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"La zapatera prodigiosa" es una farsa que revive las sales de Beaumarchais y de Goldoni, teñida por las huellas de Cervantes. «Yo hubiera calificado a La zapatera prodigiosa -declaraba en 1933 Federico García Lorca (1898-1936)- como "pantacomedia", si la palabra no me sonara a farmacia... Y es que, como ustedes han podido ver, la obra es casi un ballet, es una pantomima y una comedia al mismo tiempo.» Y añadía sobre su heroína dramática: «La zapaterita representa a todas las mujeres del mundo y también el alma humana. Por eso, la farsa, en el fondo, es un gran drama». Rigurosamente establecida con el texto de su última versión (1935), aquella que el poeta daba por definitivamente válida, la presente edición, a cargo de Mario Hernández, se acompaña con el complemento de varios e interesantes documentos.
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Seitenzahl: 230
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Federico García Lorca
I. La zapatera prodigiosa
Farsa violenta con bailes y canciones populares de los siglos XVIII y XIX, en dos partes, con un solo intervalo
II. Fin de fiesta
Romances recogidos, musicados y armonizados por Federico García Lorca
Edición de Mario Hernández
Introducción
I. La zapatera prodigiosa. Farsa violenta con bailes y canciones populares de los siglos XVIII y XIX, en dos partes, con un solo intervalo
Personajes
Prólogo
Acto primero
Acto segundo
Apéndice a La zapatera prodigiosa
I. La zapatera prodigiosa [Esbozo]
II. [Autocrítica (Buenos Aires, 1933)]
III. Antes del estreno. Hablando con Federico García Lorca
IV. [Reposición de La zapatera por el Club Teatral de Cultura]
V. «Es una farsa muy española con ritmo de ballet», dice el joven poeta
VI. Mientras se abre la zapatería, un párrafo de charla con Federico García Lorca
VII. Esta noche estrena Lola Membrives La zapatera prodigiosa
VIII. El autor de Bodas de sangre es un buen amigo de los judíos
IX. Anotaciones del autor a nueve de sus figurines para La zapatera prodigiosa
II. Fin de fiesta. Romances recogidos, musicados y armonizados por Federico García Lorca
Nota introductoria
1. «Los pelegrinitos» (Romance pascual)
2. «Canción de otoño en Castilla»
3. «Los cuatro muleros» (Villancico granadino)
Apéndice al Fin de fiesta
I. Un fin de fiesta con canciones escenificadas
II. García Lorca presenta hoy tres canciones populares escenificadas
Notas al texto
I. Cronología y repartos del estreno y reposiciones
II. Análisis comparativo de los repartos
III. Versiones conocidas de La zapatera
IV. Criterios de esta edición
V. Aparato crítico
Créditos
Dentro de la producción teatral de Federico García Lorca, La zapatera prodigiosa ha sido siempre una pieza de indiscutido éxito, al margen de que se sitúe en la media penumbra del «teatro menor». (La compañía en el rincón es excelente; «trama y lenguaje de farsa humana eterna», que dijo García Lorca, allí se encuentran, por ejemplo, los entremeses del insigne Cervantes.) Pero el problema al que se enfrenta actualmente un director teatral que quiera representar La zapatera radica, ya de entrada, en la elección del texto a seguir. En lo esencial, pueden cifrarse en dos las ediciones que circulan de la farsa: la publicada por Guillermo de Torre en el tercer volumen de las Obras completas de la editorial Losada (Buenos Aires, 1938) y la dada a conocer por Joaquín Forradellas (Salamanca, 1978). Como se deriva de las mismas fechas, la primera ha sido reimpresa múltiples veces, de modo que puede decirse que de ella han partido, hasta ayer mismo, directores, público, lectores y críticos. Las novedades textuales que presenta la segunda, minuciosamente anotada por su editor, no son grano de anís. Sin duda alguna corresponden a un estadio posterior en la evolución del texto al que representa la de Guillermo de Torre. Esbozado simplemente el problema, diré que en la presente edición ofrezco una tercera versión de La zapatera prodigiosa. Se trata de la «nueva versión» puesta en Madrid por la compañía de Lola Membrives en 1935, en la que el autor introdujo mínimas variaciones sobre la anteriormente estrenada en Buenos Aires. Como trataré de justificar en mis «Notas al texto», estaríamos ante la versión de La zapatera revisada por el poeta para la última escenificación en la que él intervino.
