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Para su primer libro poético, Federico García Lorca (1898-1936) poda ramas y follaje de su frondoso árbol lírico, como él gustaba decir, y entrega a la imprenta la colección más amplia de las que publicó. El sentimental, vehemente, irónico "Libro de poemas" (1921) registra los mundos de introspección del joven poeta con plasticidad metafórica y desgarrado acento elegíaco. La introducción a este volumen establece un sugestivo análisis biográfico del autor, mientras que un riguroso aparato de notas desenmaraña la compleja problemática de la edición de la poesía lorquiana.
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Seitenzahl: 185
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Federico García Lorca
Libro de poemas(1918-1920)
Edición de Mario Hernández
Introducción
Libro de poemas
Palabras de justificación
Veleta
Los encuentros de un caracol aventurero
Canción otoñal
Canción primaveral
Canción menor
Elegía a Doña Juana la Loca
¡Cigarra!
Balada triste
Mañana
La sombra de mi alma
Lluvia
Si mis manos pudieran deshojar
El canto de la miel
Elegía
Santiago
El diamante
Madrigal de verano
Cantos nuevos
Alba
El presentimiento
Canción para la luna
Elegía del silencio
Balada de un día de julio
In memoriam
Sueño
Paisaje
Noviembre
Preguntas
La veleta yacente
Corazón nuevo
Se ha puesto el sol
Pajarita de papel
Madrigal
Una campana
Consulta
Tarde
Hay almas que tienen...
Prólogo
Balada interior
El lagarto viejo
Patio húmedo
Balada de la placeta
Encrucijada
Hora de estrellas
El camino
El concierto interrumpido
Canción oriental
Chopo muerto
Campo
La balada del agua del mar
Árboles
La luna y la Muerte
Madrigal
Deseo
Los álamos de plata
Espigas
Meditación bajo la lluvia
Manantial
Mar
Sueño
Otro sueño
Encina
Invocación al laurel
Ritmo de otoño
Aire de nocturno
Nido
Otra canción
El macho cabrío
Un romance en nueva versión
El diamante
Notas al texto
Créditos
En fecha desconocida, pero durante su estancia en Nueva York (1929-30), García Lorca redacta sobre unas fichas, con letra ilegible y redacción descuidada, una breve nota autobiográfica1. Al parecer no tenía más finalidad que la de servir de punto de partida a una presentación de su vida y obra en un acto público, lectura de poemas o conferencia. Al tratarse de un texto circunstancial que habría de usar quizás un compañero de la Universidad de Columbia (donde el poeta se desaplicaba en el estudio del inglés), la nota concentra de modo sumario, pero significativo, vida, obra y gustos personales. Cobijado en la tercera persona, que le permite hablar de sí como de alguien ajeno, afirma sin titubeos: «Cultiva el tennis, que dice es delicadísimo y aburrido casi como el billar». El experto jugador, recordado por su hermano como más amigo de la vida sedentaria que de la deportiva, no había pasado de ser paseante o andarín de excursiones y callejeo, pues parece que no había tocado una raqueta en su vida2. Mas ¿qué importa la broma? En ella va implícito cierto tic de época, desde el cultivo de los deportes en la Residencia de Estudiantes (mens sana, etc.) hasta el aire deportivo que asume como propio la literatura de vanguardia, según diagnosticaba Ortega en La deshumanización del arte (1925). Y, no obstante, Lorca no muestra en su invención más que un interés irónico por deportes de aristocracia o salón que podían presentarle con un leve toque de antirromántico y desdramatizado cosmopolitismo, un poco a lo Paul Morand, escritor tan antípoda a su temperamento. Lorca, no cabe duda, se estaba burlando, lo que no le impide incorporar luego a su teatro, en Así que pasen cinco años, jugadores de rugby y de póquer, como símbolos nacidos en parte, aun con su correspondiente carga de profundidad, de su visión del mundo norteamericano.
