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Figuras de la pasión del señor es una novela de corte religioso del escritor Gabriel Miró. En ella, el autor narra escenas relevantes del evangelio saltando entre sus diferentes protagonistas, incluido Jesucristo. Supone un alegato contra la Iglesia Católica y su pérdida de conexión con lo que dicen las Sagradas Escrituras.
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Seitenzahl: 445
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Gabriel Miró
Saga
Figuras de la Pasión del Señor
Copyright © 1917, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726508987
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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A mi madre, que me ha contado muchas veces la Pasión del Señor.
«Y dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el que le había de entregar: "¿Por qué no se ha vendido este ungüento en trescientos denarios para socorrer pobres?"».
(S. Juan, XII, 4, 5)
Levantaron las mujeres sus ojos al azul de la tarde, y prorrumpieron en palabras de júbilo y bendiciones al Señor.
Muy alto, entre Cafarnaum y Bethsaïda, venía el gracioso triángulo de una bandada de grullas.
Doce aves vio María Salomé. Y las contaba con nombres: Mateo, Tomás, Felipe, Bartolomé, Simón el Zelota, Santiago el Menor y su hermano Judas, Simón Kefa y Andrés su hermano, y Santiago y Juan. ¡La de la punta, el Rábbi! ¡Sus hijos, sus hijos volaban al lado de la grulla cabecera!
La madre de la mujer de Kefa sonrió descreídamente, porque sabía que su Simón guardaba la promesa de las llaves del Reino de los Cielos. Pero pronto olvidaron sus querellas para recibir devotamente el anuncio de la llegada del Maestro y los suyos. El Señor les enviaba su mensaje con las aves de cielo, porque todas las criaturas le pertenecían.
Y cuando bajaron los ojos a la tierra se les apareció un caminante entre las barcas derribadas sobre la frescura del herbazal.
Era un hombre seco, de cabellos rojos, que le asomaban bajo el koufieh de sudario mugriento; su mirada, encendida; sus labios, tristes.
María Salomé le gritó con gozoso sobresalto:
-¿Vienes también tú de parte del Señor?
El hombre se detuvo.
-¡El Señor! ¿Quién es el Señor? ¿Es el solitario que come langostas crudas de los pedregales y miel de los troncos, y camina clamando por el desierto?
Las mujeres se miraron pasmadas de la ignorancia del forastero.
-¡Ese fue Juan! Y lo degolló el Tetrarca en Mackeronte.
-¡Ese justo ya dijo que no era digno de desatar la sandalia del Señor!
El caminante agobió pensativamente su cabeza. Mordía la punta del ceñidor de cuero de su sayal, y murmuraba:
-¡El Señor! ¿Quién es, quién es el Señor? ¿No será el Maestro de los que viven en la ribera de las aguas podridas de Sodoma?
Y ellas reían.
-¿Tú dices de esos que son enemigos de las mujeres y traen su azadilla para hacer un hoyo y enterrar sus inmundicias?
Y añadió la suegra de Pedro:
-¡Ese tampoco! Mira: el Señor nuestro es el que da la salud y libra a los poseídos. Se acercó a mí estando yo postrada de calentura, y me levanté a servirle.
Y el hombre dijo:
-¿Es que lleva en su mano el anillo con raíz de Baaras, la raíz del color de la lumbre que limpia de todo mal?
Entonces, una moza blanca, de ojos de dulce pereza, de dientes de nardo, de pechos de palomas asustadas, alzose gloriosamente, y todo lo que la rodeaba parecía penetrado de su hermosura.
El hombre de los cabellos rojos se estremeció mirándola, y tuvo que encorvarse para ocultar las brasas de sus pupilas.
-¡El Señor me arrancó con el poder de su voz siete demonios inmundos que me devoraban las entrañas!
Y el caminante envidió a los demonios que se habían sustentado del aliento delicioso de aquella vida.
Salomé aun le dijo:
-Si no sabes del Rábbi, ¿qué buscas entre nosotros?
-Busco a Simón de Jona. Yo me llamo Judas, hijo de Simón el curtidor. Mi pueblo es Kerioth. Han muerto los míos; soy pobre, y pido faena en las barcas.
La suegra de Kefa le advirtió:
-Mi Simón y su hermano son ahora pescadores de hombres. Aguárdate, si quieres, hasta la noche, porque hoy han de venir. El Rábbi nos avisó con el vuelo de las grullas.
Y alzose, y trajo medio ruedo de pan de cebada y leche de camella.
Judas recostose a la sombra de las barcas, y engullía con ansia, y se paraba para bendecir la mano que le dio alimento. Y decía:
-Judío soy, que está mi aldea a la otra parte del Hebrón, casi a la linde del país idumeo; mas, allí las gentes son duras como sus montañas, montañas que hieren al tocarlas; llagas se me hicieron en las manos de agarrarme.
Comenzó a beber, y le resonaba desde el pecho al vientre, como un cántaro que se llena.
Y con la boca y media faz dentro de la vasija, barbotaba tragando:
-¡Y no tenéis hambre, no tenéis hambre vosotras!
Su barba taheña quedose toda prendida de nata y de espuma de la leche.
Ellas sonreían, y le prometieron:
-Aun comerás más, comerás con nosotros cuando llegue el Rábbi.
Y Judas repetía:
-¡Judío, judío soy, pero todo mi país es de cardos y quebradas; no así la Galilea, tierna de pastura, gozosa de frutales, y las gentes agradables a Jehová por su misericordia!
La mujer hermosa le reconvino:
-¡Reniegas de la tierra, y es tierra de los patriarcas, tierra de Israel, prometida por Dios!
Relumbraron los ojos del forastero.
-Mucho tiempo caminé por el desierto. Y seguía el rastro de las caravanas para roer sus desperdicios que buscan los chacales; y comí el pan que les sobraba a los legionarios.
Las mujeres le miraban adolecidas de su desamparo. Y no quisieron que les ayudase a cubrir con las velas los cañizos de peces que se secan en el solejar -que ya caía la tarde, y los daña la serena-. Curábase allí la última pesca que sacaron las jábegas de Simón y de Andrés, de Santiago y de Juan para llevarla a los mercados de Jerusalén y Jericó. Allí se mostraba el ialtry, casi redondo, que también nada encendidamente en las viejas aguas del Nilo; todas las especies de los cromis, recamados de iris como una dalmática preciosa, los que guardan vivas las crías en la recia bolsa de sus fauces; el bolti, que vive apretado con los suyos y semeja fundirse y cuajarse palpitando bajo las calmas, como un tesoro; el blennius, de subido sabor; la corvina, que se parece a la de Alejandría; el cachuelo, el sollo, el barbo...
Judas llegose al enjambre de mujeres, y también guarecía los cañizos.
Salomé le apartaba.
-¡Aun resuellas de cansado!
Y él porfió en trabajar, que así tocaba la túnica y las manos de la mujer hermosa.
...Se doraba de sol viejo la ribera de Genezareth. En la paz de las aguas y del aire se deslizaba el vuelo de plata y de rosa de las garzas. Y el casal encalado, los barcos, las redes tendidas, un mástil que subía por el muro, entre la pureza de los manzanos floridos, el humo del horno, todo se copiaba en el sueño de la mar de Galilea.
