Mis filosofías - Amado Nervo - E-Book

Mis filosofías E-Book

Amado Nervo

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Beschreibung

"Mis filosofías" (1912) es una recopilación de reflexiones filosóficas de Amado Nervo sobre temas tan dispares como el amor, la muerte, el ateísmo, la amabilidad o el aburrimiento. Los textos se presentan en forma de relatos breves o poemas en prosa, divididos en dos partes: "Filosofando" y "Diálogos hipotéticos". -

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Amado Nervo

Mis filosofías

Al partir — El contagio de la vida La risa Mi amigo el ateo, etc...

Saga

Mis filosofías

 

Copyright © 1912, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726679885

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRIMERA PARTE

FILOSOFANDO

I AL PARTIR

Ha llegado el momento de partir y nuestro viajero piensa en liquidar sus cuentas.

Ante todo la del hotel: tantos días á tanto diario, hacen tanto; más algunos extras que él ya sabe, total, tanto... Pero si hasta aquí se trata de cantidades previstas, ahora hay que entrar en un terreno absolutamente indefinido, terrible, implacable: el terreno de las propinas.

— Vaya — dice el viajero, — procuremos hacer un cálculo aproximado.

En primer lugar, está el muchacho del ascensor. Cierto que, como yo vivía en el primer piso, nunca hice uso del aparato; pero ello no es culpa del chico. Él estaba allí para que yo subiera. Que no subí. ¿Es esta una razón para defraudarlo? Pude subir, en ocho días, ocho veces como mínimum. Pongamos á veinticinco céntimos el día, y nos resultan dos francos.

Viene en seguida el portero. Jamás me sirvió para nada; pero invariablemente al subir yo la escalera, se ponía de pie. En ocho días este portero lleno de cortesía se ha puesto de pie lo menos veinticuatro veces. ¿Cuánto vale eso? Calculemos á diez céntimos cada puesta de pie y contando veinticinco — una más, porque, sin duda, se pondrá aún dé pie al recibir la propina — démosle dos francos cincuenta.

Siguen las doncellas ó camareras.

Una hay que me ha hecho mi habitación, y á esa, claro, fuerza es darle, por lo menos, un franco diario. Pero de las otras dos, que encontraba yo invariablemente en el corredor, la una me decía siempre: Bonjour, monsieur, y la otra añadía: Il fait beau, ó bien: Il fait mauvais, según el tiempo.

Ustedes comprenderán que un «buenos días» afable y constante, no tiene precio. Sin embargo, intentaremos cotizarlo y le asignaremos diez céntimos. Veinticinco «buenos días» á diez céntimos, igual á dos francos cincuenta. En cuanto al Il fait beau, Il fait mauvais... aquí tenemos que establecer una pequeña diferencia.

Ciertamente, no podemos pagar igual un Il fait beau que un Il fait mauvais.

Un Il fait beau cuando os disponéis á salir del hotel, os llena el alma de luz. De antemano saboreáis las delicias del sol radioso, de la brisa fresca... Mientras que un Il fait mauvais os desalienta sobremanera. Es la lluvia, es el frio, el barro, la humedad, la tristeza...

¡Oh! Claro que la camarera no fabrica el tiempo. Ella me decía Il fait beau ó Ilfait mauvais porque, en efecto, así era. Pero yo faltaría á la lógica más elemental si pagase lo mismo el sol radioso que la lluvia insípida; la brisa fresca que el viento húmedo.

Por tanto, daremos á esta chica veinticinco céntimos por cada día claro y solo quince por cada día nublado ó lluvioso.

* * *

Al maitre d’hôtel ya le asignaremos una buena propina; pero hay un criado que me abre día á día la puerta del comedor cuando voy á salir. Y lo hace con precisión tal, que nunca me ha acontecido abrirla yo. No importa que mis salidas sean inopinadas ni que él esté sirviendo una mesa lejana. Adivina el movimiento previo con que yo me dispongo á levantarme y va hacia la puerta del comedor, que abre con movimiento ágil. Yo no puedo escatimar á este perfecto operador una buena propina. Ha abierto la puerta dieciséis veces en ocho días, y vamos á considerárselas, lo menos, á quince céntimos cada una.

