Ébano - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

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La acción de esta intensa novela transcurre en África. Sus principales personajes son un fotógrafo europeo y su esposa, una muchacha negra, que se esfuerza en llamar la atención del mundo occidental hacia su pequeño país africano... La acción de esta intensa novela transcurre en África. Sus principales personajes son un fotógrafo europeo y su esposa, una muchacha negra, deportista e idealista, que se esfuerza en llamar la atención del mundo occidental hacia su pequeño país africano. Al llegar a África, en viaje de novios, la mujer es secuestrada. A partir de aquí, el marido vive una auténtica odisea tras los pasos de los secuestradores, y la joven recorre un calvario que la llevará hasta Arabia, donde le espera un destino cruel: ser vendida a un poderoso jeque árabe.

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Ébano

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alberto Vázquez–Figueroa

Categoría: Novelas | Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

 

Título original: Ébano

 

Primera edición: 1975

Reedición actualizada y ampliada: Noviembre 2021

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

 

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

 

ISBN: 978-84-18811-11-1

Impreso en España

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

Aún faltaba una hora para el amanecer y ya estaban en pie y en marcha, atravesando el espeso bosque tropical.

Llovía en lo alto, sobre las copas de los árboles gigantes, pero de la lluvia no llegaba más que el rumor, porque el agua tardaría en atravesar el espeso techo de hojas y ramas.

Cruzaron un riachuelo, un pantano de «nipa», un segundo, y hasta un tercero, y distinguieron cerca, entre el «bícero», la silueta de un elefante que se alejó aprisa en la penumbra de la primera claridad imprecisa.

Poco después la selva comenzó a ralear, y por último alcanzaron terreno libre; una amplia sabana de altas gramíneas salpicada de acacias y arbustos leñosos de pelado tronco y alta copa.

Era aquel el más típico de los paisajes africanos: larga llanura calentada por el sol, adormecida en los mediodías por el canto de las chicharras, y agitada por una brisa suave y seca. A medida que avanzaba por ella, se iba apoderando de David la sensación de que descubría al fin el África auténtica: la de los libros de aventuras de su infancia.

De pronto, Dóngoro se detuvo y señaló un punto frente a él, a unos doscientos metros. Forzó la vista y advirtió que algo se movía entre las altas hierbas de color trigo maduro. Le llegó claro el «crac» de dos objetos que entrechocan y comprendió lo que ocurría casi en el mismo instante en que el espectáculo se presentó a su vista: dos impalas luchaban junto a un bosquecillo de acacias, cuyas tonalidades oscilaban del amarillo arena, al rojo argentado, pasando por el verde y el pardo.

Hizo un gesto a Ansok, y el indígena depositó en el suelo el pesado maletín. Dudó ante la «Hasselblad», pero se decidió por la «Nikon», más rápida y liviana. Prefería la calidad de la primera, pero temía que el sonoro chasquido de su disparador asustara a los animales.

Avanzó muy despacio, paso a paso, como si estuviera cometiendo un acto prohibido, violando la naturaleza, y así siguió veinte metros, treinta, cuarenta, mientras los antílopes entrechocaban sus cuernos, para retroceder de inmediato a tomar nuevas fuerzas, instante que uno de ellos aprovechaba para mugir, furioso, intentando asustar a su enemigo.

Disparó su cámara una y otra vez, aproximándose al abrigo de las altas matas, hasta colocarse a menos de cincuenta metros de distancia. Se detuvo entonces a observarlos fascinado, a solas con el mundo y los dos machos que libraban la eterna lucha del amor y la muerte, como venían haciendo sus antepasados desde el comienzo de los tiempos.

Estaban allí los tres: actores y testigos; bestias, naturaleza y hombre... y el silencio.

¡Dios!, hubiera pasado horas contemplándolos, olvidado de todo, incluso de la cámara que colgaba de su cuello, tan hipnotizado como el día que vio a una gacela corriendo por las pistas de una Villa Olímpica.

La observó boquiabierto, incapaz de reaccionar frente a la majestuosa elegancia de aquel cuerpo increíble que parecía volar sobre el tartán, como si lo que para otras significaba un esfuerzo supremo no fuera para ella más que un juego infantil.

–Tendrás que correr para mí otra vez –le pidió–; no pude hacer ni una sola foto...

–Lo siento..., terminó mi entrenamiento...

–Saldrás en «Paris-Match»... En «Stern»... En «Tempo»...

–Si gano el viernes, saldré... Si no, no...

Alzó la cámara, y de improviso se detuvieron al unísono, como si el ligero cambio de la brisa les hubiera llevado el olor a hombre.

Le miraron y se dirían uno reflejo del otro: la cornamenta en alto, las miradas atentas, las orejas alertas, los hocicos venteando... Eran dos hermosos machos, y la hembra por la que luchaban debería sentirse orgullosa.

Por unos instantes permanecieron con los ojos fijos en él, pero, al fin, como si comprendieran que ningún peligro los amenazaba, se apartaron lentamente, sin miedo, decididos a continuar su lucha más allá, a la sombra, y sin testigos.

Tenían el mismo andar, grácil, erguido y liviano con que ella se alejó, sin volverse, por el largo pasillo que conducía a los vestuarios.

–¡Eh!, espera... ¿Cómo te llamas?...

Sonrió en la penumbra.

–Nadia... –respondió suavemente.

Y desapareció.

Regresó junto a los indígenas, que se habían sentado a la sombra de un viejo baobab.

Sarmentoso y triste, el árbol podría tener quizá tres mil años como aseguraban los nativos, pero más parecía por su ancho tronco y ridícula copa una enorme seta que un pariente del roble, la ceiba o el sicómoro.

Paquidermo vegetal, esponjoso y rezumante de agua, no ofrecía más sombra que una columna que se alzara en el centro de la estepa.

–Eres inestable e inseguro como la sombra del baobab –le había dicho ella cierto día. Y tuvo que ir hasta una pradera del Camerún para comprender aquella frase.

Tomó asiento junto a Dóngoro, que le ofreció pan, agua y queso de cabra «bamilenké». Como la mayoría de los «fulbés» y los «haussas», Dóngoro despreciaba a los «bamilenkés», pero adoraba sus grandes y apestosos quesos.

Ni él, ni Ansok, habían prestado la menor atención al hermoso espectáculo de la lucha entre los machos.

Para ellos –cazadores furtivos– el único animal bello era el animal muerto. Los antílopes no representaban más que piel y cuernos; los elefantes, marfil; los búfalos, cuero y testuz.

La piel de uno de los machos podía valer diez dólares en Douala, Yaundé o Fort-Lamy, y si no los mataban era porque él, David, lo había prohibido.

Se les advertía inquietos al ver alejarse impunemente veinte dólares y dos hermosos pares de cuernos, pero no podía culparlos. Veinte dólares constituían una pequeña fortuna para ellos, y no inventaron el matar por matar.

