El ángel, el molino y el caracol del faro - Gabriel Miró - E-Book

El ángel, el molino y el caracol del faro E-Book

Gabriel Miró

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Beschreibung

El ángel, el molino y el caracol en el faro es una colección de cinco relatos del escritor Gabriel Miró. En ellos abunda el gusto del autor por el paisaje, la prosa preciosista a la vez que certera, un costumbrismo arraigado en las tradiciones españolas y en lo sensorial y una feroz crítica a la intolerancia religiosa de su época.

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Seitenzahl: 105

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Gabriel Miró

El ángel, el molino y el caracol del faro

 

Saga

El ángel, el molino y el caracol del faro

 

Copyright © 1921, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509021

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Joaquín Astor

ESTAMPAS RURALES

El molino

La mañana es más clara y gozosa en torno del molino.

Ruedan las velas henchidas, exhalando una corona de luz como la que tienen los santos.

En el reposo caliente y duro parece que se oiga la senda rajándose de sol y hormigueros. El viento que bajó de la quebrada, y se durmió en la pastura, y se puso a maldecir en los vallados y en el cornijal de las heredades, da un brinco y se sube al molino, y tiembla y bulle en las aspas de lona.

Las seis alas se juntan en una para los ojos: la que está en lo alto y hace más jovial y más fresco el azul. Y desde arriba canta una tonada de brisa luminosa que dice:

–¡Buen día y pan!

… … … … … … … … … … … … … … … … … …

Ya no tiene que trabajar la muela, o se ha marchado el viento antes que el maquilero, y el molino se va parando, parando...

Se queda inmóvil y como desnudo.

Una hormiga gorda, sin soltar el grano que cogió del portal, le murmura a su comadre:

–¡Mira el molino! ¡Tenía una vela remendada!

La comadre se ríe frotándose los palpos.

–¡Válgame! ¡Tanta vanagloria, y con un remiendo!

Se marchan muy ahina a su troje de la senda para contar el secreto del molino.

El molino no las ve. Sólo atiende hacia las grandes distancias, esperando. Sus seis velas son seis hermanas cogidas de los brazos y de las túnicas de virgen, y también aguardan, calladas, en el azul.

Pero es verdad: una tiene un remiendo, y cuando todas volaban, el remiendo florecía de color suave de trigo y de miel en la blancura de las otras alas.

Ha saltado otra vez el aire. Se comban y crujen las entenas, y, al rodar, parece que se alzaron juntas todas las palomas de la comarca. ¡Qué gozo da el molino y su campo! Trasciende el grano y la harina. La vela remendada esparce gloriosamente su color maduro de sol en la corona de blancura que tejen sus mellizas sobre el cielo. El remiendo entona las claridades en lo alto, y, bajo, hace candeal.

–¡Buen día y pan!– canta el molino.

Las dos hormigas comadres, que conocen el secreto de la vela remendada, siempre se lo buscan entre la alegría delirante de las alas llenas, y dicen:

–Bueno. Pero ¡cuando te pares..., que te has de parar...!

Un camino y el niño del maíz

Un niño trae un costal de cañas de maíz y panojas ya granadas.

Viene por un camino calcáreo, requemado y roto. Pasa el camino revolviéndose bajo los jardines: muros con felpas fungosas, bronces y siena de los líquenes; cercados de piedra viva; tapias frescas; cantonadas de cal, subiendo, bajando; y cuelgan los rosales, las hiedras, las parras; se van asomando las higueras, que esparcen el olor de pámpano y de tronco de leche; una palmera torcida desperezándose; un naranjo redondo; arcadas de una glorieta de mirto; jarrones con cactos inmóviles; almenas de boj; un ciprés claustral como un índice que se pone en los labios de los huertos para que todo calle, menos el agua, las frondas, las abejas, los pájaros, las horas de las torres que nadan en el azul, los cánticos de los gallos, las pisadas de los caminantes, los vuelos de los palomos; todo calla menos el silencio.

Los jardines, además de sus puertas y verjas principales, tienen una puertecita íntima y humilde con su gradilla en puente diminuto sobre la cuneta del camino. Por allí sale el hortelano, y llaman y aguardan los pordioseros.

El niño del maíz también se para; está abierto uno de esos postigos de los huertos, y hay niños jugando; se miran, se ríen y hacen amistad.

Este camino es de tanta belleza, que hasta los dueños de los jardines vienen, algún día, por los arriates de las tapias para verlo. Todo lo miran, lo aprueban, sonríen delicadamente como si realizaran o consintieran una buena obra. Es una delicia ser buenos. Casi no comprenden que los demás no tengan un jardín como el suyo, con un camino como éste, desollado, ardiente y hondo entre muros frescos y tapias nítidas, deslumbrantes.

Los niños del huerto han entrado al niño del maíz. Ya se quieren mucho; el hombro del rapaz huele a soga, y su camisa a sudor, a forraje y mazorcas de granos tiernos y blancos como los dientes del chico.

Sube un caminante por el camino. Se oye mucho tiempo sus esparteñas; se le oye pararse mirando el camino, la distancia apretada; sol; el fondo azul; en medio una nube blanca gloriosa.

Quietud de los jardines en mediodía. ¡Cómo se desea preguntarle al caminante si va muy lejos, y después verle y oírle, anda que andarás, anda que andarás!

Se han callado los niños mirándose con desconfianza.

Baja un hombre rápidamente por el camino, dejando ruido de documentos enrollados. Vuelve al pueblo y pensó: «Por aquí atravieso y ahorraré camino». De la distancia dormida como el agua de un canal romántico, se sirve ese hombre de negocios como de un atajo; hasta parece que lo abra con su prisa.

Se pelean los niños; ya no hay remedio.