En las páginas que siguen he intentado trazar el itinerario de la farsa lorquiana desde los momentos iniciales de su concepción. Varios documentos desconocidos, desde el esbozo en prosa narrativa hasta las entrevistas de prensa no recopiladas, permiten contrastar con mayor fundamento que en estudios anteriores las intenciones del autor y el perfecto resultado obtenido. A través de los citados documentos y de otras fuentes he tratado de arrojar el máximo de luz sobre la obra misma y sobre la visión que García Lorca tuvo de ella. y a partir de sus declaraciones, e insistiendo en una línea tocada repetidamente por la crítica, he explorado con especial atención los rasgos quijotescos de La zapatera, tanto en lo que se refiere a la heroína de la farsa como a la escena del romance en el segundo acto.
Obra de lograda madurez, La zapatera prodigiosa mantiene intactos para el espectador o el lector de hoy los «frescos tonos» y el amor que el poeta puso en sus personajes de ficción. Como entrada en materia, quiero recoger estas certeras palabras de Francisco García Lorca, las cuales nos sitúan ya ante el cuadro psicológico de la farsa: «Todos los personajes masculinos representan, como en ciertas litografías antiguas, la escala de la vida: el niño, la infancia; los mozos, la juventud; el alcalde, la madurez; el Zapatero, la vejez; don Mirlo, la senectud. Sobre todos proyecta la Zapatera su ternura y su aspereza, ya que es en el plano del amor donde se centra la lucha de la fantasía con la realidad» (Federico y su mundo, Madrid, 1980, p. 310). Es en este plano natural, sencillo y complejo a la vez, donde se alza esa pugna tan humana, de raíz cervantina, que alienta en el sentir y sueños de una de las heroínas teatrales más atrayentes creadas por la imaginación del poeta.
*
La zapatera prodigiosa, farsa violenta en un prólogo y dos actos, según fue definida por García Lorca, es una de sus piezas teatrales que mejor muestra el cambiante proceso de creación a que sometía su teatro, incluso más allá del estreno respectivo. Aunque en varias de las etapas observables hemos de reducir el seguimiento de la génesis, escritura y cambios introducidos en la obra a hipótesis circunstanciales, la abundante documentación conservada nos permite examinar en gran medida los distintos estadios por los que pasó La zapatera hasta su fijación –¿definitiva?– en 1935. García Lorca adoptaba un criterio fluido ante sus textos teatrales, dispuesto a introducir modificaciones en la obra ya estrenada si su propia visión o condicionantes externos (como podría ser el cambio de actriz) le inducían a ofrecer una nueva versión cuando la obra se reponía. Éste fue el caso de La zapatera prodigiosa, con la particularidad de que es la obra teatral de García Lorca que más veces se repuso en vida de su autor. Estrenada en Madrid en 1930, con Margarita Xirgu en el papel principal, volvió a ser puesta en escena en otras tres ocasiones. Un grupo de aficionados, el Club Anfistora, la repone en Madrid en 1933 junto con Amor de Don Perlimplín, pieza que sí constituía riguroso estreno. A fines del mismo año Lola Membrives la incorpora a su repertorio durante la triunfal presentación del teatro del poeta en Buenos Aires. Es entonces cuando García Lorca, que interviene personalmente en los ensayos y dirección escénica, hablará de lo que considera «verdadero estreno» de La zapatera. Finalmente, la misma actriz argentina lleva la nueva versión a un escenario madrileño en 1935, ya en fechas coincidentes con las representaciones de Yerma, tragedia con la que el poeta se consagraba de modo definitivo como dramaturgo ante el público y los empresarios españoles de teatro.
