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El "Romancero gitano" (1928) es, con justicia, uno de los libros más célebres de la poesía en lengua española. Esta edición se enriquece, además, con los «Romances del teatro» de Federico García Lorca (1898-1936) y con el valioso complemento de todos los escritos del poeta -cartas, declaraciones, conferencias- en torno a esta obra. La cronología razonada que incluye puede seguirse como un diario de la creación del libro, que añade circunstancias de su edición y de su propagación hasta 1936.
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Seitenzahl: 274
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Federico García Lorca
Primer romancero gitano(1924-1927)
Romances del teatro(1924-1935)
Edición de Mario Hernández
Introducción
I. Primer romancero gitano
1. Romance de la luna, luna
2. Preciosa y el aire
3. Reyerta
4. Romance sonámbulo
5. La monja gitana
6. La casada infiel
7. Romance de la pena negra
8. San Miguel
9. San Rafael
10. San Gabriel
11. Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino de Sevilla
12. Muerte de Antoñito el Camborio
13. Muerto de amor
14. El emplazado
15. Romance de la Guardia Civil española
Tres romances históricos:
16. Martirio de Santa Olalla
17. Burla de Don Pedro a caballo
18. Thamar y Amnón
II. Romances del teatro
1. [Romance de la corrida de toros en Ronda]
2. Romancillo del bordado
3. [Romance de la muerte de Torrijos]
4. [Serenata de Belisa]
5. [Romance de la talabartera]
6. [Romance del Arlequín]
7. [Nana del caballo]
8. [Romancillo en el que dos muchachas devanan una madeja roja]
9. [Canción del pastor solo]
10. [Danza de la esposa triste]
11. Tema de la rosa mudable
12. [Romance de las tres manolas]
13. Lo que dicen las flores
Apéndices
I. [Conferencia-recital del Romancero gitano]
II. Itinerarios jóvenes de España: Federico García Lorca
III. El autor de Bodas de sangre es un buen amigo de los judíos
IV. Música de F. García Lorca para dos romances
V. [Romance inacabado]
Cronología razonada del Primer romancero gitano
Esquema cronológico
Notas al texto
1. Primer romancero gitano
2. Romances del teatro
3. Conferencia-recital del Romancero gitano
Créditos
El romance: río de la lengua española: así tituló Juan Ramón Jiménez una de sus conferencias, por igual injusta y veracísima, según a qué llagas o luces tocaba. Dejó allí sentado el poeta moguereño: «He dicho siempre que [el romance] es el pie métrico sobre el que camina toda la lengua española, prosa o verso». Federico García Lorca no podía haber escapado a este destino de su lengua española y andaluza, al mismo cauce escondido de la tradición popular, incorporado desde el principio a su voz de poeta culto. Romances, en efecto, los hay en toda su obra, desde la «Canción otoñal» hasta la «Baladilla de los tres ríos», la «Canción de jinete», la «Cantiga do neno da tenda», la «Casida de las palomas oscuras» o el «Canto nocturno de los marineros andaluces». La enumeración, aquí sólo indicativa, se abre a todos los libros del poeta, con excepción del proyectado libro deodas, por lo que de él conocemos, y de Poeta en Nueva York.