Hasta la llegada del hombre blanco al continente, los africanos no cazaron más que lo justo para vestirse y alimentarse, dejando que las grandes manadas cubrieran la pradera sin que jamás el ser humano soñara con aniquilarlas. Fue necesaria la bárbara costumbre blanca de la caza por diversión para que el indígena descubriera, con asombro, que las bestias tenían un nuevo valor como «trofeo». En su sencilla mentalidad, no cabía la idea de que matar a un animal indefenso fuera algo digno de admiración, y tan solo las fieras abatidas cara a cara y con peligro de la vida merecían que su piel fuera colgada de una pared.

Pero ahora, por culpa del afán exhibicionista de los blancos, medio centenar de especies autóctonas habían desaparecido de la faz de África, y otras tantas corrían serio peligro de extinción.

–Ya que quieres pasar tu luna de miel en África, trae unas buenas fotos. En octubre publicaremos un número especial sobre animales.

Era un buen tipo el redactor-jefe, y el que más había contribuido a que David abandonara el campo de la fotografía publicitaria y se quedara definitivamente en la revista.

Y allí se encontraba ahora, a la sombra de un baobab, desayunando queso de cabra en compañía de los furtivos, confiando en encontrar pronto un elefante de buenos colmillos.

Pasado el mediodía alcanzaron una quebrada por cuyo fondo corría un riachuelo que debía servir de abrevadero a todas las bestias de los alrededores. Siguiéndolo por largo rato, acabaron por descubrir, junto a la charca que formaba en un remanso, huellas como enormes bandejas de más de cuarenta centímetros de diámetro, claras, profundas y frescas.

–Aquí se bañó esta mañana –señaló Ansok–, anduvo sacando barro del fondo, y el agua aún está revuelta.

Dóngoro descubrió en lo alto de la quebrada un mojón de excrementos, y sin dudarlo, introdujo en él la mano, comprobando su temperatura.

–No nos lleva más de una hora –dijo, e inició la marcha en pos de la ancha pista, a través de una pradera que se iba llenando más y más de vida, aunque el calor obligaba ahora a los animales a buscar sombra.

Era la hora de la siesta. Si las bestias dormían o no, no podría decirse, pero lo cierto es que permanecían inmóviles como estatuas de piedra, y a menudo distintas especies se agrupaban huyendo del sol, cabeza con cabeza y grupa con grupa.

Menudeaban las cebras y los antílopes, y cerca dormitaban los «ñus», que, pese al sueño, no cesaban de agitar las colas ni un instante, mientras sobre los arbustos destacaban a veces las cortas orejas y el afilado morro de las jirafas.

África estaba quieta y los hombres eran lo único que se movía en la sabana.

Un zumbido de chicharras parecía calentar aún más el ambiente, y de tanto en tanto, el rumor de millones de insectos que cantaban subía de tono en oleadas, hasta alcanzar un límite casi insoportable que crispaba los nervios, para desaparecer de pronto bruscamente, como si el mar se retirase.

–El ruido de la muerte l0 llaman –indicó Ansok–, y dicen que hay quien se ha vuelto loco de escucharlo...

Un nuevo montón de excrementos marcó el tiempo que el animal les llevaba. Tal vez, si se había detenido a comer algo, ya estarían muy cerca.

Dóngoro apretó el paso y la marcha se volvió endemoniada.

Se le advertía nervioso.

–Podríamos matarlo –dijo–; usted se quedaría las defensas, y nosotros las patas y la carne.

–No he venido a matar animales, sino a fotografiarlos –repitió una vez más–, y no tengo licencia de caza...

–¡Oh!, eso no importa... Eso no importa... Aquí nadie va a venir a pedírsela...

Agitó la cabeza con pesar:

–De ese modo, pronto acabarán con todos los elefantes de África...

–Ya no hay sitio para ellos... –comentó Ansok, que marchaba a su espalda–. Los elefantes no pueden convivir con el progreso... ¿Tiene idea de cuánto consume un elefante?...Cuando invade una plantación acaba con quinientos kilos de maíz en una noche. ¡Quinientos kilos! La comida de todo el pueblo durante una semana...

–Pero muy pocos atacan las plantaciones –protestó–. Cuando una cabra se mete en una casa y se come un fajo de billetes, nadie piensa en matar a todas las cabras...

–Usted no lo entiende –insistió el indígena–. África no quiere continuar siendo tierra de elefantes y leones... Si tanto les gustan, llévenselos a casa... Los blancos protestan porque los destruimos, pero nadie ofrece sus campos de trigo para que vivan en ellos...

No respondió; sabía que todas las discusiones con un nativo respecto al futuro de la nueva África concluían en punto muerto. Simuló concentrar su atención en una barrera de pequeños montículos de unos cinco metros de altura que había hecho su aparición ante ellos, gigantescas termiteras que en aquel lugar abundaban en exceso, sin que existiese aparentemente causa alguna que lo justificara.

Tuvieron que rodearlas en un continuo zigzag, y advirtió que en muchos puntos las patas del elefante las habían aplastado, y podía verse a las termitas-obreras luchando afanosamente por remediar el mal e impedir que el duro sol del trópico afectara la suave y fresca oscuridad de sus cien mil pasadizos.

Al salir de las termiteras se toparon a no más de veinte metros con una gran manada de antílopes que se alejaron a saltos, en el más hermoso espectáculo que hubiera visto nunca.

Súbitamente las huellas del elefante giraron hacia el norte y se adentraron en una suave colina de gramíneas.

Dóngoro señaló a la cumbre:

–Está detrás –afirmó–, y tenga cuidado porque debe ser un buen macho con más de cincuenta kilos en los colmillos... –Golpeó suavemente la culata de su «Mannlicher 475»–. ¿No quiere que le acompañe? –se extrañó.

David negó con un gesto mientras se inclinaba a hurgar entre las cámaras.

Colocó el 500, se echó al bolsillo un par de rollos de repuesto, cargó otra «Nikon» con película más lenta y un 100, e inició la ascensión mientras los indígenas buscaban una vez más acomodo a la sombra.

Desde la cumbre se volvió a observar la llanura a sus espaldas.

–Le hubiera gustado ver esto –se dijo–. Ha sido una larga caminata, pero valía la pena...

Al otro lado, el paisaje era casi idéntico, pero no tuvo tiempo de contemplarlo porque al instante distinguió a su derecha la mole del elefante, que parecía estar afilándose los colmillos en un tronco leñoso.

El animal debió presentirlo, o tal vez fue su olor que le llegó cabalgando en el aire, porque de inmediato cesó en su tarea, alzó la trompa y se volvió a mirarle mientras abanicaba sus enormes orejas.

No estaba asustado, ni aun preocupado, pese a que no más de sesenta metros lo separaban del intruso. Tal vez fuera oscuridad lo que sentía, o tal vez una ligera irritación al verse molestado. Avanzó unos metros amenazador y ofensivo, y lanzó un barrito que retumbó en el valle a sus espaldas, pero se detuvo sin más que el amago de ataque, quizá sorprendido por el simple «clic» metálico de la cámara.

