La mujer de Ojeda - Gabriel Miró - E-Book

La mujer de Ojeda E-Book

Gabriel Miró

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Beschreibung

La mujer de Ojeda es un libro de ensayo del escritor Gabriel Miró. En él, el autor presenta una visión de juventud de los que serían sus temas estrellas: la amistad, el amor y la importancia del paisaje, que luego desembocaría en su querencia por el costumbrismo en sus novelas.

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Seitenzahl: 159

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Gabriel Miró

La mujer de Ojeda

 

Saga

La mujer de Ojeda

 

Copyright © 1901, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726508963

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Prefacio

Cuando me dijo Gabriel Miró que estaba escribiendo una novela, no hubo de parecerme extraño. Acometer las empresas difíciles, con esforzado ánimo y decidido propósito de alcanzar el lauro apetecido, es propio de quien, como Miró, aúna buena inteligencia y amor al estudio con el poderoso aliento de la sana juventud. En la noble aspiración del que escribe y quiere hacer algo, ese eterno algo que todos buscan por ser recabador de gloria, el primer vuelo de la fantasía por las regiones literarias de la novela, debe de ser recompensado con un aplauso. Para el que vence, será galardón de su triunfo; para el vencido, será fuerza nueva que le impulsará a seguir luchando.

No ha menester la novela de exordio alguno, ni van las presentes líneas a manera de prólogo; antes bien, es deber del que las escribe, hacer constar que forman a vanguardia de la obra, como nota de presentación al público lector. Éste es el crítico que, empíricamente o con fundamento científico, ha de juzgar. Y a tal juez he de advertir que el autor de La mujer deOjeda cuenta veintidós años de edad, y que, lógicamente, a un autor novel no se le puede exigir lo que tenemos derecho a reclamar de un maestro.

Huir de la vulgaridad en la fábula y marcar buen gusto en la elección de los incidentes, amén de expresarse en neto castellano, son preceptos que, sin duda alguna, tuvo en cuenta Miró al componer su obra. Para lograr estilo, para ser personal, es necesario mucha práctica, ensayos repetidos. Para aumentar el poder inventivo y crear tramas originales con incidentes de interés, precisa la observación y larga experiencia. Cosas éstas que, según dicen, vienen con los años.

* * *

La novela es un género difícil. Marcar tendencia desde el punto de vista político o religioso, es defecto corriente en algunos grandes novelistas, que matan con él la atractiva originalidad. En otros, la desigualdad en el mérito de su producción es señalada con frecuencia. El polaco Sienkiewicz, pongo por caso, crea en Sin Dogma, hermosa psicología; pero en la novela histórica, desciende hasta ser un folletinista, a la manera y uso de Ponson o Montepin.

Desde Rusia van a todas partes invasoras corrientes literarias. Interesantísimo es el estudio de su novela: Gogol y Dostoyevski describen con tal realismo la vil esclavitud de ese gran pueblo, que hacen vibrar el alma de la Europa intelectual. El canto triste de la mísera vida del mujic, que dulce y resignado como un niño bueno, consume su existencia en el poema del trabajo, es nuestro también, porque llegando a sentirlo, lo recogimos en la gran obra de Turgueneff, envuelto en un espíritu cristiano impregnado de evangélicas esperanzas. Continúa la noble propaganda León Tolstoy, y cuando éste, por ley natural, va a desaparecer de la tierra, la Providencia, mantenedora de los grandes ideales de la humanidad, presenta como heredero de los dogmas de aquellos publicistas a joven Máximo Gorki (Maximovitch). El gran crítico francés Melchor de Vogüe hace alabanza de las obras de Gorki; aquí, en España, pronto las conoceremos, y de suponer es, quede en sus escritos algo que nos deleite, a pesar de dos destructoras traducciones.

Desde el cuento hasta la novela filosófica, el campo de acción para el novelista es extenso, y las dificultades que ha de vencer, muy complejas.

El admirable prosista D'Annunzio, patrocinador de brillante impresionismo, es premioso en el enredo de sus creaciones.