Era idea de Francisco García Lorca, que me comentó en una ocasión, el reunir todos los romances de su hermano en un solo volumen, como muestra, bajo un único registro métrico, de la rica variedad de la voz lorquiana. De la sugestiva oportunidad de aquella idea parte el presente libro, orientado, sin embargo, hacia un campo más limitado. Junto al Primer romancero gitano, he querido recoger únicamente otros romances procedentes del teatro de Federico García Lorca. De este modo, se individualizan textos poéticos que habitualmente no han sido gustados como piezas sueltas, al tiempo que se evita la desmembración de los diversos libros de poesía, lo que parece impropio en la perspectiva de una colección como la presente. Podrá objetarse la violentación que acaso sufren estos romances del teatro al despojarlos del contexto en el que cobraron vida. Algunos de ellos aparecen en su lugar original dichos por más de un personaje, con una funcionalidad dramática precisa que se desvanece al ofrecerlos aislados. Sin entrar en el análisis del problema –planteado en parecidos términos con la obra de otros poetas dramáticos, como el mismo Lope–, recordemos que el propio García Lorca autorizó ya en vida esta posibilidad con piezas como «Romance de la corrida de toros en Ronda», «Romance de la muerte de Torrijos», «Romance de la talabartera», «Tema de la rosa mudable». Rafael Alberti y Guillermo de Torre actuaron de modo semejante, aunque sin duda con mayor libertad, en su Antología poética lorquiana (Buenos Aires, 1943). Para resumir el criterio adoptado, diré que he seleccionado aquellos romances o romancillos que, aun fuera de las obras a las que pertenecen, no por ello carecen de un valor poético autónomo. Si éste, entendido en su plenitud de connotaciones, puede juzgarse como disminuido en algún caso, tal vez el lector no desdeñe la sorpresa de encontrar en este nuevo romancero lorquiano las sales populares del romance de ciego de La zapatera prodigiosa (en cuyo fondo ha de imaginarse el correspondiente cartelón de ironizada truculencia), o el romance «metafísico», de planta clásica, que la figura del Arlequín dice con caretas cambiantes en Así que pasen cinco años. No obstante, presidido este volumen por los «romances gitanos», las palabras que siguen, más la documentación y cronología crítica que lo cierran, están referidas al Primer romancero gitano. Tiempo y ocasión habrá de situar el resto de los romances en sus contextos originales respectivos.
*
En julio de 1928 se publicaba en Madrid el tercer libro poético, en orden de aparición, de Federico García Lorca: Romancero gitano. El volumen, de pequeño formato, impreso en papel de no excesiva calidad, llamaba la atención por el diseño y dibujo de la cubierta, con su vivo contraste de tintas roja y negra. Gabriel Celaya, por aquel entonces estudiante de Ingeniería y pintor, además de jovencísimo miembro de la madrileña Residencia de Estudiantes, ha evocado su reacción cuando vio el libro en un escaparate: «Su autor me era desconocido, y su título –Romancero gitano– no me decía nada. Pero había en la cubierta un dibujo en rojo y negro que me fascinó»2. El sello del poeta granadino, que ya en el año 1927 había realizado una exposición de dibujos en Barcelona, se afirmaba en aquellas líneas y colores, en ruptura con la elegante pero sobria tipografía de la época, de la que sólo conservaba, sutilmente, el juego de tintas propio de algunas cubiertas y portadas. Juan Chabás, el crítico y poeta levantino, escribía en una reseña la siguiente descripción: «Sangre roja y cuajada, heridas de infantil caligrafía, escriben el nombre del libro. En equilibrio de gracia esbelta, tres negros girasoles de tinta china o de azabache de tirabuzón gitano sostienen el rótulo, húmedos de ternura, en un búcaro popular que abre su boca de cerámica como una corola rizada de dompedro. Detrás, España roja, también de sangre, con perfil de cresta de gallo más que de piel de toro. En campo de nieve de papel, todo. Debajo, con letras de dibujada y compuesta torpeza, que silabean cada trazo del nombre, la firma del autor: Federico García Lorca. Y una fecha (1924-1927), y un conocido membrete editorial, de estirpe noble ya: “Revista de Occidente”» (La Libertad, 1-IX-1928).
Los datos de la cubierta, con su Romancero gitano impreso en rojo, han resultado con el tiempo definitorios del celebérrimo libro. Sin embargo, tanto la portadilla como la portada que abren esta primera edición son las que reproducen el título completo y real del volumen: Primer romancero gitano. Este título era también el mismo –y único– que había recogido la publicidad de Revista de Occidente, en números de 1928. García Lorca, al dibujar caligráficamente el título, debió optar por su más sencilla reducción. Razones de espacio, el juego de blancos y el calculado tamaño de las letras le impulsarían a ello. Esta verosímil hipótesis nos lleva a preguntarnos sobre el significado del adjetivo numeral. Sin descartar un vago eco gongorino (recordemos por vía de contraste, y sólo en lo que a títulos se refiere, el Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz), cabe presuponer, como declaradamente implícito, el proyecto de un Segundo romancero gitano. Contra esta suposición hay que objetar, sin embargo, que ni concuerda con el proceder habitual del poeta ni está corroborada por documentación alguna. Sí es cierto, en cambio, que García Lorca pensó ampliar el libro en su segunda aparición (Madrid, Revista de Occidente, 1929). En una breve carta familiar indica, en efecto, que quiere añadir, para la segunda edición, «tres romances más que estoy haciendo». Indudablemente este añadido, de haberse llevado a cabo, no habría supuesto el nacimiento de un nuevo libro de romances, sino la simple ampliación del primero. De todos modos, los tres a los que el poeta aludía no debieron de ser terminados. No obstante, su probable escritura, aunque sólo fuera en borrador inacabado, se muestra apoyada por el conocimiento que nos proporciona el epistolario lorquiano de romances de los que sólo sabemos el título. Alguno de ellos, como el «Romance del gitanillo apaleado», se da como escrito en carta a Jorge Guillén de 2 de marzo de 1926, por más que hoy nos sea desconocido.
