Diván del Tamarit - Federico García Lorca - E-Book

Diván del Tamarit E-Book

Federico García Lorca

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El "Diván del Tamarit" es la constatación final de cómo Lorca supo asimilar el artificio. Su último poemario es una quimera, un decorado con fondos pictóricos de colores y luces vivas, rebosante de jardines metafóricos en los que las rosas "quieren ser otra cosa". El poeta toma la tradición árabe, un pasado donde el imaginario de los sentidos, la noción de voluptuosidad parece haber sido desarrollada como en ninguna otra época histórica. El objetivo final es ese gran homenaje al erotismo, por lo que cada figura, cada matiz, cada paisaje construido, tiene un doble significado que viene a jugar con un concepto: sensualidad.

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Seitenzahl: 265

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Federico García Lorca

Diván del Tamarit

Edición de Pepa Merlo

Índice

INTRODUCCIÓN

Senza misura

Construyendo artificios

Las piezas del artefacto: oposición y reiteración

El tiempo

El doble sentido de las flores

El lugar

La interpelación como parte del artificio

Correspondencias: animales y flores

El gran homenaje al erotismo. Elementos de la poesía oriental. Omar Jayyam. Hafiz

Granada, espacio escénico

Biblioteca de autor

La edición que pudo ser. La edición que ha sido. La edición que pretende ser

ESTA EDICIÓN

BIBLIOGRAFÍA

NOTA AL DIVÁN DEL TAMARIT

DIVÁN DEL TAMARIT

GACELAS

Gacela I del amor imprevisto

Gacela II de la terrible presencia

Gacela III del amor desesperado

Gacela IV del amor que no se deja ver

Gacela V del niño muerto

Gacela VI de la raíz amarga

Gacela VII del recuerdo de amor

Gacela VIII de la muerte oscura

Gacela IX del amor maravilloso

Gacela X de la huida

Gacela XI del amor con cien años

Gacela XII del mercado matutino

CASIDAS

Casida primera del herido por el agua

Casida II del llanto

Casida III de los ramos

Casida IV de la mujer tendida

Casida V del sueño al aire libre

Casida VI de la mano imposible

Casida VII de la rosa

Casida VIII de la muchacha dorada

Casida IX de las palomas oscuras

APÉNDICE

Siglas

Variantes

DOS NOTAS

Nota 1

Nota 2

CRÉDITOS

Introducción

Senza misura

Para llegar hasta ti, abrir camino pretendo.

AL-MUGIRA

CONSTRUYENDO ARTIFICIOS

Fabricar un artificio, una elaboración artística de «lo natural». O quizás un artefacto. Porque el artificio es también un artefacto, un objeto construido para un fin determinado. El Diván del Tamarit es la obra culmen de Federico García Lorca, el gran artificio1, su artefacto2 perfecto. Pero, construir artificios ¿para qué? Tal vez porque lo artificial es lo único que reconstruye de un modo veraz cualquier elemento de la realidad, cualquier sentimiento, cualquier escenario, color... Tal y como predicó Rubén Darío:

Lograr no escribir como los papagayos hablan, sino hablar como las águilas callan; tener luz y color en un engarce, aprisionar el secreto de la música en la trampa de plata de la retórica, hacer rosas artificiales que huelen a primavera, he ahí el misterio (Darío, 1989: 31-32).

Álvaro Salvador en el prólogo a la Poesía Completa de Rubén Darío escribe:

Hacer rosas artificiales. El símbolo tradicional de la belleza revestido de la condición central de la modernidad: la posibilidad de ser un artificio, un injerto, sin dejar de ser natural. [...]

Hacer rosas artificiales... Describir lo que con enorme agudeza Pedro Salinas llamó «paisaje de cultura» (Rubén Darío, 2016: 38).