Si nos situamos ante la última fecha, podemos observar cómo el espectador madrileño podía asistir por los mismos días (marzo de 1935) a dos espectáculos sumamente distintos de un mismo autor: frente a la farsa vivacísima, contrapunteada por escenas de canto y baile, la escueta densidad trágica de Yerma, estudio también de un alma femenina, mas con una técnica e intención netamente diferenciadas. Aun mostrando determinadas constantes del teatro lorquiano, desde el concepto del espacio escénico al interés por el papel del coro, las dos piezas se inscriben en diferentes modos de expresión teatral, aquellos que atienden, para establecer una primera línea divisoria, a la comedia y a la tragedia.
García Lorca cultiva las sales de la comedia hasta el fin de su truncada vida y producción dramática. No sólo vuelve sobre el teatro de títeres en 1935, con el teatrillo La Tarumba y las representaciones del Retablillo de Don Cristóbal; de 1936, según todos los indicios, es el comienzo de redacción de Los sueños de mi prima Aurelia, obra que le habría sido solicitada por la actriz Carmen Díaz para su estreno aquel mismo año, en fechas quizá próximas al estreno de La casa de Bernarda Alba. (Curiosamente, uno de los personajes de Los sueños es el propio poeta niño, a partir de una línea de inspiración semejante a la que da vida al Niño de La zapatera.) Pero el camino que lleva hasta la última e inacabada comedia, pasando por Doña Rosita la soltera, es complejo y no sometido a una sola dirección, ajeno el poeta a la falsilla o a la fórmula de éxito que se repite. Esta versatilidad y poder creador no impiden, por supuesto, el cultivo de modalidades o géneros concretos, mas sin abandonar una decidida actitud de investigación y superación de los modelos que le sirven de punto de partida.
Haciendo abstracción de la cronología precisa, hemos de remontarnos a los primeros años veinte para examinar su arraigada vocación de comediógrafo. Es la época, tras el fracaso de El maleficio de la mariposa, en que la juvenil madurez del poeta se plasma en formas menores de teatro, herederas de una varia y antigua tradición. El poeta ensaya entonces la farsa guiñolesca (y el adjetivo comporta una tonalidad, más que una exclusiva incidencia en el mundo del guiñol), la ópera cómica, escrita para ser ilustrada musicalmente por Falla, el teatro de aleluyas y el entremés estilizado y llevado a otros límites. Es esa línea de cuajada y grácil perfección que va de la Tragicomedia de Don Cristóbal a La comedianta, Don Perlimplín y La zapatera. En medio resta una pieza de títeres por el momento perdida, La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, así como ha de añadirse a la lista, a pesar de su distinto planteamiento y más tardía escritura, el citado Retablillo de Don Cristóbal, ya entera farsa para guiñol. Descontado el paréntesis de Mariana Pineda, en sus piezas breves García Lorca vuelve sus ojos hacia una tradición popular del teatro, de la que no se excluyen las más sencillas manifestaciones. Si en primer término sobresale el teatro de marionetas, otras formas de espectáculo y recreación popular, del romance de ciego a los pliegos de aleluyas, serán trascendidas por el poeta, quien las recrea con sutileza y sabiduría dramática.
El ejemplo le venía sin duda de Manuel de Falla, gustador entusiasta de algunas zarzuelas, a las que reputaba como cima de la mejor ópera cómica europea, según ha notado Francisco García Lorca1, y autor de dos piezas musicales clave. En primer lugar, El corregidor y la molinera (1917), definida en cartel como «farsa mímica inspirada en algunos incidentes de la novela de Alarcón», compuesta sobre libreto de G. Martínez Sierra y con un reparto que puede conceptuarse, lato sensu, como prelorquiano. Con la colaboración de Diaghilev, quien se desplaza hasta Granada y dirige el estreno en Londres (1919), El corregidor se convierte en Le tricorne, ballet, si antes pantomima, cuyos figurines y decorado se deberán a la mano de Picasso. Ya es significativa la impronta que los dibujos picassianos dejarán sobre los del poeta granadino, como se observa en la asimilación de algunos motivos iconográficos: arcos sombreados desde una perspectiva lateral, ventanas con cortina recogida sobre un ángulo, columnillas de las balaustradas en lo alto de los muros blancos2. Compárense, entre otros, los dibujos que ilustran la primera edición de Mariana Pineda (1928), así como el decorado y figurines de García Lorca para el estreno de su «farsa violenta», La zapatera prodigiosa, en 19303. El uso de colores planos, la economía de líneas y la mezcla de un cierto cubismo con el influjo de la cerámica popular son caracteres que se incorporarán a los dibujos del poeta, cuando no a determinadas visiones de su poesía, como en el Romancero gitano. y sobre este fondo de una ideal y estilizada Andalucía pueden cobrar cuerpo la pantomima y el ballet, con apoyatura en la canción folclórica, vueltos los ojos hacia un pasado que ya lo era para Alarcón y que en García Lorca, como en Falla, se revitaliza al compás del veloz movimiento y lenguaje de los muñecos del guiñol andaluz: las contundentes historias de don Cristóbal, las de la tía Norica de Cádiz.