...Judas acostose en el establo, dentro del heno, junto a las nasas olvidadas, rotas por las pezuñas de los bueyes. Y se durmió estremecido de fiebre mirando la noche, que caía en bóveda de astros sobre el Tiberiades.
Había remendado las sandalias de seis discípulos del Rábbi. Había molido tres almudes de trigo para el pan de la familia apostólica. Le goteaba el sudor en la piedra harinera. Y llegose el Rábbi a mirarle; le pasó su mano por las sienes, y el hombre de Kerioth sentía una suavidad de reposo y refrigerio.
Vinieron también mujeres con el profeta. Adivinábase a su madre entre todas; siempre callada y triste. El hijo tenía el ímpetu, el fervor y la luz, el embelesamiento, las melancólicas postraciones del elegido. La madre, la contenida ansia, el miedo al gozo, el resignado silencio y la sombra trabajada de la predestinación que se cernía sobre él. Su dulce belleza de nazarena se iba consumiendo en los rudos caminos y en inquietudes no comprendidas por nadie. Todo lo miraba con padecimiento. Judas tembló traspasado del recelo y afán de los ojos grandes, profundos y amargos de María.
Despertó soñándolos. Y hallose a los pies del Señor.
Los discípulos contemplaban la cabeza del Rábbi coronada de sol, que salía glorioso por encima de un otero azulado.
Y oyose la palabra de Jesús, firme como un mandato de Jehová.
-¡Judas, sígueme y participarás del reino de mi Padre!
Y se alejaron por el camino de la playa, murado bravamente de piteras.
La costa oriental, tierra de Gergesa, se desplegaba abrasada, roja, llameante.
Tadeo, Felipe y la redimida de los siete demonios iban por la orilla hincando sus bordones en la arena bañada, y daban un grito jubiloso cuando el agua ceñía sus tobillos con ajorcas vivas de claridad. El Rábbi les sonreía al lado de Juan y de Kefa. Le seguían la madre, Salomé, Susana, Juana de Chouza; después, los otros discípulos, y el postrero, Judas, que no apartaba sus ojos de la imagen de la hermosa espejada en el mar. Y Judas se dijo que él era como el mar, porque aquella mujer se reflejaba en el fondo de sus pensamientos.
Apagose el ruido de las sandalias. Callaron todas las risas y palabras, y subió la voz de Jesús:
-...Vosotros sois la sal de la tierra. Y si la sal perdiere su sabor, ¿con qué será salada? Vosotros sois la luz del mundo. ¿Y, por ventura, se enciende la lámpara para esconderla debajo del celemín o para que brille sobre el candelabro? ¡Así vuestra lumbre ha de brillar delante de los hombres y guiarlos a la casa de mi Padre!
Se entraron a las sombras de los senderos campesinos.
De las granjas y aldeas salían atropellándose las gentes, y agitaban báculos y lienzos llamándoles. Aplastaban los vallados, arrastrando de sus andrajos y vendajes a los tullidos, a los furiosos, a los mordidos de sierpe, a los lisiados, a los llagados, a la prole canija. Removiose la costra humana y se calentaron los hedores bajo el sol. Clamaban las mujeres presentando los pomos y vasos de aceites y vino, para que el Rábbi tomara de allí con sus dedos y pronunciase sobre sus hijos la fórmula de la salud. Los ciegos, postrados en las orillas del camino, se volvían hacia la voz de Jesús gimiendo: «¡Ábrenos los ojos, ábrenos los ojos!». Y, apartados, esperaban los inmundos dando el chiflar de sus laringes hendidas por la lepra.
El Rábbi iba tocando y ungiendo piernas retorcidas, manos secas, pupilas calcinadas, lenguas gordas, babeantes, de mudos, de rabiosos, llagas escondidas entre racimos de amuletos.
Era la humanidad semita sin socorro para su desventura; ni los colirios, ni los bálsamos, ni las hierbas de los esenios, que poseen el texto del Sefer Refuot -el libro salomónico de las curaciones-, han podido remediarla. Porque su mal es castigo de las culpas propias o de pecados de los padres. Sus cuerpos están poseídos del Espíritu de la Sangre enferma, del Espíritu del Silencio, del Espíritu de la Ceguera, del Espíritu de la Fiebre, del Espíritu del Maleficio. Son los endemoniados, y sólo el mago, el rábbi, el taumaturgo piadoso sabe las palabras de exorcismo que libran del demonio. Y en todo lugar se acecha el paso de estos Hombres que llevan el prodigio en su voz y en su mirada, y apenas se nubla la lejanía con el polvo de su cortejo, la muchedumbre se exalta, y amontona y desnuda sus miserias, y las ofrece bajo la sandalia de los profetas.
Rábbi Jesús descollaba entre todos. El mismo Abba Chelkia y Rábbi Chakina-ben-Dossa, tan colmados de saber, se pasmaban de las maravillas del Rábbi Jeschoua Nazarieth, hijo de Josef.
...Acercábase un centurión, seguido de la soldadesca resplandeciente que venía de jornada. De sus picas colgaban ramas tiernas de terebinto, varas de cidras, támaras de dátiles.
Un legionario blandió su lanza voceando:
-¡Paso al centurión!
Y mordía una naranja, que goteó de dulce oro la úlcera de un niño.
Judas humillose ante el caballo del romano, y todo temeroso, porque Jesús no se cuidaba del arribo de los amos de Israel, balbució:
-¡Es el Señor, el Señor, que anda predicando la Buena Nueva, y cura los males de los hombres!
-¿Dices el Rábbi Jesús?
Y el soldado hundió los dorados carcañales en su potro, y avanzó gritando:
-¡Rábbi, Rábbi, sana a mi siervo, que aúlla y se retuerce en la estera como atormentado!
Todos quisieron apartar a una vieja hinchada, monstruosa, para que Jesús atendiese al guerrero. Y el profeta la retuvo amorosamente, hasta que tocó su podre y la consoló.
Después volviose y dijo:
-Iré a curarle.
Mas, el centurión le repuso:
-Mándalo con tu palabra, como yo hago con éstos, diciendo: Id, y van; haced esto, y lo hacen. Así, tú, si quieres, ordena su salud, y mi esclavo sanará.
Los ojos del Rábbi se alzaron llenos de alegría y de sol. Luego, mirando a sus discípulos, exclamó:
-¡En verdad os digo que no hay en Israel fe tan grande como la de este hombre!
Y dirigiose al romano, otorgándole la gracia:
-¡Ve, amigo, y como creíste así te sea dado!
Levantó el centurión su varilla de cepa saludando a Jesús, y alejose entre la calina y el polvo. Centelleaba su casco, y el viento le abría la clámide, y traía las dulces canciones del Lacio.
Y Judas oyó a la redimida de los siete demonios, que miraba al Señor diciéndose:
-¡El Cristo, el Mesías es, que hasta el gentil, altanero con el Pontífice, a él le pide beneficios!
Atravesó el Rábbi los sembrados, y una multitud le seguía.
La mies estaba alta, apretada y comenzaba a cuajarse. Salían del verde oleaje las alondras y daban su cantiga como si soltasen del pico un grano de oro que revibraba en el cristal azul de los cielos.