Francia es hoy la nación que impera literariamente. En España es punto menos que imposible nombrar un novelista completo; ninguna de nuestras novelas contemporáneas puede compararse a cualquiera de las de Flaubert. Galdós, nuestra gloria, que supo ver en Toledo lo que sólo viera el gran Bécquer, el alma de la imperial ciudad, en algunas obras es pesado y palabrero. ¡Qué duda cabe que Armando Palacio y Picón serían inapreciables si dejasen de ser frívolos!

Un novelista desconocido casi, existe, que ha escrito maravillosas páginas: Juan Bautista Amorós (Silverio Lanza). Lanza tiene mucho parecido con Stendhal; ni a uno ni a otro les han hecho justicia sus contemporáneos. Lanza tiene, en Artuña, por ejemplo, páginas de novela que envidiarían los más grandes maestros. En España no se ha hecho nada mejor. Entre los intelectuales nuevos, Lanza tiene gran prestigio; la gente joven comienza a rehabilitarlo.

Entre los jóvenes hay algunos cuentistas excelentes: Valle-Inclán, Manuel Bueno, Pío Baroja; este último, con su libro Vidas sombrías, que es una colección de cuentos magistrales, y La casa de Aizgorri, novela ejemplar por lo completa y definitiva, ha descollado poderosamente.

Para esa juventud es el porvenir, y entre ella seguramente ha de figurar Gabriel Miró.

Tiene condiciones para llegar, porque es observador y sabe ver.

Y llegará, en cuanto la dolorosa práctica de la vida aumente el caudal de conocimientos que jamás encontrará en los libros.

 

L. Pérez Bueno

Alicante 20 octubre 1901.

Noticia preliminar

Buceando no ha mucho tiempo en las entrañas de antiguo y herrumbroso arcón, encontré un voluminoso legajo, cuidadosa y discretamente atado con descolorido balduque. Y como soy de curiosa condición, deshice las lazadas de la oficinesca cinta, rompí la envoltura y me dispuse a hojear su contenido.

Con sorpresa y regocijo, vi en la primera página un rótulo que decía: «Materiales para una novela». Con regocijo, sí, porque mi indiscreción iba a proporcionarme el solaz de novelesca lectura.

Cuyo era el mencionado legajo, no es indispensable que lo sepas, lector amable. Sólo te diré que la letra y la manera de exponer los hechos no me fueron desconocidas; y por éstas y otras razones, que también te oculto, conjeturo que el autor era un grande amigo mío, tan íntimo y cariñoso, como debió serlo Gazel Ben-Aly del que escribió Los eruditos a la violeta.

Digo que leí y repasé su contenido, y declaro con llaneza que, aunque humilde de forma y de escasos y sencillos pensamientos, me interesó y distrajo.

Ocurrióseme después aprovechar el hallazgo (que lo constituían veinte cartas, un cuaderno de memorias y algunas notas precisas para enlazar el hilo del relato). Y sin detenerme a reflexionar si mi imaginativa poseía la suficiente pujanza, ordené y pulí dichos papeles, y luego compuse este librito.

Convendríanme ahora ciertas frases en defensa de mi arrojo, pero me abstengo de prolongar esta Noticia, y termino ya, porque recuerdo aquel feliz consejo que así reza: «Sé breve en tus razonamientos, que ninguno hay gustoso si es largo»; sesudas palabras dirigidas al prudente Sancho por el que fue flor y espuma de la andante caballería.

Primera parte

Carta primera

Majuelos 5 de junio.

«Querido Andrés:

Desde que llegué a este pueblecillo alegra, noto cierta calma aliviadora, que va neutralizando las ansias de mi espíritu enfermo.

Cuando hace tres meses me separé de ti, para venir a este grupo de casas, rompiendo el juramento que me hice, de no visitar más el lugar donde nací, creía que como perjuro, hallaría mi castigo; y me voy convenciendo de que la tranquilidad que me rodea y la atmósfera de lo pasado que me envuelve, me arroba y me deleita, hasta el punto de verlo todo con amor, el caserón que habito, el jardín desaliñado, la murmuradora fuente que hay en el centro de la solitaria plazuela y que tanto hastío me producía hace cuatro años.

