La casa de Bernarda Alba - Federico García Lorca - E-Book

La casa de Bernarda Alba E-Book

Federico García Lorca

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Beschreibung

La historia se desenvuelve en la casa de Bernarda Alba, un universo cerrado. En un ambiente triste, silencioso, de reclusión, se originan una serie de acontecimientos y situaciones límite. «La casa de Bernarda Alba» constituye un exponente más de la capacidad de Federico García Lorca para aunar la tradición y la vanguardia por medio de un teatro simbólico de índole muy personal que le sitúa entre los valores más destacados del canon internacional. El autor granadino continúa en el camino de la experimentación con temas, personajes y géneros de la tradición teatral, a los que presenta desde inusitadas perspectivas y filtra por el tamiz de unas modernas técnicas expresivas deudoras de las más renovadoras vanguardias del momento, junto con una profundización en las posibilidades connotativas de los símbolos. Esta nueva edición se basa en el autógrafo conservado en la Fundación Federico García Lorca.

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Seitenzahl: 206

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Índice

Introducción

La época: la Generación del 27 se abre paso

Amigos y maestros de la Generación del 27

Temas y motivos

Vida de Federico García Lorca

La casa de Bernarda Alba

Esta edición

Bibliografía

La casa de Bernarda Alba

Acto primero

Acto segundo

Acto tercero

Análisis de la obra

La intrahistoria de la obra

La obra

Estudio de la obra. Fuentes e influjos

El mundo de Bernarda Alba

El espacio y otros símbolos

Los personajes

Actividades

Créditos

INTRODUCCIÓN

LA ÉPOCA: LA GENERACIÓN DEL 27 SE ABRE PASO

Al principio de los «felices años veinte» se produjo una verdadera catástrofe de las tropas españolas en el norte de África, el conocido «Desastre de Annual», cerca de Melilla, donde murieron 12981 soldados españoles mandados por el general Manuel Fernández Silvestre ante las tropas de Abd el-Krim, en julio de 1921.

Tantas bajas en un ejército considerado como superior supusieron una auténtica humillación, y la gente del pueblo, de donde habían salido los soldados muertos, se distanció de sus gobernantes, a quienes acusaban de la derrota.

El país necesitaba un conjunto de reformas muy amplias, que tampoco se llevaron a cabo tras las elecciones de 1922, después de las cuales se colocó al frente del gobierno Manuel García Prieto.

Los problemas, en lugar de solucionarse, se agudizaron, avivándose los conflictos con la Iglesia a propósito de la anunciada reforma de la Constitución. Huelgas y todo tipo de desórdenes agitaban la vida política y social, especialmente en Cataluña.

El jerezano Miguel Primo de Rivera era entonces capitán general en Barcelona, donde había demostrado mano dura contra la delincuencia, el terrorismo anarquista, el pistolerismo patronal y el auge del catalanismo, por lo cual estaba bien visto en los círculos más conservadores.

Primo de Rivera se había manifestado a favor del abandono de las colonias españolas en África, no solo porque en Annual había muerto su hermano Fernando, sino porque pensaba que nuestros soldados no deberían luchar más allá del Estrecho.

Tras reunirse en Madrid con un grupo de generales para intentar poner remedio a los conflictos del país, contando con el apoyo de los sectores más conservadores, y con la venia de Alfonso XIII, dio un golpe de estado el 13 de septiembre de 1923. Algunas de sus primeras medidas fueron suspender la Constitución de 1876, prohibir la libertad de prensa, y disolver el Gobierno y el Parlamento, implantando así una dictadura, en gran medida inspirada en la de Mussolini, que iba a durar hasta el 28 de enero de 1930.

Los «felices años veinte», durante los cuales fueron creciendo intelectualmente los miembros de la generación poética más sobresaliente del siglo XX español, supusieron un periodo de dictadura que, en principio, aplacó los ánimos más exaltados y obtuvo sonadas victorias en los enfrentamientos con Marruecos en 1926. El desembarco de Alhucemas, con Primo de Rivera —que había modificado su pensamiento respecto a las colonias en África— al mando de las tropas, supuso, en efecto, la consolidación de la presencia española en Marruecos.