Jesús se quedaba atendiéndolas.
Acababan los panes en la ladera de un monte, tierno de ciclamas, rojo de anemonas que teñían de frescos jugos los pies de la muchedumbre. La cima se rasgaba en dos picos como las dobladas puntas de una tiara.
A la mitad de la cuesta descansó Jesús. Todos le rodearon. Dos hormigas le subían por la sandalia. El Rábbi las tomó blandamente, y las puso dentro de una flor. Bajaban, de nuevo, los pájaros a la abundancia de la llanura. Y decía Jesús:
-¡No viváis acongojados pensando qué comeréis, ni de qué modo vestiréis vuestros cuerpos! ¡Mira a las avecitas que no siembran ni allegan en trojes! ¡Ved los lirios del campo que no trabajan ni hilan; pues yo os digo que ni Salomón pudo cubrirse con vestiduras tan gloriosas como las suyas!
Y quitose el koufieh para recibir la gloria del día en toda su frente, y tornaba sus ojos a los magnos horizontes y le temblaba de emoción el pecho.
El lago era un óvalo candente; y en el aire de oro tendían sus alas las barcas pescadoras, y pasaban los pelícanos grandes, lentos, y se precipitaban las golondrinas delirantes de luz. El confín se cerraba con la rubia serranía de Djaulan. Más a la izquierda asomaban los sienes de nieve del gran Hermón; a la diestra, el llano pomposo; y lejos, el Thabor ancho, desnudo, fuerte, semejando la cúpula de la patria hebrea.
La mirada del Rábbi fue imprimiendo el silencio en la multitud rumorosa, y derramose su voz por la ladera:
-¡Bienaventurados los pobres, pobres como vosotros, porque de ellos es el reino de los cielos!
Y ascendía un clamor devoto que iba repitiendo la promesa.
-¡Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra!
Y las palabras del Rábbi se veían cinceladas en la excelsitud del paisaje.
Y resonó un sollozo de ansiedad y esperanza mesiánica.
-¡Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados!
Todos los ojos se alzaban buscando los de Jesús. Y el hombre de Kerioth miraba al Rábbi y se volvía a los discípulos y a las gentes, retorciéndose en su anhelo para no gritar, y murmuraba:
«¡No dicen que es éste el Cristo, el Mesías, el hijo de David! ¡Pues cómo bendice las aflicciones si cuando él lo mande será Jerusalén toda de oro; sus casas, de piedras preciosas; su Santuario, el centro del mundo; y todos los príncipes se prosternarán en su presencia; y viviremos en las felicidades de un Sábado perpetuo, y la tierra producirá el lino ya en lienzo y el pan cocido!».
Y la voz del Rábbi seguía sonando en la paz de la ladera:
-¡Bienaventurados cuando os maldijeren y os persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros, calumniándoos por mi causa!
Juan tendió su manto sobre un mullido de grama para que el Rábbi reposara en su collado.
La arboleda y las granjas del recuesto iban penetrando bajo la sombra blanda y húmeda que venía del hondo como un humo.
En el crepúsculo de vendaval, de cielo amarillo, turbio, cegado de arenas enviadas por el desierto, Jerusalén hincaba los contornos de sus torreones, de sus cúpulas, de los macizos de mármoles del Templo, de la fortaleza Antonia.
Encima de la ciudad, surgiendo de una banda de niebla, se estremecía la dulce ascua del lucero de la tarde.
Los discípulos parecían escuchar en el silencio el latido del costado de Jesús.
Juan les señalaba con los ojos el arrobamiento y la tristeza del Rábbi. Y Judas ladeose para evitar la mirada del «preferido».
Juan le acusó un día de ladrón de los dineros que ministraba como mayordomo de la secta. Y nadie le había defendido; ni siquiera el Rábbi. El Rábbi le perdonó, le perdonó sin mirarle.
Judas caminaba siempre solo y zaguero. Les seguía como en otro tiempo a las caravanas, tomando ahora los mendrugos del apostolado y del amor. Y pensaba: «A mí nunca me llama el Rábbi a su lado. ¿Me desprecian por mi oficio? ¡Pues él me lo confió; y yo me cuido de su desnudez, de sus fiambres y de su acomodo; y por mí pueden darse al goce de sus pensamientos y quimeras! ¿Por ventura no ha dicho él mismo que el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo, y a un mercader que busca buenas perlas? Pues esas comparanzas arrancadas parecen de mi codicia. ¡Qué tengo yo en mi sangre para que me aborrezcan! Las mujeres alaban y miran a Juan, y en él nada es amable, porque su gentileza tiene un afeminamiento pagano, y sus ademanes y palabras son pobres remedos del Rábbi. Las mujeres atienden a Simón Kefa, y es rudo como los peñascos, como el nombre que el Maestro le puso. Con todos hablan y de mí huyen. María de Magdala me mira como si yo fuese uno de los demonios que salieron de su cuerpo. Las hermanas de Lázaro me dan lo más ruin de su mesa».
Judas levantose y corrió para alcanzar el grupo que bajaba hacia Bethania. Nadie se acordara de llamarle. Y el hombre de Kerioth jadeaba hiriéndose en la breña. «¡Soy como el perro que busca al amo! ¿Y he menester yo de amo?».
Esa noche cenaban en la casa de Simón el leproso. La cámara alta estaba alumbrada y ruidosa de gentes de las haciendas vecinas, que vinieron a ver al Señor y a Lázaro el resucitado. En su alegría y parabién daba Simón el festín.
Marta no sosegaba previniéndolo todo.
Su hermana recogía la gracia de los labios y de los ojos del Señor reclinado en el lecho, rodeado de amigos. Y Judas sentose en lo postrero de la tarima. No pudo tenderse, que no le dejaron holgura.
El Rábbi otorgaba al discípulo amado el don de su sonrisa y de su elogio.
Las mujeres también sonreían a ese hombre porque mereció la privanza del Señor, y agradadas de su hermosura y vehemencia.
Acabada la cena, alzose María, y derramó en la cabeza de Jesús un vaso de ungüento de nardo de espique.
La sala, las viandas, las ropas y hasta la respiración de todos y la noche campesina, todo quedó redundado de fragancia. Y María quebró el alabastro, y enjugó al Maestro con el suave cendal de sus cabellos.
Judas acercose; vio el bálsamo esparcido, y el pomo, roto; y dejó que su corazón hablase, pensando congraciarse con el Rábbi que enseñaba el bien de la pobreza. Y dijo:
-Mas de una libra de ungüento ha desperdiciado, que pudo venderse por trescientos denarios y socorrer a los menesterosos.
Juan y las mujeres se miraban mofándose de su avaricia. La encendida boca de María se dobló con gesto de repugnancia.
Y el Rábbi decidió de este modo:
-¡Judas, Judas, por qué das pesadumbre a esta mujer que hizo obra de ternura conmigo! ¡No ves que sus manos se adelantaron a ungir mi cuerpo para el sepulcro! Tú te vales de la memoria de los pobres. Yo os digo que a los pobres los tendréis siempre entre vosotros; mas a mí... ¡a mí pronto podéis perderme!
