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El libro de Sigüenza es una obra con tintes autobiográficos del escritor Gabriel Miró. En ella, el autor nos hace una aproximación a la ciudad de Sigüenza, verdadera protagonista de la novela, amén de trufar la historia de detalles sacados de su propia biografía, a modo de narrador testigo de la realidad de la ciudad.
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Seitenzahl: 220
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Gabriel Miró
Saga
Libro de Sigüenza
Copyright © 1917, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726508901
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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Este Sigüenza que aquí aparece es el mismo que caminó tierras de Parcent, recogiendoel dolor de sus hombres leprosos.
Sigüenza ha sido el íntimo testimonio y aun la medida y la palabra de muchas emocionesde mi juventud.
Para mí, Sigüenza significa ahínco, recogimiento, evocación y aun resignación de lascosas que a todos nos pertenecen. De aquí que su libro puedas considerarlo tuyo. Yo te digoque lo que en él se refiere se hizo carne en Sigüenza. No me he regodeado formando aSigüenza a mi imagen y semejanza. Vino él a mí según era ya en su principio. Y cuanto él vey dice, no supe yo que había de verlo y de decirlo hasta que lo vio y lo dijo.
Lector: que Sigüenza te sea tan amigo como lo fue mío, aunque no, que no lo sea, porquesospecho que tanta amistad no habría de consentirte la grave madurez de pensamientosnecesarios para una vida prudente. Tú, después que él te lleve por algunas comarcaslevantinas y catalanas, déjatelo en este libro, siquiera hasta que yo te lo traiga en otro, si mequedase vagar para reunir algunas glosas y jornadas que todavía andan esparcidas, comolo estaban las que aquí te ofrezco.
(Justicia)
En la primera mocedad de Sigüenza, algunos amigos familiares le dijeron:
-¿Es que no piensas en el día de mañana?
Y Sigüenza les repuso con sencillez, que no, que no pensaba en ese día inquietador, y citó las Sagradas Escrituras, donde se lee: «No os acongojéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?». Y todo aquello de que «los lirios del campo no hilan ni trabajan, y que las pajaricas del cielo no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes...».
Y como aquellos varones rectos de corazón todavía insistiesen en sus prudentes avisos y comunicasen sus pensamientos a los padres, ya que el hijo no fuese ni lirio ni avecita, Sigüenza les preguntó que de qué manera había de pensar en el día de mañana.
Entonces ellos le respondieron:
-Estudios tuviste y ya eres licenciado.
¡Señor, él que ya no recordaba su título y suficiencia! Para estrados no aprovechaba por la pereza de su palabra; tampoco para Registros ni Notarías por su falta de memoria y voluntad.
En aquella época, un ministro de Gracia y Justicia, de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, hizo una convocatoria para la Judicatura.
Y todos le dijeron:
-Anda; ¿por qué no te haces juez? Un juez es dueño del lugar; parece sagrado; todos le acatan, y además comienza por dieciséis mil reales lo menos.
Y Sigüenza alzó los hombros y murmuró:
-Bueno; ¡pues seré juez!
Lo decidió con alguna tristeza, como resignándose a ese poderío y autoridad del mando. Pero luego despertose iluminada su alma. ¡Quizá en el sosiego de la judicatura -porque él haría de su partido judicial una venturosa Arcadia- pudiese escribir libros peregrinos el día de mañana! Sorprendiose pensando en el día de mañana. Y abrió los rojos códigos, el panzudo Sánchez Román, las rollizas Leyes, de piel etiópica y los cantos teñidos de colores, de Medina y Marañón, y estudió la inhibitoria y la declinatoria hasta enredarse en el lindo juego de los tres días.
Pronto comenzaban los ejercicios.