¿Y el chasseur? ¿qué haremos con el chasseur? Cierto que no hemos necesitado de sus buenos oficios para recado ó comisión alguna; pero este muchacho sin par jamás dejó de sonreirnos cuando pasábamos frente á él. Jamás, ¿lo oyen ustedes? jamás.

Y su sonrisa era siempre la misma, hospitalaria, cordial, ya hiciese beau ó ya hiciese mauvais, ya lloviese, ya diluviase.

Yo bien sé que una sonrisa no tiene precio. Es privilegio tan alto, tan humano, que la bestia fiel que os ama con todas las energías de su naturaleza llena de lealtad, el perro que daría por vosotros la vida, no puede sonreiros, á menos que entendáis por sonrisa su meneo de cola. (El perro — dice Víctor Hugo — tiene su sudor en la lengua y su sonrisa en el rabo.)

No, de seguro, que una sonrisa no tiene precio; pero, en fin, puesto que aquí se trata de recompensar de alguna manera las del chasseur, démosle por cada sonrisa veinticinco céntimos, en atención á que es hombre, que si mujer fuera la que nos hubiese sonreido, habría que elevar la tarifa á cincuenta céntimos, no sin advertir que no hay dinero en el mundo con qué pagar la sonrisa de una mujer, sobre todo, de una hermosa. Es como si quisiéseis pagar una aurora, un celaje, un crepúsculo ó un arco-iris.

* * *

Después de leer esto, posiblemente pensaréis: El viajero rabia contra las propinas. Os engañáis; este viajero, no rabia en absoluto.

Paga con más gusto á quien le dice: Il fait beau, á quien se pone de pié al verle, á quien le sonríe, que á los que ejecutan duros trabajos por él.

¿Sabéis por qué? Porque los primeros le proporcionan una sensación deliciosa de chez soi, por que un Il fait beau, una sonrisa, una cara amable, en quienes os sirven, son eminentemente hospitalarios.

Aunque os cuenten lo contrario, creed que la hospitalidad en un país está, no en lo que os dan, sino en la manera de dároslo; no en lo que os sirven, sino en la manera de servíroslo.

Para mí, especialmente, los paises hospitalarios son aquellos en que todo el mundo me sonríe y en que las mujeres me miran más dulcemente, aunque sea para decirme: Il fait beau, Il fait mauvais.

II EL CONTAGIO DE LA VIDA

La humanidad vive en un perpetuo estremecimiento de terror: el terror del contagio.

Ayer la peste bubónica, hoy el cólera, mañana la fiebre tifoidea.

La Edad Media transcurrió entre dos luchas: la lucha contra los « infieles » y la lucha contra la lepra.

En la época actual, apenas se vence un microbio cuando aparece otro. Vamos de la profilaxis al contagio y de este á aquella, en un perpetuo vaivén.

Tal estado de vibración angustiosa, de temor incesante, subleva á veces el invencible sentimiento de justicia que llevamos en el alma.

«La Naturaleza es cruel — exclamamos — la vida es madrastra.» «Se diría que un poder oculto ha jurado guerra á muerte á la humanidad».

Pero los injustos somos nosotros al hablar así; porque si tenemos presente á todas horas el « contagio de la muerte », nos olvidamos en cambio del universal, del todopoderoso « contagio de la vida »...

No advertimos, ciegos, que la vida, la salud, la alegría brotan á raudales en derredor nuestro; que no podemos salir á la calle ni conversar con nuestros semejantes ni recibirla luz del sol, sin que este irresistible contagio nos haga presa suya.

Observad al enfermo, especialmente al neurasténico. Sale de su casa maldiciendo de todo porque todo le parece conjurarse contra él. El mundo es negro, el porvenir está preñado de tormentas. Físicamente le duele desde la planta de los pies hasta la raíz de los cabellos…..

