerta

4. Romance sonámbulo

5. La monja gitana

6. La casada infiel

7. Romance de la pena negra

8. San Miguel (Granada)

9. San Rafael (Córdoba)

10. San Gabriel (Sevilla)

11. Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla

12. Muerte de Antoñito el Camborio

13. Muerto de amor

14. Romance del emplazado

15. Romance de la Guardia Civil española

Tres romances históricos

16. Martirio de Santa Olalla

17. Burla de Don Pedro a caballo

18. Thamar y Amnón

Análisis de la obra

Apuntes sobre el Romancero gitano

El romance, los romances

Un libro bien acabado

Personajes

Actividades

Créditos

INTRODUCCIÓN

BIOGRAFÍA DE FEDERICO GARCÍA LORCA

Federico García Lorca nació en Fuente Vaqueros, una villa de la vega granadina, el domingo 5 de junio de 1898.

Ese año, conocido como «el año del desastre», pues España perdió casi todas las colonias que le quedaban, dio nombre a la generación del 98, en la cual destacaron Miguel de Unamuno, los hermanos Baroja, Antonio Machado, Ramón María del Valle-Inclán y Ramiro de Maeztu, por citar solo algunos de sus miembros.

Nacieron también, en ese mismo año, Vicente Aleixandre, Rosa Chacel, César Arconada y Dámaso Alonso, entre los españoles, y Ernest Hemingway, Renzo Massarini y Bertolt Brecht entre los escritores de talla internacional. También llegarían al mundo Encarnación López Júlvez, la Argentinita, máxima exponente del flamenco en su época y amiga del poeta granadino; el escultor Mariano Benlliure, y los pintores Francisco Bores y José Manaut Viglietti, entre tantos artistas.

García Lorca fue hijo de un rico terrateniente del lugar, Federico García Rodríguez, viudo de doña Matilde Palacios, el cual se casó en segundas nupcias con Vicenta Lorca Romero, maestra de la localidad, once años menor que él. Ella era de Granada, y el primer apellido, Lorca, apunta a su ascendencia murciana.

A veces, sin embargo, se ha afirmado que era «de origen humilde, hijo de un campesino de Fuente Vaqueros, pueblecillo del corazón de la Bética, enamorado de su tierra, de su vida, de su luz, de sus colores, de sus mujeres, de los toros, un gitano legítimo, como dice en uno de sus romances», lo cual es falso.

Era común poner nombres compuestos a los recién nacidos, por lo que el primogénito de la familia fue bautizado en la iglesia de la Anunciación como Federico del Sagrado Corazón de Jesús.

Suele afirmarse que Federico tuvo una enfermedad que le impidió andar hasta los cuatro años. Lo cierto es que tenía los pies planos y la pierna izquierda ligeramente más corta que la derecha, por lo cual, al caminar, su cuerpo se balanceaba ligeramente, tal vez por ello algunos han dicho que era algo cojo.

También se ha comentado que tardó en hablar, pero más bien fue al revés: hablaba bien desde muy pequeño y, sobre todo, esto es muy importante, tarareaba las canciones populares y prestaba gran atención al sonido de la guitarra. Su tía Isabel fue la que lo inició en el arte de tocar la guitarra, que años más tarde perfeccionó (1921) en compañía de dos gitanos con mucho duende: el Lombardo y Frasquito er de la Fuente.

En no pocas ocasiones, al terminar la jornada laboral, se reunía la familia con algunos jornaleros para hacer veladas flamencas, donde F. G. L. aprendió todos los cantes andaluces: peteneras, soleares, granadinas, seguidillas, etc. Algunas canciones populares las arreglaría posteriormente, como «En el café de Chinitas», o «Los cuatro muleros», entre tantas.

LOS CUATRO MULEROS

1

De los cuatro muleros

que van al campo,

el de la mula torda,

moreno y alto.

2

De los cuatro muleros

que van al agua,

el de la mula torda

me roba el alma.

3

De los cuatro muleros

que van al río,

el de la mula torda

es mi marío.

4

¿A qué buscas la lumbre

la calle arriba,

si de tu cara sale

la brasa viva?