Era invierno. Los vestíbulos de las Salesas hervían de opositores; unos leían ceñudamente sus libros, y si alguien osaba pedirles noticias de los exámenes o de su ciencia, ellos apenas si les miraban; otros paseaban muy engallados y solemnes; no les faltaba sino la vara de mando; muchos se espesaban junto a las tablas alambradas de los anuncios, cotejando la calificación de sus camaradas. Sí, eran camaradas; se llamaban: «Oiga usted, compañero; dígame, compañero». Y cuando el compañero se apartaba quedábanse hablando del compañero. ¡Oh noble juventud y cómo te alteras cuando piensas en el «día de mañana»!
Separose Sigüenza de tantos amigos para asomarse a la tarde. Comenzaba a caer una blanda y fría llovizna. Sigüenza pensó en su hogar, en las vidrieras de su cuarto, frente al Mediterráneo solitario y azul.
La plaza de las Salesas estaba blanca y dura de escarcha; pareciole un lugar remoto, extranjero y tristísimo; nadie se le acercaba con efusión, a nadie conocía, y he aquí que lejos apareció un señor, bajo un paraguas ancho, recio y pardo, un paraguas de hacendado rural de Castilla, y caballero en un jumento viejo, cansado, de corvejones peludos y llenos de cazcarrias. Lo guiaba un buen hombre que traía anguarina y zahones. Todo el grupo se copiaba en la mojada tierra.
Desde el cancel comenzaron ya a mirarle muchos opositores. ¿Se atrevería a llegar de esa manera hasta los portales del Palacio de Justicia? Y sí que lo hizo. Apeose en el peldaño, se quitó la manta, toda prendida de lluvia del camino como un ramaje, dio las riendas y el paraguas al espolique, y pasó dejando su huella de agua en las viejas y solemnes losas.
Acaso adivinó en Sigüenza un camarada lugareño, porque entre todos lo escogió para preguntarle, asustado como un chico de escuela, si habían comenzado ya los ejercicios. Le sosegaron las palabras del levantino, y el nuevo le dio de fumar de una petaca gorda, de cuero no curtido.
Era un hidalgo moreno y enjuto, de pelo va canoso y honda la mirada con un velo o apagamiento de cansancio y tristeza; bajo la falda de su sombrero resaltaba la palidez marchita de su frente. Tenía muy buena presencia, pero sus ropas rugosas, descuidadas, ajadas, denotaban antes al hacendado comido por el fisco, o al comisionista de guanos, que al dado a estudios de profesión liberal o académica. ¿No sería padre o tío materno de algún opositor provinciano?
Y Sigüenza se lo preguntó. Y el nuevo, sonriéndole, le dijo que no era el padre ni tío, precisamente materno, de ningún opositor, sino el mismo opositor en persona, casado y con cuatro de familia.
-¿Y viene usted de muy lejos?
Le repuso el otro que de Escalona, en borrico, y con un mal de ijada que no tenía bastante mano para sepultarse el puño en el sitio del dolor.
-¡Bien merece -profirió Sigüenza-, bien merece usted fortuna, y que salga de aquí tan juez como yo quisiera marcharme, que también tengo en Levante un hogar con mujer y con hijas, y padres viejos que no descansan pensando en mi vida! Y puesto que de todos somos los más lugareños y necesitados, animémonos y seamos también verdaderamente camaradas. ¡Quién sabe si algún día hemos de hallarnos de magistrados muy orondos en la Audiencia de Castellón de la Plana o de Segovia!
Sonriose el señor de Escalona, pero en su profunda mirada había un brillo húmedo de lágrimas.
Y el levantino y el castellano se dieron los brazos, y se quisieron, y se notaron fuertes, corroborados por la dulce amistad.
Pero sonaron los timbres de la sala de oposiciones, y el señor de Escalona suspiró:
-¡Ay, Sigüenza!
Sigüenza le golpeó alegremente los hombros, riéndose como un buen meridional.
Todos se le quedaron mirando. Y Sigüenza, escondiendo su apocamiento y susto, profirió en bromas:
-¡Cómo, mi querido magistrado! ¿Volvemos a la desconfianza y mohína?