Pero más allá de la mentira burlesca, saltan otros núcleos de verdades, no faltos de un alrededor de fantasía imaginativa. Tras referirse a su viejo profesor de música, compositor y discípulo de Verdi –«quien me inició, dice, en la ciencia folclórica»–, añade:
La vida del poeta en Granada hasta el año 1917 es dedicada exclusivamente a la música. Da varios conciertos y funda la Sociedad de Música de Cámara, en la cual se oyeron los cuartetos de todos los clásicos en un orden como por circunstancias especiales no se habían oído en España.
Como sus padres no permitieron que se trasladase a París para continuar sus estudios iniciales, y su maestro de música murió, García Lorca dirigió su patético afán creativo a la poesía. Entonces publicó Impresiones y paisajes [1918], y después infinidad de poemas, algunos recogidos en su Libro de poemas, y otros perdidos. Así continuó su vida de poeta.
Aunque no todas desmentibles, algunas de estas afirmaciones han de ser contrastadas con la documentación conocida y con otras declaraciones del propio autor. Resulta en principio llamativa la omisión de La comedia ínfima, rebautizada para su estreno por Gregorio Martínez Sierra como El maleficio de la mariposa. Este drama modernista, todavía atravesado por un ingenuo romanticismo, sube a un escenario en 1920, un año antes de la salida del Libro de poemas. Quizá el olvido en la nota autobiográfica venía dictado por el recuerdo del fracaso que la pieza obtuvo o, más simplemente, porque dicha nota, en la que no se habla de teatro, iba encaminada a hablar sólo del poeta. Pero los tres años implicados –18, 20 y 21– marcan el ingreso de Lorca en el mundo de la literatura española por tres vías distintas: prosa, teatro y poesía. Conviene subrayarlo: el aprendiz de músico, el seguidor de Albéniz en alguna de las composiciones de las que sólo ha quedado noticia3, comienza como prosista o dramaturgo antes que como poeta, al menos en su manifestación pública. Este hecho, que muestra desde el comienzo la versatilidad de su dedicación literaria, no está en contra del innegable acento lírico que predomina en sus libros de prosa y drama. La sensibilidad juvenil del poeta se ha ido modelando a través de una visión romántica, o dígase modernista, del papel del artista en medio de la «despreciable» y espesa realidad que le ha tocado vivir. Un difuso, pero intenso anhelo espiritual, cruzado con un erotismo punzante y una extremada sensibilidad ante la naturaleza, define al incipiente escritor.
Lo significativo es que ligue la ruptura de su carrera musical con dos hechos que se le imponen desde el exterior, con lo que da a entender, como poeta no precoz que fue, una irresistible necesidad creativa que sólo cambia de cauce de expresión, pues ya se había manifestado con la música antes de 1917, cuando alcanza los diecinueve años. Mas ¿fue París el destino anhelado por el joven músico? En una entrevista de 1928 había recordado:
Yo estudiaba Derecho y Letras en la Universidad de Granada. Antes había estudiado música con un profesor que había hecho una ópera colosal, Las hijas de Jephté, que se llevó un horrible pateo. Yo le dediqué mi primer libro, Impresiones y paisajes. Había recorrido España con mi profesor y gran amigo, a quien tanto debo, Domínguez Berrueta. Me tenían preparado el que marchara pensionado a Bolonia. Pero mis conversaciones con Fernando de los Ríos me hicieron orientarme a la «Residencia» y me vine a Madrid a seguir estudiando Letras4.