Continuó barritando y sacudiendo las orejas mientras el motor eléctrico de la «Nikon» funcionaba una y otra vez, y David se felicitaba por la magnífica colaboración que estaba obteniendo del gran macho...

Cuando se cansó de apretar el disparador, lo miró de frente, sonriendo:

–Ya está bien, «Valentino»... Acabó tu trabajo por hoy... Puedes irte...

Aguardó hasta que el paquidermo se alejó, pesado, ondulante y bamboleando su ridícula cola al compás de su descomunal trasero, y luego se volvió a contemplar nuevamente la llanura.

Agitó la mano indicando a los indígenas que era hora de emprender el regreso y comenzó a saltar alegremente colina abajo.

–Ahora, una larga caminata, un buen baño, dos tragos, una rica cena y...

¡Cielos!, África era el mejor lugar del mundo para pasar la luna de miel...

 

 

Tenía razón Ansok, y había leones cerca.

Los oyeron rugir en la espesura, y más adelante una gran melena cruzó como una sombra el senderillo, haciendo que Dóngoro llegara incluso a preparar su arma.

–No me gustan los leones –comentó–. No cuando andan tan cerca de la gente. Hace un mes devoraron a una mujer en la laguna...

–Malo es el león que se acostumbra a comer carne humana –murmuró Ansok–. Le gusta y la encuentra fácil.

David no respondió. Por unos instantes, una sombra de preocupación cruzó su mente, pero la desechó ante la certeza de que Nadia jamás se alejaba hasta la laguna sin un arma.

El bosque apareció ante ellos y se adentraron en su espesura maldiciendo de antemano la larga caminata a través de riachuelos y pantanos; abriéndose paso por entre lianas y enredaderas; saltando una y otra vez sobre troncos caídos o charcos putrefactos.

Dóngoro y Ansok habían cambiado de expresión y parecían malhumorados.

David comprendió que a ninguno de ellos –como a la mayoría de los indígenas africanos– les gustaba la selva.

Aun viviendo en ella, los nativos aborrecían adentrarse en la espesura, lejos de los caminos que resultaban familiares, y raramente se apartaban de sus poblados y sus campos de cultivo.

Cazaban en el bosque y pescaban en sus ríos, pero siempre dentro de los estrechos límites de un territorio concreto, pues en su primitivismo seguían creyendo que más allá, en la espesura, habitaban los espíritus malignos y los «hombres-leopardo».

Sembraban los senderos de peligrosas trampas en las que hacían caer a venados y jabalíes, pero raramente se enfrentaban entre los árboles con los grandes animales. La lanza y el arco parecían hechos para la pradera, y si en ella no temían a nadie, en la selva les aterrorizaba el rugido del león y les ponía a temblar la huella del leopardo.

Los gorilas, tan abundantes más al sur, en la frontera con Guinea, constituían su pesadilla, y no había nada que temieran más que la posibilidad de desembocar, de improviso, en el claro que una familia de ellos hubiera escogido para pasar la noche.

Pacíficos y tolerantes, los gorilas no soportaban sin embargo intromisiones, y por ello pocos nativos se atrevían a adentrarse en el bosque muy de mañana, antes de que los grandes monos se hubieran puesto en marcha.

Pero la selva aparecía en calma esa tarde. A ratos, un rumor de lluvia repiqueteaba en las copas de los más altos árboles, pero pronto le sucedía el grito de los monos, el canto de infinitas aves, y el pesado vuelo de enormes faisanes que surgían casi de sus mismos pies.

De tanto en tanto, una culebra cruzaba el sendero, salpicado de huellas de animales, y a menudo, la alta selva de copudos árboles, luz glauca, y suelo llano daba paso al torturante «bícoro», selva primaria de matojos, espinos y caña brava; viejos campos de cultivo en los que el bosque había sido talado y quemado, para abandonarlo más tarde a la maleza baja y densa.

A la salida de una de esas zonas de «bícoro», Dóngoro, que iba delante, se detuvo sorprendido y señaló el diminuto caminillo:

–Gente –dijo–. Gente extraña.

–¿Por qué extraña?

–Botas grandes, pesadas... Inglesas o nigerianas... Otros van descalzos. Llevan prisa y van hacia el noreste. Hacia el Chad...

–¿Cazadores furtivos? –aventuró.

Ansok y Dóngoro se observaron.

Movieron la cabeza al tiempo que se encogían de hombros.

–Puede ser... –admitió Ansok–. Puede ser...

Reanudaron la marcha, que fue ganando velocidad hasta hacerse agotadora, sin que David supiera si atribuirlo a las huellas, o a que comenzaba a caer la noche y sus compañeros no parecían felices con la posibilidad de perderse y dormir en el bosque en compañía de sombras y diablos.

Tampoco él tenía interés en dormir bajo un árbol, sabiendo que al término del camino, más allá del bosque y del río, aguardaba una carretera polvorienta y, al final, una «roulotte» con aire acondicionado, luz eléctrica, cerveza helada, una pierna de venado al horno y una cama ancha y mullida, cuyos resortes amortiguaban de tal forma los saltos que ni en la más agitadas noches se advertía desde fuera lo que pudiera ocurrir dentro.

Había hecho hincapié al comprarla:

–No quiero que los transeúntes se enteren de que estamos haciendo el amor.

–Descuide, señor, descuide... Podemos hacerle una demostración práctica... ¡Señorita...!

–¡Hombre, yo...!

–¡Oh! No tema... Es tan solo para que salte dentro...

Es verdad que no había en toda África «roulotte» parecida, y de Abidján a Accra, de Lomé a Cotonou, de Lagos a Douala, había soportado caminos polvorientos, lluvias tropicales, calores bochornosos, fango y piedras, sin más que un par de rayones en su hermosa pintura amarilla, y algún que otro neumático reventado.

Y allí estaba ahora, donde concluía la carretera polvorienta, bajo la copuda ceiba, junto al poblado indígena cuyas chozas abrían su puerta trasera al bosque, y la delantera a la gran plaza y la sabana.

Apresuraron el paso, pero al verlos de lejos, un grupo de mujeres corrió a su encuentro. Daban grandes gritos y agitaban los brazos.

No entendía su sonoro dialecto y tuvo que aguardar la traducción de Ansok. Su oscuro rostro pareció transformarse.

–La señora ha desaparecido... –dijo–. Bajó a bañarse a la laguna y aún no ha vuelto...

Sintió que todo giraba a su alrededor y tuvo que apoyarse en Dóngoro.

Tardó en reaccionar.

–¡No es posible! –negó con firmeza–. No es posible... ¿A qué hora se fue?

–A mediodía... Los hombres del pueblo están buscándola...

–¡Dios santo!

Echó a correr hacia la «roulotte», alimentando la esperanza de encontrarla en ella, negándose a admitir lo que decían.

–¡Nadia! ¡Nadia...!

Pero Nadia no estaba.