Cuanto más artificial sea la realidad, más creíble resultará. El animal de teatro que llegó a ser el granadino le convirtió en un maestro en el arte de crear artificios. Federico García Lorca aprendió a fabricar realidades, mundos fingidos, dolorosos algunos como la propia vida. Se propuso construir «rosas artificiales» capaces de tener aroma, de oler a primavera, tan lejos de aquellas cuya falsedad ofende, las que carecen de esencia por estar cultivadas en invernadero, rosas que más que artificios son remedos y a las que el poeta critica de un modo feroz: «Los teatros están llenos de engañosas sirenas coronadas con rosas de invernadero, y el público está satisfecho y aplaude viendo corazones de serrín y diálogos a flor de dientes» (O.C. III, 1997: 254).

Federico García Lorca aprendió a hacer decorados, «paisajes de cultura» por los que pudieran transitar sus artefactos, sus muñecos de guante, pero también sus personajes poéticos. Paisajes perfectos elaborados con un lenguaje pulcro, con la imagen precisa, con la sabiduría de romper el metro clásico para componer una música distinta y para conseguirlo varía normas, logrando que sea el metro el que se ajuste al poema y no al contrario.

El Diván del Tamarit es la constatación final de cómo el poeta supo asimilar el artificio. Porque su último poemario es una quimera. Es un decorado con fondos pictóricos de colores y luces vivas, rebosante de jardines metafóricos en los que las rosas «quieren ser otra cosa».

¿Cómo construye el poeta este artificio? Con una fusión perfecta de todo lo aprendido, con los pies puestos en un presente de ruptura, de vanguardia, de elaboración de un nuevo orden estético y la mirada vuelta hacia la tradición. Es un ensamblaje entre «tradición» e «innovación». Una poesía armada con basamentos propios de la tradición clásica, el neopopularismo e incluso el folklore, pero que se nos muestra como algo transformador. En la mayor parte de su obra, el vaivén de lo clásico a lo más vanguardista, del surrealismo al romance, el juego de crear formas nuevas utilizando formas viejas, articulando unas y otras en una suerte de engranaje preciso, será la manifestación de la genialidad que ha hecho del poeta granadino un poeta universal.

Pero Federico García Lorca va más allá en ese juego de utilización de formas dispares, de fusión de distintas estructuras. En él siempre hay una vuelta de tuerca más. No se trata únicamente de que tome los elementos de la tradición poética española para, uniéndolos a las formas nuevas, alcanzar un resultado original, sino que ahorma cada pieza en un molde propio y el resultado sobrepasa la simple fusión de elementos dispares. El resultado es un nuevo fundamento poético.

En comunión perfecta con el modernismo, se entrelazan la tradición más clásica, lo culto y lo popular. El romance o los cantes más jondos que tanto trabajó. De las canciones populares, de las nanas o los juegos infantiles3 a la música clásica, Bach, Mozart o Chopin..., la música es siempre una constante. El músico que fue Federico García Lorca juguetea con las imágenes y las metáforas como lo hiciera irremediablemente en cada teclado de cada piano que encontraba frente a sí. Música que a veces llega para imponerse por encima de la medida de un verso. El verso suena o no suena. Y el poeta compone, recompone y reconstruye una figura métrica adaptándola al ritmo preciso que busca, convirtiendo la métrica de este poemario en un capítulo sui generis para, así, hacer dogma las palabras del maestro Rubén Darío: «Aprisionar el secreto de la música en la trampa de plata de la retórica». Un ejemplo de la genialidad de un hombre al que, más allá de la intuición, le guiaba un conocimiento exhaustivo de la tradición literaria y, por supuesto, de la tradición musical.

Desde esa base, lo demás es romper para volver a construir. Nada es lo que parece en lo que a simple vista el poeta nos presenta. El ingenio reside precisamente en ocultar, bajo el aspecto muchas veces de una cancioncilla inocente, una composición compleja desde el punto de vista métrico, rítmico y semántico. Cada poema es un juego, un engranaje en el que todas las piezas encajan a la perfección, un mecanismo donde aquello que se muestra como independiente está en perfecta interrelación, como las diminutas piezas de un reloj. La grandeza de este libro no reside únicamente en cada verso, sino en que, desde lo más pequeño a lo más grande, todo forma parte de un juego de correspondencias: el ritmo acentual, la métrica, la repetición de conjunciones, de enunciados, de estrofas a modo de estribillos, los encabalgamientos, las imágenes de los poemas.