Los pobres viejos que en unión de su hijo, mocetón vigoroso y coloradote, me asisten y cuidan, me parecen menos zafios y tontos que antes.

No un castigo, sino recompensa halagadora he encontrado aquí.

Por las tardes salgo al campo que es alegre, y, en algunos sitios, plátanos frondosos, copudos nogales y otros árboles que dan sabrosa y fragante fruta, forman deliciosas y frescas umbrías.

Estoy viendo la cara que pondrás de asombro cuando esto leas.

¡Cómo! -dirás-. ¿Tú tan amigo de mundanas fiestas y de ruidosas escenas, encuentras placer en esa tranquila vida de campo y te deleitas escuchando sólo la respiración suave y olorosa de esas feraces huertas?

Tú recordarás que cuando nos conocimos, mi alegría no era ingenua, ni franca, sino postiza; quería aturdirme en algazaras y fiestas, no porque padeciera de románticos amores, sino porque hacía mucho tiempo que sufría el más legítimo de los dolores y pesares: había perdido a mi madre, a la que yo quería como se quiere a las madres, y veneraba, como se reverencia a las víctimas. ¡Ya te conté que mi madre al darme la vida perdió la vista; la luz que yo vi al venir a este mundo, se la robé a ella!

Yo no supe que había sido la causa (aunque involuntaria) de su ceguera, hasta muy pocos días después de ocurrida su muerte, que me enteró de todo un fiel y antiguo criado.

Quedé huérfano. Mi padre había muerto tres años antes.

La soledad en que vivía desgarraba mi alma; desesperábame de insólita manera. El cielo y el campo coloreáronse para mí con tintas pálidas, angustiosas, tristes...

El médico, leal y viejo amigo de mi padre, me dijo que como representante de éste, me prohibía que residiese en este pueblecito, e instome a que buscara distracciones, alegrías.

Así lo hice y fui aturdido, y hasta llegué a creerme jovial y alegre.

Pero ahora que me encuentro lejos del bullicio, es cuando siento henchirse mi alma de dulce y sereno gozo. Hasta el cementerio es risueño; parece un vergel que de recreo y holganza sirva a los vivos y no para triste descanso de los muertos.

Nada de mármoles, jaspes, ni suntuosidades: flores y plantas trepadoras engalanan las sencillas sepulturas...

Ahora que mi madre goza de la Suprema vista, se recreará contemplando las lindas macetitas que adornan su sepulcro.

¡Yo las cuido, y si alguna noche oigo gemir al viento, tiemblo por los tiernos tallos de sus flores!

¡Nada hay tan sentido como el motivo que me obligó a dejar mi hogar: experimentaba algo parecido al remordimiento, viviendo aquí en medio de tantos recuerdos!

¡Nada tan prosaico como el asunto que me ha traído a estos campos en donde nací; tasar una extensión de terreno expropiado para una carretera!

Pero donde creí encontrar tristezas y prosa, hallo exquisita y regaladora poesía, y plácidamente discurren para mí las horas contemplando los apacibles y olorosos prados, las rumorosas y lozanas huertas...

Paso la mañana en una habitación grande que sirvió de despacho a mi padre; las paredes casi desaparecen detrás de grandes estantería repletas de libros. ¡Cómo disfrutarías con su lectura!, tú tan dado al saber y a quien tantas veces he oído repetir aquellas frases del jesuita aragonés Gracián: "¿Qué jardín del Abril? ¿Qué Aranjuez del Mayo como una librería selecta? ¿Qué convite más delicioso para el gusto de un discreto, como un culto museo donde se recrea el entendimiento, se enriquece la memoria, se alimenta la voluntad, se dilata el corazón y el espíritu se satisface? No hay lisonja para un ingenio como un libro nuevo cada día".

Pues en esta estancia, cuyo contenido querrías tú disfrutar, voy purificando mi inteligencia, harto necesitada de los finos alambiques del estudio.