Se dejó caer en la cama, y el lugar se llenó de mujeres y niños que curioseaban cada rincón, hacían correr el agua de la ducha o revolvían la pequeña despensa.

Los vio hacer, incapaz de comprender cuanto ocurría a su alrededor.

Trataba de concentrarse en algo, no sabía qué, pero el constante parloteo le aturdía, y reaccionó cuando vio a una gorda, sucia y sudorosa, intentando probarse una blusa de Nadia como si esperase heredarla de alguien que no regresaría nunca.

Se la arrancó de las manos y arrojó fuera a la turba vociferante y harapienta, empujando a la gorda que se había atascado en la pequeña puerta y cerró tras ella.

Por unos instantes tuvo que apoyar la frente en la pared y esforzarse por evitar el llanto. Luego tomó un pesado revólver del armario, se lo introdujo bajo el cinturón y salió a la noche.

Dóngoro y Ansok aguardaban junto a la puerta. Llevaban linternas y estaban armados: el primero con su pesado «Mannlicher»; el segundo, con una vieja escopeta de dos cañones.

Emprendieron en silencio el camino hacia la laguna, pero apenas habían recorrido quinientos metros cuando una sombra que venía en dirección contraria los detuvo.

–No vayan –dijo el hombre de la larga lanza–. Ya es inútil.

David hubiese querido que aquellas palabras nunca salieran de su boca:

–¿El león? –inquirió con un hilo de voz.

El guerrero negó con un gesto. A la incierta luz de la linterna, su rostro resultaba inescrutable, pero David creyó advertir una expresión de profunda pena en sus ojos cuando replicó lentamente:

–Cazadores de esclavos.

 

 

–¿Cazadores de esclavos?

El cónsul agitó la cabeza y contempló a su interlocutor como si le resultara imposible admitirlo. Revolvió sus papeles y consiguió su encendedor de oro, con el que prendió un largo cigarrillo. Estaba tratando de ganar tiempo.

–No lo creo –dijo al fin–. Sinceramente, y perdone mi rudeza, no puedo creerlo... Si su esposa se perdió en la selva, probablemente se ahogó en la laguna, la devoró un león, o cayó en una trampa de cazadores indígenas.

–Pero eso que me dice... No; no lo creo...

–Seguimos sus huellas durante cuatro días, hasta el río Mbére, un afluente del Logone. Eran siete hombres, y llevaban por lo menos veinte cautivos... Las huellas de las botas de mi esposa se distinguían claramente.

El cónsul se puso en pie, paseó por la habitación con las manos en la espalda y se detuvo ante la amplia ventana. Contempló los tejados de Douala, el amplio estuario del Wouri, y al fondo, el cono gigante del monte Camerún.

–Tenía noticias de la caza de esclavos –admitió al fin–. Sabía de ella, de la misma forma que se sabe de las costumbres caníbales de las tribus del norte o los feroces ritos de los «hombres-leopardo»... Pero, aquí, en África, nadie roba, mata, devora o sacrifica a un blanco «porque los blancos están contados»... En cuanto uno desaparece, la represalia de las autoridades suele ser terrible... Por eso me cuesta trabajo admitir la posibilidad de que hayan raptado a su esposa... Sería la primera vez que los cazadores de esclavos secuestran a una blanca...

–Mi esposa es negra.

Su voz sonó tan natural, tan carente en absoluto de inflexiones, que el cónsul pareció quedar de piedra, tan de piedra como aquellos dos soldados que se distinguían en la plaza, sobre el Monumento a los Caídos en la Guerra del Catorce.

Tardó en volverse. Cuando lo hizo se le advertía desconcertado. Había perdido su flema profesional, y casi se podría asegurar que tartamudeó levemente al recuperar la palabra.

–Lo lamento –dijo–. Lamento la forma en que me he expresado... Si en algo he podido molestarle, le ruego que...

–¡Oh! No se preocupe –le interrumpió–. Usted no tenía por qué saberlo.

Se hizo un nuevo silencio. El cónsul regresó a su sillón y tomó papel y pluma.

–¡Bien! Veamos –comenzó–. ¿Nombre de su esposa?

–Nadia... Nadia Segal de Alexander...

–¿Natural?...

–De Abidján, Costa de Marfil...

–¿Edad?

–Veinte años.

–¿Tiempo de casados?

–Dos meses... Era nuestro viaje de luna de miel... –Su voz se quebró y tuvo que realizar un esfuerzo para evitar emocionarse–. ¡Oh, Dios! Todo resultaba maravilloso, y ahora es como una pesadilla... Tengo que encontrarla –añadió con firmeza–. Necesito recuperarla, cueste lo que cueste...

El cónsul agitó la cabeza.

–No quiero parecer pesimista, pero no debe abrigar muchas esperanzas... Si, como asegura, esos cazadores de esclavos se encaminaban al noreste, no resulta aventurado imaginar que su destino es la Península Arábiga. Y quien entra en ella, no sale jamás... Devora cada año miles de esclavos africanos... No crea que estoy tratando de mostrarme cruel... Es tan solo que conozco la realidad... Si quiere un consejo, intente recuperar a su esposa antes de que le hagan cruzar el Mar Rojo... Más allá desaparecerá para siempre.

–Pero ¿cómo...? África es inmensa... ¿Dónde puedo encontrarla?

–No tengo la menor idea. En estos momentos estará en cualquier lugar del Camerún, Chad o la República Centroafricana rumbo a Sudán o Etiopía...

–¡Es una región casi tan grande como Europa...!

–Por eso mi consejo es que trate de hacerse a la idea de que ha perdido a su esposa para siempre... Sé que la resignación resulta muy difícil, pero es como convencerse de que ha muerto.

–¡Pero no ha muerto! –exclamó–. No ha muerto, y la buscaré aunque viva cien años... No podría descansar un minuto sabiendo que está sufriendo en alguna parte y no hago todo lo posible por salvarla... Le juro que la encontraré –concluyó.

–Admiro su abnegación, amigo mío. Y le prometo que tomaré el máximo interés en ayudarle; no ya oficialmente, que es mi obligación, sino incluso de forma personal... Como sabe, el embajador se encuentra en Yaundé, pero me pondré de inmediato en contacto con él. Presionaremos al Gobierno.

»Alertaremos a todas las guarniciones y gendarmerías de la frontera, y me comunicaré con mis colegas de Chad y la república. Le aconsejo también que acuda al embajador de Costa de Marfil... Entre neg... entre africanos se toman mayor interés. ¿La familia de su esposa tiene alguna influencia en Abidján?

–Su padre, Mamadou Segal, fue catedrático en la Sorbona y cofundador, con el presidente Houphout-Boigny, del Partido Democrático de Costa de Marfil... Está retirado de la política, pero creo que aún conserva amistades en el Gobierno...

–Procure que las mueva... El presidente Boigny es el hombre más respetado de esta parte de África...

–¿Realmente cree que se puede lograr algo por la vía diplomática...?