Así pues, las incitaciones que le ofrecía el mundo creativo del músico gaditano debieron ser determinantes para que García Lorca volviera su atención hacia el guiñol y otras formas de teatro menor sentidas por él como afines. Además, el interés por la comedia lírica, la canción folclórica y las acuñaciones del lenguaje popular está ya inscrito en la misma infancia y tradición familiar del poeta, quien desde niño mostró su capacidad de entusiasmo e invención ante el juego teatral e histriónico, sin menosprecio del guiñol. Así, es muy probable que el júbilo del Niño de La zapatera al oír el toque de trompeta que anuncia la llegada de los títeres tenga mucho de reflejo autobiográfico. Y, ya en este terreno, ha de citarse El retablo de maese Pedro, la sobria y genial composición fallesca estrenada en 1923, pero de lenta y anterior gestación, en años de intensa relación amistosa con el joven poeta granadino, como demuestra el proyecto de La comedianta. El retablo nos sitúa, por encima del más remoto ejemplo de Valle-Inclán, en los mismos platillos de la balanza lorquiana: del teatrillo de muñecos o de títeres a la farsa estilizada hacia la pantomima y la danza, heredera de los entremeses cervantinos y de concretos rasgos del sainetismo posterior, hasta llegar, en último término, al llamado género chico. Se inscriben en esta tradición la creación de tipos cuyo comportamiento está en parte ligado al oficio que detentan (sacristanes, zapateros de viejo, soldados, barberillos, contrabandistas), la individualización de estos personajes por su mismo oficio, no por el nombre que pudieran tener, y el coro de comparsas (alguaciles, mozos, beatas, etc.) que subrayan la acción con intervenciones episódicas, a veces de carácter musical. Estamos ya en un campo del que se nutre La zapatera prodigiosa, farsa en la que se concentra y ahonda el mundo de la Tragicomedia, más ceñida a la tradición descrita, y se preludia el conflicto trágico de Don Perlimplín. Ángel del Río, abriendo el camino a precisiones posteriores, ya señaló en un estudio global dedicado al poeta cómo los personajes, el diálogo y la acción de La zapatera «están concebidos con un gusto picaresco y castizo, de entremés antiguo»4. y refiriéndonos al conjunto de las farsas lorquianas, designación que ahora empleo en un sentido lato, tal vez no sea inadecuado hablar de toda una etapa regida por el influjo de Falla en la producción teatral del poeta.
Sobre aspectos más evidentes de este influjo, ya en parte aludidos, resulta de interés examinar una deuda cervantina de La zapatera, deuda que debió llegarle a García Lorca por conducto y ejemplo de Falla. El retablo de maese Pedro, «adaptación musical y escénica de un episodio del Quijote», según rezan los programas, se rinde a la admiración por Cervantes y por el teatro de títeres, encarnado para el caso en el retablo donde maese Pedro escenifica un romance carolingio soñado como verdadero e inmediato en el tiempo por el caballeroso don Quijote, quien sale en defensa y socorro de los huidos don Gaiferos y Melisendra con el fatal resultado para las figuras del retablo que el lector recordará. Transcurrido el episodio, Cervantes nos hace saber que maese Pedro no era otro que Ginés de Pasamonte, quien, temeroso de la justicia, «determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero». Así disfrazado, ni Sancho ni don Quijote le reconocerán, pudiendo él exhibir cómodamente sus supuestas dotes de adivino.