¿París? ¿Bolonia? ¿Continuidad de los estudios en Madrid? En la misma entrevista Lorca recuerda que en sus años granadinos de Instituto y Universidad recibió «cates colosales» en disciplinas precisamente literarias5. El poeta que tal declaraba era el ya reconocido como renovador de la lírica española con su Primer romancero gitano (1928). Mas cuando en 1919 se traslada a Madrid para continuar supuestamente sus estudios en la Residencia de Estudiantes, lo que menos debían importarle eran las clases universitarias. De ahí que la emprendida carrera literaria, única meta del joven Lorca, no fuera vista con la misma claridad por su padre. Por ello su vuelta a Madrid en el otoño de 1920 se vuelve problemática. En carta a su aplicado amigo Antonio Gallego Burín, que llegaría, entre otros cargos, a decano de la Universidad de Granada, le plantea el problema que en ese momento le acuciaba, «a causa de estar mi padre dolorido al verme sin más carrera que mi emoción ante las cosas». La epístola suplicatoria es de agosto de 1920. Según lo escrito, don Federico García Rodríguez, lleno de resignada comprensión, sólo le pedía a su hijo lo siguiente: «Si en setiembre hicieras alguna asignatura, yo te dejaría marchar a Madrid con más alegría que si me hubieses hecho emperador»6. De ahí que acuda al amigo entendido, ya auxiliar de cátedra en la Facultad de Letras, para que le oriente hacia los catedráticos más indulgentes. No ocultaba el único motivo del para él penoso esfuerzo, que le arrancaría de su excluyente dedicación literaria: «darle un alegrón» a su padre y «marcharme tranquilo a publicar mis libros», en plural. Lleno de optimismo, asegura que también quiere estudiar en Madrid «principios de filosofía con el Pepe Ortega, que me lo tiene prometido». La promesa de Ortega y Gasset dataría seguramente del curso anterior, año en que Lorca debió consolidar sus amistades y relaciones con el mundo intelectual madrileño, con ágora de fácil ingreso en las numerosas y casi especializadas tertulias de café, teatro y redacción.
Desde el año 17, aunque con un comienzo como escritor que su hermano cifra un año antes7, el joven poeta acumula prosas y poemas o proyecta inconteniblemente libros y títulos. Ya brilla en él esa actitud de irrestañable imaginador que ha de conservar toda su vida. Así, en la nota autobiográfica menciona «infinidad de poemas» publicados. Es cierto que debieron ser muchos los que escribió, parte de ellos conservados, pero esa infinidad supuestamente sometida a la letra de molde se redujo en la realidad a un puñado de poemas impresos en revistas antes de ser incorporados al Libro de poemas. Como ha observado Francisco García Lorca, su hermano fantasea o exagera en sus declaraciones, aunque casi siempre sobre una base real, que es aquella que ha de ser cuidadosamente desbrozada8. En lo que el poeta no mentía era en calificar su vocación artística de «patético afán creativo», como si señalara el sentimiento trágico y la misma urgencia por expresarlo que delatan manuscritos y poemas de la etapa neoyorquina, no muy distante ni distinta en ciertos rasgos de la primera época juvenil, 1917-1920.
Parece normal, por otra parte, que Lorca, poeta que gozó siempre de una llamativa memoria, se confundiera al citar en una entrevista tardía el primer poema que había salido de su mano9. El periodista toma al oído, con algún defecto en la transcripción, varios versos del poema en alejandrinos «Inmaculados pájaros que encierran un enigma», pesada letanía sobre un ave descubierta en el paisaje castellano (y en Machado): las cigüeñas. A través de la datación de los manuscritos, numerados cronológicamente en una revisión que Federico realiza con ayuda de su hermano Francisco (a quien irá dedicado el Libro de poemas), sabemos que el poema citado era el cuarto de los comenzados a escribir en 1917, el primero de todos el 29 de junio. Lo que parece reproducir una nueva fantasía es la historia que el entrevistador recoge en tercera persona:
Un amigo suyo [de Lorca] estaba en Suiza curándose de una hemoptisis. Mantenían una frecuente correspondencia. Lorca, que nunca había salido de España, describía en sus cartas los paisajes suizos, tal como se los representaba su imaginación. Sus cartas tenían sabor, color y tonalidad de poemas. El amigo, entonces, le escribió, gritándole a grandes letras:
«¡Federico, eres un poeta! ¡Debes escribir versos! ¡Envíame los primeros que hagas!»
[...] Para complacer a su amigo, escribió sus primeros versos. Los hizo después de un viaje a Castilla, durante el cual le llamaron la atención las cigüeñas, sentadas en lo alto de todos los campanarios.
[...] La carta del amigo le trajo entre los pliegues una edelweis, la flor maravillosa de los Alpes. El amigo le decía:
«Conserva esta flor, que te dará mucha suerte».