–Lo ignoro. Llevo siete años en África, y aún me sorprenden la mayoría de las cosas que aquí ocurren... Me esfuerzo, pero no entiendo a estas gentes. Lo queramos o no, su mundo es distinto al nuestro, y nunca sabremos cómo van a reaccionar ante un determinado problema... Miles de hombres, mujeres y niños son raptados cada año por los cazadores de esclavos, y otros muchos mueren víctimas de ritos caníbales o sacrificios a extraños dioses, pero nadie parece preocuparse por ello. Sin embargo, movilizan a todo un ejército para atrapar a un desgraciado que asesinó a su patrón en un arrebato de ira... Lamentablemente, la vida, la muerte, o la libertad no tienen aquí el mismo valor que en Europa y América. –Hizo una larga pausa, apagó el cigarrillo y continuó–: Mi consejo es que conserve la calma... Esta misma tarde iniciaré las gestiones para dar con el paradero de su esposa. Haremos todo lo humanamente posible... ¿Cómo está de dinero?

–Tengo algunos ahorros. Pero puedo conseguir lo que haga falta, aunque trabaje toda la vida para devolverlo... ¿Ofrecer rescate daría resultado?

–Estaba pensándolo, y creo que podré conseguir aportaciones de nuestros residentes aquí... El problema no está en ofrecer recompensa, sino en conseguir que la noticia llegue a oídos de los secuestradores. Por lógica evitarán todo contacto con lugares habitados... Consultaré el asunto con las autoridades... ¿Dónde puedo encontrarle?

–En el «Hotel des Relais Ariens». Habitación 114.

El cónsul se puso en pie y lo acompañó a la puerta.

–Procure descansar –pidió–. Se le nota agotado... Le tendré al corriente de lo que averigüe...

Ya en la calle, echó a andar lentamente hacia la plaza de Akwa. Un taxi se detuvo a su lado, pero lo despidió con un gesto y continuó hundido en sus pensamientos, sin prestar atención a los ciclistas que regresaban a sus casas concluido el trabajo, las infinitas prostitutas que comenzaban a invadir las aceras, o la magnificencia de la increíble puesta del sol, más allá del monte Camerún, con la línea de la isla de Fernando Poo dibujándose al fondo.

Apenas hacía dos semanas que se habían sentado juntos en la piscina del hotel, contemplando una puesta de sol semejante, y, sin embargo, se diría que había transcurrido una eternidad.

Cenaron allí mismo, al aire libre, observando las luces de las piraguas indígenas que salían a pescar o navegaban lentamente hacia las lejanas cabañas de la otra orilla del estuario.

–Nada ha cambiado desde los tiempos de Cristo –comentó–. Pescan, cazan y viven, como lo hacían sus antepasados de hace dos mil años...

–Sí –admitió ella–. Podría pensarse que nada ha cambiado, y sin embargo la historia jamás asistirá a transformación tan brusca como la que está ocurriendo en el espíritu de mi gente... Los sacaron de sus selvas y sus campos para encontrarse en la ciudad con unos vicios que, por desconocidos, ejercen sobre ellos una atracción irresistible... La bebida, la droga, la prostitución y la homosexualidad están llevando al africano al mayor grado de degradación que conociera nunca...

–Pero eso no es culpa de nadie... Nadie los empuja... –protestó.

–En efecto –admitió ella–. Nadie los empuja, pero tú sabes que la mayoría de nuestros nativos son como niños a los que de pronto los colonizadores han enseñado infinidad de cosas para las que no estaban preparados...

–¿No lo estás tú? ¿Por qué tienen que ser distintos?

–Yo estudié en París... Soy negra y he vivido la mitad de mi vida en África, pero nadie me consideraría una africana típica, y lo sabes. Desde niña tuve profesores y buena alimentación, cosas ambas que faltan aquí... Blanco o negro, el problema del niño hambriento y sin educación es el mismo en todas partes. La cuestión es que en África hay más.

–¿Y crees que está en tu mano solucionarlo?

–No, desde luego. Ni en la mía, ni en la de nadie. Pero, si tuve la suerte de ir a una universidad y aprender cosas que pueden ser útiles a los míos, mi obligación es aprovechar esos conocimientos.

La atrajo hacia sí y la besó levemente por encima de la mesa, a punto de mancharse la camisa con salsa de tomate.

–Emplea esos conocimientos en mí... Y en nuestros hijos cuando los tengamos. Esa es tu obligación de esposa...

Ella guardó silencio unos instantes. Bebió despacio su copa de vino, la depositó nuevamente en la mesa y le observó con fijeza.

–No vas a comenzar a presionarme, ¿verdad? –inquirió–. Estaba claro: nos casaríamos, pero yo podría continuar dedicada a lo mío...

–¿Tanto significa para ti...?

–Doscientas cincuenta mil personas han muerto con las últimas sequías, y otros seis millones están en peligro de perecer. Quizá dentro de treinta años el desierto se haya comido tres o cuatro países que limitan con el mío. ¿Pretendes que eso no signifique tanto para mí...?

No. No podía pretenderlo, y no tenía por qué sorprenderse. Lo sabía desde el primer momento; desde aquella noche que aceptó cenar con él a las dos horas de haber recibido una medalla olímpica.

–Al norte de mi país, los ríos se agitan y los árboles mueren... –le había dicho entonces–. Los rebaños desaparecen y las cosechas se queman. El hombre emigra hacia el sur abandonando una vez más las estepas y los campos, que al poco tiempo son devorados por la arena... El Sáhara ha avanzado casi cien kilómetros en los últimos tiempos, y los científicos calculan que este cambio de clima que afecta a África durará sesenta años... ¿Qué habrá sido para entonces de mi gente...?

–No te preocupes –intentó bromear–. Quizá para entonces ya la guerra atómica habrá acabado con todos...

–¿Y crees que eso consolará a los miles de niños que en estos momentos mueren de sed de Senegal a Etiopía...? Cuando me ofrecieron correr en las Olimpiadas imaginé que si, por un milagro, conseguía una medalla de oro, los periodistas de todo el mundo vendrían a hacerme preguntas. Eso me daría la oportunidad de llamar su atención sobre lo que está ocurriendo en África y nuestra necesidad de ayuda. No de una ayuda de leche en polvo, mantas y ropa usada, sino de expertos, técnicos capaces de acabar con la sed de África.

–¿Por eso aceptaste cenar conmigo? –rio–. ¿Para que le pida a mi revista que escriba algo sobre la sed de África?

Sonrió muy levemente.

–Tal vez... Tres millones de reses han muerto a menos de cuatrocientos metros de un inmenso caudal de agua... ¿No es un gran reportaje?

–¿Y por qué no llegaron a esa agua?

–Porque está bajo tierra... Porque no tenemos medios de hacerla aflorar a la superficie... El Sáhara se encuentra plagado de corrientes de agua subterránea que están ahí, esperando a que alguien ponga los medios de hacerla aflorar... Si se puede extraer petróleo a diez mil metros, ¿por qué no agua a cuatrocientos...?