El que García Lorca no pensara realizar una segunda parte de su Romancero se confirma, además, por su reiterada afirmación, desde enero de 1927, de que lo gitano no era para él más que un tema, entre otros muchos posibles. De este modo rechazaba el «mito» de su adscripción exclusiva a lo gitano, con la imagen que podría conllevar de poeta iletrado y desgarradamente popular. Insistirá todavía en 1933: «El Romancero gitano no es un libro popular, aunque lo sean algunos de sus temas».
Hemos de deducir, por consiguiente, que Primer romancero gitano significaba, en el sentir del autor, primer romancero escrito sobre el mundo gitano. García Lorca exaltaba así la novedad de su intento y señalaba la singularidad temática de su libro. Aludidos en sombra quedaban los romances históricos del Uxix (todavía presentes, aun de manera personalísima, en sus «Tres romances históricos»), el romancero artístico del Siglo de Oro, los mismos romances viejos. La novedad encerraba su término opuesto: continuidad, en la línea culta, del popularísimo molde del romance aplicado a una temática inédita. Como parangón más cercano, el romancero morisco de Lope y Góngora, con su brillante exaltación de un mundo y tipos humanos exóticos, descritos con simpatía tras su vencimiento, ya definido a través de vívidas escenas en los romances fronterizos. Así pues, no importa que el tema gitano haya sido tratado por poetas del Uxix, siempre de manera parcial y no proclive ni al entusiasmo ni a la estimación. Dentro de la tradición culta, La gitanilla de Cervantes, con su idealización del existir gitano y el hallazgo magnífico de Preciosa, acaso representa el modelo que el poeta pudo tener más presente, salvadas las evidentes distancias y diferencias. Ha de observarse, por otra parte, que lo gitano presta al tapiz del libro el color dominante, pero de ningún modo el único.
No obstante, cabe añadir otra razón sustancial, aparte de la temática, por la que el romancero lorquiano se denominó «gitano». García Lorca tal vez quiso señalar que no sólo era el primero que daba vida a un mundo despreciado, sino que reivindicaba la tradicionalidad gitana del romance. Tal como ha observado Andrés Soria, el poeta supo captar dos facetas de los gitanos: «Su valor de depositarios de la tradición y de voceadores de ella con un amaneramiento especial. Y así pudo elevarlos a la categoría de símbolos, acaso regionales, pero de una región en la cual [...] lo castellano se ha conservado en su vigor arcaico»3. El gitano no ha sido sólo propagador de un cante con modalidades propias (cante que se fundiría con otras características andaluzas), sino que ha transmitido también, pero más de puertas adentro, el romancero tradicional. Partiendo de la época de Estébanez Calderón, Antonio Mairena ha hablado de un «estilo gitano» peculiar en el canto del romance, dando a entender que han sido sobre todo las mujeres las que más han preservado esta vieja forma poética. Refiriéndose el cantaor gitano de Mairena de Alcor a su infancia (nace en 1909), menciona dos nombres femeninos: Vicenta la de Cabrera, «que cantaba por romances y por tangos», y una tía abuela, de nombre Francisca, la cual «cantaba por romances que no se podía aguantar. De ella aprendí el romance de Gerineldos, el de Bernardo del Carpio, el del Conde Niño...»4. Hay, pues, entre los gitanos un «cante por romance», como por soleares o por seguiriyas, si bien su difusión, fuera del círculo de los de la misma raza, haya sido mucho más tardía, bien por el aspecto reiterativo de una melodía aplicada a un texto largo, lo que convertía al romance en poco apto para su canto en público, bien por su carácter de canto más íntimo y familiar, al que no han tenido fácil acceso los extraños. Es indicativo a este propósito el que García Lorca acompañara a Menéndez Pidal, en la recogida de romances que el investigador realizó en 1920 en Granada, por los barrios esencialmente gitanos del Albaicín y del Sacromonte. En el verano de 1921 el poeta comienza el aprendizaje de la guitarra. Escribe entonces a Adolfo Salazar: «Acompaño ya fandangos, peteneras y er cante de los gitanos: tarantas, bulerías y ramonas. Todas las tardes vienen a enseñarme el Lombardo (un gitano maravilloso) y Frasquito er de La Fuente (otro gitano espléndido). Ambos tocan y cantan de una manera genial, llegando hasta lo más hondo del sentimiento popular»5.Puede aducirse otro dato de extrema importancia: según tradición familiar, que me confirma Isabel García Lorca, una bisabuela del poeta, Josefa Rodríguez, que será recordada entre los suyos como «la abuela rubia», por el color de su pelo, era de raza gitana. Por otra parte, ya en el hogar de Josefa Rodríguez y Antonio García tenía importancia la afición musical, que transmitieron a sus nietos, entre ellos el padre del poeta6.