La intuición y la capacidad para tomar sus elementos de la tradición árabe y castellana, del «baño de amor»4 y la poesía medieval, de Shakespeare, Garcilaso, el romanticismo de Rosalía de Castro5, el modernismo, la Biblia, el Corán, la mitología griega... Todo aparece fundido con los movimientos de vanguardia, una mezcla aderezada con un sentido del ritmo propio. Jugar con todo, desde lo más modesto hasta las metáforas más barrocas, para concebir la imagen perfecta, el verso rotundo. Un libro de poemas senza misura, en el que prácticamente no existe referencia poética, literaria, histórica o musical que no podamos encontrar.

Así pues, el poeta nos ofrece un Diván para homenajear con él la tradición poética arábigo-andaluza, compuesto por gacelas y casidas. Sin embargo, sabemos que ni el diván es tal ni las formas «gacela» y «casida» se ajustan a la estructura a la que se asocian. Porque Federico García Lorca está articulando el artificio. No se trata de «falsificaciones ni remedos», como bien indicaba Emilio García Gómez en el prólogo que escribió para el Diván, sino de poemas «auténticamente lorquianos»6(Silla del moro...: 88). Andrew Anderson mantiene que: «es imposible [...] sostener cualquier teoría que sugiera que algún poema se hubiera escrito en imitación consciente de los arábigo-andaluces» (Diván..., 1988: 17-18). Evidentemente no hay imitación ni podemos pensar que el objetivo de García Lorca fuese la imitación, de otro modo el poemario no sería la obra más redonda del poeta granadino. No es imitación porque se trata, tal y como venimos analizando, de la construcción de un artificio. No hay falsificación, tampoco estamos ante una emulación, hay simplemente lo que el poeta pretendió hacer: un homenaje, su homenaje. Federico García Lorca se valdrá de los ingredientes propios de la poesía oriental, arábigo-andaluza y persa a la que quiere homenajear, y para ello, no solo tomará el título y los nombres de las distintas composiciones que dividen el libro, sino que ahondará en aquellos aspectos de la temática de la poesía oriental y arábigo-andaluza que más le interesan, elementos tales como el erotismo o la sensualidad, recreados con imágenes que parecen sacadas de las rubaiyyat de Omar Jayyam, de las casidas de Hafiz o de los versos de Ibn Zamrak.

Un proceso de elaboración en el que la estructura del poemario irá cambiando desde la idea primigenia hasta la conclusión del mismo. En un principio el poeta planeó un libro que fuese una sucesión de «kasidas», denominando así los poemas y numerándolos como venía haciéndose entre los poetas desde finales del siglo XIX hasta sus propios coétaneos, por ejemplo Joaquín Romero Murube. De este proyecto inicial surge la «Kasida I del Tamarit» (que terminará denominándose «Gacela I del amor imprevisto»), a la que seguiría la «Kasida II» («Gacela V del niño muerto»), y así sucesivamente hasta completar el libro como una sucesión de «kasidas». De otro modo numerar los poemas no hubiese tenido sentido. Desde esta idea de elaborar una sucesión de «kasidas», tal y como él las denomina en los manuscritos, hasta la composición final del Diván como lo conocemos hoy(poemario en dos bloques, uno de gacelas y otro de casidas), va gestándose el artificio. Lorca compuso primero la serie de «kasidas», con el título al más puro estilo árabe utilizando la «k». Después castellanizó el término sustituyendo la «k» por una «c»7. Y por último añadió la serie de gacelas, algunas concebidas como casidas, pues formaban parte de la primera idea; luego les fue cambiando el nombre8 según le interesaba. Otros poemas, una vez el poeta tuvo claro el concepto global del libro, fueron compuestos desde el principio como gacelas, y así hasta conseguir ambos bloques9.