Aquel fue su primer viaje a África. Vino a fotografiar la sed de un continente que tenía la salvación bajo sus mismos pies, y se quedó.

¿Qué le había dado Nadia? ¿Cómo llegó a fascinarlo tan profundamente?

No fue tan solo su belleza física, su rostro perfecto, su cuerpo duro y liso, o la increíble armonía de sus gestos.

No, no era eso... Era su personalidad arrolladora, su fuerza de carácter, su ansia de vivir, de ayudar, de hacer siempre algo por alguien, empeñada en luchas sin esperanzas; en batallas contra molinos gigantes; en esfuerzo superiores a sus medios.

Era su firmeza en las convicciones, su sinceridad ante la vida, su honradez en cada gesto, en cada palabra, en cada idea, como si estuviera convencida de que de cada una de esas acciones dependía la rehabilitación de su raza, o de su país, o del mundo.

Para Nadia todo en la vida era trascendental, del mismo modo que para él, David, todo en la vida había sido hasta ese momento, nimio, absurdo y sin sentido. Nada le importaba más que una buena foto, pero en el fondo sabía que una buena foto no era más que la eternización falsa de un hermoso momento, y que, a menudo, ese momento ni siquiera había existido realmente y había tenido que crearlo él a base de un filtro especial, una luz contrastada o una lente que distorsionaba la realidad.

David era lo suficientemente inteligente como para comprender que el detalle más acusado de su personalidad era precisamente su falta de personalidad, y el más marcado de su carácter, su carencia de carácter.

Lo sabía, y lo aceptaba.

Había sido así desde niño; desde que comprendió que en la escuela otros eran los líderes, y otros fueron los líderes en la universidad y en el regimiento. Se diría que su voz no era escuchada, y pese a su estatura, no fuera capaz de dejarse ver o hacerse oír. Podía tener opiniones y puntos de vista inteligentes, pero se dejaba opacar sin lucha por otros mucho más estúpidos o de opiniones absurdas.

Descubrió pronto que prefería no luchar y resultaba más fácil dar la razón a quien no la tuviera que enredarse en una discusión sin esperanzas.

A la larga, siempre –fuese cual fuese el problema– daba su brazo a torcer.

A menudo se indignaba ante el hecho de resultar perjudicado por no haber querido perjudicar a alguien que en el fondo no le importaba en absoluto, y era la suya una mezcla de timidez y bondad enfermiza que llegó a amargarle la existencia, hasta que llegó al convencimiento de que más amarga resultaba cuando trataba de luchar contra esos sentimientos y doblegar su auténtico «no carácter».

Por eso, al encontrarse frente a una maravillosa mujer de otra raza, otro continente, otras ideas y otro temperamento se dejó absorber, sin que esa absorción significara nunca anulación, sino únicamente reconocimiento de que Nadia llevaba dentro todo aquello que él hubiera deseado tener pero que en el fondo le asustaba.

Ahora, sentado allí, en el jardín del hotel, contemplando las luces del estuario, David trataba de analizarse, de convencerse, con la ayuda de una botella de coñac, de que por primera vez tendría la suficiente fuerza de carácter como para seguir adelante en su empresa y adentrarse en el corazón de África a cumplir su promesa de rescatar a Nadia costara lo que costase.

No era miedo, y lo sabía. Durante años, durante su adolescencia, le preocupó profundamente el hecho de que –tal vez– su falta de carácter no fuera en realidad más que una forma de cobardía.

Más tarde, cuando la revista le envió a guerras y terremotos y las balas y la muerte pasaron a su lado, comprendió, por la serenidad del pulso con que sujetaba las cámaras, que no era miedo; que no lo había sido nunca, y nada tenía que ver el valor con el carácter.

La posibilidad de correr graves riesgos, incluso de morir, no le asustaba si de ello dependía la libertad de Nadia. Le asustaba carecer del empuje necesario para llevar adelante una empresa tan ardua como era encontrar a una mujer negra en la inmensidad de África.

«¿Qué haría ella en mi lugar?».

¿Cómo acometería la batalla contra los más inabordables molinos de viento con que se haya enfrentado jamás ser humano alguno?

¿Cómo atrapar fantasmas que se escurren por las praderas, los bosques y los desiertos del más misterioso y desconocido de los continentes?.

Le desalentaba su propio desaliento ante la magnitud de la empresa y no saber por dónde iniciarla.

Había que dar un primer paso, y luego otro, y otro y otro... Y un millón más... Pero, ¿hacia dónde?

–¡Oh! Nadia, Nadia... –sollozó quedamente–. ¿Dónde estás?

 

 

Permaneció muy quieta y en silencio.

Distinguió cómo la sombra se movía, sigilosa, y alzó cuanto pudo los brazos.

–¡Oh, David, David! ¿Dónde estás? –exclamó mentalmente.

El hombre continuaba deslizándose hacia ella, tropezó con el pie de una mujer dormida, se cercioró de que no la había despertado, y siguió adelante para detenerse a menos de un metro de distancia.

Allí se inmovilizó. Probablemente intentaba aguzar la vista, atravesar la oscuridad para no errar el golpe; conseguir que todo ocurriera con rapidez y sin escándalo.

Sintió en las sienes el latir de los segundos. Los brazos se le cansaban de tenerlos en alto, las cadenas le pesaban, y tuvo la impresión de que el hombre debía percibir claramente el golpeteo de su corazón.

Dio gracias cuando al fin llegó el ataque y pudo bajar con fuerza las manos.

Se oyó un grito apagado y el visitante nocturno cayó de espaldas llevándose las manos a la frente. Lo empujó con el pie para alejarlo y volvió a recostarse en el árbol con los ojos muy abiertos a la negrura de la noche.

–¡Oh, David, David! ¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes a librarme de esta pesadilla?

Eran ya tantos los días que parecía como si toda su vida hubiese estado ligada a aquellas cadenas. Le costaba trabajo recordar lo que no fuesen horas de caminar apresurada, siguiendo el ritmo que marcaba el hombre de cabeza, evitando tropezar con el que le precedía o ser pisada por la muchachita que venía detrás. Calor, sed y fatiga, y un constante evitar los golpes del sudanés, golpes que daba siempre con el grueso mango de su largo látigo para no desgarrar la piel de la mercancía.

Noches de dormitar bajo un árbol o en la inmensidad del pajonal de la pradera, atenta siempre a evitar el asalto de los guardianes que aprovechaban el primer sueño del árabe para lanzarse hambrientos sobre ella.

Amaneceres helados, con el cuerpo entumecido por el insomnio y la fatiga, con la mente aterrada ante la idea de un nuevo día de marcha.

–¡Oh, David! ¿Dónde estás?

El hombre a sus pies no se movía.

¿Lo habría matado?

Por unos instantes experimentó el incontenible deseo de aproximarse, rodearle el cuello con las cadenas y apretar hasta asfixiarlo, impidiendo así que raptara a más mujeres, las azotara durante la marcha o intentara forzarlas por la noche.