En el caso de García Lorca se produce, por consiguiente, una identificación natural con el mundo gitano, el cual le llega especialmente por medio de la música y el canto. En este sentido, y como luego señalaré más en detalle, el Primer romancero gitano está en su origen ligado al Poema del cante jondo, del cual se desprende y con el que mantiene claros lazos de unión. El cante jondo, cante gitano-andaluz en su desarrollo moderno, está en la raíz de los dos libros, conviniéndole al Romancero la misma apuntada calificación de gitano-andaluz, por la suma de elementos que en él concurren, bien entendido que el romance lorquiano es un romance culto, de sabia complejidad, por más que sus raíces espontáneas se ahínquen en una remota tradición oral.
Aun sin haber procedido a un cotejo completo de las seis o siete ediciones del Romancero que se hicieron en vida del poeta (la última de 1936), cabe deducir, como explico en las notas finales, que el poeta revisó el texto de la princeps al menos en la tercera edición (Buenos Aires, Sur, 1933). Aparte de enmendarse varias erratas, se introducen cambios de puntuación, se añaden blancos y nuevos signos tipográficos, como el guión anunciador de entrada de diálogo, no usado ni en la edición primera ni en la segunda. Esta última innovación se ve apoyada por los autógrafos, donde el poeta entrecomilla los fragmentos de diálogo de sus romances. (Este uso, no adoptado para el Romancero, se observa, sin embargo, en Canciones.) La tercera edición presenta otra importante novedad: el título reducido en cubierta y portada, con pérdida del adjetivo numeral. No es seguro que la reducción se deba al poeta, pues la portadilla sigue reproduciendo el título original completo. La contradicción vuelve a producirse del mismo modo en la quinta salida del Primer romancero gitano (Madrid, Espasa-Calpe, 1935). En esta edición la viñeta de la cubierta, cuyo texto es de composición tipográfica, es un nuevo dibujo lorquiano: un motivo vegetal (el mismo que acompañará muchas de sus firmas de última época) se enreda en torno a una media luna en creciente sobre la que llueven unas gotas, se supone que de sangre. Dibujo y letras actúan como negativo en blanco sobre un fondo rojo pálido, casi rosa. Por otro lado, esta edición sigue, con leves cambios, el texto de Buenos Aires. La conclusión que se impone es la validez concedida por el autor a la tercera edición de su libro, que ha de ser tenida en cuenta, junto con los autógrafos y versiones previas aparecidas en prensa y revistas, para la fijación del texto del Romancero lorquiano.
Otro aspecto crítico de importancia es el de la cronología del Primer romancero gitano. El poeta declaró en la misma cubierta de la primera edición, escritos con tipos de máquina de escribir, los años que enmarcan la composición de su libro: 1924-1927. Como en el caso del Poema del cante jondo, que García Lorca dataría en 1921, siendo esencialmente fiel a la fecha de redacción del núcleo del libro, nada hay que objetar a los límites cronológicos marcados por el autor para su Romancero. No obstante, pueden añadirse algunas matizaciones de interés. Los tres años que median entre 1924 y 1927 indican el tiempo clave de escritura del libro, independientemente de que el proyecto pueda ser anterior a 1924, lo que parece difícil de probar, o que alguno de los romances fuera escrito con anterioridad a dicho año.