Y palideció, y afligiose.
Judas se maldijo; y en el fondo de su alma se desanillaron las dormidas serpientes de los malos designios. Se sentía tan humillado, que le pareció que las sandalias de todos le pisaban en la sangre. Salieron; y él perdiose en la noche.
El más viejo del festín, movía su cráneo venerable pronunciando:
-¡Malaventurado ese hombre! El justo Hillel ha dicho: «¡Nunca te apartes de la comunidad!».
Y los discípulos murmuraban riéndose.
-¡No el de Kerioth, no el de Kerioth, que ha de buscarnos siempre, según la hizo, porque guarda nuestros bienes y granjea con la confianza de nosotros!
El Rábbi se paró. Viose su brazo sobre el cielo de luna. Y les dijo:
-¡No afrentéis al hermano! Recordad mis palabras: Al que tomare lo que es tuyo, no se lo vuelvas a pedir. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?
...Y subía Judas por el camino de Bethania; y resollaba tan fuertemente que el aire abrasado de su pecho le aserraba su boca.
Descansó. Y se palpaba las secas ijadas buscándose los dineros entre los pliegues del cíngulo. Y decía: «¡Más sudo y me canso que la noche en que el Rábbi me viera moler el trigo de su pan!... ¡Yo no sabía de ese hombre; y él me mandó que le siguiese! Se llama a sí mismo el Cristo; y el Cristo ha de esconderse en las casas aldeanas. Sin ese profeta fuera yo venturoso con mujer y con hijos, artesano como mi padre o pescador con barca mía; la misma barca de Kefa pude ya comprar. Falsario es y enemigo de nuestro pueblo, porque le aborrecen los sacerdotes del Señor, que no maquinarían contra el Hijo de David; ni me darían por su sangre mismo precio que dispuso Moisés por «la sangre del esclavo que el buey acorneara».
Y sacó el de Kerioth los treinta siclos de plata, y fue mirándolos a la postrera claridad de la luna; todos bruñidos; en la faz: la vara florida de Aarón y la leyenda: Jerusalén la Santa; y en el reverso una palma y la copa de maná, y los trazos que dicen: Siclo de Israel.
Helkías, que custodiaba el sagrado Tesoro de Corbán, los tomó del primero de los trece troncos de orificia por donde caen los tributos y ofrendas a los arcaces del Templo. Y en tanto que los contaba, le preguntó riendo con mueca de náusea:
-¿Y tú, cuándo nos darás a tu amo y maestro?
Judas revolviose y gritó:
-¡Yo no tengo amo ni maestro! ¡Perdí mi alegría desde que me llamó ese nombre!
Y los escribas que le llevaron de la casa de placer del Pontífice hasta el recinto del Santuario, le hacían grandes halagos, ensalzándole:
-¡Tú salvas a Israel, tú salvas a Israel!
Judas se ató las treinta monedas en lo más fondo de sus ropas. Y murmuraba: «Dentro de mi carne quisiera ocultarlas. Pueden verlas y recelarían, que dan un relumbror como no tienen los otros dineros. Recién labradas parecen. Mías son, mías son de justicia. Yo estoy solo entre todos. El Rábbi dispone de amigos».
Y Judas pasaba la cuesta, dejando un furor de ladridos en todos los casales de la montaña.
Apagose la luna, enrojecida y aciaga. Y la madrugada quedó fosca.
Entonces llegó Judas a Bethania.
Muy lento, descalzo, sigiloso, fue subiendo la escala de la azotea de Lázaro.
Acercose a la cámara donde Jesús y los suyos se retiraban de noche. Ya sentía la respiración de ellos. Acomodaríase entre todos; y cuando despertasen, nadie sospecharía de su partida.
Empujó la puerta cautelosamente.
Y el frío del miedo penetró en sus entrañas. Una sombra rígida vino hacia él. Y estremeciose Judas bajo la mirada de unos ojos profundos y amargos; y dijo en su alma:
-¡Nunca duerme la madre del Rábbi!
«Y envió a Pedro y a Juan diciendo: "Id y aparejadnos la Pascua para que comamos"».
(S. Lucas, XXII, 8)
«Y llegada la tarde, fue con los doce».
(S. Marcos, XIV, 17)
Asaf descansó el cántaro en la caliente pedriza de la rambla, y quedose mirando el camino que subía, socavado entre escombros y cardenchas, hasta la Puerta de los Esenios. El agua temblaba en los frescos labios de la vasija, agua gozosa y penetrada de claridades; dentro tenía color de panal; y, a veces, se trocaba en azul de la mañana.
Asaf miró también el agua, fina, graciosa y fuerte. En verdad el hombre le pertenecía de servidumbre. La recogía de la madre santa de Siloé; la llevaba sobre su hombro, sobre sus doblados riñones. En medio del torrente seco, de la profecía de Joel, donde se acostaban las sombras de las sepulturas, Asaf oía el resuello de su vida cansada y el brinco cristalino, la placentera animación del agua, riéndose y mandándole como la delicada hija de un señor en la giba de su camello. Asaf era el viejo camello del agua. Y hallábala tan desnudita, tan palpitante y frágil, que hablaba manso y bueno con ella y le sonreía.
Una tarde dio por el agua su dolor y su sangre. Otros siervos quisieran arrebatársela. Y él amparó, denodado y terrible, a su virgen. Una oreja desgarrada del camello quedose sangrando. Y el agua, asustada, salió regaladamente y le curó. Y Asaf la bendijo...
...En aquel día, cuando llegaba a lo alto del barrancal, le pararon dos hombres que traían bastones largos de acacia y las vestiduras polvorientas. El uno era mozo, dorado y enjuto; mordía una flor de mirto; el otro, recio, de carne de escoria; la barba áspera, abandonada y el talante súbito.
Miraron al azacán descogiéndose lienzo del koufieh para darse sombra. Miráronse también ellos; y el más rudo decidiose y le ordenó:
-Llévanos a tu casa, porque venimos en nombre del Rábbi.
Se les humilló el viejo, y ofrecioles el cántaro.
Y entrambos bebieron, con la sed de la jornada de Bethania.
-Con miedo y codicia hemos bebido, porque viene la tarde y tendrá huéspedes tu señor. ¡Acuérdate del justo que murió de sed antes que consumir el agua de los ritos!
Asaf les respondió sonriendo:
-Siete caminos de sábado ando de sol a sol para llenar las hidrias, y nunca se agota la cisterna para las abluciones.
Y tomó el ánfora; le siguieron, y a poco se detuvo el siervo delante de un portal enyesado que cegaba.
Pasaron los forasteros; sus mantos, en la espalda, como un oleaje de lumbre, y sus ojos acogidos por la regalada umbría de la casa. De lejos comenzó a llegarles otra claridad de patio, cernida por una lona de color de limón. Muy hondo se deslizaba un ruido de tahona, entre un cantar fenicio de la esclava que rodaba la muela.