En la farsa lorquiana también el Zapatero ha de llegar al pueblo disfrazado, si bien con unas gafas, propias de su oficio fingido de relator de romances de ciego. y si Ginés de Pasamonte se ayuda de un mono adivino, es quizá sintomático que el Niño de La zapatera pregunte si habrá monos, y no otro animal cualquiera, en el espectáculo que se anuncia. Por otra parte, romance real, que no relato comentado por un muchacho mientras las figuras se mueven, hay en el segundo acto de la farsa. En ella el retablo animado por maese Pedro ha sido sustituido por un pintado cartelón, a cuyos cómicos recuadros va señalando el Zapatero con una varilla, en acción idéntica a la realizada por el muchacho cervantino. Y, como en el episodio novelesco, también el romance tragicómico del poeta moderno, caricatura y estilización de un romance de ciego, involucra al grupo de oyentes, y en especial a la quijotesca Zapatera, a partir de la exagerada ficción de los hechos que expone. Éstos tienen carácter de trasposición burlesca, por vía tremendista, de la verdadera relación entre la Zapatera y su marido. No en balde el titiritero lorquiano, amparado en su disfraz, enumera entre sus saberes las «Aleluyas del zapatero mansurrón y la Fierabrás de Alejandría», resaltando al fin las que serían coplas de consejo sobre el «Arte de colocar el bocado a las mujeres parlanchinas y respondonas». Para que no haya duda alguna sobre sus directísimas alusiones, los octosílabos llevarán por título «Romance verdadero y sustancioso de la mujer rubicunda y el hombrecillo de la paciencia». Sabemos desde el principio de la farsa que la feroz rosa de Alejandría que es la Zapatera tiene el pelo rubio. No es preciso forzar la imaginación para identificar al doble de ese «hombrecillo de la paciencia», trabajador del cuero igual que el narrador. Pero es más: el final del romance liga los planes del amante de la talabartera –acuchillar al marido– con los gritos angustiados de las vecinas que asisten, fuera de escena, a las puñaladas que unos mozos se dan por amor a la Zapatera. Si el engarce denota el buen hacer dramático del autor, de nuevo se vislumbra una correspondencia con el episodio cervantino. Allí don Quijote acuchilla con su espada a los moros del retablo. Desbaratadas y hendidas las figuras, se acaba por necesidad la función de títeres y don Quijote vuelve a la realidad. El eco cervantino, que el mismo García Lorca se encargó de señalar para las «predicaciones» del Zapatero5, resalta incluso en este cierre de la escena del romance, por diferentes que sean las situaciones y su resolución. De todos modos, a las voces de maese Pedro, cuya cabeza estuvo a punto de ser cercenada «con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán», como a los gritos de las vecinas, que se asoman por la ventana al primer plano de la escena, los personajes de Cervantes y de García Lorca se abajan de la fantasía del cuento que escuchaban a la realidad contingente que les define. De esta manera, el poeta moderno incorpora a su obra, con invención propia, el habilidoso juego de planos descrito, en el que va inserto, como en el Quijote, el mismo carácter y modo de ser de la protagonista.
*
La escritura de La zapatera viene precedida por notas y tanteos. Entre los manuscritos del poeta se ha conservado una cuartilla con una lista de personajes y dibujo de un escenario. Es una más de sus obras imaginadas y no escritas, quizá porque se vierte y confunde en la trama de una de las piezas llevadas a cabo. Ésta a la que me refiero lleva el título de Don Mirlo y presenta el siguiente dramatis personae:
Don Mirlo
Amargo
Teodora
Tránsito
Alfonso
Bajo esta lista, y ocupando la mitad de la cuartilla, se sitúa el citado dibujo. Aun tratándose de un apunte rápido, merece nuestra atención, no sólo por lo que pueda decirnos sobre Don Mirlo, si es que atendía a esta obra, como parece deducirse, sino también por la visión escénica del autor. El escenario esbozado representa un interior en cuyos extremos se sitúan dos puertas con cortinas, para la entrada y salida de personajes. En un primer plano, a la derecha, una mesa de velador con florero, y contra las paredes, una silla de alto respaldo, dos sillones bajos y dos altas ventanas con reja. Un cuadro remata la decoración, a la que ha de añadirse un poyo o mesita al pie de una de las ventanas. Lo más llamativo es la inversión de perspectiva, pues el tejado de la casa se adelanta en declive sobre el escenario, de modo que la línea de sostén, divisoria de dos paredes, avanza hacia el centro de la escena, separando de este modo los espacios definidos por cada puerta y ventana respectivas. Aguzando las consecuencias, cabe suponer que el escenario está pensado para que la acción pueda suceder conjunta o separadamente en cada una de las dos insinuadas habitaciones, con independencia de que haya un espacio común en el centro de la escena. Por otro lado, las altas ventanas posibilitan el paso visible de personajes por fuera del espacio escénico, así como el diálogo con los que están en el interior, tal como ocurre en la Tragicomedia, en La zapatera y en Don Perlimplín.