El dictador, además, se preocupó por favorecer el empuje de la industria nacional, y fomentó la construcción de grandes obras públicas, con lo que determinados sectores veían con buenos ojos sus novedades.

Pero, aunque también logró algunas modificaciones sociales de cierto mérito, apoyando a las clases trabajadoras y asociando el Partido Socialista y la UGT al gobierno, pronto surgieron problemas. Sobre todo con los intelectuales y universitarios, grupos estos en donde se movían los jóvenes que iban a formar parte de la Generación del 27.

Su hijo José Antonio expresaría bastantes años después que al dictador le faltó la elegancia dialéctica imprescindible para que su posicionamiento político congregara a su alrededor a la joven generación que empezaba a dar muestras ya de su futura actividad.

Con todo, tal escasez de elegancia dialéctica era peccata minuta frente a otras faltas, en especial la pérdida de la libertad de expresión, probablemente el motivo fundamental de la ruptura con los intelectuales, tanto los ya reconocidos como los que se estaban fraguando.

Al choque de Primo de Rivera con la Junta del Ateneo madrileño, cuyo local clausuró, se unieron las sanciones y destierros de intelectuales de la talla de Unamuno, que siempre se manifestó contra la pérdida de la libertad de expresión, y al cual admiraban los poetas jóvenes. Entre ellos, Gerardo Diego, a quien había examinado de Griego otorgándole una Matrícula de Honor.

Miguel de Unamuno, entonces Vicerrector y Decano de la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Salamanca, fue desterrado a la isla de Fuerteventura en 1924 por sus continuas críticas al gobierno, que ejercía desde la prensa periódica. Poco después —irónica paradoja— se le privó de su cátedra por estar ausente de la misma.

Otros personajes con cierto carisma sufrieron también represalias. Entre ellos, el marqués de Cortina, financiero de prestigio, y exministro de Hacienda, que se había atrevido a criticar la gestión económica del gobierno, motivo por el cual fue desterrado a Canarias.

También padecieron la represión Ramón María del Valle-Inclán y Gregorio Marañón, que ejercían una función de magisterio directo o indirecto con los más jóvenes, y determinados intelectuales y escritores, como Vicente Blasco-Ibáñez, que se movilizaron contra los numerosos desmanes del gobierno.

La reforma de los planes de enseñanza promovidos por Eduardo Callejo de la Cuesta, ministro de Instrucción Pública, encontraron la oposición de muchos estudiantes, de los cuales se convirtió en cabeza visible Antonio María Sbert, quien también sufrió la mano dura del dictador.

Como respuesta a tantos despropósitos y en solidaridad con los sancionados por la dictadura, algunos catedráticos renunciaron voluntariamente a sus cátedras, con lo que la universidad se sintió afectada desde fuera y desde dentro, en todos sus niveles.

Y también se sintió afectada la Residencia de Estudiantes, a la cual se vigiló estrechamente, siendo destituido el patronato de la misma, y reemplazado por personas no solo poco afines a los ideales de la misma, sino incluso opuestos.

Sin embargo, la residencia, trasladada en 1915 a los Altos del Hipódromo madrileño, junto a la cual se había creado también en 1918 el Instituto-Escuela donde se seguían los presupuestos educativos de la Institución Libre de Enseñanza, estaba perfectamente consolidada. Y también contaba con buenos amigos entre la derecha, como el duque de Alba o el marqués de Palomares. Fruto de esa amistad y de numerosos contactos, en 1923 se creó el Comité Hispano-Inglés.

La finalidad de aquel comité, promovido por el incansable director de la residencia, Alberto Jiménez Fraud, y por Jacobo Fitz-James Stuart (duque de Alba), era fomentar las relaciones culturales entre España y Gran Bretaña. Por ello, entre otras actividades, financiarían becas para permitir el intercambio de estudiantes españoles, que pasarían temporadas en Oxford y Cambridge, e ingleses, que lo harían en la residencia. Esta sería visitada, desde entonces, por relevantes figuras de la cultura británica.