-¡Ay, Sigüenza -dijo el de Escalona-, es que quiero que sepa que para venir a oposiciones empeñé un olivar de mi mujer; lo último que nos quedaba; y si no salgo hecho juez de esta casa, mis negruras y el mal de ijada acabarán conmigo!
Algo le consoló de estas tristezas el levantino, contándole de lo suyo, y con estos coloquios llegaron al salón, en cuyos quiciales se enjambraba la juventud de tal manera, que recordaba las rudas y hermosas comparanzas que hace el padre Homero de los combatientes en la Ilíada.
Para estos exámenes no se daba cartel o programa de estudios, y el pobre opositor, cuando hundía su mano en las bolsas de los temas, palpaba de verdad toda, toda la ciencia jurídica hecha cedulillas o papeletas.
Sigüenza le preguntó al castellano si lo sabía todo. Y el de Escalona palideció:
-¡Y quién sabe lo que es todo!
Otro camarada de al lado le oyó y se fijó en sus ropas recias de palmilla de Cuenca. Ese buen hombre del jumento no debía saber ninguna lindeza jurídica; a lo sumo retendría algo de los códigos, tan gordos y ásperos como sus pantalones.
Sigüenza y el de Escalona, sencillos y medrosos, contemplaron el estrado del tribunal. Había once varones solemnes. Allí estaba don Manuel García Prieto, entonces nada más abogado, aunque de mucha autoridad, fino, gentil, muy grato para el levantino, porque supo que residía en un palacio de hermosa y elegante rudeza de casa suiza; allí también se veía al señor don Ismael Calvo y Madroño, cuyo segundo apellido le presentaba a Sigüenza la brava simplicidad de un bosque con los arbustos encendidos de aquel fruto otoñal; allí reposaba el magistrado señor Ponce de León, ancho, lardoso, de párpados perezosos y oblicuos; parecía un mandarín con levita un poco estrecha; y otros que no pudo ver porque le llamaron a la tribuna.
Subió Sigüenza. Desdobló la primera papeleta de los temas de su suerte. ¡Oh malaventura! Y leyó: Policía de Abastos. ¡Señor!, ¿qué sería Policía de Abastos?... Y el señor Ponce de León por una rendija de sus párpados le miraba, le miraba insaciablemente.
El señor de Escalona y el señor Sigüenza retornaron vencidos a sus hogares.
Años después, tocole al levantino ser jurado en la Audiencia de su provincia.
En la húmeda y fosca entrada del viejo casón de la Justicia hacían corros unos hombres lugareños, mudados, muy humildes. Fumaban, hablando de sequía, de sementera, de mulas de labranza, de diputados de su distrito.
Si alguno intentaba subir la decrépita escalera, un ujier menudo, trasijado, con botas de paño, grandes, dobladas, siniestras, de difunto, y la casaca raída, calva, demasiado holgada, de difunto también, decía que estaba prohibido hasta que llamasen.
Después, ya en el estrado, un licenciadito con toga flamante, y el birrete ladeado a lo lindo, les dijo a los señores jurados que «por las conquistas del Derecho moderno», ellos eran los «mantenedores de la sociedad»; «les estaba encomendada una augusta, una sagrada misión», y les llamó sacerdotes. Los jurados, sorprendidos, miraban al ujier, que no les dejó pasar de la escalera.
Todo se lo escribió Sigüenza a su amigo el señor de Escalona. Y acababa la carta de esta guisa:
«A estas horas, amigo mío, ya habrá sido usted jurado en su Audiencia castellana, como yo lo fui ha pocos días en la de mi ciudad. ¡Y quién duda de que, al sentarse para administrar justicia y después de ver ujieres y curiales y de oír las maravillas de los abogados, no se le hayan renovado las memorias de nuestras oposiciones! ¿Y para esto nos afanamos, y sufrimos, y empeñamos nuestra pobre hacienda? Pero no nos pese. Alcemos los hombros y bendigamos la vida, que nos ha permitido colaborar en un capítulo de la Historia de España...».
1907.