La lista de personajes y el diseño del escenario, en el que no faltan la concha del apuntador y el cortinaje del telón recogido a ambos extremos, dan a entender que la obra estaba ya pensada en su trama y rasgos generales, independientemente de las modificaciones que sobre el plan imaginado luego se hubieran podido introducir. Por otro lado, la pieza proyectada debía pertenecer, en la intención del autor, al ciclo de las piezas menores.
Dos de los personajes reaparecen en el esbozo primitivo de La zapatera: don Mirlo, que se mantendrá en la obra, y Amargo, que desaparece del todo, trasvasado a otras creaciones del poeta: «Diálogo del Amargo» (Poema del cante jondo) y «Romance del emplazado» (Romancero gitano). Antes todavía de convertirse en el ser marcado por un signo funesto que García Lorca definiría en la conferencia-recital sobre su libro de romances, Amargo será también, con el Lunillo, nombre de un niño citado en el autógrafo de La zapatera. De los dos nombres sólo se mantendrá el segundo, pero la mención del primero, con papel distinto al que se alude en el esbozo, confirma la afirmación del poeta en su conferencia: que el Amargo fue una obsesión en su obra poética; añadiríamos que con implicación para la teatral.
Desde otro punto de vista, Don Mirlo, con el carácter protagónico que el título le confiere, parece anunciar algunos rasgos de Don Perlimplín. El exiguo número de personajes establece una mínima y primaria relación entre las dos obras. Por otra parte, en La zapatera don Mirlo es el prototipo del amante viejo y ridículo, caracterizado al gusto decimonónico (viste de frac y toma rapé) y representante del hombre letrado, que no puede evitar el hablar como un libro, deslizándose en alguna de sus réplicas una leve parodia del decir folletinesco: «Cuando las sombras crepusculares invadan con sus tenues velos el mundo y la vía pública se halle libre de transeúntes, volveré». Sin duda don Mirlo, que así se dirige a la Zapatera antes de estornudar sobre su cuello y tener que desaparecer, para nada tiene en cuenta el que la populosa vía pública a la que hace mención no exista más que en su mente, pues difícilmente es ubicable en el pueblo donde sucede la acción de la farsa. En su tono menor, don Mirlo es tan quijotesco como la Zapatera, con el agravante de que él está empapado de literatura, hablando desde los mismos términos de la ficción. Henos de nuevo ante un eco, por débil que sea, de la genial novela. Quizá es éste el motivo por el que García Lorca suprimió, al corregir su autógrafo, el más detallado retrato que de don Mirlo trazan el Zapatero y el Alcalde:
ZAPATERO.–Pues ya [está] usted viendo qué vida la mía. Mi mujer... no me quiere, tontea por la ventana con ese... Don Mirlo, ese, el abogado, que se va a quebrar de puro meticuloso y relamido que viste.
ALCALDE (riendo).–Pero si don Mirlo tiene setenta y tantos años... Eso no puede ser...
El oficio de abogado de don Mirlo tal vez fue considerado por el poeta como irrelevante para la caracterización del tipo, acaso porque desviaba la atención del leve toque quijotesco que le afecta. Por su parte, también don Perlimplín es hombre de libros, como declara en el prólogo de la aleluya a su criada Marcolfa, del mismo modo que persisten en él restos del hablar alambicado y cómico: «Dime tú, doméstica perseverante, las causas de ese sí». Y, vueltos a la farsa, el mismo Zapatero se declara ignorante en la vida a pesar de sus lecturas: «Yo debí haber comprendido, después de leer tantas novelas, que las mujeres les gustan a todos los hombres, pero todos los hombres no les gustan a todas las mujeres». Ese quijotesco estar fuera del mundo por culpa de los libros volverá a estar presente en Así que pasen cinco años, obra en la que el decorado del primer acto, aludido en el prólogo último de La zapatera, es precisamente una biblioteca.
Las correspondencias entre don Mirlo y don Perlimplín no van mucho más allá de lo advertido. Si nos atenemos al autógrafo mencionado, la misma diferencia de edad (cincuenta años don Perlimplín, cincuenta y tres el Zapatero, setenta y tantos don Mirlo) manifiesta, en todo caso, una asunción por parte del protagonista de la aleluya de rasgos que proceden a la vez de los otros dos personajes.
Para valorar en su justo sentido lo hasta ahora dicho ha de atenderse a un dato obvio; no sabemos si el don Mirlo de la obra imaginada y no escrita sería el mismo que se encarna en La zapatera. No obstante, sí cabe sostener como muy probable que el proyecto al que corresponde sea anterior a la escritura de la farsa, como mostraría la repetida presencia de Amargo y don Mirlo, aun con la salvedad arriba indicada. El mismo oscurecimiento de Amargo viene a explicar la posible consumación de La zapatera en fechas posteriores al «Diálogo» citado (julio de 1925), cuando ya el nombre se le presentaría al poeta como «gastado». Esta verosímil suposición refrenda desde otro punto de vista la prioridad del proyecto de Don Mirlo. Finalmente, este nombre y personaje parecen tener ascendencia guiñolesca, sugerida tanto por las acotaciones del poeta como por los insultos que le dirige la Zapatera y el remedo burlesco que hace de su voz y gestos pajariles. Podemos incluso imaginar que el nombre nació inspirado en el sonido agudo que produce el pito de caña que da voz a los muñecos de guiñol. No cabe olvidar, sin embargo, que Mirlo es designación, a manera de apodo, de una figura trajeada de negro. El «don» que se le añade, y el que no se deslizara hacia Cuervo, nos hacen retornar al ironizado buen decir del enamoradizo viejo, por tratamiento perteneciente a más alta clase social que el resto de los personajes6.
*
A la hora de proyectar una pieza teatral García Lorca recurrió en más de una ocasión a fijar por escrito el esbozo narrativo del conflicto y trama que ocupaban su imaginación. Felizmente se ha conservado entre sus papeles el de La zapatera prodigiosa, al que ya antes me he referido. Se trata de un reducido relato que fue escrito en cuartilla y media. Está redactado todo él con pluma, pero el título ha sido añadido a lápiz, enmarcado por guiones, como es usual en el poeta, y por dos florecitas. El distinto tipo de escritura da a entender que el título fue decidido a posteriori. Según testimonio familiar, García Lorca había pensado inicialmente titular su obra como La zapatera fantasiosa, en más justa consonancia con el carácter de la protagonista y con el retrato exasperado que de ella traza su marido: «¡Fantasiosa! ¡Fantasiosa! ¡Fantasiosa!». El poeta fue disuadido, quizá ante la alternancia que él mismo ya presentaba, y la protagonista quedó bautizada como «prodigiosa». La mayor eufonía del resultado venía servida en bandeja por el recuerdo calderoniano: El mágico prodigioso7. Prodigios comete también la Zapatera, si bien por una vía de puro fantaseo: imaginar lo que no vio. Ésta es la raíz, en último término, de su conflicto conyugal: su no resistirse al prosaísmo del desigual matrimonio y vida de zapatera, prendida de lo que medio vivió o soñó, revivido en sus rebeldes coqueteos verbales del presente escénico.
El esbozo, que el lector puede leer en el apéndice a este volumen, está redactado con una extrema sintaxis ilativa de carácter oral, como si se tratara de un cuento popular. El núcleo narrativo de La zapatera