Apenas un año después, en 1924, se creó la Sociedad de Cursos y Conferencias en colaboración con un comité de damas de la aristocracia madrileña. Con ella se ampliaría la nómina de visitantes, incluyendo desde entonces a figuras destacadas de otros países europeos.

Casi de inmediato, como señaló Jiménez Fraud, se cubrió el número máximo de socios —250—, quienes unidos a las 250 personas que contaban los residentes, el personal docente de la residencia y los invitados oficiales del conferenciante de turno, formaban ese grupo de «Los Quinientos», integrados por las personas más representativas de los distintos grupos sociales españoles.

De esta forma, los jóvenes que convivían en la Residencia de Estudiantes —entre ellos Federico García Lorca— tuvieron la ocasión de asistir a conferencias de los más prestigiosos intelectuales europeos y españoles en todas las ramas del saber.

Entre 1915 y 1936 pasaron por la residencia H.G. Wells, G.K. Chesterton, Albert Einstein, Marie Curie, Paul Valéry, Howard Carter, Le Corbusier, Louis Aragon, François Mauriac, Blaise Cendrars, Paul Claudel, Georges Duhamel, Henri Bergson, Max Jacob, el conde de Keyserling, Filippo Tommaso Marinetti, y muchos otros. Y entre los españoles, Eugenio d’Ors, José Ortega y Gasset, Ramiro de Maeztu, Ramón María del Valle-Inclán, Manuel Machado, Eduardo Marquina, Manuel Bartolomé Cossío, Gregorio Marañón...

No debe olvidarse que Alberto Jiménez Fraud era un decidido forjador de voluntades y un magnífico administrador, y que allí había estado durante el periodo previo a su matrimonio —desde 1913 hasta 1916— Juan Ramón Jiménez, o que José Moreno Villa ejerció en ella una labor educativa de primer orden con los internos desde 1917 hasta 1937.

Cierto que en el periodo de la dictadura algunos de los jóvenes que iban a configurar la «generación del 27» ya habían finalizado sus estudios, y se hallaban en otros lugares, pero todos seguían asistiendo, cuando sus actividades se lo permitían, a las conferencias y a los cursos, y varios permanecían aún en ella.

Durante los «felices años veinte» todavía coincidieron en la residencia varios de sus miembros más notables, entre ellos, dos andaluces como Federico García Lorca y Emilio Prados, pero en esa época residieron también en ella destacados talentos en otras artes, como Salvador Dalí, Luis Buñuel o Pepín Bello.

Por aquel entonces, Federico, que había estrenado sin éxito El maleficio de la mariposa, pasaba algunas temporadas en Granada y otras en «la Resi», y promovió el montaje, entre unos cuantos residentes, de todo tipo de espectáculos. Por ejemplo, una escenificación del Don Juan Tenorio de Zorrilla, obra que Buñuel recordó de memoria toda su vida al haber escenificado el papel protagonista, mientras el granadino hacía de escultor.

Federico destacaba especialmente cuando se ponía al piano interpretando canciones populares, o cuando lo hacía a la guitarra, improvisando sobre temas conocidos, casi siempre de su tierra andaluza, que él revisionaba sobre la marcha.

Cuando Rabindranath Tagore, quien había conseguido el Premio Nobel en 1913, anunció que viajaría a España, los jóvenes residentes —García Lorca, el tenor Alberto Anabitarte, el escultor Ángel Ferrant— decidieron montar su obra Sacrificio, aunque la suspensión de la visita impidió su puesta en escena.

Eso no aplacaba sus ansias de cultura y sus deseos de divertirse. Aquellos jóvenes encontraban tiempo para todo. De modo que si a veces hubieron de soportar algunas conferencias soporíferas, por lo general se sintieron motivados por la brillantez de las exposiciones o la novedad de los temas. O ellos mismos crearon situaciones de sana diversión.

Los que se iban a configurar como Generación del 27 empezaron a dar señales de vida poética durante la dictadura. Algunos, con poemarios de notable interés, como el Romancero de la novia de Gerardo Diego (1920), los Poemas puros. Poemillas de la ciudad de Dámaso Alonso o, en 1921, el Libro de poemas de Lorca, aunque ya estaba trabajando en Poema del cante jondo.