Para cuando el poeta sabe cuál será la estructura final del poemario, es ya un arquitecto avezado en el arte del diseño y la construcción. La base está fijada: gacelas por un lado y casidas por otro. Parece que la idea final de un libro con dos partes bien diferenciadas fue un proyecto que venía de antiguo y que tuvo un primer intento en el frustrado Tierra y Luna, pero que harápor fin realidad en este poemario, mucho más sutil en su denominación, pues no evidencia como el anterior la oposición existente entre las dos partes del libro, aunque el juego antagónico exista. El Diván es una pirámide cuya base, la estructura general, es ya un artificio en sí misma, las dos partes que la forman son composiciones poéticas diferentes, sin embargo no se rigen por las normas que definen y distinguen a las gacelas de las casidas.

A Federico García Lorca le interesa el contenido temático más erótico o sensual que conlleva la denominación del poema. La propia esctructura del mismo es irrelevante para su proyecto y la prueba de ello es que, en un momento dado, transforma casidas en gacelas o viceversa según le interesa. Como hemos visto, los poemas cambian de una a otra forma variando tan solo la denominación del título, dependiendo de la carga erótica más o menos sólida del poema. Para su proyecto de homenaje al erotismo con mayúscula a Federico García Lorca le vienen muy bien estas formas en las que el homoerotismo late con fuerza y en las que los géneros se confunden10. El poeta nos muestra ambas partes, gacelas y casidas, como si formalmente se tratara de dos entes opuestos. Pero no es así. La diferencia radica en el fondo, no en la forma de la composición.

La primera parte la integran los poemas eróticos en los que la tentación, el dejarse llevar o no por el deseo, es protagonista. Una relación de gacelas en las que aparecen un amor imprevisto, un amor fugaz pero consumado («Gacela I del amor imprevisto») y la remembranza que provoca su recuerdo («Gacela VII del recuerdo de amor»); una presencia terrible por lo tentadora («Gacela II de la terrible presencia»); el encuentro final de dos amantes a pesar de los muchos elementos en contra («Gacela III del amor desesperado»); la frescura representada en el cuerpo del deseo («Gacela IX del amor maravilloso»); un amor platónico y soñado («Gacela IV del amor que no se deja ver» o la «Gacela XII del mercado matutino»); la rendición absoluta a la tentación, cuya consecuencia es la búsqueda obsesiva de un amante, del placer rápido y efímero («Gacela VI de la raíz amarga» o la «Gacela X de la huida»); y por último, el galanteo y el juego amoroso («Gacela XI del amor con cien años»). La otra cara de esta moneda la componen dos gacelas («Gacela V del niño muerto», «Gacela VIII de la muerte oscura») que vienen a ser el contrapunto, el toque agrio de esta sección. Ambos poemas giran en torno al tema, más que de la pérdida de la infancia como se ha dicho, de la pérdida de la inocencia: el lado oscuro del deseo.

Con todo, las gacelas serían la luz, el día, el sol, esa «tierra» de aquel proyecto primero, mientras que las casidas se ubicarían del lado opuesto, del lado de la noche, de la luna, de la oscuridad. El poeta las inaugura con el desasosiego provocado por la pérdida de la inocencia («Casida primera del herido por el agua») cuya consecuencia no puede ser otra que el llanto («Casida II del llanto») ante la desazón de esperar a que se produzca esa terrible revelación («Casida III de los ramos»)11. El deseo en este segundo bloque es en realidad anhelo, el ansia vehemente por conseguir algo («Casida VI de la mano imposible»), por ser otra cosa diferente a lo que se es («Casida VII de la rosa»), un sueño tan imposible de alcanzar como que la noche pueda convertirse en día y el día en noche, una pugna de crepúsculo y alba que, aun siendo la misma cosa, son contrarias («Casida V del sueño al aire libre»). Al final la luz del día siempre llega para mostrarnos lo que en la noche se confunde («Casida VIII de la muchacha dorada»), y «la muchacha dorada» al llegar el alba es una «muchacha de lágrimas». Un anhelo no consumado que se resume en el fatídico paso del tiempo que conduce a un único final («Casida IX de las palomas oscuras»), y el ciclo de la vida que se renueva con la fertilidad de la tierra («Casida IV de la mujer tendida»). Este poemario es la vida misma, un juego de opuestos.