Y los dos caminantes evocaron sus días en Sidón, cuando la sinagoga repudiara a Jesús. Sidón la florida; sus jardines, más pomposos que los de Damasco; sus naranjales, de más dulce abundancia que los de Jaffa. Las piedras y el aire de toda la ciudad, penetrados de olores de delicias. Sus peces, más numerosos que las arenas de sus playas, donde el monstruo devolvió al profeta que dudaba. Los collados de conchas de la púrpura resplandecen como tesoros. Las calles tiemblan por el tronar de los telares. Sidón, la profanadora, la maldecida por Jeremías, «la que ha de beber toda la copa de la cólera de Jehová»; casa y madre de mercaderes galanes y aventureros, acostada entre el monte y el mar; la que diera sus cedros, «gloria del Líbano», que techan el Santuario del Señor; la que trabajara en sus obradores el bronce de los sagrados dinteles, recibió la sonrisa de misericordia del Maestro, porque los hijos de la ciudad gentil se maravillan de sus palabras y las atienden con más ahínco que los hombres de Israel. Y salía Jesús a la costa, envolviéndose y llenándose de la gloriosa alegría del Mediterráneo, y su manto azul le volaba gozosamente. Delante del mar, subiendo y pasando su mirada hasta el confín, como un arco iris encima de las aguas, quedaba el Maestro pálido, callado, y se le hinchaba de dulzuras el pecho. Apartados, le aguardaban, mirándole, los discípulos. Fueron en aquellas tardes escasas sus palabras, y le salían temblando como palomas. Y otra vez caminaba, y de cuando en cuando volvía la cabeza hacia el mar. ¡Oh, no podía apartarse el Rábbi de su hermosura! Se alzaban las gaviotas, entrándose en los horizontes como siguiendo las rutas de emoción abiertas por los ojos de Jesús... Y en la ribera cantaban los hombres fenicios, previniendo sus naves de proa afilada y enemiga. Y llegaron, entre palmares y marismas, a Tiro, la sabidora de galanías, de invenciones y molicies. Sus hijos cuajan el fuego en primores de vidrio. En las huecas columnas de cristal de sus templos paganos, arden luces perennes; y, de noche, Tiro semeja labrada de piedras preciosas... Y he aquí una mujer cananea que les sigue, implorando para su hija endemoniada las migas de la gracia caídas de la mesa del Señor. Y Jesús le dio su amparo. Y luego salieron. Y cuando ya subían las tierras abruptas de Decápolis, se paró el Maestro y volvió sus ojos a la infinita desnudez del mar. Suspiró, y entrose para siempre en las ciudades confinadas.
...Recordando la jornada mediterránea, sentía el forastero mozo y dorado la delicia del oleaje hirviendo de espumas en la costa fragosa, y la calma azul en las playas rubias y en los muelles que llamean de riquezas. Las aguas grandes y libres prometían una tierra clara, virgen siempre para un semita...
Pero el otro caminante, de piel trabajada, arrebatado más por el fervor de lo presente, sintió, desde lejos, los pasos y los golpes del báculo del Padre de Familias, y adelantose para darle paz, y pronunció:
-Somos de los que siguen al Rábbi Jesús. Yo soy Simón Pedro, y éste, Juan.
Llegose el anciano vestido con túnica suelta del color de la amatista; sus barbas, como de toisones; su cabellera, lisa; su cayado, de naranjo, y, desde la curva hasta en medio que coge la mano, tenía esculpido el salmo de la confianza en el Señor contra todo maleficio. Sobre el amplio pecho le resonaban los talismanes y el enorme anillo de su cifra, colgados de un collar de bronce y calcedonia verde.
Les hizo reverencia, y murmuró:
-Sé quien sois. Marcos, mi hijo, ha caminado algunos días con vosotros. Y os vi la noche que Nicodemus y yo buscamos al Cristo para avisarle de peligros.
Entonces Juan dio su mensaje:
-Rábbi Jesús nos encomendó: «Aparejad la Pascua». Y como nosotros le preguntásemos: «¿Pues en dónde has de comerla, Maestro?», él estuvo mirándonos a todos; y nos llamó a mí y a Simón Pedro, y dijo: «Id a la ciudad; hallaréis un hombre con un cántaro subiendo la cuesta de la fuente; preguntadle por su señor y seguidle a la casa; y cuando saliere el Padre de Familias, confiaos diciéndole: Esto dice el Maestro. Mi tiempo se acerca. Muéstranos la sala donde recogernos para celebrar la Pascua».
Y el anciano se humilló pronunciando:
-Así sea.
Y les llevó fuera de las paredes del huerto; y montaron por la gradilla de la terraza, cuyos travesaños de pino de Alepo, calientes de la mañana primaveral, destilaban la resina olorosa.
Las eminencias de la ciudad santa ardían como antorchas de sol. La torre Hippicus, que sube ochenta codos; la torre Fasael, que evoca el faro de Alejandría; la torre Marianne, trono de recreación de la amada del gran idumeo; lejos, la torre Antonia, que prorrumpe de una raíz de peñascales pulidos como jaspes; y al lado, los altos y pináculos de la Casa del Señor, todas las cumbres de Israel relumbraban como frentes ungidas, llenas de emoción gloriosa de todo paisaje, coronadas de guirnaldas de golondrinas y palomas. De los vergeles y granjas del collado de los olivos, y de los jardines de poniente, llegaban olores de abundancia y de suavidad. Jerusalén resplandece de una azulada blancura. El cielo intenso de Palestina semeja venir y redundar la cal y la piedra... Como en un descanso del éxodo, el aire está traspasado de un polvo dorado y de balidos de los rebaños pascuales. Por las afueras se esparce la muchedumbre, y suenan como torrentes en crecida los barrios angostos de los bataneros y lañadores devorando las últimas horas de la faena que ha de callar siete días, desde que comience el santo de la Preparación...
...Juan hallose solo en el goce de la mañana. Simón y el huésped aderezaban la sala. Y
juntose con ellos.
Ya estaban mullidos los tres escaños y tendida la alfombra, y encima el ruedo de piel para recibir la mesa parada con estofas de Sidón.
Y Juan dispuso las tres cabeceras: la de la banca de en medio, del Rábbi; la del lecho de la diestra, de Kefa; la del siniestro, de Santiago el Mayor.
Y subieron la paila, el lienzo y ánfora para la ablución; y la copa de dos asas para las libaciones de precepto; y las vasijas y escudillas de bronce -que son impuras las de alfar-; y la crátera de vino bermejo de la Judea.
Y en tanto que Marcos cocía en el hogar del kiraim las almendras, las nueces, los higos, los dátiles y cidras con canela y vinagre del Kharóset, hasta que todo se fraguara tomando la forma y la roja color del ladrillo -que recuerda los trabajos del cautiverio-, el Padre de Familias lavaba el coriandro, la endibia, la lechuga, la achicoria salvaje, el cardo y el marrubio, que componen las hierbas del Merorim de la Ley de Moisés, y los dos discípulos molían el candeal, la espelta, el sekale, la avena y la cebada para los ázimos.
Asaf encendió el horno. Luego fue derramando granos fermentados en lo retraído de los aposentos. Porque en la casa israelita se recoge ese día toda lexadura. Y para que el hallazgo se cumpla siempre, antes se esconden semillas y masa que se hinchan.