En Fuente Vaqueros, el niño Federico vivió en contacto directo con la naturaleza. Una naturaleza que, como ya era el caso de Salvador Rueda, le iba a proporcionar numerosos elementos para su obra, tanto la poética como la teatral. Pero también en el entorno de la localidad de Asquerosa —que luego cambió su nombre, tan malsonante, por el de Valderrubio— adonde se trasladó la familia cuando él rondaba los cinco o seis años.

Los primeros años de su vida transcurrieron sin anécdotas dignas de mención; apenas el nacimiento de sus hermanos (Luis, que moriría bien niño, Francisco, Concepción e Isabel), o el traslado de vivienda a la calle de la Iglesia.

No era lo corriente, pero Federico empezó a ir a la escuela a los cuatro años. Como las clases se impartían por la mañana, se dedicaba por la tarde a los juegos, impregnados de acervo popular: «Los niños de mi edad, y yo mismo, tomados de la mano en corros que se abrían y cerraban rítmicamente, cantábamos con un tono melancólico, que a mí se me antojaba trágico:

¡Oh, qué día tan triste en Granada,

que a las piedras hacía llorar,

al ver que Marianita se muere

en cadalso por no declarar…».

Como era un niño atento a lo que veía y oía, no es de extrañar que la cancioncilla se hubiera quedado grabada en su memoria para ejercer como estímulo a la hora de escribir Mariana Pineda, como él mismo confesó: «Un día llegué, de la mano de mi madre, a Granada: volvió a levantarse ante mí el romance popular, cantado también por niños que tenían las voces más graves y solemnes, más dramáticas aún que aquellas que llenaron las calles de mi pequeño pueblo».

Llegó a considerarse en ocasiones a sí mismo como un niño mandón con los otros chiquillos de la zona, por pertenecer a una familia adinerada, pero lo cierto es que siempre se comportaba generosamente con los más necesitados, a los cuales daba limosnas tanto en metálico como en especie:

Tendría solo cuatro o cinco años cuando solían acudir a su casa a pedir limosna dos gitanillos del pueblo. Federico, cuando los veía venir, se iba a la cocina y cogía sin que le viesen el pan más grande que encontraba para dárselo a los gitanillos. Cuando alguien le descubría, y le preguntaba dónde iba con ese pan grande, decía siempre: «Es que esos niños tienen hambre», y corría con el pan hacia la puerta.

El trato con la naturaleza era directo, y podía pasarse largos ratos de ocio contemplando los árboles, o las hormigas y otros insectos, lo que le daría, sin duda, motivos para algunos poemas y obras teatrales. En una entrevista que le hizo un periodista argentino, se recordaba contemplando el entorno: «Siendo niño viví en pleno ambiente de naturaleza. Como todos los niños, adjudicaba a cada cosa, mueble, objeto, árbol, piedra, su personalidad. Conversaba con ellos y los amaba. En el patio de mi casa había unos chopos. Una tarde se me ocurrió que los chopos cantaban. El viento, al pasar por entre sus ramas, producía un ruido variado en tonos, que a mí se me antojó musical […]. Otro día me detuve asombrado. Alguien pronunciaba mi nombre separando las sílabas como si deletreara: ‘‘Fe… de… ri… co…’’. Miré a todos lados y no vi a nadie. Sin embargo, en mis oídos seguía chicharreando mi nombre. Después de un largo rato, encontré la razón. Eran las ramas de un chopo viejo, que al rozarse entre ellas producían un ruido monótono, quejumbroso, que a mí me pareció mi nombre».

Sus parientes próximos y los niños de la localidad fueron sus compañeros de juegos y travesuras. Entre sus primas, Aurelia García, que protagonizaría su última obra teatral, Los sueños de mi prima Aurelia; Clotilde, que usaba un traje de color verde (como Adela, en La casa de Bernarda Alba); y Mercedes, que vivía frente a su casa, y disfrutaba con sus «salidas», tan imaginativas como correspondía a quien, con los años, iba a ser escritor.