Las piezas del artefacto: oposición y reiteración

Federico García Lorca construye para su ingenio, para su artificio, un engranaje de pequeñas piezas diminutas y perfectas engarzadas e interrelacionadas unas con otras con prolijidad de orfebre. La apariencia de sencillez resulta eficaz. Oposiciones y repeticiones que sitúan al lector en el estado emocional que el poeta quiere que sienta o lo colocan frente a la imagen exacta que el poeta quiere que el lector vea por encima del resto de imágenes que llenan el poema. La reiteración del pronombre indefinido («nadie») de la primera gacela, por ejemplo («Nadie comprendía el perfume... [...] nadie sabía que martirizabas...»), nos ubica frente al pronombre de primera persona, pues ese nadie implica el yo: solo yo sabía que, solo yo te descubrí... La pericia que demuestra el poeta en esta gacela está en la repetición del adverbio «siempre» de los versos doce y trece, utilizados para darnos una sensación de perpetuidad tan falsa como lo es el propio encuentro que nos describe. Concluye la secuencia con el locativo adverbial «para siempre» cuyo significado paradójicamente es nunca.

En la «Gacela II de la terrible presencia» hay una melodía rítmica muy determinada construida con la repetición de los dos primeros versos regidos por el verbo «querer»: «Yo quiero que...», «Yo quiero que...». En la repetición del sujeto «yo» y del verbo «querer» el poeta proporciona al poema un ritmo que irá in crescendo, un compás, marcado por el relativo «que» como antecedente del deseo encarnado en el complemento directo, lo que se quiere. Como si, y casi de un modo infantil, de tanto repetir lo que se quiere se alcanzara el deseo. Con leves variaciones encontramos la misma treta en la «Gacela VIII de la muerte oscura», donde las estrofas se articulan configurando el juego de deshojar la margarita: sí, no, sí, no, sí, no... Una declaración de intenciones: «lo que quiero» («dormir un sueño de manzanas» / «el sueño de aquel niño» / «dormir un rato»), «lo que no quiero» («que me repitan que los muertos...» / «enterarme de los martirios...» / «ni de la luna...»).

En la «Casida primera del herido por el agua», a la repetición del «quiero» le añade su contrario: a «quiero subir...» le contrapone «quiero bajar...», otro tipo de variación del «quiero/no quiero». En la «Gacela XII del mercado matutino» declara el poeta: «¡Qué lejos estoy contigo / qué cerca cuando te vas!». El antagonismo que establecen entre sí los adverbios «cerca» y «lejos» es un juego de imposibles que supone estar lejos cuando en realidad se está cerca y estar cerca cuando se está lejos. En la «Gacela III del amor desesperado», el poeta riza el rizo. La oposición en sí misma que resulta de «la noche» frente al «día» no existe, pues ambos conceptos, día y noche, se aúnan en un «no querer...» («La noche no quiere venir» / «el día no quiere venir»). Opuestos al «día» y la «noche», el «yo» y el «tú», pronombres a su vez contrapuestos, pero unidos aquí en una voluntad común frente a ese día y a esa noche («para que tú no vengas» / «ni yo pueda ir»). La reiteración de la conjunción adversativa «pero» («pero yo iré...» / «pero tú vendrás...») al principio de cláusula no tiene más sentido que el de dar énfasis y fuerza de expresión. Una conjunción tan poco propicia para la poesía aparece inaugurando el verso en ocho12 de los veintiún poemas que conforman este libro, y lo hace el poeta precisamente para asegurarse de que el lector se detendrá en la idea concreta que quiere comunicarle. La repetición de los versos primero y octavo por un lado («La noche no quiere venir» / «El día no quiere venir») y, por otro, los versos cuarto, sexto, undécimo y decimotercero («Pero yo iré...» / «Pero tú vendrás...») y sus correspondientes complementos de los versos quinto, séptimo, duodécimo y decimocuarto («aunque un sol de...» / «con la lengua quemada...» / «entregando a los sapos...» / «por las turbias cloacas...») y la estrofa final que concluye con la reunión de los sujetos del primer y octavo verso a modo de conclusión («Ni la noche ni el día quieren venir») compone el efecto musical y rítmico de esta tercera gacela. El juego de los opuestos. La noche protagonista de la primera parte del poema. El día protagonista de la segunda parte. El yo frente al tú, oposición que se repite en las dos partes («Pero yo iré» / «Pero tú vendrás»), convertidos ambos pronombres en posesivos en la coda final del poema («para que por ti muera» / «y tú mueras por mí»)13.

