El hijo santo - Gabriel Miró - E-Book

El hijo santo E-Book

Gabriel Miró

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Beschreibung

El hijo santo es una novela de corte social del escritor Gabriel Miró. Presenta la historia de un sacerdote que no siente el hábito, pues fue obligado a entrar en el sacerdocio por el ansia de riquezas de la Iglesia que tenía su madre. La historia se complica con su historia de amor homosexual con uno de los muchachos del pueblo.

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Seitenzahl: 71

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Gabriel Miró

El hijo santo

 

Saga

El hijo santo

 

Copyright © 1909, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509014

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

«...Mas su carne mientras viviere tendrá dolor;

y su alma llorará sobre sí misma».

( Libro de Job, XIV-XXII)

- I -

-¡Quietud, por Dios! ¡Quietos! No es lícito, en este instante, ni un comentario, ni una palabra... Quietos... quietos.

Y don César, rendido, descansa la frente en sus manos.

Tose ruidosamente un viejo y flaco eclesiástico, de hábito brilloso de saín y gafas muy caídas de recios y empañados cristales. Golpea la tabla con sus fuertes artejos y murmura: -¡Paso!

Otro sacerdote jovencito, recién afeitado, polvoreados los hombros de caspa, dice también que pasa.

Don César muestra las cartas al conserje del Círculo y a otro clérigo que miran la partida.

-Mi compromiso era muy grande, ¡señores!

-¡Sí que es verdad! -afirma el conserje.

-¿Se ha fijado, don Ignacio?

Don Ignacio no se había fijado, pero le contesta que sí para que don César no le desmenuce el compromiso. Es que este señor, sabiendo sobradamente que don Ignacio desconoce el tresillo, le hace la glosa y censura de toda jugada.

Estaban en el Círculo Católico, reunión de clérigos y seglares gregarios de Cofradías y Juntas piadosas. Sucedía la partida en un cuartito abrigado con esterones viejos de la Colegiata de San Braulio. Las paredes como los divanes son cenicientos; las sillas, de espadañas. En sala inmediata está el billar de paño remendado. León XIII y Pío X presiden el taquero. Y en la llamada cantina se guardan los tarros de licores de café, menta, curaçao legítimo de Holanda, jarabes; y mediada la tarde -los días horros de ayuno- se sirven panecicos torrados, untados de aceite.

-¡Al fin! ¡Juego! -exclama gozosamente el curita mozo.

-¿Qué juega? -dice don César abriendo los brazos-; me cuidaré de ello; aunque es inverosímil si no lo hace a copas.

No era a copas; y le pesa mucho por si la contradicción lastima a don César.

-Juego oros -balbucea tímido.

-¡Cuidado, por Dios, cuidado!

Al curita se le nota que lo tomaba gravísimo sobre sus gordos hombros en cuya blancura sopla servicialmente el señor conserje.

-¡Paso! -murmura tabaleando, otra vez, el de las gafas, varón desdichado.

-Me duele, me aflige -dice don César-. Atiéndame, don Ignacio; fíjese bien -Y le enseña el abanico de sus naipes-. ¿Qué haría usted; qué le parece?... Éste sería mi más grande enemigo... Ahora, que si yo saliese de rey de bastos...

Los demás aguardan su decisión. Le admiran, le respetan. Es un rico invernante venido de Burgos, que compró casa en Castroviejo. Gusta de la llaneza, y prefiere este Círculo al principal Casino. Ama el tresillo sobre todas las cosas, considerándolo ceremonia, faena, estudio, más que solaz y pasatiempo. Tiene cabeza de emperador romano ya provecto; nariz poderosa, enérgicas cejas de zarzal, boca grande y delgada; la cara celosamente rasurada y el cráneo rapado.

«¿Cuánto, cuánto tendrá usted, don César?» -le había preguntado, una tarde de plática expansiva, el conserje, hombre reducido, bizco y codicioso. «¡Siempre les tocará medio milloncete a cada sobrino!» -Y brillaba de contento la mirada de don César, y fluía su blanda y picaresca risita viejecita, única denuncia de sus años; y todos los del grupo rieron también como si fueran los venturosos sobrinos. «Es innegable que hay una sabia gobernación o presidencia de la vida -había dicho don César- porque si mis hermanos no tuvieran hijos, ¿para qué entonces mi pobre dinero?». -«¡No le angustie ese pensamiento, que no faltaría a quien amparar!» -le argüía el conserje añadiendo: «¡Qué más sabia hubiera sido esa gobernadora haciéndole padre en vez de tío!».

«Nunca, nunca... Bien estamos como somos... ¡Y no enmiende ni proteste, amigo mío, no!»...

No protestaba el señor conserje...

-Y bien, ¿qué hacen ustedes? Díganlo; hablen con verdadera prudencia...

-Me parece que dije que yo jugaba oros, ¿no?

-Lo dijo usted -le concede don César.