Pronto, Gerardo Diego publicaría Imagen (1922) y otros títulos, mientras Pedro Salinas da a la luz Presagios en 1923. Surge en este mismo año la Revista de Occidente, que dirigía Ortega y Gasset, y en la que se darían a conocer no pocos poemas de los miembros de grupo.

Otras revistas ya han encontrado su lugar —Grecia (Sevilla, 1918), Alfar (La Coruña, 1920)—, y poco después surgen Ambos (1923)y Litoral (1926), en cuya creación participaron los malagueños y puso especial interés Alberti. Y, con el tiempo, aparecerán Verso y prosa, Carmen, Lola, Meseta, Mediodía,Papel de Aleluyas, etc. En muchas de ellas tuvieron acusado protagonismo los poetas del 27, como editores o colaboradores, siendo Litoral y Carmen dos de las más alabadas por su continente y su contenido.

En 1925, tras una visita de Rafael Alberti y José María Hinojosa a Juan Ramón Jiménez, este se quedó leyendo Marinero en tierra, y a continuación escribió una carta a su autor donde comentaba que en ese libro encontraba poesía popular, pero «nueva, fresca y acabada a la vez; rendida, ájil (sic), graciosa, parpadeando: andalucísima». En la despedida reconocía el común paisanaje: «Enhorabuena y gracias de su amigo y triple paisano: por tierra, mar y cielo del oeste andaluz».

Rafael Alberti y Gerardo Diego obtuvieron en 1925 el Premio Nacional de Poesía con Mar y tierra (luego Marinero en tierra) y Versos humanos, respectivamente. En ese mismo año, otro andaluz, Emilio Prados, edita Tiempo, y en el siguiente se estrenará Manuel Altolaguirre, también malagueño, con Las islas invitadas. Los escritores andaluces estaban dando buenas muestras de su buen hacer literario y editorial, avanzando con firmeza en ambas direcciones.

Por esas fechas están preparando entre todos un homenaje a Góngora, otro poeta andaluz, tan injustamente olvidado por la crítica y por los lectores trescientos años después de su muerte (1627). Como secretario de aquellos preparativos del homenaje intervino Rafael Alberti, con lo que su papel fue de los más activos.

Los jóvenes poetas pretendían convertir el tricentenario en algo muy sonado. Para ello publicarían las obras del cordobés, harían actos de desagravio, conciertos, verbenas, presentación de alguna de sus piezas teatrales, exposiciones de grabados y dibujos, conferencias, lecturas, etc.

Se trataba de un plan muy ambicioso que solo se ejecutó en parte por diversas causas, pero que los unió por el mero hecho de realizar un proyecto en común.

Finalmente, para rematar el año, el 16 y el 17 de diciembre de 1927 se reunieron en Sevilla, invitados por el torero y escritor Ignacio Sánchez Mejías, algunos miembros de aquel grupo de escritores jóvenes.

Reivindicar la figura de Góngora significaba sacarlo del olvido al que injustamente había sido sometido, y era también una forma de manifestar su aprecio por una poesía de calidad, basada en nuestros clásicos, pero abierta a las novedades que estaban llegando de Europa y de América.

Aquellas veladas se celebraron en los salones de la Sociedad Económica de Amigos del País, que los cedió al Ateneo sevillano. Asistieron, con otros, la mitad de los jóvenes que luego se consolidarían como grupo poético generacional —Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Rafael Alberti—, se realizaron lecturas de Góngora, pero también de los propios componentes del grupo y de otros escritores presentes.

La foto de familia que ha hecho historia inmortalizó a Rafael Alberti, Federico García Lorca, Juan Chabás, Mauricio Bacarisse, José María Platero, Manuel Blasco Garzón, Jorge Guillén, José Bergamín, Dámaso Alonso y Gerardo Diego.

Si Dámaso fue aplaudido por demostrar sus amplios conocimientos de la obra de Góngora, Federico fue aclamado por recitar textos de su Romancero gitano, y hasta Guillén causó sensación leyendo algunas décimas del que iba a ser su primer Cántico, al cual le faltaban apenas unos días para salir. Alberti advertiría que «el público jaleaba las difíciles décimas de Guillén como en la plaza de toros las mejores verónicas».