Como ya ha advertido Marcelle Auclair, el amigo del relato debió ser el poeta Emilio Prados10. Casa además con el malagueño, apasionado por las ciencias naturales, el envío de la flor alpina. Prados marcha a Suiza desde la Residencia de Estudiantes, para curarse de una grave afección del pecho, a fines de 192011. Su recaída, pues la enfermedad venía de antes, se produce en una época en que ya está documentada la relación entre los dos poetas, que pudieron conocerse en Málaga, antes de coincidir en la Residencia. Prados permanecerá en el sanatorio de Davos Platz hasta 1921. Es lógico que durante aquellos meses el lazo de la correspondencia mantuviera unidos a los dos amigos y que Federico derramara su imaginación sobre el lejano paisaje suizo, «inventándoselo» con típica viveza en sus cartas. Y no sólo eso: las inquietudes literarias, espirituales y sociales de uno y otro serían natural camino de comunicación. Sin embargo, aunque la existencia de correspondencia está documentada en fechas próximas y quepa sospechar su continuidad durante los meses suizos de Prados, el núcleo del relato periodístico no coincide con la época aludida. Está claro: los primeros poemas de Lorca son de 1917, como queda referido, es decir, tres años antes que la estancia de Emilio Prados en Suiza.
Ciñéndonos, no obstante, a 1920, podemos vislumbrar la personalidad del poeta granadino a través del diario íntimo de Prados, del que se ha conservado y editado un fragmento de aquel tiempo12. Los pasajes a que me refiero están escritos en la Residencia de Estudiantes, a la vuelta del verano de aquel año y poco antes de la obligada ausencia del malagueño. Lorca, el mal estudiante, seguía aún en Granada. Anota Prados sobre él:
Al principio de conocerle no lo pude comprender bien; su poesía, su literatura, lo envolvían en una costra difícil de atravesar; pero luego, una vez que he logrado llegar a su corazón, he comprendido su bondad infantil y su cariño. [...] Su manera de ser y de pensar es muy semejante a la mía, su misma niñez de hombre, su afán por subir a la cumbre de la gloria, no comprendido, pero deseado por desear lo nuevo y lo revolucionario, todo es igual a lo mío. Sus ideales políticos, contrarios a su bienestar, son los mismos míos, y esto le hacen que sea más querido para mí.
Confesión y atropellada sintaxis son propias de una página de diario personal redactada por un Prados de veintiún años. Pero el futuro poeta de Circuncisión del sueño ya define con justeza dos características de la personalidad lorquiana: su imagen exterior, esa «costra» quizá autodefensiva, y el yo íntimo que se manifiesta en una «niñez de hombre», sintagma que Prados subraya y con cuyo contenido él mismo se identifica. Niñez, digamos, referida a términos de expresividad afectiva –bondad, cariño–, no ligada a esa tangente del juego y la broma, como de niño grande, que Lorca cultivará toda su vida como una faceta más de su modo de ser13. En su definición Prados ha sabido captar el yo interior que vemos manifestarse, de lo íntimo a lo social, en el Libro de poemas, donde el llanto por la infancia perdida o el anhelo de su imposible recuperación son temas que se expanden por muchas composiciones.
Acaso a la sombra de Tolstói, Prados soñaba con cristianos ideales de igualitarismo social, hasta llegar a escribir: «Mi sangre toda la daría por ver a la humanidad unida con amor». En aquel otoño de introspección y vagos proyectos deseaba la llegada de Lorca a la Residencia para organizar la propaganda de las comunes ideas revolucionarias, no sabemos de qué modo. Sin embargo, muy pronto se siente incomprendido ante una carta que recibe de Granada. Por lo que cabe deducir, es todo un mundo de confidencias y de anhelos en ebullición el que entra en juego de susceptibilidades. El Prados sensible e interiorizado que delatan las anotaciones de su diario no es muy distinto, a pesar de todo, del Lorca que traslucen poemas y epistolario de aquella época, si bien sus afinidades sólo son de raíz, con un modo distinto de manifestarse. Que la amistad no se rompe lo muestra, sobre datos posteriores, la dedicatoria de «La balada del agua del mar», del Libro de poemas: «A Emilio Prados (cazador de nubes)». Se ha explicado el paréntesis definitorio a través de una anécdota real: Lorca ve a Prados un día «cazando» nubes con un espejo en la ventana de su habitación. La intención de la dedicatoria, no obstante, quizás iba más allá del hecho anecdótico. Basta asomarse a la poesía de Prados. En un hermoso y visionario poema de sus últimos años, «Mi tumba es una voz», el poeta malagueño recoge y glosa misteriosamente, en desdoblamiento de voces, los versos iniciales de la balada lorquiana, ya el mar como cita final. Aun rompiendo el trabado poema, no quiero dejar de copiar los versos últimos:
–¿Vamos?