El efecto que consigue con la reiteración difiere considerablemente dependiendo del poema. En la «Casida IV de la mujer tendida», por ejemplo, la insistencia en remarcar el verso «Verte desnuda es recordar la tierra» fija en el lector la imagen del desnudo con todo lo que de belleza comporta14.

Estas reiteraciones nos facilitan la banda sonora del poema, situando al lector en un tiempo determinado o en un espacio concreto. Así, en poemas como la «Gacela IV del amor que no se deja ver», la repetición de los versos «Solamente por oír / la campana de la Vela» nos trae el sonido de la campana. Del mismo modo que en la «Casida II del llanto», cada vez que se repite «porque no quiero oír el llanto», «no se oye otra cosa que el llanto», «el llanto es...», «el llanto es...», el poeta consigue que sea el sonido del llanto lo único que el lector inconscientemente tenga presente.

El juego que nos brinda el autor en la «Gacela XI del amor con cien años» es el «quejío» construido con la disminución de «ayes» en el poema. Cada «ay» es un «quejío», la expresión más profunda del cante jondo15. Un estribillo muy flamenco compuesto por «ayes» que van decreciendo con el número de galanes que disminuyen según avanza el poema. Esta alternancia construye el compás que va despidiendo a los galanes, del mismo modo que se despiden los flamencos de la escena. La merma de «ayes» combina dos sentimientos contradictorios: uno festivo y otro inquietante. El primer título que este poema tuvo fue «Kasida del Paseo», antes de que Federico García Lorca decidiera tachar «Kasida» y sustituirlo por «gacela» y eliminar «paseo» por «amor con cien años». Como si se tratara de una pasarela, los galanes pasan arriba y abajo y se lucen en el paseo ante quienes los contemplan y se prenden de la cintura («se ciñen el talle»). En esos paseos residía el cortejo de los jóvenes, que iban eligiéndose y emparejándose.

El tiempo

El tiempo transcurre en el poemario como lo hace en la vida. Llega el alba que anuncia el día y despide a la noche y llega el crepúsculo al ocultarse el sol, para dar paso a las sombras que se confunden en la madrugada. Los días que pasan y repiten estaciones.

En los diferentes poemas nos sitúa el poeta en el momento del día o incluso en la estación del año. Nos repite en la «Gacela V del niño muerto» que estamos en la tarde («todas las tardes...») y que pasaremos a la noche («No quedaba en el cielo ni una brizna de alondra»). La alondra es el ave del amanecer, si no hay alondras en el cielo, es porque es de noche. La «Gacela VII del recuerdo de amor» transcurre también en la noche («toda la noche comiendo...»). El alba está en la «noche recién cortada» de la «Gacela VI de la raíz amarga», está en «el duelo de la noche herida / luchando enroscada con el mediodía» de la «Gacela II de la terrible presencia»; se dibuja en el «alba sin mancha» de la casida VIII; mientras que el crepúsculo es «un muchacho herido» en la «Gacela V del niño muerto».

La tarde, la noche, el alba, tiempo para vivir el verano del sur. Porque es verano la estación de este poemario. Los veranos que Federico García Lorca pasaba en la «Huerta de San Vicente», en la vega granadina. El verano que nos describe en versos como «aunque un sol de alacranes me coma la sien» (vincular al alacrán con el calor viene a intensificar la sensación de ardor que provocaría la picadura, un ardor que compara el poeta con el que provoca la quemazón del sol fuerte de la canícula; el alacrán además vive en zonas áridas, entre las piedras de los secanos) o «con la lengua quemada por la lluvia de sal» de la «Gacela III del amor desesperado». Sensaciones de asfixia en versos tales como «con sur y llama» de la «Gacela IX del amor maravilloso», donde el poeta nos coloca entre «cielos y campos», cuya sensación de opresión no es menor que aquella que provoca el recuerdo sofocante del calor del campo. La sensación de tener por cielo una tapadera que impidiese al aire circular. El poeta recrea esa sensación con la oposición «campos y cielos» y «cielos y campos»16. El verano aparece de un modo más directo en la «Casida III de los ramos» donde los valles «aguardaban al Otoño».