Al grupo, que se estaba consolidando como tal, aunque faltaran Vicente Aleixandre, Pedro Salinas y los malagueños Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, se unió en aquellos días, y para siempre, un joven poeta sevillano, Luis Cernuda, discípulo universitario de Salinas.

Juan Chabás, Joaquín Romero, Alejandro Collantes, Mauricio Bacarisse y José Bergamín, cuya inclusión en el conjunto ha sido tantas veces cuestionada, también se integraron con el núcleo principal y compartieron protagonismo en aquellas jornadas convertidas en hito histórico-cultural del grupo.

En 1927 todos ellos eran jóvenes, pero encontraron momentos para asuntos serios y para otros más alegres, como algún paseo en barca por el Guadalquivir, o fiestas nocturnas en la finca de Pino Montano, propiedad de Sánchez Mejías.

En aquel par de días, especialmente de madrugada, no faltaron el cante por seguiriyas de Manuel Torres, acompañado a la guitarra por Manuel Huelva, sesiones de hipnosis, y disfraces morunos, tan de moda entonces entre los jóvenes, y un inesperado recital de Dámaso, que sabía de memoria centenares de versos de las Soledades gongorinas.

Tampoco faltó una visita nocturna al manicomio de Miraflores, y una comida en la conocida Venta de Antequera donde Dámaso fue coronado poeta. Aquellos actos sevillanos fueron considerados en principio como una especie de desmadre, de homenaje festivo, y así lo entendía Pedro Salinas en una carta del 1 de diciembre de ese año a Jorge Guillén, donde entendía las veladas como «juerga», muy poco propicia a la literatura. Una ocasión, pues, para disfrutar de Sevilla y de la amistad cordial que se iba a confirmar en aquel momento y lugar.

Las veladas poéticas sevillanas a finales de aquel año no fueron sino otro de los diversos actos a favor de Góngora, uno de los grandes maestros de nuestras letras, aunque con el tiempo se convirtieron en punto de encuentro definitivo y en hito de una generación que nacía.

Rafael Alberti, en el primer volumen de La arboleda perdida, admite que en aquel año algunos de sus compañeros y él mismo, habían hecho un auto de fe donde «condenaron a la hoguera obras de los más conspicuos enemigos de Góngora, antiguos y contemporáneos» como Lope, Quevedo, Luzán, Hermosilla, Moratín, Campoamor, Cejador y Frauca, Valle-Inclán, etc. Y que la noche del 23 de mayo de 1927 «hubo juegos de agua contra las paredes de la Real Academia. Indelebles guirnaldas de ácido úrico la decoraron de amarillo. Yo, que me había aguantado todo el día, llegué a escribir con pis el nombre de Alemany —autor de El vocabulario de Góngora— en una de las aceras. El señor Astrana Marín, crítico que diariamente atacaba a don Luis, descargando de paso toda su furia contra nosotros, recibió su merecido, mandándole a su casa, en la mañana de la fecha, una corona de alfalfa entretejida de cuatro herraduras, acompañada, por si era poco, con una décima de Dámaso Alonso, de la que hoy solo recuerdo su comienzo: “Mi señor don Luis Astrana, / miserable criticastro, / tú que comienzas en astro / para terminar en rana”».

Alinearse en defensa de Góngora, tanto como atacar a sus detractores, puede ser considerado una modalidad de manifiesto de un grupo que ya había empezado a dar muestras de su calidad y, con el tiempo, iría produciendo textos de mucho calibre, un grupo en cuya teoría poética aparecieron las claves que los habían movido hacia determinadas tendencias.

Y, desde luego, este alineamiento puede concebirse como una forma de combatir a las generaciones anteriores, algo que se exige a un grupo literario para que pueda considerarse generación independiente.

AMIGOS Y MAESTROS DE LA GENERACIÓN DEL 27

Los jóvenes poetas que empezaban a destacar no habían surgido de la nada. Ellos, como cualquier escritor de primerísima fila, habían dispuesto de unos maestros muy próximos, entre los cuales hay que destacar en primer lugar al andaluz universal: Juan Ramón Jiménez.