-Y yo, que pasaba -suspira el viejo eclesiástico.

-También es cierto -vuelve a sentenciar don César.

Aviene largo silencio. Al cabo cruza sus manos el caballero; y solemnemente hace esta revelación: -Paso, señores. ¿Ha visto usted, don Ignacio? Es incomprensible... Tenía yo cuatro reyes; los cuatro reyes...

-Pues, yo, mi querido don César, llevaba un entro que reu...

-...cuatro reyes, los cuatro reyes...

-...reunía mi espada...

-...cuatro reyes, señores, los cuatro...

-...mi espada, basto y...

-...reyes, cuatro re...

El reloj del billar da las cinco, y el desventurado curita no logra decir su entro, porque don César se levanta.

-Mi hora de merienda... ¡Si ustedes probasen el lomo y los chorizos de este año! ¿Recuerdan los del año pasado? Pues iguales, iguales...

No lo recuerdan, y dicen que sí como todos los años. Es que llegaban a dudarlo y aun hablaban con efusión de la excelencia de los embutidos que trae don César de Castilla, el cual lo agradece mucho; pero, en verdad, no viene para los ilusos amigos el dichoso momento de comerlos. Este año es mayor la confianza, y en esta tarde miran la boca de don César, copiando involuntariamente sus gestos felices por lo cercano de la suculencia.

El eclesiástico flaco avanza su mirar sobre las gafas, y le pregunta ansioso: -¿Dice usted de ese lomo ancho, corto, colorado de pimentón que...?

-¡Ancho; muy gordo y colorado, pero no corto! Es el lomo entero de un cerdo -Y don César se señala desde la nuca hasta el coxis-. Un lomo tan sano, tan curado y, sin embargo, tan tierno que se le resbala a uno al comerlo... ¡De ese no venden en las salchicherías!

-Sí que es verdad que no venden, don César.

Luego, el cesáreo varón, volviéndose a don Ignacio, dice: -¿Nos marchamos, catedrático?

Entonces, los resignados clérigos tresillistas piden al conserje que les sirva los humildes panecitos con aceite y sal.

* * *

Salen del Círculo. El sacerdote abre su morado paraguas, y para proteger a don César de la menuda y desgranada lluvia ha de humillar su brazo hacia la izquierda.

-¿De veras que es camino de su casa?

-¡No importa, don César; lo es de mi lección!

-¡No comprendo mi descuido!, ¡cómo no tomé el paraguas! ¿Usted se lo explica, don Ignacio? ¡Mire que la agricultura me impuso la enseñanza y consulta del barómetro y del cielo; y, además, mi mujer, mi mujer que es avisada como nadie...!

Don Ignacio siente mojado todo su hombro, e invita a su amigo a proseguir andando.

-¡En fin, tiene usted previsión de catedrático!

Don Ignacio sonríe sencillamente.

-Aunque podía referirle lo que oí a un maestro mío -Y don César se detiene...-. Debió usted de conocerlo. ¿No ha estudiado usted en el Seminario de Valencia? Pues, en Valencia estuvo. ¿Se llamaba... se llamaba? Bien; no me acuerdo.

-¿Hace mucho tiempo, don César?

-¡Oh, sí! Quizás cuarenta años, o más...

-¡Yo he cumplido ahora treinta y dos!

-¡Entonces, imposible!, ¡no; no lo ha conocido usted!

Y siguen. Mas, pronto, don César torna a pararse para decir: «Pues recuerdo que... ¿cómo se llamaba? ¿Suárez? Sí, sí, Suárez; pues solía contar: salen ustedes de clase un sábado por la tarde, miran hacia el Este y encuentran cirrus; al Sud, cumulus -no sé si dijo cirrus al Este o al Sud, pero en fin-; hay depresión barométrica; vientecillo húmedo. Hechas tales observaciones, ustedes afirman: de cien probabilidades, tenemos noventa y nueve de que mañana domingo lloverá. Llega el domingo. Se levantan; salen o se asoman ustedes. Luce un magnífico sol, y se han hecho la... santísima todas las probabilidades...». «Yo me reía bienaventuradamente...».

Y diciéndolo ríe don César haciendo un sonecillo trémulo y atiplado que contagia el regocijo.

-Sí, pero don César; yo soy catedrático de Humanidades... y tampoco catedrático, sino profesor privado del Colegio de Nuestra Señora de la Anunciación.

-¡Pues, también es verdad!

Llueve más espesamente.

-Me parece, don César, que todas las probabilidades son hoy enemigas de usted. Lo digo porque no saldrá más.

-¡Cómo! ¿Y había de asustarme de la lluvia? La primera jornada de esta tarde no tuvo transcendencia. Me entusiasmo y... ¡qué diablos! padezco, créame, padezco, en el segundo juego.

Llegados al portal de don César, hace éste muy grave mesura al joven humanista, agradeciéndole su cortesía.