Y prendidas las lámparas de mano, recorrieron las estancias; y el viejo huésped iba invocando:
-¡Alabado y glorificado sea Jehová, nuestro Dios, Señor de eternidades, que nos santifica por sus mandamientos y nos ordena hoy destruir lo que fermenta! ¡Que todo fermento y levadura que hay y pueda haber en mi posada se desestime y quede como el polvo de los caminos!
Y bajo todos sus techos se escucharon las palabras rituales.
Y acabada la ceremonia, y saliendo al hortal, quemaron la pasta y las simientes prohibidas. Y allí los discípulos escogieron las dos ramas más verdes de un granado, porque con ellas, que sufren mejor el fuego que las de otro árbol, está dicho que se ate o cosa al cordero muerto.
Después, Juan y Simón fueron a mercar en las ferias de la Pascua la res más blanca y perfecta. Y la llevaron sobre sus hombros, y ya cercanos a la Puerta de Sussa, surgieron los alaridos délas trompetas de oro que tañían los sacerdotes desde su atrio, abriendo la hora de las inmolaciones, y los levitas cantores entonaban los salmos de triunfo y de gracias del himno de Hallel:
¡Ensalzad, hijos de Jehová,
ensalzad el nombre del Señor!
* * *
...Cuando el Padre de Familias y Marcos, su hijo, sacaban del horno los panes cenceños, vino Asaf anunciándoles que Jesús y los suyos habían atravesado el torrente.
Asomose el anciano, y el siervo, con el brazo tendido, le señalaba el grupo apostólico: delante, el Rábbi, en medio de Juan y de Kefa, que salieron a esperarle al pie de la inmensa gradería de Sión.
Pronto fueron surgiendo en lo último del áspero camino. Y descansaron.
Desde allí aparecía toda la casa elegida para la Pascua, grande, blanca y sencilla, perfilada sobre el crepúsculo, reposada en el silencio de su retiro y en la pureza del cielo como en un regazo. Y de dentro de la ciudad llegaba un vaho y ruido de gentes y rebaños apretados en las calles profundas.
Subió Jesús a la terraza, y quedose contemplando la tarde. Las sueltas puntas de su turbante y las bandas de sus cabellos aleteaban llenas del último sol, redondo, viejo y estremecido.
Y tornose al oriente, porque allí estaba su montaña, montaña pingüe, ancha y regada. Todas las veredas tienen el sello de su pie; sus árboles han tocado sus hombros y sus sienes, dándole sombra y alimento. En lo remoto se abren las palmas de Bethania; conoce las que amparan el portal de sus amigos... Gethsemaní levanta sus cipreses inflamados de ocaso, y sus generosos olivos dan el resplandor de su fronda de plata. Luego se derraman los cebadales. Señalada está la porción de la garba pascual para que el Pontífice la siegue permitiendo la cosecha. Junto al camino de Jericó, que se tuerce por la ladera, desborda el alborozo de los Bazares de Annás; sus dos cedros centenarios mueven los brazos de oro traspasados de tórtolas y palomas. De ellas fueron los pichones que ofreció María de Josef por el nacimiento del Rábbi. Y sobre el talud de margas del Cedrón se amontona la barriada aldeana de Betfage; el pámpano nuevo de sus higueras se cuaja en lancillas de sol como las candelas de un tabernáculo campesino...
Ya salía foscor de los hondos y cañadas, y se enfriaban los olores. Olor de viña verde, olor de sembrado maduro, de frutales y promesa...
Y Jesús recordó los avisos de sus recatados adictos; y sus ojos buscaron a Judas.
Judas plegó la frente.
Y sintiendo el Maestro que se le empañaba la mirada, dirigiose al cenáculo, en cuyos umbrales se le postró el Padre de Familias y le dijo:
-Deja, Rábbi, que yo y mi hijo te sirvamos.
Y pasaron todos.
Humeaban, crepitando, las lámparas recién encendidas, y eran de una lumbre amarilla y flaca que traía emoción de noche murada, y temblaban sobre fondo de cielo, cielo de placidez de tarde.
Avanzó el grupo al triclinio. Y Judas el de Kerioth quedose reacio entre dos ventanas.
Entonces Jesús le convidó a que fuese.
-Dejaste que tus hermanos escogieran lugar; pero mira que la última almohada está a mi lado, y serás como Juan: él, en un costado mío, y tú, en el otro.
Así se acomodaron: el Señor, Juan y Andrés, en el lecho de en medio. A la cabecera diestra, Pedro; después, Felipe, Bartolomé, Tomás y Mateo. Y a la de la izquierda, Santiago el grande, y en pos, Santiago, hijo de María Cleofás, y Tadeo, su hermano, y Simón el Zelota, y Judas.
Oraron sentados, y se descalzaron las sandalias y se tendieron.
Trajo el huésped la gran copa, y puso vino de sus lagares de Engaddi y agua de la acarreada por Asaf.
Y alzose la voz de Jesús pronunciando:
-¡Bendito sea nuestro Dios y Padre mío, que ha creado el fruto de la vid!
Y probó del cáliz y lo dio a Juan, suspirando:
-¡Con qué ahínco he deseado estos instantes! ¡Mi Pascua de despedida!
Y en sus ojos y en su frente, frente de cumbre que recibe el primer sol, pasó un apagamiento de inquietud.
Acercaron la vasija de la ablución, y la delicada mano del Rábbi se hundió en el agua.
Judas halló su diestra de tan recia villanía, que la fue apartando de la tabla.
De improviso, irguiose el Maestro.
Kefa y Tomás tenían muy asida la copa, y miraban con enojo a Santiago, el Hijo deltrueno, que la exigía como debida a su rango. Para él y Juan pidiera su madre Salomé la privanza del Señor. Pedro gritole que el cáliz había de pasar a la redonda. Cundió la discordia de banca a banca.
Jesús sonreía con amargura. Y ellos, no entendiéndole, se querellaban, y algunos también se reían lo mismo que rapaces. Mas, Santiago y Pedro disputaban sañudos.
El Padre de Familias iba ofreciéndoles el agua y el paño del rito; y los arrebatados apenas sumergían los dedos ni se enjugaban por la prisa de bracear, que en Israel es súbito el enojo y la injuria fácil.
Y la voz de Jesús, voz sin grito ni bravura, pasó serenamente encima de todas las voces, y redujo todas las voluntades y quedose sola en el silencio de la cámara:
-¡Hasta cuándo seréis con apetitos y altiveces de otros hombres! Las gentes se avasallan; no así vosotros; antes el que es mayor hágase como chiquito, y el que precede y manda, como el que sigue y sirve... Recordad que todos vosotros habéis permanecido conmigo en las tentaciones, y las hollamos. Yo dispongo del reino para vosotros como mi Padre dispuso de él para mí; y juzgaréis las doce tribus del pueblo elegido. ¿No estoy yo en medio de todos vosotros? Pues ved lo que hago.
Y levantose, y quitándose el manto, se ciñó el lienzo de enjugar a manera de esclavo. Vertió agua en el barreño, y postrose y tomó los pies del discípulo amado.
Pero Juan los encogía diciendo:
-¿Qué quieres, Señor?... ¡Deja, deja, Rábbi!