Había sido el que se abalanzó sobre ella en la laguna y la derribó de un solo golpe, sin permitirle alcanzar el arma apoyada contra un árbol. Surgió de improviso de entre la maleza, como el leopardo que se lanza sobre un animal que abreva, y cuando sus compañeros llegaron al borde del agua ya la tenía tendida en la orilla, encadenada.

–Buen trabajo, Amín –había dicho el sudanés–. Muy buen trabajo... Es la mejor negra que hayamos cazado nunca... –La obligó a ponerse en pie, y la observó satisfecho girando a su alrededor con aire de experto.

Sonrió enseñando los dientes como un conejo.

–Es verdad que estás buena, muchacha... –Extendió el brazo y le palpó el pecho, duro y erguido–. Estúpido seré, e indigno de continuar en este oficio si el jeque no me da diez mil dólares por ti...

La acarició voluptuoso y bajó sus manos hasta sus nalgas, altivas y firmes.

–¡Lástima me está dando no aprovecharte aquí mismo...! Pero el jeque me mata si se entera que uso su mercancía... –Se volvió a sus hombres, seis negros armados que observaban la escena con ojos golosos sin dejar de vigilar una columna de cautivos que traían encadenados–. Al que la toque, lo desuello –advirtió–. Con esas dos pueden hacer lo que quieran; y con el gordo del final... Pero al resto, nada. Y a ella, ni mirarla...

–Pero probablemente, ni siquiera es virgen –protestó Amín–. ¿Cómo podría enterarse el jeque...?

–Por ella misma, estúpido. –Se volvió a Nadia–. ¿Eres virgen, muchacha...?

Comprendió que no obtendría nada confesando que su esposo era blanco e importante allá en Europa.

–Lo soy –mintió–. Y si me dejas en libertad, mi padre pagará los diez mil dólares...

El sudanés estalló en una sonora carcajada.

–¡Oh, diablos! No sé cuál de esas dos mentiras es más grande... Pero para que veas que soy justo, no haré averiguaciones respecto a ninguna. Admitiré que eres virgen...

–Pero es cierto. Mi padre puede pagarte ese dinero...

–¿Dónde se ha visto que una negra que se baña en una laguna de la selva tenga diez mil dólares...? Ni siquiera sabes cuánto es eso...

–¿Dónde has visto a una negra de la selva vestida con esta ropa? ¿Y estas botas, y esa arma...? Yo soy Nadia, hija de Mamadou Segal, catedrático en la Universidad de Abidján. Estudié en París y Londres, hablo cinco idiomas, incluido el tuyo, y si no me dejas en libertad te arrepentirás toda la vida.

–¡Por todos los diablos! Es un diamante lo que hemos encontrado, Amín... ¿Cuánto pagará el jeque por una criatura así...? ¡Alégrate, muchacha! No serás una esclava cualquiera... El jeque te convertirá en su favorita por un tiempo... ¿Sabes lo que es eso...? Él lo tiene todo...: oro, diamantes, perlas, autos lujosos, aviones privados... En sus tierras mana el petróleo como en las fuentes el agua, y de todos los rincones del mundo viajan los hombres más poderosos a disputárselo... No puede gastar en un año lo que gana en un día... Te cubrirá de joyas, te comprará los mejores vestidos y comerás en platos de oro... Y tus hijos serán príncipes...

–¡Vete al infierno, hijo de puta!

El sudanés alzó el látigo, pero se detuvo con el brazo en alto.

–No... Suleiman R.Orab no cometerá la estupidez de azotarte, negra... Suleiman R.Orab lleva muchos años en este oficio y ha oído cosas peores. ¡Andando! –ordenó a su gente–. Cuando caiga la noche quiero estar lejos de aquí.

Y cuando llegó la noche estaban lejos.

Y continuaron alejándose día tras día.

Y navegaron luego toda una noche, Logone abajo.

Y se adentraron en la estepa, de bosquecillo en bosquecillo, buscando siempre la protección de árboles y maleza, evitando caminos y poblados, por rutas sin huellas ni señales que Amín parecía conocer como la palma de su mano.

Otros esclavos se habían sumado a la caravana: cuatro rapazuelos, el menor de no más de diez años, y dos hermanas que no cesaban de lloriquear.

Suleiman R.Orab sonreía satisfecho.

–Veintidós, y casi todo buena mercancía... Si la mitad llegan vivos al mar Rojo, habrá sido un gran negocio el viaje... Hay que cuidar a esta muchacha... Ella sola cubre gastos... La quiero en Suakín, intacta.

Pese a la advertencia, Amín estaba ahora tendido a sus pies, ensangrentado e inconsciente. Y es que el negro parecía dispuesto a no renunciar a Nadia, considerando tal vez que por el hecho de haberla descubierto y capturado, tenía derechos sobre ella.

Le había detenido esa noche, pero ¿cuántas noches más lograría detenerlo?

–¡Oh, David, David! ¿Dónde estás?

«Tendrás que correr para mí otra vez. No pude hacerte ni una foto...». Sintió que el corazón le daba un vuelco al verle, alto y macizo, con el cabello de color arena y los ojos tan claros como las aguas de la laguna Ebrié, que reflejaban en el atardecer los puentes de Abidján.

Su intención fue salir corriendo, y correr para él hasta caer agotada, pero sacó valor de donde no lo tenía y replicó:

–Lo siento. Terminó mi entrenamiento.

Luego, cuando se alejaba por el pasillo que daba a los vestuarios, le pareció que el mundo se le venía encima y el tiempo se había detenido, hasta que escuchó a sus espaldas la voz que la llamaba:

–¡Eh! espera... ¿Cómo te llamas?

–Nadia –replicó con una sonrisa, y se volvió para que pudiera leer en su chandal: «Costa de Marfil».

Y en los días siguientes acechó por horas la entrada de la villa, y en los entrenamientos buscó con el rabillo del ojo entre la gente, intentando descubrir las cinco cámaras que parecían proteger la timidez del gigante rubio.

Cerró los ojos al recordar el nuevo encuentro. Había subido al pódium y un viejo libidinoso que se la comía con la mirada acababa de colgarle al cuello una medalla de bronce. Soportó resignada el beso, aceptó un ramo de flores, se irguió para saludar al público que aplaudía, y allí estaba, mirándola a través de un objetivo, atento a retratarla únicamente a ella, olvidado de las medallas de oro y plata.

Aún no se explicaba cómo consiguió que la llevara a cenar aquella noche.

Tan solo recordaba que habían discutido sobre la sed de África ante una botella de «Don Perignon».

Luego pasearon hasta el amanecer por calles silenciosas, tan solitarias que se diría que eran los únicos seres de este mundo, y hablaron de mil temas: religión y racismo; política y deporte; amor y guerra.

Tantas cosas los separaban, y, sin embargo..., allí estaban: una estudiante africana y un fotógrafo nórdico. Para él, el mundo era imagen y color en momentos hermosos, dramáticos, emocionantes o sobrecogedores que dejar inmóviles para siempre.