Pero en la calle encuentra á un amigo que está sano, que ríe, que ama la existencia. ¿Qué va á resultar del encuentro de aquel rayo de luz y de aquella mancha de sombra?

¡Vencerá « siempre » la luz!

El sano contagiará con su alegría al enfermo.

« Jamás » el enfermo entristecerá al sano.

Y esto acontece en todos los momentos de nuestra vida, sin que lo advirtamos. Nada hay tan contagioso como el optimismo. Vivir con un amigo optimista es encontrar la clave de la felicidad.

El llanto de los otros suele hacernos llorar, pero la risa de los otros, invariablemente, irremisiblemente, nos hará reir.

¡Qué contagiosa es la risa, decimos, qué contagioso es el buen humor!

¡Ciertamente! como es contagiosa la luz, como es contagiosa la confianza, como es contagiosa la fé, como son contagiosos la esperanza, el entusiasmo, el amor…..

Estamos tristes, pero al trasponer los umbrales de nuestra morada, un rayo de sol matinal, que es un hervidero de átomos, una vía láctea minúscula en turbulento torbellino de vida, nos dice « ¡buenos días! » Y en aquel mismo instante sentimos desvanecerse todas las preocupaciones, resolverse todos los problemas, abrirse todos los caminos.

¡Cómo es posible temer y sufrir y llorar cuando el cielo está azul, y el día es oro purísimo, y la naturaleza parece en éxtasis ante el sol, y el agua canta, y el aire dice sus misteriosas estrofas aladas!

— ¡Vivid! — exclaman las cosas todas en concierto divino. — ¡Vivid, no tengáis miedo!

« La Naturaleza sabe « el gran secreto » y, sin embargo, sonríe»...

Pero nosotros, ingratos, olvidamos este contagio, este supremo contagio de vida, que surge borbotando hasta de las piedras, y que realiza en un solo instante más curaciones que todos los médicos y todas las drogas y todas las plegarias.....

Olvidamos que por cada hombre que pasa á otro su enfermedad, hay cien que van « pegándonos » su energía, su júbilo, sus convicciones robustas y hasta la elasticidad de sus músculos, cuando nos animan á marchar con ellos, y hasta la limpidez de sus ojos, cuando miran con nosotros el cielo....

¿Pues y la influencia milagrosa de la mujer que amamos, su facultad de disipar con santos sortilegios las sombras que nos asaltan?

No hablemos, no pensemos, no discutamos, por tanto, sino de un contagio: el de la vida, y dejemos pasar á la muerte; su espada no ha de herirnos, mientras nosotros no doblemos resignados la cerviz...

Y aun entonces, ¡quién sabe! ¡quién sabe!

III LA RISA

Pronto llegará el día en que un actor trágico sea tan raro como un mastodonte ó un... cuervo nacar.

Nuestros nietos no querrán creer que ha existido.

¡Cómo I dirán. ¡Pues qué! ¿en la época más triste del mundo, en que se - producía tan desconcertadora conflagración de ideas, de antítesis morales, de sentimientos; en el período de transición más penoso por que haya atravesado el planeta, había, como si no bastaran la tristeza y la angustia unánimes, seres destinados á entristecer y angustiar á la humanidad, periódicamente?

¡Y ese arte de entristecer y de angustira llegó á producir individuos excepcionales que se llamaban Taima, Rachel, Adrienne Lecouvreur, Adelaida Ristori, Sarah Bernhardt, y hasta un señor Mounet Sully, que gritaba y gesticulaba mucho, y otro señor de Max, que era la caricatura del señor Mounet Sully!

¡Y esos señores y señoras cuyo oficio consistía únicamente en hacer llorar con representaciones y símbolos antiguos, con fábulas y mitos generalmente griegos, eran bien pagados, solían enriquecerse, sentían que oreaba su alma la admiración universal y morían satisfechos de haber estrujado los espíritus con el horror de catástrofes imaginarias y de haber exprimido de millones de ojos, vanamente, el divino tesoro de las lágrimas!