De acuerdo con la cronología que cierra este libro, la cual me exime de explicaciones en detalle, la «Burla de Don Pedro a caballo» fue escrita, en su primera versión, el 28 de diciembre de 1921, día de los Santos Inocentes. Aunque en aquellos sus primeros años de escritor García Lorca se declare en una carta «estudiante-poeta y pianista-gitano», o selle otra de sus comunicaciones epistolares con «un gran abrazo (estilo gitano)»7, nada sugiere que el Primer romancero gitano hubiera fraguado en la mente del poeta. Esto no impide que la forma romancística, con influjos de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, esté presente en el primer libro poético del autor, Libro de poemas (1921). De 1923 es un romance «escénico», lírico y narrativo, escrito con función de aria para la ópera cómica en un acto Lola la comedianta: «Arbolé arbolé». (El poema pasará luego a Canciones.) No es probablemente un error pensar que el propio poeta es personaje tácito del exquisito romance:
Cuando la tarde se puso
morada, con luz difusa,
pasó un joven que llevaba
rosas y mirtos de luna.
«Vente a Granada, muchacha.»
Y la niña no lo escucha.
Tal vez de 1923 es también el «Romance de la luna, luna», si aceptamos el testimonio de un amigo juvenil del poeta, José Mora Guarnido. La temprana fecha podría estar apoyada, aparte otras razones, por el protagonismo infantil de la escena que se dibuja, el mismo de la primera «laguna» de la «Burla de Don Pedro a caballo» y de muchos de los poemas de Suites y Canciones. Refiriéndose a estos libros, escribe Fernández Almagro en un artículo del mencionado año: «Los niños cantan en una encrucijada del mundo. Nada de color local en el paisaje: todo alude a muchos horizontes. Y el sol y la luna que se suceden, son el sol y la luna de cualquier parte. (No hay Internacional más cierta y firme que la de los niños.) El buen Dios de la infancia puebla cielos y tierra de graciosas fantasías». Esta afección a lo infantil y su mundo no es de ningún modo prueba concluyente de la fecha aludida del «Romance de la luna, luna», pero nos sirve al menos para advertir uno de los lazos de unión del Romancero con los libros anteriores. No cabe olvidar, por otro lado, que romances y romancillos se dan en los dos mencionados libros y en el Poema del cante jondo, sin que haya que dejar de lado el predominio del octosílabo en Mariana Pineda, obra que el poeta, para que no haya duda sobre sus fuentes de inspiración, subtitula «Romance popular en tres estampas». El «Romancillo del bordado» que recitan los hijos de Mariana, más los romances dedicados a la corrida de Ronda y a la muerte de Torrijos, son, en clave infantil o romántica, piezas aislables y muy próximas a las del Primer romancero. Se cumple así esa apenas analizada interrelación, continua en toda la producción lorquiana, entre obras poéticas y teatrales, que en Mariana Pineda desborda los momentos señalados. En su conferencia-recital sobre el Romancero García Lorca dejará dicho: «Desde el año 1919, época de mis primeros pasos poéticos, estaba yo preocupado con la forma del romance, porque me daba cuenta que era el vaso donde mejor se amoldaba mi sensibilidad».
Todo estaba, pues, preparado para la composición de un libro unitario de romances. El momento germinal del proyecto puede situarse en julio de 1924, cuando el poeta escribe sobre una hoja suelta el título de Romances gitanos y copia debajo, bajo el número 1, el «Romance de la luna, luna», que serviría de pórtico al libro. No está claro, de todos modos, que los indicados título y numeración implicaran necesariamente título de libro pensado como tal. Si clara la idea de una serie de «romances gitanos» (y el plural debe indicar que otros estaban ya escritos o pensados), no debió ser hasta 1926, como señalaré, cuando el Primer romancero fragua como unidad desgajada. En 1924, no obstante, podemos documentar el «Romance sonámbulo», «La monja gitana» y el «Romance de la pena negra», más el comienzo del «Romance de la Guardia Civil española», terminado dos o tres años después. En enero de 1926 fecha el popularísimo «La casada infiel». Poco después escribe el poeta a su hermano Francisco: «El romancero gitano quisiera reservarlo y hacer un libro sólo de romances. Estos días he hecho algunos, como el de Preciosa y el “Prendimiento de Antoñito el Camborio”. Son interesantísimos. Si me contestas pronto te los mandaré».