Y como Jesús insistiese con supremo mandato, Juan pasose delicadamente la fimbria de la túnica por sus plantas, para entregárselas limpias de la tierra.
Todos se habían incorporado mirándoles.
Y la sangre del de Kerioth criaba como un humo de desgracia y de aborrecimiento viendo a Juan, pálido de dolor delicioso porque se le comunicaba a toda su piel la grandeza abatida del Maestro. Y tuvo congoja y se conmovió todo su cuerpo cuando Jesús, humillándose más, le besó los pies, todavía húmedos.
Rugió Pedro y derribose en los tapices.
Desde allí voceaba:
-¡Y tú, Juan, y tú has consentido!
Sonrió el Rábbi, y se puso delante de los hinojos de Judas.
Palpose Judas su rostro, porque sentía un ardor tan espeso que creyó que se le hinchaban las mejillas. Quiso también sonreír, y dobló su boca con gesto de sollozo.
Desde el suelo le subía la mirada de Jesús, que le balbució muy despacio:
-¡Judas, Judas, aun padeces por mí!
El de Kerioth tragaba resollando un aire amargo.
Y el beso del Maestro quedó en sus pies como una brasa que le llagaba la vida.
Acercose Jesús a Simón Pedro.
Y el apóstol se revolvió encrespado de una humildad hirsuta. Y miraba reciamente a sus hermanos, queriendo que de él recibiesen su austera enseñanza en contra de Juan y de Judas.
Por eso gritó:
-¡Nunca, Señor, lavarás mis pies! ¡La tierra y la podre de mi carne tocada por tus manos, Rábbi!
Mas, el Señor levantose, grande y severo, avisándole:
-¡Mira que si no te lavare, no participarás de lo mío!
Entonces, Kefa doblose muy dócil y medroso, y gimió:
-¡Señor: toma mis pies y mis brazos y mi cabeza, y toma mi alma para que la sumerjas en tu gracia! ¡Señor, Señor, no me apartes de ti, que yo quiero ser limpio!
-¡Limpios estáis; pero no todos!
Se contuvo Jesús; y volviendo un poco la mirada, añadió con palabras del salmista:
-¡Conmigo parte el pan el que ha levantado su calcañar para derribarme!
Y después lavó a Mateo, de sutiles claridades y elegancias de su pasada vida entre paganos, el que dejó por Jesús los bienes de su oficio; y a Felipe, tierno y asombradizo; y a Bartolomé, que tenía la frente como una losa vieja, el que vino a la familia apostólica traído por Felipe; y a Tomás, que se paraba pensando toda palabra y la seguía en silencio como si atendiese el volar de las aves, y siempre pedía más razones; y a Santiago, inflamado y adusto; y a Tadeo, mocil, brioso y alborozado; y a su hermano Santiago, enjuto, menudo y devorado por la penitencia, el que nunca se ungió ni bañó ni rasuró su carne; y a Andrés, el que creyera en Jesús antes de verle, sólo por predicciones del Bautista; y a Simón el Zelota, intonso, callado, de una humildad generosa de tierra labrada...
El Padre de Familias y su hijo Marcos acudieron a levantar al Maestro, llevándole a la mesa.
Y todavía respirando cansadamente dijo Jesús:
-Me llamáis Maestro y Señor; pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, también vosotros debéis humillaros los unos a los otros, mas sin rencores, sino amándoos. Es mi nuevo mandamiento que os améis: ¡que os améis como yo os he amado!
Y desfalleciole su voz de tanta ternura. Y recostose.
Trajeron los panes y las hierbas amargas.
Escanció Marcos la segunda libación.
Y ya todos bebieron, esperándose como buenos hermanos.
Suavemente cantaron los salmos del rito, que comienzan:
«¡Alleluya!... ¡Salió Israel de Egipto; salió la casa de Jacob de un pueblo bárbaro!».
Y acaban:
«¡El Señor ha librado mi alma de la muerte; mis ojos, de las lágrimas; mis pies, deatolladeros... Agradaré al Señor en las regiones de las beatitudes eternas!».
Después, Santiago, el que fuera esenio, el más austero y sumiso a todo dictado de la Ley, propuso a Jesús las consultas de la comida pascual. Porque allí era entonces Jesús padre de familias.
Y las preguntas fueron de este modo:
- ¿Por qué en esta noche comemos panes sin levadura?
- ¿Por qué en esta noche comemos hierbas amargas?
- ¿Por qué en esta noche comemos el cordero asado, y en las otras es permitido cocerlosegún nuestro acomodo y gusto?
- ¿Por qué hoy participa toda la familia de la misma mesa?
Y todos se alzaron para recitar el Hagada del Deuteronomio.
Sirvieron la res dorada y olorosa.
Y Jesús fue contestando.
Pero mientras contaba la partida de Egipto, cuando la masa no había subido en los añacales y artesas; y el recuerdo de las amarguras de la servidumbre; y el tránsito del Ángel del Señor segando con la hoz de la peste la vida de los primogénitos, cuyas casas no tenían la señal de sangre del sacrificio; y el caminar de toda la familia de Israel a la holgura de la libertad y posesión de la tierra prometida, «tierra de arroyos y de fuentes», «tierra de trigo, de cebada y de viñas; de higueras, de olivos y granados; tierra de aceite y de miel, donde gozará abundancia de pan y de todas las cosas...»; mientras glosaba el relato mosaico, Jesús se paró algunas veces, y miraba a Judas...
Judas sentía todo el recinto herido por el latir de sus arterias. Y quitaba el brazo del cojín, porque su codo parecía apoyarse en un corazón cansado; y quitaba la mano de la tabla, porque sus dedos también dejaban las duras palpitaciones de su pulso. ¿Y no verían los otros su miedo y su culpa?
«¡Ese nombre -pensaba- ya sabe mi engaño! Cuidé yo siempre de ellos; y hoy llamó a Juan y a Simón Pedro para que preparasen la Pascua; los hizo sus emisarios, y ocultó el nombre del huésped. A mí me retuvo, y nunca me atendió tanto su mirada. Al lavarme, oprimía mis pies entre sus manos y su seno; mis pies tocaron su vida. Me sonríe; me buscan sus ojos para sonreírme; si ahora me volviese, me recibiría su sonrisa... ¡Yo no me volveré! Su sonrisa, su sonrisa se deshace en mi alma como una queja ¡Yo no me volveré!...».
Y Judas tornose hacia Jesús.
Todos miraban calladamente al Maestro.
«¿Estaba llorando el Señor?».
Y los discípulos se tiraban del manto, se tocaban en el hombro preguntándose:
-¿Qué tiene, qué tiene el Señor?
En aquel instante, Marcos ministraba la tercera de las libaciones.
El Rábbi pasose los dedos por los párpados; se alentó en sí mismo, y tomó de las hierbas amargas la porción de la «grosez de una oliva». Rompió un ázimo para untar pan en el suco de las frutas cocidas. Pero se contuvo; y respirando con anhelo dijo:
-¡Cuando se levantaba el sol, y nosotros conversábamos a la sombra de las palmeras de Bethania, los levitas pronunciaron la execración de muerte contra mí delante de todas las sinagogas de Jerusalén...! ¡Proclamada ha sido mi Shammata!