(Enseñanza)
Pasaba ya el tren por la llanada de la huerta de Orihuela. Se iban deslizando, desplegándose hacia atrás, los cáñamos, altos, apretados, obscuros; los naranjos tupidos; las sendas entre ribazos verdes; las barracas de escombro encalado y techos de «mantos» apoyándose en leños sin dolar, todavía con la hermosa rudeza de árboles vivos; los caminos angostos, y a lo lejos la carreta con su carga de verdura olorosa; a la sombra de un olmo, dos vacas cortezosas de estiércol, echadas en la tierra, roznando cañas tiernas de maíz; las sierras rapadas, que entran su costillaje de roca viva, yerma, hasta la húmeda blandura de los bancales, y luego se apartan con las faldas ensangrentadas por los sequeros de ñoras; un trozo de río con un viejo molino rodeado de patos; una espesura de chopos, de moreras; una palma solitaria; una ermita con su cruz votiva, grande y negra, clavada en el hastial; humo azul de márgenes quemadas; una acequia ancha; dos hortelanos en zaragüelles, espadando el cáñamo con la agramadera; naranjales, panizos; otra vez el río, y en el fondo, sobre el lomo de un monte, el Seminario, largo, tendido, blanco, coronado de espadañas; y bajo, en la ladera, comienza la ciudad, de la que suben torres y cúpulas rojas, claras, azules, morenas, de las parroquias, de la catedral, de los monasterios; y, a la derecha, apartado y reposando en la sierra, obscuro, macizo, enorme, con su campanario cuadrado como un torreón, cuya cornisa descansa en las espaldas de unos hombrecitos monstruosos, sus gárgolas, sus buhardas y luceras, aparece el Colegio de Santo Domingo de los Padres Jesuitas.
Sobre la huerta, sobre el río y el poblado se tendía una niebla delgada y azul. Y el paisaje daba un olor pesado y caliente de estiércol y de establos, un olor fresco de riego, un olor agudo, hediondo, de las pozas de cáñamo, un olor áspero de cáñamo seco en almiares cónicos.
Sigüenza contemplaba la tarde, angustiado, enfermo de tristeza, una tristeza tan acerba, tan densa, que le parecía que no era sólo un sentimiento suyo, sino que tenía una realidad propia, separada, grande, más fuerte que nuestra alma; la tristeza se le incorporaba de todo lo que veía, porque la vega, sus humos, sus árboles, los montes y el cielo, todo estaba hecho, cuajado de tristeza; la misma que le oprimía siendo chiquito, cuando, vestido de uniforme de colegial, salía con su brigada, la de los pequeños, por aquellas sendas, aguardando el paso del tren, un tren que le traía tantas memorias alegres, que aun le entristecía más que el paisaje y el regreso al Colegio de Santo Domingo.
Y Sigüenza volviose a un hidalgo, camarada de viaje, que llevaba a su hijo para ponerlo interno en los Jesuitas, y moderadamente le confesó algo de sus recuerdos de convictorio.
El hidalgo le interrumpió:
-¿Y no volvería usted a esos años? ¿No le parece a usted que es una tristeza muy sabrosa la de la niñez de colegio? ¿Que no? ¡Pues cómo! ¿Que si tuviese usted hijos no los traería donde usted estuvo?
Sigüenza dijo que no. Si esa tristeza es gustosa lo será únicamente para los grandes; pero la de los niños es seca y helada, sin ese perfume de la lejanía. Cuando él estaba en Santo Domingo envidiaba la vida ancha y libre de un herrero cercano, cuyos cantos y el martilleo de su forja penetraban alborozadamente por todas las ventanas, invadiendo el silencio de los estudios; envidiaba a un señor Rebollo, mercader de chocolates elaborados a brazo, y al pasar por su portal todos los colegiales se miraban, recogiendo con delicia el rumor del rodillo y el tibio aroma del cacao; envidiaba a los hombres que estaban sentados a la orilla del río fumando y mirando las burbujas de la corriente; envidiaba a un cochero que iba a la estación restallando la tralla, que sonaba como un cohete de fiesta, piropeando a gritos a las huertanas, y se imaginaba que ese hombre estaba hecho de la santa emoción de todos los hogares, porque en su vetusto coche llegaban casi todos los padres de los internos. Le llamaban Arrancapinos, apodo maravilloso, legendario, pintado sobre la portezuela con letras muy recias de color de cinabrio, rodeando una figura como un mico tirando del ramaje. Y mientras traducía por la noche los quince versos de la Eneida, señalados con la huella de la uña, Arrancapinos pasaba gloriosamente como un Esplandián o un Amadís por las páginas del Diccionario y del texto, que se transformaban en un pinar centenario, rumoroso, fragante, encantado.