Este fragmento necesita ser situado en su adecuado contexto respecto a la incesante creación de García Lorca. Como descubre la carta citada, a principios de 1926 corrige y proyecta la publicación de tres libros, que habrían salido conjunta o escalonadamente: Suites, Poema del cante jondo y Canciones. «A costa de un gran esfuerzo», efectúa la corrección y revisión de todos los poemas. Añade a su hermano: «He visto completas cosas que antes no veía y he puesto en equilibrio poesías que cojeaban pero que tenían la cabeza de oro». Vuelto sobre antiguos borradores, el poeta busca el hilo de oro que dé consistencia y equilibrio a sus creaciones, ahora vistas en su completa trabazón y orden. Con estupenda imagen, que he transfigurado levemente, sabe que el núcleo de sus poemas, a salvo de algún verso o estrofa, está perfectamente prendido como por un alfiler de «cabeza de oro». Es el poema «fijo», sin carencias ni cabos sueltos, que García Lorca tratará de conseguir en los mencionados libros y en el Primer romancero. Y es en este momento, febrero de 1926, cuando decide reservar (fijémonos en el término) los romances para un libro independiente. Es ésta la primera declaración expresa que nos es conocida sobre el libro como proyecto unitario. Como contrapartida, todavía las «canciones andaluzas» estaban adscritas, según la misma carta, al Poema del cante jondo, si bien pasarán en 1927 a Canciones. Del mismo modo, los «romances gitanos» pudieron ser en su origen una serie incipiente sin destino prefijado.
Prueba de la conformación creciente del libro en 1926 es el envío del «Romance de la luna, luna» en carta a M. Fernández Almagro, con cita subsecuente del «Romance de la pena negra», «Romance sonámbulo», «Romance de la Guardia Civil española» y «Romance de Adelaida Flores y Antonio Amaya», del que en realidad sólo conocemos el título, pues el único punto de contacto que ofrece con la primera versión conocida de «La casada infiel» resulta demasiado leve como para suponer que estamos ante un mismo romance diferentemente nombrado. Lo cierto es que García Lorca aludirá, tras la citada enumeración de romances, a «otros de diferentes clases» (por el contexto se supone que escritos), añadiendo a continuación: «Mi idea es hacer un romancero gitano». Si exceptuamos el dedicado a esa desconocida pareja gitana, la copia del primer romance, más la cita de los otros tres, nos retrotrae a 1924, como si la serie hubiera sido retomada, una vez decidido el libro. (Al lado ha de situarse –últimos meses de 1925 o comienzos de 1926– la versión casi definitiva de la «aleluya erótica» Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, pieza teatral que muestra, junto a otros ejemplos que podrían mencionarse, el entrecruzamiento continuo de obras y proyectos distintos en el mundo creativo del poeta.)
En marzo de 1926 García Lorca anticipará a Jorge Guillén: «Estoy terminando el Romancero gitano». La afirmación, que repetirá a partir de este momento en cartas sucesivas, va cobrando realidad con la escritura de nuevos romances o la terminación demorada de otros ya empezados tiempo atrás. En el indicado mes cita y comenta a Guillén «La casada infiel», «Preciosa y el aire» y el «Romance del gitanillo apaleado», segundo que nos es desconocido. En agosto, mientras veranea con su familia en Lanjarón, escribe «Reyerta» y «San Miguel», este último descripción de la romería que se realiza en la festividad del arcángel –29 de septiembre–, cuya imagen, nada distinta de la que el poeta describe, se venera en la ermita de San Miguel el Alto, sobre el granadino Cerro del Aceituno. Dos perspectivas abren y cierran este romance de Granada: la imaginada desde las barandas de miradores y balcones de la ciudad y la que se divisa desde el mismo Cerro, ya convertida en «primor berberisco de gritos y miradores». Es una antigua Granada la evocada, muy próxima a la de la futura Doña Rosita, con «manolas», «altos caballeros», «damas de triste porte» y un obispo de Manila de viejos ojos enrojecidos. Pero escrito el romance en Lanjarón («Estoy en Sierra Nevada y bajo muchas tardes al mar. ¡Qué mar prodigioso el Mediterráneo del Sur!»), el poeta pone en escena, en fondo de geografía abarcadora, el mar lejano y la «aurora salobre» que se quiebra en los recodos de la montaña. Es la Granada física y socialmente encerrada, por más que ese mar imaginario finja balcones en su olas (nuevas y fugacísimas barandas en la metáfora subyacente), mientras «las señoritas de Granada se suben a los miradores encalados para ver las montañas y no ver el mar. [...]. Por las tardes se visten con trajes de gasas y sedalinas vaporosas y van al paseo, donde corren las fuentes de diamante y hay viejos suplicios de rosas y melancolías de amor. [...]. Tienen grandes conchas de nácar con marinas pintadas y así lo ven; tienen grandes caracolas en sus salas de estrado y así lo oyen»8.