Y Simón Pedro profirió espantado:
-¡Tú morir, Señor!
-¡Escrito está! ¡Y uno de vosotros ha de entregarme!
Y creyeron que su voz se afondaba en soledades infinitas.
Todos aguardaban que pronunciase un nombre. Y el silencio del Maestro les acongojaba y empavorecía. Bramaron de ansia; se removían sus lechos recrujiendo; se hincaban los ojos en los ojos, acechándose. Llegaron a la duda de sí mismos. Y angustiados de caer en la ruindad, gemían:
-¡Rábbi!, ¿soy yo?
-¿Acaso seré yo, Señor?
-¿Y yo, Maestro?
Y fueron levantándose y preguntándolo todos.
Judas dobló la frente, y también tuvo que decir:
-¿Seré yo?
Entonces Jesús allegose a su mejilla y le susurró:
-¡Tú solo lo has dicho, Judas!
Juan le llamaba. Atrajo el cuello del Rábbi, y reclinose sobre su hombro.
-¡Maestro, dímelo; dime quién es!
El Señor le repuso esfumadamente:
-Mira a quien yo dé el pan untado.
Y redundando un trozo en el kharóset, ofrecióselo a Judas, diciéndole:
-¡Lo que hayas de hacer, hazlo pronto!
-¿Quién ha dicho? -rugieron los otros.
Judas salió engullendo atropelladamente el manjar.
Desde el último peldaño de la azotea se detuvo a saber si le seguían; pero del cenáculo sólo bajaba un dulce recogimiento. Y el huido arregazose la túnica y el manto, y corrió al refugio de la casa del Pontífice.
Había cerrado la noche.
La mirada de Jesús buscó la pureza de los cielos. Comenzaba a subir la gran luna sobre la montaña de su reposo. Imaginó su Bethania, toda blanca de la suave lumbre, y toda aromada como hecha de los nardos de María, la que siempre se embelesaba escuchándole. Y el Rábbi bebió de la postrera copa de la vieja Pascua.
Por las abiertas ventanas se acercaba a su vida la caricia de la noche. Y probó en sí mismo los sabores de la grandeza del escogido... Se hallaba en la hora del íntimo deleite del héroe antes del sacrificio. Le rodeaba una Creación perfumada, vaporosa, de sueño de jardines y luna. En todo pasa un delicado temblor de goce. El cielo y la tierra se complacen en su hermosura con una inocencia de hermanos. Todo se presenta rendidamente al elegido. Lejos, asoman las aflicciones. Todavía puede contemplarlas como un horizonte. Aquel apartado sufrir es suyo. Y él avanzará solo para tomarlo como si alzase una gracia para él guardada. Está serenamente en presencia del sacrificio aceptado.
Y Jesús se exalta fuerte y dichoso.
¡Ya estaba con amigos!
Marcos y su padre se habían retraído en el umbral. Desde allí vigilaban la mesa y atendían al Cristo.
Los discípulos se van recodando en sus almohadas, regalados con el habla del Rábbi. Juan parece adormecerse recogiendo la tibieza y el grato olor de las vestiduras del Maestro.
Ven ya al Rábbi muy remoto de todo daño. Aquellas palabras y aquel desfallecer no fueron sino un presagio para distancias que acaso nunca tengan término. A todos nos conturban tristezas que, al deshacerse, se nos antojan que no hayan traspasado nuestra vida. Nos olvidamos de nuestra misma muerte. ¡Y cómo ha de entregarle nadie de los que le aman! Descansaban en Jesús. Nada más Kefa se distrajo de sus encendidos conceptos para acordarse de Judas. «¿Adónde había ido el de Kerioth?». Y Juan hizo un visaje desdeñoso. Y Tadeo pensó que por los menesteres de mayordomo quizá Judas fuera a cumplir mandados del Rábbi. Había empezado la vigilia de la gran fiesta. Bulle Jerusalén de gentes patricias, pero también de menesterosos que llegan siguiendo a las caravanas. Judas habrá salido para dar socorro a algunos galileos pobres. No les olvida el Rábbi.
En tanto, Jesús les anuncia palpitantemente la glorificación de la obra mesiánica. Ya se cumple. Se les acerca el reino. El Padre les abrirá las puertas de su Casa de bienaventuranzas.
La palabra del Señor va dejando una claridad gozosa. Sus amigos, acostados, le escuchan contemplando las promesas como un paisaje bajo un amanecer purísimo. En verdad sienten que ven y tocan la magnificencia que les será dada. ¡Oh, es más grande que la que rodea al Tetrarca en Tiberiades; más gustosa que la hartura de bienes del romano en Cesárea del Mar, vedadas siempre a ellos! ¡Y surgía de su misma pobreza por el triunfo del Rábbi! El Rábbi lo dice sin nieblas de parábolas ni proverbios. No tiene su voz el misterio de lejanía que antes exhalaba.
Por eso palidecen asustados y se mustian de desesperanza cuando Jesús, entornando los ojos y conturbándose, les previene que él ha de dejarles, que él se adelanta para prepararles el lugar prometido en la mansión del Padre, y ellos irán a su encuentro, que harto conocen el camino.
Fue Tomás el que atropelladamente le interrumpió:
-¡No te marches, Maestro! ¡Mira, Señor, que nosotros no sabemos adónde quieres ir! ¡Cómo podremos conocer el camino!
Jesús mostrose sobre el recodadero, y golpeándose el costado dijo:
-¡Yo, yo soy el camino, y la verdad, y la vida! ¡Nadie viene ni alcanza a mi Padre sino por mí!
Entonces Felipe, sobrecogido, desalentado porque el lenguaje del Señor se sutiliza místicamente, alejándoles de las realidades columbradas, y porque oye que han de ir a la casa del Padre a quien nunca han visto, Felipe le pide, balbuciendo de cortedad:
-¡Al menos, Señor, enséñanos tú al Padre!
Y volviose el Rábbi, y pronunció con amargura:
-¡Tanto tiempo a mi lado, escuchando, presenciando mi vida, y no me comprendiste! ¡Pero si el que me ve a mi ve también a mi Padre!
Y les miró mucho; y adivinó la orfandad en que quedarían.
Vibraba su ánima de lástima por la flaqueza de aquellos hombres. Necesario era que se uniesen queriéndose en sí y en bien de la nueva evangélica.
-¡Amaos, amaos como yo os amé! -le ahogaba un sollozo inmenso. No le era dado evitar ya su partida. Huir de ella o retardarla derrumbaría su obra, apagaría las visiones de los profetas.
Los discípulos escarbaban dentro de la voz, buscaban dentro de los ojos del Rábbi, ceñudos del esfuerzo, empujándose con el corazón por entenderle.
La frente de Pedro era una borrasca de arrugas. La de Simón el Zelota semejaba atada por un pliegue gordo, trenzado como un cordel. Las cejas de Felipe subían trabajosas, rompiéndose. Las de Tomás se juntaban tirantemente. La cabeza de Bartolomé se doblaba, abovedándose pelada y fría. Mateo la descansaba suave y triste en su mano. Juan imaginaba siempre, perdiéndose su mirada en los rizos de luz de las lámparas. Todos esperaban, esperaban en el Rábbi.