-Y eso ¿qué importa? -decía el hidalgo-. ¿Qué tiene que ver eso con dar crianza, con educar a los hijos? ¿Usted tiene hijos? ¡Ah, vamos! ¿Que tiene usted dos hijas? Pues perdóneme, pero, creo que debe usted malcriarlas. ¿Que sí que las malcría? ¿Que sí, dice usted que sí? ¡Hombre, por Dios!
Sí. Acaso Sigüenza malcriaba a sus hijas, según algunos pareceres, y era porque cuando estaban enfermitas recordaba las veces que para reprimir algún antojo de las pobres criaturas les había hablado con aspereza, y Sigüenza, arrepentido, prometiose no hacerlo más...
-Eso -gritó el hidalgo- estaba remediado llevándolas internas a un colegio de mucha severidad.
-¡Internas! ¡Nunca!
El padre del colegial indignose hasta enrojecérsele toda su rolliza cara de hacendado de la provincia de Alicante.
Llegaron a Orihuela, y en el coche hasta la fonda, y después, mientras cenaban, siguieron platicando de lo mismo.
Sigüenza le dijo:
-¡Si hubiese conocido usted al señor Cuenca!
-¿Quién es ese señor?
-En los colegios de los Jesuitas hablan de «usted» y tratan de «señor» a todos los educandos, aunque sean muy chiquitines. Ya sé que lo sabe. Yo entré a los ocho años en Santo Domingo, y me pasmaba tanto «usted» y tanto «señor» en boca de aquellos sabios sacerdotes gravísimos con gafas relucientes, cuando en mi casa me tuteaban las criadas; pero todavía me maravillaba más que se lo dijesen a un rapazuelo que estaba a mi lado; yo traía pantalones largos, pero los de mi vecino eran cortos y llevaba medias. Es que era mucho menor que yo: delgadito, pálido, muy triste, distraído; las manitas siempre manchadas de tinta; las cintas del calzoncillo y los cordones de las botas desceñidos y colgando. Se llamaba Cuenca. Pero ya sabe que allí se le decía señor Cuenca. «¡Señor Cuenca, señor Cuenca!», pronunciaba seco, imponente, el Hermano Inspector. Yo miraba a mi compañero, que tenía la cabecita hundida entre sus brazos, cruzados sobre el pupitre. Y el Inspector murmuraba: «Señor Sigüenza, sacuda al señor Cuenca, que está durmiendo». Yo le despertaba. El señor Cuenca abría sus grandes ojos, velados de tristeza y de sueño; mirábame pasmado, se desperezaba y sonreía, perdonándome. Tronaba la voz del Hermano. Y el señor Cuenca alzaba los hombros y me preguntaba: «Pero ¿qué dice el Hermano?».- «Pues dice que te pongas de rodillas».- «¡De rodillas! ¿Para qué?».
El señor Cuenca se arrodillaba.- «Señor Cuenca, señor Cuenca, tendrá usted una mala nota en aliño; ¿no ve usted que se le caen las medias?».
Casi siempre había yo de subírselas; eran unas calzas de lana gorda y blanca, hechas en su casa manchega por las manos del ama del señor Cuenca; y había yo de ceñírselas, que el señor Cuenca no sabía hacerse la lazada de las ataderas. Al lado del señor Cuenca creíame yo un hombre grande, protector, y le sonreía paternalmente...