El rapaz del maíz corre a la puertecita del huerto. Los otros le salen entre una vid del muro y le llaman:

–Ahora jugaremos nosotros con un elefante que se le da cuerda, y él coge con la trompa al indio y se lo sube encima...

–Y con un vapor que atraviesa él solo toda la balsa. ¡Toda la balsa!

El niño del maíz se revuelve:

–¡Y yo voy a mi casa y me comeré una panocha torrada en el horno!

Los del huerto brincan y se aúpan más, y cerrándose las orejas con los puños se ríen, gritando:

– Pero ¡cómo nosotros no lo hemos oído y tú sí!

Y bajan de la tapia llorando y pidiendo panoja asada, panoja asada...

La aldea

La aldea se ha criado entre los oteros de viñares. Prieta, dorada, caliente; con sus hortales jugosos de bardas crudas y ropas tendidas; un alboroto de sendas y acequias que se van cegando en el frescor de la senara; una lumbre de balsa y de vidrios. Sube la espadaña de cal de una ermita morena que en cada cantón tiene un ciprés. De lejos, todo cincelado en claridad. Parece una aldea blanca, no siéndolo.

Bien pueden quedarse en los bancales y en el ejido las cosechas maduras. Nadie hurtará un fruto, sino los gorriones que sólo toman lo preciso.

Si un aldeano se lisia, lo bizman, acuden al Cristo de la ermita; y la imagen y la hierba de la salud le remedian.

Hay un hombre justo que elogia y practica la verdad, y arranca las discordias, los cuidados y muchas tentaciones lo mismo que si quitara el rancajo de la carne.

Siempre se eleva un humo tranquilo y oloroso como de sacrificio de Abel, agradable a Dios. Todos los hornos cuecen; las madres amasan, lavan y tienden; los hombres guían las yuntas por el secano, cavan la gleba encarnada con un azadón de sol; las doncellas hilan, llenan las cántaras en un remanso azul, y bailan en las eras la misma tonada que junta al ganado que se entró por los herrenes.

Llega el invierno. De los oteros vienen galopando los vendavales; laten los mastines; se estremece el esquilón de la ermita; toda la aldea cruje como una espalda vieja que se dobla; por las cuestas nunca acaba de pasar un tumulto de reses con tábano. Los niños se asustan y lloran. Y las abuelas, persignándose, les dicen:

–¡Son las bestias negras de los demonios; los demonios hambrientos de pecadores, y como aquí no hay, embisten contra los portales y vallados! ¿No los veis?

Y abren un postigo; y los nietos ven los demonios, y se duermen bajo el cabezal.

No hay pecadores. La aldea es pura.

...Al amanecer salió el hombre justo, y encontró un caminante tendido, con los ojos abiertos y helados. Le buscó las heridas de su muerte. No tenía heridas. Se le podían contar todos los huesos como al cadáver del Señor. Le colgaba la piel morada del vientre y de los ijares huecos.

Vinieron las gentes aldeanas a mirarlo. Tornábanse blancas de espanto; les temblaba el corazón. El caminante se parecía al Cristo de la ermita: un Cristo más viejo, y sin clavos, sin espinas de sangre en las sienes, sin lanzada, sin haber sido crucificado por unos pocos hombres para redimir a todos los demás. Y le tienen miedo como Dios viéndole hombre. Creen que le pisan la cruz con sus alpargatas como si la cruz se hubiese hecho senda, bancal, surco, viña...

De noche, vuelven de los oteros los vendavales.

En cada portal se enrosca una ráfaga como una lengua que pide compasión. Gimen los árboles. Por las chimeneas bajan voces penadas; entra luna, y su claridad recuerda los ojos helados del hombre muerto.

Las criaturas lloran despavoridas. Los grandes les dicen:

–¡Es el caminante, es el caminante!

Y el viento trae un clamor de desgracias y agonías tan humanas, que hasta el hombre justo se levanta para cerrar y atrancar más fuertemente su puerta...

El águila y el pastor

Un águila seguía siempre al rebaño. Su grito resonaba en todo el ámbito azul del día; las ovejas se paraban mirándola; a veces volaba tan terrera que se sentía el ruido de sus plumas y de su pico, y toda su sombra pasaba por los vellones de las reses.

Tendíase el pastor encima de la grama; y se apretaba el ganado contra el peñascal del resistero. Todo el hondo era de sol: labranza roja, árboles tiernos, huertas cerradas, caseríos como escombros, caminos hundidos en el horizonte de humo...

El pastor pensó:–Veo más mundo del que podré caminar en mi vida, y él no me ve; si ahora viniese el hijo del amo y yo lo despeñara, nadie lo sabría, estando delante de tanta tierra.

Se revolvía muy contento, hundiendo la nuca en el herbazal; pero le roía la frente una inquietud como de párpado que quiere abrirse, y alzaba los ojos. Agarrada a las esquinas de un tajo, doblándose toda, le miraba el águila. El pastor botaba y maldecía y apuñazaba el aire como un poseído. Crujía su honda y zumbaba su cayado. Y el águila se iba elevando.

Cuando se acostaba en la besana la sombra del monte, el pastor recogía su rebujal; el mastín sendereaba a los recentales y acudía por las ovejas zagueras. Arriba, despacio y recta volaba el águila, vigilándoles su camino.

Toda la soledad estaba para el hombre llena del furor de los ojos del ave flaca y rubia; se sentía adivinado en sus pensamientos. ¿No hubo palomas enamoradas de hombres y corderos apasionados de mujeres? Pues el pastor y el águila se aborrecían. «¿Desde dónde estará mirándome ahora?» –se preguntaba de noche el pastor. Y escondió armadijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña, de tasajo y hasta del pan de su comida.