¡Y en cambio, otros seres destinados á hacer fructificar la risa, á hacer brotar la carcajada: — la risa, que nos distingue de los animales, la carcajada, que se llamó olímpica por haber sido privilegio de los dioses soberanos que vivían su eternidad en la sagrada montaña, — eran considerados como artistas de menor cuantía y pospuestos y supeditados á los primeros, á los que solo sabían hacer llorar!

Y nuestros nietos, para quienes el concepto del arte será muy distinto del nuestro, por que nada hay más efímero y variable que el concepto del arte, se quedarán pensativos al considerar tales sucesos extraños.

Ahora, en cambio, hay quien se sorprende de que un Maurice Donnay pertenezca á la Academia Francesa (como Lavedán) después de haber pasado por el Chat-Noir donde recitaba poemillas alegres, á veces demasiado verdes……

Pero nuestros nietos, que, de todos los antiguos, al que comprenderán y estimarán mejor será á Aristófanes, no se sorprenderán de esto, ni mucho menos.

Entonces ya nadie se acordará de los celos del moro de Venecia, pero en cambio se representarán en todos los teatros las divinas bufonadas de Shakespeare y de Molière.

Debo advertir que como nuestros nietos habrán resuelto los problemas en que ahora nos ahogamos como una mosca en un vaso de agua, la alegría primordial, la alegría pánica, la que movía rítmicamente en los bosques del archipiélago las piernas de las ninfas y las pezuñas de los faunos amables, se habrá enseñoreado otra vez del mundo, por que la humanidad es medularmente jovial, tanto, que resistió á mil años de Edad Media, es decir, de desaseo, de oscuridad y de superstición; tanto, que se ha sobrepuesto á todos los profetas de dolor, y ha acertado á poner su risa en medio de las mayores catástrofes y su ridículo en todas las sublimidades trágicas.

Si de alguna manera se definiese aún al hombre, á pesar de todas las definiciones que sobre él han caído como aguacero logomáquico, nosotros lo definiríamos: un animal irónico, ó un animal que ríe. Es su prerrogativa, su celeste prerrogativa, y el que ha intentado impedirla, ha falseado los más nobles impulsos de la naturaleza humana.

Yo dije en La bermana agua:

Lleva cantando el traje con que el Señor te viste,

y no estés triste nunca, que es pecado estar triste.

Y en efecto, encuentro que estar triste es el pecado mayor; y veo con un placer inefable, cómo la humanidad torna suavemente al esplendor de la edad griega, cómo priva otra vez cuanto es gracia, ingenio, epigrama, agilidad de espíritu: cómo nos vamos riendo de todas las indigestas filosofías, cómo encontramos ridículos á los hombres serios; y cómo, á pesar de la terrible agitación de la vida moderna, nos acercamos cada día más á la santa naturaleza y aprendemos en plena intemperie á amarla y á ser serenos como ella.

— Pero ¿y el arte? diréis. ¿Y todo ese arte torturador de la Edad Media?

El arte antiguo, os responderé, no fué sino convencionalmente doloroso.

El grupo de Laoconte, la Niobe, el Toro Farnesio, no son más que bellos pretextos para dejar ver un nuevo ritmo de las formas, un nuevo alarde de la actitud ó de la anatomía. En cuanto al arte en la Edad Media, si vais á los museos especiales, al de Cluny, por ejemplo, veréis cómo asoman la risa, la bufonada y algo más aún, en las tallas de madera conventuales (especialmente en éstas), en los cuadros, en los tapices, en todas partes…… Lo demás era un arte inferior, hijo de la enfermedad y del desequilibrio, y digno de conservarse sólo por la maestría de tal ó cual pincel.

Riamos, sí, y procuremos que rían aquellos que amamos. No enmendemos la plana á la naturaleza, pretendiendo oponer á su serenidad y á su indiferencia supremas, nuestros retorcimientos histéricos, y seamos como el sabio de una reciente novela, continuador de los Darwin, de los Littré y de los Spencer, que exclamaba: