Los pies y los zapatos de Enriqueta - Gabriel Miró - E-Book

Los pies y los zapatos de Enriqueta E-Book

Gabriel Miró

0,0

Beschreibung

Los pies y los zapatos de Enriqueta es una novela de corte costumbrista del escritor Gabriel Miró. Se articula en torno a una historia de amor frustrado con el pueblo de Boraida como telón de fondo, excusa que el autor usa para volver a desglosar los problemas sociales de su época en el entorno rural.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 56

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gabriel Miró

Los pies y los zapatos de Enriqueta

 

Saga

Los pies y los zapatos de Enriqueta

 

Copyright © 1934, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726508918

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A Germán Bernácer

- I -

La abuela

Cuando Mari-Rosario salió al portal, temblole gozosamente el corazón viendo dos rapaces que llegaban.

Eran sus dos nietos, Martinico y Sarieta de su hijo Martín.

Un año había estado sin verles; ahora en Pascuas se cumplía. Jurole la nuera, la noche de la última pendencia, que ni las criaturas habían de venir.

¿Es que se los mandaría su hijo a hurto de aquella sierpe de mujer?

Y los llamó:

-Martinico, Sarieta: ¿os mandó el padre a casa de la agüela, o venís por vuestro antojo?

Los muchachos se pusieron a cavar la tierra con una raíz de enebro, para enterrar una langosta viva que traían colgada de un esparto verde.

-Martinico, Sarieta: ¿que no besáis a la agüela?

Entonces ya tuvieron que levantarse los nietos, y fueron acercándose muy despacito, mirando un pájaro que cruzaba la desolación de la rambla.

Mari-Rosario reparó en sus delantales cortezosos de mantillo de muladar y de caldo de almazara.

-¿Cómo no os mudaron hoy, día de Nadal? ¡Así fuisteis a la Parroquia!... ¿Qué os dijo el padre?

Martinico y Sarieta se contemplaron riéndose, como hacían cuando mosén Antonio, sentado en el ruejo del ejido, les llamaba para que no se apedreasen, y ellos se reían sin querer.

-¿Qué os dijo el padre?

Martinico levantó su cabeza albina y esquilada, y gritó:

-¡Que pidiésemos aguinaldos!

Después la abuela, tomando a los chicos de las manos, los pasó a la casa para darles las toñas de miel y piñones tostados. Se había levantado de madrugada para cocerlas; ¡así estaban de tiernas y olorosas! Ni siquiera las cató, que primero habían de comerlas los nietos. Prometiose enviárselas, con los dineros de la alcancía que guardaba, por mediación de un cabrero. Ya no era menester. Y en tanto que bajaba de lo más escondido de la alacena la hucha de barro, les preguntó:

-¿Y vuestra madre, os habla de la agüela?

-A nosotros, no siñora -repuso Sarieta devorando la torta.

Y el hermano, que ya no le quedaba y estaba mirando la ajena, la contradijo:

-¿Que no habla la madre de la agüela? Pos sí siñora que habla; ella y el padre; y disen que por qué no había de darles el arca de ropa que tiene que era del agüelo.

-No se lo crea, que todo es embuste para congrasiarse; y ahora se reconcome porque entoavía me queda la metad.

-¿Que es embuste?

-¡Anda, tragaldabas!

-Y tú, que aún han de mocarte, y ya te pierdes en los hatos con los hombres...

-¡¡Martinico!! -gritó la abuela, pálida de vergüenza y pesadumbre.

-¡Rabia! -murmuraba con fisga la rapaza.

-¡En saliendo te esclafo la cara!

-¡Martinico! ¡Sarieta! -clamó asustada la pobre mujer-. ¿Ésta es la crianza que os dieron?

¿Así os queréis de hermanos?

Pero, el nieto, agarrando la alcancía, salió huyendo, perseguido de la hermana, y no escuchaban quejas, razones ni mandados de la abuela. Ni se volvieron a mirarla.

Mucho tiempo estuvo inmóvil la figurita de Mari-Rosario.

Todos los campos aparecían desiertos, llenos de sol. De un confín de sierras azules, delgadas y desnudas, llegaba un remusguillo helado atravesando la templanza de la llanura. El paisaje era rudo y seco: hazas encendidas, tierras oliveras, leguas de barbecho y vinal. Cerca de las pardas masías, en cuyo dintel cuelgan los horcos de pimientos crispados, una palmera movía su ramaje lentamente sobre el cielo. Un macizo de cañas pedía de beber junto a una noria vieja y negra. A un lado de la ancha rambla asomaba el pueblo. Subía la torre morena y remendada, y en cada lucera, se recortaba un trozo de júbilo de azul.

Martinico y Sarieta hicieron paces para seguir a dos húngaros que encontraron en el barranco.

La abuela, viéndolos avenidos, entrose en la casa; amasó el salvado de las gallinas, y después, pasó llorando la mañana de Navidad.

En el pinar, alborotaban los grajos.

- II -

Los húngaros

Eran los húngaros de una tribu de maravillosos lañadores y caldereros, llegada al lugar en víspera de fiestas. Todos traían ropas muy vistosas, con enormes botones de plata afiligranada, chambergos velludos de ancha falda, cabelleras negras y untuosas de nazareno, calzado alto y recio hasta el hinojo, donde desbordaba el plegoso pantalón. Las mujeres llevaban sartales de onzas y dijecicos de vidrio y coral, y sayas, almillas y jubones de muchos y vivos colores. Parecían vestidos para salir a la comedia, según dijeron los lugareños, hombres sosegados que usaban alpargata y lienzo enjuto y obscuro.

Colgaron los húngaros sus tiendas en las tapias de los últimos corrales del pueblo. Cocían la comida en anafes con garabato monstruoso; se acostaban en colchones de crin; bañaban a sus hijos chiquitos en barreños y después los ungían de grasa que se acortezaba al sol; tenían fragua y martillos ciclópeos; cantaban con alaridos, y por las noches, delante de los tendales, ardían las hogueras, y sobre su fondo de llamas o de brasas se veía pasar, lentos y siniestros, dos perros cruzados de lobos.

Los labriegos, los cabreros, los leñadores que retornaban de la faena; los caballeros hacendados que volvían de sus heredades, los artesanos, las mujeres, las señoras, el juez, el notario, el párroco, todos se paraban a ver estos nómadas, que sonreían con dulce insolencia el pasmo y contemplación de aquellas buenas gentes.

Salía de la lumbre un humo oloroso de tasajos y suculencia. Y campesinos y señores se confesaban que el guiso de los húngaros parecía mejor y de más abundancia que el companaje de los humildes y la olla de los hidalgos del lugar.

Alguna vez, del ruedo de los aventureros o del fondo de los ranchos, surgía y se allegaba a los que estaban mirándoles, un húngaro muy grande, tocado con un gorro de felpa verde; su tabardo resplandecía de labrados botones, redondos, descomunales y convexos como las rodelas de los pechos de Minerva; sus dientes semejaban de nieve entre el encendido fuego de sus labios y la fronda negra de la barba fina, tendida, de caballero antiguo y delicado; su diestra trababa por el medio una vara rubia y alta con prolongado puño de orificia, y el cuento, también de oro.