Uno de sus juegos favoritos en su temprana edad fue «decir la misa», con sermón improvisado, y que puede considerarse su despertar por la representación ante el público, entre el que hacía sentar a sus hermanos, su madre y alguna criada:

Su juego favorito de entonces consistía en «decir misa». Había en el patio una tapia pequeña sobre la que colocaba una imagen de la Virgen y algunas rosas del jardín. Y delante de ese altar improvisado hacía que nos sentáramos —su hermano Francisco, mi madre, algunos niños del pueblo y yo— y luego, envuelto en raros vestidos rameados, «decía misa» con enorme convicción.

Federico habló más tarde de la iglesia del pueblo, concretamente de la imagen de Nuestra Señora del Amor Hermoso, pues la gente tenía especial devoción.

Cuando la familia se trasladó a Granada, para que Federico tuviera oportunidad de estudiar el bachillerato, vivían en Acera del Darro, 60, que daba al río, entonces descubierto.

En aquella casa, según su hermana Isabel, Federico y su hermano Francisco, ayudados por algunas criadas, «representaban parte de El alcázar de las perlas, de Francisco Villaespesa. Se maquillaban con unos polvos que compraba Dolores (Dolores, la Colorina), […] y la tía Isabel, que acudía siempre, solía llevar un pañolito en la nariz para no oler los dichosos polvos».

Hacia los siete u ocho años, comienza sus primeras escenificaciones guiñolescas con texto improvisado y muñecos que su madre o las criadas, tras oír sus indicaciones, cosen para él usando cartones y trajes viejos.

Como otros niños de la zona, estuvo algún tiempo en Almería, iniciando los estudios de bachillerato con su maestro, Antonio Rodríguez Espinosa, incluso en el domicilio de este. Luego se trasladó a Granada, donde continuó sus estudios, con malas calificaciones:

Estuve en el Sagrado Corazón de Jesús en Granada. Yo sabía mucho mucho. Pero en el instituto me dieron cates colosales. Luego, en la Universidad. Yo he fracasado en Literatura, Preceptiva e Historia de la Lengua Castellana. En cambio, me gané una popularidad magnífica poniendo motes y apodos a las gentes.

En Granada empezó sus estudios de música en 1909. Se acordaría de su profesor de música en las páginas de cortesía de Impresiones y paisajes: «A la venerada memoria de mi viejo maestro de música, que pasaba sus sarmentosas manos, que tanto habían pulsado pianos y escrito ritmos sobre el aire, por sus cabellos de plata crepuscular, con aire de galán enamorado y que sufría sus antiguas pasiones al conjuro de una sonata beethoveniana. ¡Era un santo!»1.

En el Colegio del Sagrado Corazón, todo le resultaba muy aburrido. Su hermano Francisco comentaría al respecto:

Los años en el instituto y en el colegio sin duda no fueron felices para Federico desde el punto de vista de los estudios, teniendo que aprobar asignaturas que no le interesaban y que el profesorado contribuía a hacerlas menos amenas.

Por esa, entre otras razones, de tipo físico, suspendió varias veces. Por fin aprobó el examen final de bachillerato —no sin recomendaciones— en 1915.

Pasa a la universidad para estudiar Derecho y Filosofía y Letras, carreras en las cuales también recibió suspensos. Nunca terminó Filosofía y Letras, y hasta 1923 no obtuvo la licenciatura en Derecho, y probablemente no volvió a echar ni una ojeada a los libros utilizados para lograrla.

En vez de estudiar, gastaba su tiempo en visitar la Alhambra o en leer a los clásicos en la biblioteca de la Facultad de Letras. De ahí que en su obra se note el influjo de Cervantes, Lope, Calderón, Góngora, y de otros autores más próximos en el tiempo, como Azorín.

Realmente solo le interesaban las clases de Teoría de la Literatura, que impartía el profesor Martín Domínguez Berrueta. Con él y con sus condiscípulos hizo algunos viajes de tipo cultural a varios lugares. Entre otros, visitaron Baeza, donde llegó a ver a Antonio Machado. De esos viajes iba a surgir, en 1918, su primer libro, sufragado por su padre, Impresiones y paisajes, en cuya última página recuerda a Berrueta y sus compañeros de estudios.

En ocasiones, tocaba el piano en el Centro Artístico de Granada, donde conoció a don Fernando de los Ríos, así como a los artistas plásticos del momento.

Estos y otros jóvenes granadinos iniciaron una tertulia literaria y artística que se llamó «del rinconcillo», porque transcurría en un rincón del café Alameda, aunque también se hizo en la taberna de Antonio Barrios, el Polinario, un tabernero que entendía de pintura y cantaba flamenco.

Hacia 1919-1920 inició su amistad con Manuel de Falla, el músico gaditano que se había enamorado de Granada, y vivía en un lugar tranquilo sobre la cuenca del Genil, con su hermana María del Carmen. En alguna ocasión llegaron a tocar juntos el piano en casa de Falla, lo que demuestra la calidad de Federico como intérprete y el agrado con que el ya famoso músico compartía su tiempo con el joven que iba también para músico (y, pronto, poeta).

Sobre este asunto afirmó Jorge Guillén: «Habría podido ser compositor si se lo hubiese propuesto. Se contentó con ser de verdad un apasionado muy competente. En música fue tal vez donde el gusto de Federico se refinó con más pureza. De su piano surgían la interpretación fiel o estupendas imitaciones que implicaban conocimiento y crítica».

Lorca está leyendo por entonces la obra de los románticos y los modernistas, recibiendo además el influjo de las Poesías completas (1917) de Antonio Machado, obra que estaba deslumbrando a propios y extraños.

Don Fernando de los Ríos, que ya conocía los intereses musicales y literarios de Federico, buscó influencias entre sus amistades para que se incorporara, cuando contaba con veinte años, a la Residencia de Estudiantes madrileña, donde llegó en la primavera de 1919.

La Residencia de Estudiantes

La Residencia de Estudiantes, fundada en 1910, se había trasladado, en 1915, a la Colina de los Chopos de Madrid, donde se plantaron, entre otras especies vegetales, diez mil chopos, que Juan Ramón Jiménez utilizó como motivo de inspiración para su libro La colina de los chopos. En aquel lugar de cultura, donde ejercían labores de asesoramiento y atención a los residentes tanto Alberto Jiménez Fraud como José Moreno Villa —ambos malagueños—, vivió a sus anchas, tocando el piano y la guitarra para sus amigos —el propio Moreno Villa, Rafael Alberti, Salvador Dalí, Pepín Bello, Luis Buñuel, Emilio Prados— e improvisando todo tipo de jolgorios.

Claro que allí tuvo ocasión de asistir a conferencias de los más importantes intelectuales españoles y europeos, llegando a afirmar —sin duda hiperbólicamente— que había estado en más de mil, y que le aburrieron bastante.

«La Resi», como solían denominarla quienes estaban en ella, había sido creada por iniciativa de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, se había convertido en un lugar de encuentro intercultural donde convergieron jóvenes de toda la península, y se puede considerar el punto de partida para la que luego sería la generación del 27.

Del (supuesto o no) aburrimiento que los unía en no pocas ocasiones, sabían escabullirse de mil maneras. Por ejemplo, cuando él y Dalí se habían quedado sin dinero y convirtieron su habitación en un desierto:

Hicimos en nuestro cuarto de la «Residencia» un desierto. Con una cabaña y un ángel maravilloso (trípode fotográfico, cabeza angélica y alas de cuernos almidonados). Abrimos la ventana y pedimos socorro a las gentes, perdidos como estábamos en el desierto. Dos días sin afeitarnos, sin salir de la habitación. Medio Madrid desfiló por nuestra cabaña. También hemos encontrado nosotros eso de los «putrefactos».

«Putrefactos», denominación que probablemente inventó Pepín Bello, eran aquellos que resumían «todo lo caduco, todo lo muerto y anacrónico que representan muchos seres y cosas. Dalí cazaba putrefactos al vuelo, dibujándolos de diferentes maneras. Los había con bufandas, llenos de toses, solitarios en los bancos de los paseos. Los había con bastón, elegante flor en el ojal […] Los había de todos los géneros: masculinos, femeninos, neutros y epicenos. Y de todas las edades. El término llegó a aplicarse a todo: a la literatura, a la pintura, a la moda, a las casas, a los objetos más variados, a cuanto olía a podrido, a cuanto molestaba e impedía el claro avance de nuestra época. Azorín, por ejemplo, ya por aquellos días —cosa injusta— era para nosotros un putrefacto». En el grupo de «putrefactos» se permitieron incluir al rey, Alfonso XIII, y al papa, que podría ser Benedicto XV, o Pío XI, elegido como tal en febrero de 1922.

La mayoría de los residentes eran jóvenes, y estaba de moda hacer deporte, algo que a Federico no se le daba bien, sino todo lo contrario, y por tanto no lo practicaba. Mejor le iba con el invento literario del momento, la elaboración de anaglifos, poemas brevísimos que constaban de tres sustantivos, uno de los cuales, el de en medio, había de ser «la gallina».

Todos se lanzaron a elaborar anaglifos, aunque en este subgénero poético Federico se convirtió en el auténtico maestro del grupo. Incluso introdujo una variante, convirtiendo el último elemento en una frase completa. Y, desde luego, procurando impactar con el resto de los versos:

La tonta,

la tonta,

la gallina,

y por ahí debe andar alguna mosca.

Moreno Villa recordaría en su libro Vida en claro: «La creación de anaglifos fue como una epidemia, en la cual me vi envuelto. Se hacían a montones, y a todas horas y en todos sitios, pero salían pocos perfectos, que gustaran a la mayoría. Y como todo movimiento imaginativo, en seguida apareció el disidente, que fue Federico».

Rafael Alberti, uno de los asiduos practicantes del anaglifo, recordaba también otra invención del momento: el «pedómetro», que consistía en prender un hilo haciendo mover la llama de una vela que habían situado dentro de una caja agujereada, utilizando para ello un pedo, como comentó en La arboleda perdida.

Aquellos jóvenes le sacaban punta a todo, y no escatimaban esfuerzos cuando se trataba de gastar bromas y de divertirse en general, por ejemplo, realizando auténticas performances y representaciones burlescas. O preparando la escenificación del Tenorio, cuyos versos nunca olvidarían.

Momentos serios, y momentos de risa y divertimento, donde Federico iba descubriendo nuevas formas de expresión, que luego utilizaría en sus obras. Pero no olvidaba pasar por barrios y tabernas con menos glamur, donde percibía sensaciones de otra clase de manifestaciones: las populares, que tanto utilizó en su propia obra.

Ya está Federico asentado en Madrid, y va conociendo a todo tipo de personajes de la cultura. Entre ellos, Gregorio Martínez Sierra, director del teatro Eslava, con quien acuerda estrenar El maleficio de la mariposa.

La obra había interesado al empresario madrileño desde que conoció los primeros apuntes de Lorca, y estaba interpretada en el papel central por una de las actrices más representativas del momento: Catalina Bárcena. No se le podía pedir más a los decorados, figurines, ambientación y música, pero el público que fue al estreno no estaba preparado y pateó la obra. En aquellas tempranas fechas, no se habían visto dibujos animados con animales protagonistas2. Y siempre había algunos, o muchos, como fue en este caso, «reventadores» dispuestos a hacer fracasar cualquier estreno teatral, y más concretamente, este de Lorca, de quien tenían información muy sesgada. Apenas estuvo en cartel unos cuantos días, y sufriendo comentarios escasos, cuando no despectivos, en la prensa, mientras se alababan otros estrenos de obras que han pasado sin pena ni gloria a la historia de la literatura. Los reventadores lo siguieron también cuando fue más tarde por diversos sitios con La Barraca; por ejemplo, en San Juan de Duero (Soria) —como recogió María del Carmen García Lasgoity—, (eran) jóvenes universitarios «pertenecientes a una organización política determinada».

Desde entonces, hasta 1929, repartirá sus estancias entre Madrid y Granada.

Empieza a escribir su Libro de poemas, donde van algunos textos juveniles, que se edita en 1921. Juan Ramón Jiménez lo invita a publicar en la revista Índice, lo que hará en varios números.

Del Libro de poemas merece recordar algún fragmento de «Canción otoñal», donde se advierten los versos octosílabos y con rima asonante en los pares, característicos de los romances:

Hoy siento en el corazón

un vago temblor de estrellas,