–Vamos.
(Descalzos todos llegan. Descalzos.)
–¡Emilio!
–Ya estoy muerto.
–¡Emiliooo!
–Ya estoy muerto.
–¡Emiiiliooo!
(«El mar sonríe a lo lejos,
dientes de espuma, labios de cielo.»)
–¡Emiiiliooo!14
El Lorca que llega a Madrid en su primera visita (1918) es un joven tímido, como le describirán Juan Ramón Jiménez y J. B. Trend. Su modo de expresión sigue siendo, además de la poesía, la música, todavía empapado del espíritu y pentagramas de compositores como Chopin y Beethoven, que interpreta al piano junto con improvisaciones y piezas propias. Al parecer conoce ya de memoria el Cancionero de Pedrell (el Diccionario de Pedrell, como se burlará Dalí en la Residencia)15, con un pie, por tanto, en un ámbito de letras y melodías folclóricas que un rastro tan intenso dejarán en su obra. A sus veinte años Lorca traba entonces primer contacto con el mundo literario de la capital. Sabemos con seguridad que conoció a Vicente Huidobro, dato no recogido por ninguno de sus biógrafos. Esta relación presupone, ya en estas fechas o poco después, el trato con otros jóvenes de inquietudes semejantes, como Guillermo de Torre, José de Ciria y Escalante, Pedro Garfias, Mauricio Bacarisse. El poeta chileno establece aquel año su residencia temporal en Madrid, en un piso de la Plaza de Oriente. Huidobro llega de París como apóstol y adalid de la modernidad. Guillermo de Torre, que recrea la trascendencia de aquella visita, testimonia que de boca de Huidobro debió oír, entre otros nombres, el del mítico Apollinaire16. Al calor de esta breve estancia florecerá el movimiento ultraísta y el modernismo empezará a ser considerado, a pesar de la resistencia de muchos, un movimiento del pasado17. Huidobro publica, en Madrid y en el mismo año, cuatro libros: Tour Eiffel, Hallali, Ecuatorial y Poemas árticos. El primero aparece con ilustraciones de Robert Delaunay y Ecuatorial está dedicado a Pablo Picasso. Un ejemplar de este último, editado por Pueyo en agosto, 1918, le será regalado por el autor a Lorca. La amistosa dedicatoria nos introduce en el clima de aquellos encuentros: «A Federico García Lorca con el recuerdo de tantas veladas musicales y poéticas inolvidables. Su compañero, Vicente Huidobro»18.
El poema titulado Ecuatorial se mueve dentro del «delirio» y «clarividencia» imaginativos que caracterizan, según el teorizador y poeta, al creacionismo. La audacia de las imágenes se despliega a través de un discurso sincopado en libre disposición tipográfica, dentro de un tono apocalíptico que tiene algo de juego de gran mago infantil. Pero en Ecuatorial, poema de la posguerra europea, refulge una preocupación metafísica y una fe en el poder de la poesía que debieron atraer al poeta granadino. Si la huella creacionista es muy débil en el Libro de poemas, a través de Huidobro y de Gómez de la Serna19 Lorca aprendía una lección de libertad, de atrevimiento imaginativo y, seguramente, de utilización del humor y la ironía. No dará paso a la técnica disociadora en la construcción del poema, a la superposición de imágenes dispersas, pero podrá ir desatándose de los moldes modernistas que dominan de modo exclusivo sus primeros poemas, los de 1917.