En noviembre, ya en Granada, García Lorca trabaja en el «Romance de la Guardia Civil española» (del que envía un largo fragmento a Guillén) y en el que primeramente llama «Romance del martirio de la gitana Santa Olalla de Mérida». Del martirio colectivo se pasa al martirio de un ser individualizado, consagrado en el martirologio cristiano y elevado, en su evolución fonética popular (Eulalia, Olalla), a topónimo de varios pueblos españoles. Entre ellos existe uno, Santa Olalla, perteneciente a la provincia de Huelva y situado en la ruta Sevilla-Mérida. En uno y otro romance encontramos esas plásticas imágenes tan propias del poeta (y en especial del Primer romancero), que parecen de un motivo escultórico o pictórico9; así, las manos cortadas de la santa, «que aún pueden cruzarse en tenue / oración decapitada», o la visión de Rosa la de los Camborios, que, transfigurada de pronto en una tácita Santa Águeda, gime «con sus dos pechos cortados / puestos en una bandeja». Este motivo iconográfico se repite en el romance de la mártir («el cónsul porta en bandeja / senos ahumados de Olalla»), como si la santa de Mérida se identificase con la citada gitana, las dos perseguidas por semejantes fuerzas opresoras de la inocencia10. Y es que García Lorca debió de trabajar casi paralelamente en los dos romances. Hablando de los guardias civiles dice en su carta a Guillén: «A veces, sin que se sepa por qué, se convertirán en centuriones romanos». Entre las casi figuras de nacimiento que se insinúan en la ciudad gitana, no hubieran desdicho tales centuriones –también de paso de Semana Santa–, que sólo se incorporarán al «Martirio de Santa Olalla». Mas los amenazantes signos de muerte, ya efectivos o en potencia, alcanzan intensidad semejante. Así, mientras la mártir es sometida a los sufrimientos de la rueda de santa Catalina, levemente aludida (y magnificada), «un rumor de siemprevivas», flor de muerte, «invade las cartucheras» de los guardias civiles. Consumado el martirio de Olalla, los centuriones, netamente romanos, serán definidos por un color simbólico negativo –el amarillo–, con inmediata superposición cromática del mismo significado: «carne gris», «armaduras de plata». Como nuevos titanes, se atreven incluso a hacer resonar sus armaduras en las puertas del cielo, blasfemo atrevimiento cuando el cuerpo de la santa ha sido ya consumido por el fuego.
Podríamos extremar el paralelo: si Mérida preside el suplicio de la mártir cristiana, otra ciudad será objeto de saqueo y destrucción por el fuego en el primer romance, aunque los escenarios sean claramente distintos. ¿Ciudad innominada la segunda? En dos octosílabos surge el nombre de Jerez de la Frontera, refrendado por la presencia de las botellas de coñac (¿que se hace el muerto al disfrazarse «de noviembre»?) y por el cortejo en el que viene Pedro Domecq entre los tres Reyes Magos. Pero el poeta no es o no quiere ser del todo explícito. Queda flotando la duda de si Jerez no es simple amarre geográfico andaluz, lejano telón donde unos quebradizos «gallos de vidrio» –amenazados en su propio canto y aviso de un alba que alumbrará la culminada destrucción– se alían a un verso de sustantivos en quiasmo –«agua y sombra, sombra y agua»–, superposición de negruras sin fondo. El mismo «almizcle», las «torres de canela», los «sultanes de Persia» dan un tono orientalizante a la ciudad gitana, como de una Palestina imaginada por manos infantiles en el multicolor escenario de un nacimiento. Sobre él se proyectan versos que diseñan con hermosa delicadeza un ámbito que roza el de algunos villancicos navideños. Pero, preguntándose por la ciudad de los gitanos, el poeta dice con orgullo al fin de su romance: «Que te busquen en mi frente. / Juego de luna y arena». Ciudad, pues, absolutamente imaginaria, sometida a la destrucción absoluta –desierto de arena y luna–, como la propia «frente» del poeta, de donde con clara consciencia han brotado, transformado el mito de Minerva, torres y calles y veletas. No obstante, García Lorca supo descubrir, con un golpe de genialidad, esa su ciudad gitana en la letra de un baile gitano, la cachucha:
Esta noche mando yo,
mañana mande quien quiera;
esta noche he de poner
en las esquinas banderas.