Juan Ramón, primero desde su lugar de privilegio en la Residencia de Estudiantes, luego desde las publicaciones de la editorial Calleja, y más tarde desde la atalaya de las diversas revistas por él dirigidas y los libros publicados, se había convertido en líder de una poesía española que adolecía de un gran maestro desde mucho tiempo atrás.

El poeta onubense había variado notablemente su rumbo desde el viaje que hizo en 1916 a Nueva York para contraer matrimonio con Zenobia Camprubí. Practicaba entonces una poesía desnuda que había dejado muy atrás el tono modernista de Rubén Darío y el de sus propios primeros libros, tan influenciados por Gustavo Adolfo Bécquer y el nicaragüense.

Juan Ramón no estaba aislado en su domicilio familiar con Zenobia, aunque así podría considerarse visto desde fuera. Bien al contrario, se mantenía al día de lo que se estaba cociendo en las letras españolas y foráneas, y solía mantener animadas conversaciones con los jóvenes de la nueva hornada poética, a los cuales recibía en su domicilio. Era el buen maestro al que todos reverenciaban.

Todos los jóvenes de la que luego denominarían Generación del 27 se sintieron favorablemente influenciados por Juan Ramón, en asuntos y formas literarias y en cuestiones relativas a la edición.

Juan Ramón, entre 1916 y 1927, dio a la luz su Diario de un poeta recién casado, Primera antología poética, Eternidades, Piedra y cielo, Poesía, Belleza, La Estación total y Segunda Antología poética, había dirigido revistas como Índice y Sí. Boletín Bello Español, y andaba entonces afinando Ley. Era conocido y apreciado por su buen hacer poético y editor, saliendo sus textos en las mejores revistas literarias de la época. Los jóvenes del 27 lo tuvieron como referente durante sus años de formación, que coinciden con el periodo de la dictadura de Primo de Rivera.

Sin embargo, en 1927 estaban surgiendo discrepancias entre el maestro y sus aventajados discípulos. Las diferencias fueron tanto a nivel personal como de índole literaria. El poeta de Moguer no estaba muy de acuerdo con que sus jóvenes discípulos llevaran a cabo actos presumiblemente irreverentes con la poesía, y que mezclaran las actividades líricas con otras de menos nivel.

Aunque nunca quedaron muy claras las motivaciones que lo llevaron a distanciarse de los jóvenes a los cuales había apadrinado publicando sus textos en las revistas que él dirigía, leyendo sus obras, y orientándolos durante cordiales charlas en su casa de la calle Velázquez de Madrid, lo cierto es que los temas gitanos que asumía Lorca, o las actividades taurinas de Alberti, como su debut en la plaza de Pontevedra formando parte de la cuadrilla de Sánchez Mejías, no parecían satisfacerle especialmente.

Tampoco le parecía correcto el posicionamiento ultraísta de Gerardo Diego, quien, con Juan Larrea, siguió durante un tiempo a Vicente Huidobro. Probablemente no le había parecido digno el fracasado debut de Lorca en las tablas con El maleficio de la mariposa, donde los protagonistas eran insectos, ni el de Mariana Pineda, ni que Alberti ocupase parte de su tiempo en escribir su Pájara pinta. Quizás creía que dedicándose al teatro, a aquel tipo de teatro, la poesía de los jóvenes dejaba de ser pura.

Cuando Ignacio Sánchez Mejías se retira de los ruedos y dedica su afán a la literatura, especialmente al teatro, e invita, pagando de su bolsillo, a los poetas emergentes, que ya eran sus amigos, a las veladas sevillanas de diciembre del 27, el autor de Platero y yo consideró aquellas actividades una afrenta a la poesía, que él vivía como una religión.

Y no era el único. También lo había entendido así en una primera impresión Pedro Salinas: «Mi opinión sobre esa aceifa lírica fue al principio adversa: Ateneo sevillano, Sánchez Mejías, cosas que aunque ellas quieren tienen muy poco o nada que ver con la literatura».