Lorca no sucumbió a la tentación creacionista o a su modalidad española, el ultraísmo. Pocos años más tarde, en carta a su amigo Ciria, devoto de Apollinaire, se burlará de la «Eva porvenirista» que tan ocupados y enceguecidos tenía a los ultraístas. Tampoco cedió ante la seducción del caligrama, cuyo influjo es, sin embargo, visible en algunos dibujos tardíos, como el que traza para ilustrar el poema y plaquette de su amigo argentino Ricardo E. Molinari: Una rosa para Stephan George (Buenos Aires, 1934). La rosa que allí dibuja como emblema de la muerte es uno de los más singulares y hermosos caligramas que haya trazado un poeta español.
Muchas son las huellas, más o menos borrosas, que se han querido descubrir en el Libro de poemas. La simple enumeración de nombres supone un índice parcial de las lecturas juveniles del poeta: Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Unamuno, Victor Hugo, Salvador Rueda, Amado Nervo, Villaespesa, Hesíodo, Góngora, fray Luis de Granada, Gómez de la Serna, el mencionado Huidobro20. A pesar de que determinados ecos resalten en tal verso, estrofa o poema, tiene razón Francisco García Lorca: «El Libro de poemas es esencialmente un acto de impetuosa afirmación personal». El poeta, con su inmadurez y todo, ya es él mismo, de manera que incluso en los poemas más netamente influidos por otras voces vemos mucho más que al poeta aprendiz que escribe o se ejercita a la manera de.
Un frescor propio le viene a Lorca del cancionero infantil, de los versos repetidos en los juegos de infancia, con ejemplos que pasan por los simples pareados de un juego de adivinación y búsqueda de objetos escondidos –«Frío, frío, / como el agua del río»– y que llegan al romancillo «Me casó mi madre» o a canciones de corro como «Yo soy la viudita»21. Versos, pues, que, a excepción de algunas variantes locales, conocen (o quizá conocían, hasta hace muy pocos años) la inmensa mayoría de los niños españoles. Estas rimas del mundo infantil cumplen un papel de recreación nostálgica –Arcadia o paraíso de la niñez– y no se ofrecen como puro adorno folclórico. Sin embargo, tales versos no aparecen todavía, salvo exquisitas excepciones, entramados indisolublemente en el ser del poema, hasta ser indistinguibles, como Lorca sabrá hacer más tarde con inigualable maestría.
Conviene, por otra parte, ante el cúmulo de influjos aludidos, recordar lo escrito por el hispanista británico J. B. Trend en una temprana reseña del volumen, publicada en enero del 2222. Trend había conocido a Lorca en Granada y le había oído recitar una noche en un carmen del Albaicín. Esto sucedía, según su recuerdo, en 1919. La seducción de aquella tarde y noche –guitarras y laúd fallescos, jardín en sombra, poesía– debieron impulsar a Trend a escribir sobre el libro –el primero de versos– del joven y lejano poeta. Indicaba Trend: «It is difficult for a foreigner to judge, but these verses seem less reminiscences than many first book of verse. There are reminiscences, of course, but they are reminiscences of sound rather than of sense». El juicio es generoso y agudo. Lo curioso es que está tomado en préstamo del espléndido comentario que Adolfo Salazar había publicado en El Sol unos meses antes23. Salazar, en efecto, alude a «inevitables reminiscencias (más de oído que de sentido)». Acaso el crítico español tuvo que ver algo con la reseña del hispanista, a quien habría enviado como apoyo la suya propia. La suposición no tiene ningún punto de apoyo, pero Salazar sabía por el poeta la necesidad que éste tenía de que el Libro de poemas fuera reconocido por la crítica24, entre otros motivos para poder tener ante su padre, si no una patente de corso con vistas a su vocación literaria, sí al menos una prueba de que la fe y la indulgencia paternas en la lucha de la poesía contra los estudios no habían sido vanas y sin fundamento.