Anda, salero,
cómo ha llovío;
la calabaza
se ha florecío.
Esta canción, con baile incluido, fue utilizada por el poeta para su escenificación de El burlador de Sevilla con el grupo de La Barraca11. Además, el cuarto octosílabo pasará íntegro al romance gitano, asociados en el verso inmediato los términos «luna» y «calabaza», que, como en el «Romance de la pena negra», resultan atraídos por el color amarillo de la flor.
Un talante épico y dramático domina el romance de la destrucción de la ciudad de los gitanos, sorprendida en el ingenuismo de su luminosa fiesta por el poder siniestro de sables y fusiles, de los que surge el viejo fulgor de la pólvora negra, la cual abre en la noche sus momentáneas rosas de fuego. Se vislumbra en el romance el recuerdo del otro antiguo dedicado a «Álora, la bien cercada». En éste, moros y moras suben al castillo, para sostener el cerco, las provisiones necesarias y el «oro fino» que hay que resguardar. En los versos lorquianos son «gitanas viejas» las encargadas de huir en la noche «con los caballos dormidos / y las orzas de monedas». Unos y otras suben hacia un lugar elevado: castillo en el primer romance; portal de Belén, en el segundo. Que el portal donde «los gitanos se congregan» está en un alto lo prueba la huida y lucha a través de «calles empinadas». No deja de ser tiernamente irónico que el lugar de protección sea el máximo símbolo religioso de la indefensión de Cristo, un humilde portal. Allí, hasta el San José a veces vejado burlescamente en villancicos donde toman parte los gitanos se reviste de grandeza y dignidad: «San José, lleno de heridas / amortaja a una doncella». Todo será destruido en el absoluto saqueo. Hundidos los tejados tras el incendio de la ciudad, no queda ningún signo de vida: sólo un «túnel de silencio».
Elementos muy dispares han quedado trabados en este admirable «Romance de la Guardia Civil española». Pero lo que es en él dinamismo es casi extática representación en el «Martirio de Santa Olalla», dispuesto a manera de tríptico que culmina, como en un auto sacramental, con el triunfo de la Eucaristía. En todo el romance subyace una alegoría tipológica, parcialmente desarrollada, según la cual Olalla repite el suplicio de la cruz. El árbol de la Pasión está tácitamente nombrado; los viejos soldados romanos que «juegan o dormitan» son aquellos que se jugaron a los dados la túnica de Cristo («juegan a los dados» decía expresamente una variante suprimida del manuscrito) o los que, en tantas representaciones plásticas, dormitan al pie del sepulcro con la lanza entre las manos. Ambas acciones prefiguran la muerte y subida a la gloria de la mártir, que en la apoteosis final, como de Corpus Christi, aparece «blanca en lo blanco», blancura de virginidad –a la par que de la nieve que ha cubierto el cuerpo torturado– bajo el resplandor de la Custodia.
No deja de ser curioso el origen de los dos versos últimos: «Ángeles y serafines / dicen: Santo, Santo, Santo». Proceden, y agradezco el dato a Isabel García Lorca, de un poema piadoso que se rezaba en su casa los días de tormenta. La criada Dolores la Colorina, nodriza de Francisco García Lorca e inspiradora de tipos y expresiones en la obra de Federico, no se calmaba en su miedo hasta que doña Vicenta Lorca encendía el cabo de cirio que había sido usado en el monumento del Jueves Santo, al que Dolores atribuía facultades especialmente conjuradoras contra el mal de las tormentas. Una vez encendido en una habitación cerrada, rezaban lo siguiente, sólo en parte recordado:
El trisagio que Isaías
escribió con santo celo
lo oyó cantar en el cielo
a angélicas jerarquías.
...........................................
Repita nuestra voz cuanto
ángeles y serafines,
arcángeles y querubines
dicen Santo, Santo, Santo.