Vino la semana de Ejercicios Espirituales. La pasábamos sin hablar, haciendo examen de conciencia, oyendo pláticas sobre el Pecado, la Muerte, el Infierno, el Purgatorio, la Salvación... Las ventanas de la capilla estaban entonces casi cerradas; el altar, todo colgado de negro. Cuando cantábamos el «¡Perdón... oh... oh, Dios mío!», gritábamos desesperadamente, no sólo porque implorásemos la gracia con encendido ahínco, sino también por vengarnos de nuestro silencio... Y el señor Cuenca no cantaba; cerraba los ojos y doblaba su cabecita, descansándola en mi hombro izquierdo. Yo le decía: -«¡Te advierto que nos van a castigar a los dos!».- Y el señor Cuenca sonreía sin mirarme. Estaba muy blanco, con dos arruguitas junto a los labios, como si fuese a sollozar, y murmuraba: -«¡Me duele más la frente!».
El último día de Ejercicios, en vez del señor Cuenca se puso a mi lado otro niño gordo, colorado, quieto y muy devoto. Yo le pregunté: «¿Y Cuenca? Tú, ¿dónde está Cuenca?». Pero esa criatura ni me contestó. En el recreo le pedí permiso al Hermano para hablarle, y no quiso otorgármelo. Y acabada la semana de silencio, cuando todos los colegiales prorrumpieron en su primer grito libre, expansivo, gozoso, corrí al lado del Inspector y le pregunté por el señor Cuenca. «¿Todavía no sabe que preguntar es una grave falta? No lo vuelva a hacer», me dijo.
Me aparté mohíno y humillado, pensando en el señor Cuenca. ¿Por qué no estaba ya con nosotros aquel niño pálido, chiquitín, dulce y mustio que cuando sonreía daba más lástima que si llorase?... ¿Dónde estaría mi camarada con sus pantaloncitos color de oliva y sus medias blancas, flojas, rugosas, que no sabía atarse y estaban implorando las manos de la madre, o siquiera las del ama del señor Cuenca?
...Pasados dos días, después del primer recreo de la tarde, no fuimos a los estudios, sino al dormitorio, y al entrar en las camarillas ordenó el Inspector: -«Uniforme de gala, abrigos y gorra».
Nos vestimos pasmados. ¿Dónde iríamos con ese traje siendo miércoles?
Bajamos a los claustros. ¡Señor, qué pasaría! ¿Es que llegaría el Reverendo Padre Provincial? ¡Sí, sí; el Padre Provincial sería, que acaso nos concediese en memoria de su visita alguna fiesta, una comida extraordinaria en el campo!... ¡Y el señor Cuenca que no estaba! ¡Tanto como nos divertiríamos! Pero ¿dónde estaba Cuenca?
Entramos en la iglesia. Y me estremecí angustiadamente. El cabello y las sienes me sudaban un hielo derretido.
En el presbiterio había un ataúd estrecho, blanco, rodeado de cirios, y dentro de la caja, muy amarillo y muy largo, vi al pobre señor Cuenca, que me sonrió, ¡a mí me sonrió, lo juro!, y me sonreía como mostrándome sus pantaloncitos largos del uniforme de gala.
El padre del colegial encendió un cigarro; envolviose de humo y murmuró tosiendo:
-Es falta de cuidado; éste -y señalaba a su hijo avanzando la barba-, éste no ha llevado nunca botas de cordones, sino de las otras, todas de una pieza, con elásticos y calcetines, y en los calzoncillos botones... ¿verdad, tú?
1908.
(Revolución)
Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios grandes, amarillos y decrépitos: el Hospital y el Hospicio. Es que en muchos pueblos, los casones viejos, opresores, húmedos son para las criaturas frágiles, doloridas y tristes. También suele suceder que una catedral venerable sirva de alojamiento de un escuadrón de caballería.