No se te ocultarán los deseos vivísimos que tengo de que te decidas a venir y pasar conmigo una temporada larga.

Tú gozarías mucho; eres artista y tu inteligencia es clarísima e inagotable...; pero no, ni sigo, porque te veo poner fiera la cara y llamarme despreciativamente ¡adulador!

Hasta mi próxima.

No te olvida tu buen amigo,

Carlos».

Carta segunda

Majuelos 12 de junio.

«Mi buen Andrés:

En mi anterior te decía que una dulce alegría se ha apoderado de mí, desde que miro este cielo puro y sereno y contemplo este paisaje incomparable.

Cuanto veo, encierra para mí un recuerdo; ¡recuerdos que, hace dos años, herían y lastimaban mi alma, y ahora la llenan de un místico contento!

En vano trato de explicarme este fenómeno psicológico. ¿Por qué lo que debiera arrancarme lágrimas, me arranca sonrisas? Los muebles, mi cuarto, el despacho, el amplio comedor, la interminable alameda, todo, todo me sonríe, arroba gratamente y me distrae. Tú que profundizas tanto, pudieras ahondar en mi alma y sacarme de este atolladero.

En tu carta me dices que mi estado de ánimo es el mejor para saborear y compenetrarme de los místicos.

Antes de que tú me lo dijeras, una fuerza intuitiva habíamelo hecho comprender así.

Hace algunos días que me recreo y conforto con las páginas de San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y de Granada, de Teresa de Jesús, de Padre Rivadeneira, Isla y otros sabios.

He llegado a retener en la memoria muchas estrofas del Cantar de los Cantares; como soy un poco músico, me acompaño al órgano algunos versos de Salomón, y con sinceridad he de decirte que el acento apasionado y tierno de la esposa se acrecienta con las armonías que a mi órgano saco.

Me he propuesto ponerle música a todo el libro de los "Cantares".

He de confesarte que el acompañamiento a las primeras palabras de la esposa, me parece sublime (no es inmodestia). Tengo por seguro que, sin recitar la letra, cualquiera que sienta la música y no desconozca el libro del sabio, apenas escuchara dicho acompañamiento, diría en seguida que se ajusta a aquella petición de enamorado: "Béseme de besos de su boca; porque buenos son tus amores, más que el vino".

Quiero que mi música sea expresiva; tú que tan buen gusto tienes y tan erudito en el arte lírico eres, me podrías dar atinados consejos.

No he podido sacar del teclado lo que desearía para aquello de "Morena yo, pero amable, hijas de Jerusalén, como las tiendas de Cédar, como las cortinas de Salomón".

Pero... no quiero distraerte más.

Siempre tuyo,

 

Carlos».

Carta tercera

Majuelos 18 de junio.

«¡Con cuanta razón, querido Andrés, te extrañas de la miopía de mi inteligencia!

"¡Cómo! -dices con tu inimitable estilo-. ¿No has hallado la solución al problema psicológico que en tu última me presentas, leyendo y estudiando (como dices que lo haces) a los místicos?

"¡Criatura ciega! Si en el Tratado de la Tribulación tienes suficiente y claramente explicado lo que para ti es asunto harto escabroso y obscuro. ¿Que por qué encuentras grato deleite en lo que debieras (según tú) hallar tan sólo amarguras y mortificaciones? Pues lee las primeras palabras de dicha obra y encontrarás la explicación.

"Cualquiera de nuestros sentidos y potencias se deleita con su objeto propio y proporcionado, y se entristece cuando el objeto le es contrario y desconveniente.

"Nada tan justo y conveniente a tu estado actual de ánimo, como la contemplación de todos los objetos que evocan pasadas épocas.

"Hace dos años, cuando saliste de ese pueblecito, el dolor era muy vivo para pararse a hacer consideraciones sobre él, y la revelación de aquel torpe criado fue la gota que hizo rebosar la copa: el dolor de tu alma era entonces como el sol, que no se puede mirar frente a frente.