El doble sentido de las flores

Hay otro modo más sutil de describirnos el verano y sus noches cálidas y perfumadas, y es gracias a los aromas de las flores17 que llenan el poemario.

Desde la primera gacela con el jazmín18 y la magnolia; encontramos clavel, manzano (que en abril está en plena floración), lirio, rosas, arrayán, laurel19, todas flores que nos evocan las noches de primavera y, sobre todo, las noches de verano. Una vez más el poeta juega con nosotros, pues sabemos del doble sentido que las flores tienen en estos versos, sin embargo, consigue que nos detengamos en el significado metafórico de las mismas y olvidemos la flor en sí, aunque el olor de todas ellas esté creando sensaciones muy particulares en el lector.

La magnolia, por ejemplo, es una flor tan primitiva que existe mucho antes de que lo hicieran las abejas, por lo que se desarrolló de forma que pudiera ser polinizada por insectos con aparato bucal masticador o filotrompa. Su gran estructura poseedora de tépalos, pero carente de pétalos, servía para atrapar a los insectos. La magnolia es la prístina de las flores, la más primitiva, el origen. Necesita de un perfume intenso para atraer a su víctima, el mismo que emana ese «amor imprevisto» de la primera gacela para atraer al personaje poético. Federico García Lorca escoge esta flor porque representa «la atracción original», la más pura. Si la magnolia es oscura y no blanca es porque estamos ante una atracción, tal vez, poco o nada aceptada. Una pasión prohibida con la fatalidad que se le presupone. Al rastrear la flor en la obra del poeta granadino, la encontramos desde sus primeros trabajos. Así, en el Libro de Poemas, en el poema «Elegía», aparece junto a unos «muslos de brasa» que nos recuerdan al ardor de la «cintura enemiga de la nieve»: «Te marchitarás como la magnolia. / Nadie besará tus muslos de brasa» (O.C. I, 1996: 88). Es paradójico, por otro lado, hallar esta flor a lo largo de la obra del poeta granadino en poemas referidos de un modo obvio a la mujer [está presente, por ejemplo, en el poema «Lucía Martínez» del libro Canciones(O.C. I., 1996: 390) o en el poema «La monja gitana» del Romancero Gitano (O.C. I, 1996: 423)], quizás porque se trate de una atracción envolvente que en la literatura se ha atribuido a la mujer.

La imagen del clavel de los últimos versos de la «Gacela XII del Mercado Matutino» («¡Qué clavel enajenado / en los montones de trigo!») es una imagen masculina. El clavel es la flor que el hombre se coloca en el ojal. En la etimología griega es la «flor de Dios». Es un «clavel enajenado» el que se describe en esta gacela. El adjetivo nos habla de la razón perdida de una manera permanente o transitoria. El poeta está dibujando la figura de aquel que ama con locura. En «La imagen poética de don Luis de Góngora», Federico alaba la metáfora del clavel comparada con el beso que construye el poeta de Las Soledades: «¿Cuándo se ha descrito un beso de una manera tan armoniosa, tan natural y sin pecado como lo describe nuestro poeta en el Polifemo?:

No a las palomas concedió Cupido

juntar de sus dos picos los rubíes,

cuando al clavel el joven atrevido

las dos hojas le chupa carmesíes»

(O.C. III, 1997: 73).