Las callejas angostas, cercanas a ese paseo de las afueras, llevan el nombre de un poeta, porque un día el Cabildo siente una lírica exaltación y decide glorificar a un peregrino ingenio escribiendo su nombre en el ladrillo, en el rótulo de una esquina. Es costoso el hallazgo de la calle porque todas ostentan el apellido glorioso de un corregidor, de un político o de un general. Por fortuna, la Naturaleza es conciliadora: hay en los extremos del pueblo una callecita que se llama la «Calle del Aire» o «Calle del Árbol», y se quita el Aire o el Árbol y lo sustituye Fray Luis de León o Garcilaso. Pero los vecinos y aun los bandos y pragmáticas municipales siguen diciendo «calle del Aire o del Árbol».
Era aquel paseo el de las familias enlutadas, de los hidalgos viejecitos y aburridos, de los lisiados y enfermos. Y cuando se cruzaban los solitarios quedábanse mirando, y volvían la cabeza para mirarse más. «Este pobre también lleva luto, o tiene la color de las enfermedades». Y diciéndolo repasaban las malaventuras suyas.
Junto al paseo comienzan los campos sembrados, las morenas tierras de labranza, los jugosos terciopelos de las alfalfas regadas por una noria cuyo gemido de cansancio penetra en el silencio de toda la tarde. Sube un ciprés al lado de una masía. Lejos ondulan las montañas.
El paseo recibe la emoción resignada y buena de este paisaje.
Estos paisajes que vemos desde el término de las ciudades envían siempre a Sigüenza una promesa bienhechora de holgura íntima, un ansia de recogerse, y le dejan también la duda de si no sabríamos hallar esos bienes aunque nos entrásemos en el gustoso apartamiento.
...Aquel paseo era como una hacienda abandonada de algunos nobles señores va muertos; la heredad de los rancios y graves hidalgos de 1835 o 1840. Entonces no habría otro lugar donde solazarse, porque la ribera del mar, ahora con frescos macizos de jardinería inglesa, con el bullicio y elegancia de las grandes avenidas, y terrazas y marquesinas de hoteles, estaba en otro tiempo silenciosa y cegada por viejas murallas.
El paseo ha ido envejeciendo y despoblándose. Cuando el hombre progresa abandona los gustos y lugares que cuidó y quiso otra generación. Y parece que los lugares preteridos empiezan a depurarse en el abandono, llegan a categoría de «monumentos», de fondo y grandeza de emoción, cuando se quedan a la espalda de las gentes. Unas figuritas de viejos caballeros que todavía los frecuenten nos parecerán de un arcaico grabado en madera. Las perfecciones de los hombres futuros les permitirán descubrir las hermosuras de hogaño, escondidas para nosotros. Todo se va iluminando y enlazando serenamente, aunque los pensadores brillantes separen, fragmenten la vida como si aserrasen un árbol.
...A Sigüenza le interesaban cordialmente dos viejecitos del olvidado paseo. Era casi seguro que creyesen al mundo en el terrible trance de la condenación, sin culpa de ellos. Volvían los ojos a la ciudad, dorada y magnificada por el crepúsculo, y murmuraban compadecidos: «¡Está perdida; todo se ha vuelto farsa, lujo y pecado!». Imaginaban que sus hijos, o por lo menos sus nietos, llegados a sus años, tan sólo podrían pisar los ardientes escombros del pobre pueblo.
Y el pobre pueblo no ardía ni se condenaba.
Entrambos viejecitos son calmosos; tienen el bigote lacio, de una blancura tostada por el humo del cigarrito, un cigarrito muy flaco. Su vientre hace la misma curva; traen puños sin lustre, con gemelos anchos de monedas de plata; el cuello, redondo y cerrado, de eclesiástico; la corbata, marchita, de cuadros, semejante a un tapete de mesa de camilla que Sigüenza ha visto en la casa de un señor como estos señores; las botas, de gafas, que son muy fáciles de abrochar, y el pantalón les hace las mismas blandas arrugas. Uno vestía de luto; el otro, de color de tierra; pero no importaba, porque las ropas de los dos viejecitos parecían iguales.