"Ahora que tu alma está templada con las dulzuras de la resignación, tu dolor existe, sí, pero se le puede contemplar cara a cara como a la luna, que no hiere ni ciega.

"El dolor pasado tiene un sabor deliciosamente amargo como el ajenjo.

"Además, después de dos años de casi escandalosa vida, ese descanso físico y moral, forzosamente había de halagar tu cuerpo y regalar tu alma.

"La alegría es según el objeto que la produce. No sólo es alegría la que se manifiesta en ruidosas carcajadas, saltos y cabriolas: el bienestar íntimo por la visión de objetos queridos y que envuelven ciertos recuerdos, es una especie de alegría, quizás la que con más legitimidad puede llamarse así".

Todo eso me dices, mi sabio amigo, y comprendo tu sencilla y elocuente explicación, mas no llega a convencerme; pero la discusión la dejaremos para cuando te decidas a venir a este pintoresco pueblo.

Ahora tratemos de otra cosa.

Voy creyendo que tengo un talento musical atroz. (¡Ríete, ríete cuanto quieras!) He encontrado en el registro de mi armonium los acentos conmovedores de cariñosa y amante exclamación.

Cuando el esposo dice: "¡Ay, cuán hermosa, amiga mía, eres tú; cuán hermosa! Tus ojos de paloma...". Todo mi ser se conmueve de entusiasmo, y las notas que a mi instrumento arranco, son varoniles y vibrantes.

Y luego sucede una armonía tímida, apasionada, que hace desfallecer y languidecer de amor; y la esposa contesta:

"¡Ay, cuán hermoso, amado mío, eres tú y cuán gracioso! Nuestro lecho está florido; las vigas de nuestra casa son de cedro; el techo de ciprés". Al llegar aquí, va palideciendo el sonido, y yo veo a la esposa desnuda, sobre el florido y perfumado lecho, mientras el esposo la unge los cabellos con bálsamos y ungüentos orientales y la besa en la boca, de mieles y de flores hecha...

Anoche, después de cenar, salí. La noche estaba tibia y perfumada; de cuando en cuando ligero vientecillo levantábase, llevando en su seno gérmenes de flores.

La respiración de Naturaleza era tranquila. ¡Tantos siglos de fatigosa vida, y, sin embargo, respiraba con la suavidad de un niño! En el obscuro éter parpadeaban las estrellas.

Al principio creí que sería el único apreciador de la belleza de la noche; pero me convencí pronto de mi error al entrar en la alameda, en cuyas frondosidades blandamente trinaban los ruiseñores. En uno de los bancos que al pie de los corpulentos álamos hay, distinguí dos bultos.

Pasaba por delante de ellos, cuando una voz de hombre me llamó, casi con intimidad. Me acerqué y entonces conocí a don Tomás Ojeda, rico propietario de este pueblo.

Con él estaba una mujer de graciosos y elegantes modales, esbelta y hermosa; belleza y donosura que, más que ver, adiviné en ella.

"Clara -dijo Ojeda- te presento a Carlos Osorio, hijo de un buen amigo mío. Osorio, ésta es mi mujer".

Ojeda debe tener mucha más edad que ésta.

Hecha la presentación, senteme al lado de Clara. Su marido comenzó a ensartar mil vulgaridades y demostrome ser un fatuo de cabeza huera. Eran bastos sus modales, fuerte su voz, y por cualquier puerilidad lanzaba risotadas que interrumpían la apacible calma y el grato silencio de la noche.

Ella pronunció pocas palabras, pero fueron suficientes para demostrar su inteligencia hermosa y cultivada.

¡Cómo me extrañaba verla casada con aquel hombre, y viviendo en este pueblecillo!

Pronto olvidé que Ojeda estaba con nosotros, y la hablé de los blandos y misteriosos ruidos de la noche, de la serenidad del cielo, luminosamente moteado; y tanto fuego en mi acento puse, que ella sintió conmigo las bellezas que yo cantaba, y en la obscuridad percibí dos ojos que acariciaron gratamente mi alma.