Lo cierto es que se había iniciado el distanciamiento con Juan Ramón, y aunque todos los discípulos siguieron apreciando su magisterio, poco a poco uno y otros fueron agudizando sus diferencias y desencuentros.

Otros escritores influyeron de diversas maneras en la nueva generación. No debe olvidarse que en aquellos años Ramón Gómez de la Serna estaba escribiendo y publicando greguerías, y en estas es corriente la aparición del proceso de asociación «subideal» típico en el razonar del niño. Ramón había exaltado el futurismo como «una de esas proclamas maravillosas que enseñan arbitrariedad, denuedo, y que son la garrocha que necesitamos para saltar». El escritor madrileño había comentado y alabado las fórmulas de Marinetti en su revista Prometeo con expresiones como: «Convivamos con lo contradictorio, con lo absurdo».

Sus greguerías, que alguien ha calificado como creacionistas, influyeron en la joven generación con la cual convivió, y dejaron su huella en otras generaciones. Su inquietud inventiva le hizo avanzar sin volver la vista atrás entre todos los ismos que cruzaron los treinta primeros años del siglo XX, y en especial los «felices años veinte».

A sus tertulias en la botillería del café Pombo asistieron de vez en cuando los jóvenes del 27, pero también otros escritores más y menos jóvenes. Los del 27 admitieron su influjo, aunque no lo considerasen uno de sus maestros.

Ramón Gómez de la Serna, que ocupaba un cargo de oficial técnico conseguido «a dedo», había sido depuesto por Primo de Rivera, al igual que otros muchos enchufados, apenas iniciada la dictadura, con lo cual liberaba a la Administración Pública de esa carga económica.

Antonio Machado, también andaluz, fue otro gran referente poético para los jóvenes del 27. Federico lo había conocido en la célebre excursión que hizo con su profesor Martín Domínguez Berrueta y sus condiscípulos a Baeza en junio de 1916. Allí le había oído recitar por primera vez. Al año siguiente, ambos poetas actuaron juntos en un concierto en el Casino de Baeza. Aquellos encuentros marcaron de un modo notable la carrera del joven Federico, a quien, tras su vil muerte, Machado cantaría emocionado.

El poeta sevillano fue publicando su obra lírica y dramática, tan admirada por los poetas emergentes, a los cuales alabó, y a los que no defraudó en ningún momento, como hizo recibiendo a Mauricio Bacarisse y otros jóvenes en 1923, cuando él era catedrático en el instituto de Segovia, o cuando comentó los aciertos de Gerardo Diego en su libro Imagen.

Muchos de ellos, por su parte, lo elogiaron como poeta y asistieron a los estrenos de sus piezas dramáticas, que sonaron en toda la prensa del momento como aldabonazos a la libertad en el periodo de dictadura.

Es cierto que poco después de haber sido nombrado miembro de la Real Academia (nunca tomó posesión del cargo), le pidieron una colaboración para el número especial de La Gaceta Literaria que los jóvenes poetas del 27 preparaban como homenaje a Góngora, y él se excusó argumentando el agotador trabajo en el instituto. Pero siempre los tuvo presentes y ellos lo consideraron verdadero maestro de generaciones.

También Unamuno, con su oposición a cualquier tipo de negación de libertad, llamó la atención de los jóvenes del 27, tan decididamente favorables a ese posicionamiento socio-político y literario.

Unamuno fue admirado por su teatro, por sus ensayos y por su poesía. Aunque sabían que no era oro todo lo salido de su pluma, Jorge Guillén aseguró que «canta con voz hermosa y apasionada, grave y limpia». Y todos tuvieron en cuenta sus innovaciones en los romances, en los sonetos y en otras estructuras poéticas. Y, sin duda, su carácter.

Pero Unamuno supo ver también en ellos los valores que estaban atesorando, hasta el punto de alabar la calidad de Yerma, comentando en público, durante el ensayo general, que él tenía una obra parecida a Yerma —su Raquel, aún no estrenada en Madrid—, pero que la de Lorca era superior. Este comentario delataba su talante generoso ante las obras de los demás.