El manzano es el árbol del paraíso. La idea del paraíso como paraíso perdido se simboliza en las huertas, y más concretamente en una: la Huerta del Tamarit. Leemos en la segunda estrofa de la «Casida III del sueño al aire libre»: «El Tamarit tiene un manzano / con una manzana de sollozos». Entre álamos y chopos, entre las alamedas, un manzano. El adjetivo numeral distingue a ese manzano del resto de los árboles, lo evidencia. Por su singularidad, el manzano despunta del resto de los árboles que conforman la arboleda. Ese manzano es el manzano del Edén, el manzano del Paraíso, cuya manzana es la fruta del deseo, de la tentación y a la vez de la perdición, «una manzana de sollozos» es la manzana que obliga a la expulsión de Adán y Eva. En «Amantes asesinados por una perdiz», la manzana es directamente el amante: «Una manzana será siempre un amante» (O.C. I., 1996: 499). En la mitología griega existe también un manzano que se halla, no en un jardín, sino más concretamente en un huerto: El Huerto de Hera en el Jardín de las Hespérides. Un huerto con una arboleda formada únicamente por manzanos. La fruta de estos árboles, como el manzano del Edén, proporcionaba la inmortalidad.

El lirio se equipara con la imagen de un joven frágil e inocente. Los lirios, o iris, eran las flores de la diosa griega Iris, hermana de Harpías, representada como una joven virgen con alas doradas, cuyo cometido era transmitir los mensajes de los dioses. Idéntica función que tenía San Miguel en las imágenes de la Anunciación. El arcángel porta un lirio en la mano. Si además se trata de un «lirio fresco» tal y como aparece en la «Gacela VII del recuerdo de amor» («Doy pena de lirio fresco»), le añadimos la juventud, la virginidad y la inocencia, sentido este último que se le asigna a la flor. Pero también el lirio se usaba en la antigua Grecia para adornar las tumbas, para honrar a Iris.

El arrayán es una de las plantas aromáticas típicas de la Alhambra y de muchos de los jardines de Granada, así que parece estar claro el lugar de los paseantes de la «Gacela XI del amor con cien años». La tarde se va, los paseantes desaparecen y tan solo queda el perfume del arrayán. El arrayán es la planta con la que sueñan los enamorados20. Los galanes que suben y bajan la calle nos recuerdan a la flor, al galán, cuyo aroma es definitorio de las noches de verano. Es el retruque en el juego del billar: el galán es la flor llamada «galán de noche» o «dama de noche», pero también un galán es un muchacho. En las noches de verano, con el aroma del galán de fondo, los muchachos y las muchachas salen a pasear.

Las «algas»21, los «juncos» y «las ramas», que aparecen repetidas varias veces en el poemario, dan una sensación de frescor como contrapunto necesario del verano, pero se identifican con partes del cuerpo. En la «Casida VIII de la muchacha dorada» el poeta usa estas plantas para jugar con ellas, convirtiéndolas en títeres, en sombras chinas, en formas que se mueven sutiles junto a las ramas para sorprender, para engañar a la muchacha con presencias que no existen: «las algas y las ramas / en sombra la asombraban».

El junco, como el lirio, se relaciona con la figura masculina, más concretamente con la cintura. La cintura como el epicentro de Eros. Lirio y junco aparecen equiparados en los versos. Escribe Federico García Lorca en «Primer Aniversario», de Canciones: «Carne tuya me parece / rojo lirio, junco fresco» (O.C. I., 1996: 388). El junco señala también la ribera de un río, pues se trata del lugar donde crece, lugar de encuentro de los amantes, recóndito, escondido e íntimo, en la misma orilla, apartado, discreto y perfecto para el encuentro. En muchos momentos de la obra del poeta aparece el junco como indicador de la ribera del río. Quizás el ejemplo más claro lo encontramos en La casa de Bernarda Alba, cuando Adela, en el Acto III, dice a Martirio: «[...] Pepe el Romano es mío. Él me lleva a los juncos de la orilla» (O.C. II, 1996: 631).

El lugar

La ciudad es Granada. La ciudad real («la campana de la Vela» / «Granada era una luna, [...] una corza», «todas las tardes en Granada», «por el arco de Elvira», «quiero subir los muros de Granada») y la ciudad metafórica («entre yeso y jazmines»22, «por las arboledas del Tamarit»23...). La insistencia que percibimos en la «Gacela IV del amor que no se deja ver» en remarcar lo que el personaje poético haría «solamente por oír / la campana de la Vela», no es más que la manifestación del deseo de volver a Granada. Más sutil es la oposición entre «llamarada» y «nieve» que, de un modo u otro, se repite por todo el poemario