Para ella, el mundo eran ideas, injusticias, necesidades, rebelión y constante movimiento.

David podía permanecer horas acechando un pájaro en su nido; Nadia era incapaz de quedarse quieta un solo instante y siempre tenía urgencia de trasladarse a otra parte, hacer otra cosa, solucionar nuevos problemas.

Él leía a Charrière, Leon Uris y Forsyth; ella, a Sedar-Sengor, Marcuse y Herman Hesse. A ella le gustaban Bergman y Antonioni; a él, John Ford y David Lean.

–Entonces... ¿no eres partidaria del amor libre...?

–Sí, desde luego... En el amor cada cual es libre de hacer lo que le plazca... Por eso no lo hago.

–¡Pero es absurdo...! ¿No te das cuenta? Vivimos en el siglo XX. El sexo ya no es pecado mortal; no es más que algo natural y lógico.

–De acuerdo... Debe hacerse el amor cuando se desee hacer el amor. Lo que ocurre es que yo no lo deseo... ¿Es eso un delito, o es que por seguir la moda tengo que ir contra mis propios gustos?

–¡No, claro...! No es eso –protestó–. Es... simplemente, no inhibirse cuando se siente la necesidad...

–Escucha: cuando tus bisabuelos se acostaban aún con camisa de dormir y un agujero en la bragueta, mis bisabuelos ya practicaban el nudismo, y se entusiasmaban con el amor libre en cada vuelta del camino... Tal vez se trate tan solo de un «conflicto generacional». Tú reaccionas contra las costumbres de tus antepasados, y yo contra las de los míos. Para ambos, nuestros bisabuelos eran en el fondo unos «salvajes»... Quizá la auténtica «civilización» esté en el término medio entre tú y yo...

–¿Y por qué no lo buscamos? –rio con picardía.

–Probablemente tardaríamos un año en encontrarlo... ¿Quieres esperar...?

No hubo respuesta y se detuvieron a contemplar en silencio la ciudad.

Amanecía.

Continuaba allí, tan quieto que se le creería muerto, y con la claridad que comenzaba a dibujar la línea de los árboles, las cadenas y las manos, se podía distinguir el hilo de sangre que le manaba de la frente, formaba un pequeño charco en la cuenca del ojo, resbalaba a lo largo de la nariz, cruzaba el labio, esquivaba la boca y se perdía barbilla abajo, hacia el cuello y la tierra.

Súbitamente las pesadas botas de Suleiman R.Orab aparecieron junto al negro. Lo observó en silencio y alzó la vista.

–¿Fuiste tú?

Asintió en silencio y se cubrió tratando de empequeñecerse cuando vio que levantaba el largo látigo.

Pero no fue para ella el castigo, sino para el hombre inconsciente, al que golpeó una y otra vez, con increíble saña.

–¡Negro maldito...! ¡Hijo de la gran puta! –rugió–. ¡Te lo había prohibido... ¡Te lo había prohibido!...

Continuó golpeándolo hasta que los latigazos que le desgarraban la piel lo despertaron. Amín lanzó un gruñido, se puso en pie de un salto con increíble agilidad para quien había permanecido inconsciente, y se perdió entre los árboles, perseguido aún por el indignado sudanés.

–¡Te mataré! –gritaba, tratando de darle alcance–. Te cortaré los huevos si vuelves a intentarlo, ¿me oyes? ¡Te castraré, sucio negro!

Regresó jadeante y se enfrentó al grupo –captores y cautivos–, que habían asistido silenciosos a la escena.

–Castraré a quien se atreva a tocarla –dijo–. Sea quien sea... –desenvainó su larga gumía y la mostró amenazador–. Ya perdí la cuenta de cuánto negro capé con ella –continuó–. Todos los eunucos del palacio del jeque lo fueron por mi mano, y no tengo problema en rajar a cien más...

»Os enseñaré a conteneros, ¡cerdos!, que no pensáis más que en revolcaros como bestias... ¡Y ahora, en marcha...! –ordenó, haciendo restallar su látigo sobre la espalda de un esclavo–. ¡En marcha, negros del diablo, partida de inútiles...!

Se pusieron trabajosamente en pie y reanudaron la marcha.

 

 

Descolgó el teléfono que repicaba insistentemente amenazando con reventarle la cabeza aún embotada por la borrachera y la noche de insomnio.

–¿Alexander? Soy Blumme. El cónsul... Pasaré a recogerle en veinte minutos. Su avión despega dentro de una hora.

–¿Adónde voy?

–Al Chad.

Colgaron.

Con precisión cronométrica, el gran auto negro enfiló la curva y se detuvo bajo la marquesina. El chófer guardó la maleta y él tomó asiento atrás junto al cónsul.

–¿Por qué al Chad?

–Según la Policía, la ruta de los esclavos no suele internarse en la República Centroafricana, cuya vigilancia es muy eficiente. Atraviesa el Chad, pasando entre Bousso y Fort Archambault, y se adentra más tarde en el desierto, hacia Sudán. Algunas caravanas terminan su viaje en Jartum. Otras bajan a Etiopía, pero la mayor parte continúa a Suakín, de donde saltan a Arabia. Si el comisario Lomué sabe lo que dice, el grupo que robó a su esposa tardará más de veinte días en cruzar el Chad.

–¿Qué ayuda puedo esperar de las autoridades chadianas?

–Poca. Las tribus mahometanas del desierto se han rebelado contra el Gobierno de Fort-Lamy, controlado por negros del sur, los «massa» y los «moudang». El presidente Tombalmaye se mantiene gracias a la ayuda que extraoficialmente le prestan los paracaidistas franceses, pero si estos se marchan, los guerreros tuareg acabarán con los negros en un santiamén... Como comprenderá, no creo que Tombalmaye esté dispuesto a distraer tropas en beneficio de su esposa...

–Entiendo...

Le palmeó el brazo, afectuoso.

–No se desanime –pidió–. No todo está perdido... Me aseguran que formaste parte del «Grupo Ébano», una especie de heredero moral del famoso «Escuadrón Blanco» que luchó contra los traficantes de esclavos allá en Libia...

El auto se detuvo a la puerta del edificio del aeropuerto. El chófer se encaminó, con la maleta y la documentación, al mostrador de «Air Afrique», y David Alexander y el cónsul Blumme buscaron asiento en el pequeño bar que se abría en un rincón, a la derecha de la entrada.

–Le aconsejo que coma algo –señaló el cónsul–. El avión hace tres escalas y entre ellas no le dará tiempo a almorzar decentemente.

–No tengo hambre.

–¡Esfuércese...! No debe desesperarse, ni dejarse abatir... Le esperan meses de lucha y decepciones; tal vez se dé por vencido, pero recuerde esto: tienen que recorrer tres mil kilómetros para llevarla al mar Rojo, y esa es una distancia muy larga...

Estaba concluyendo los huevos con jamón cuando un altavoz mohoso y desportillado anunció la salida de su vuelo.