Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Plagada de la sensibilidad del autor y de constantes referencias a sus obsesiones vinculadas a la enfermedad y la muerte, Niño y grande nos presenta los recuerdos de su protagonista, Antón, en la España rural de finales del s. XIX, desde su infancia en el campo a sus estudios en un colegio religioso y su despertar a la vida adulta con sus placeres y sus miserias, su amor infantil y su amor adulto.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 127
Veröffentlichungsjahr: 2021
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Gabriel Miró
Saga
Niño y grande
Copyright © 1922, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726508895
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
«L'amour est la seule passion qui se paye d'une monnaie
qu'elle fabrique elle-même».
(Stendhal, Fragments divers, CXLV )
La hermana de Bellver
Era mi padre de los Hernando de la Mancha, linaje de labradores ricos y temerosos de Dios. Muy joven pasó a la comarca de Murcia, y allí prendose de la mujer que había de ser mi madre, que era de casa rancia y empobrecida.
Pusiéronme de nombre Antonio, pero no parece sino que la Humanidad celebró concilio cuando vine al mundo para llamarme Antón. Ilustran, también, mi cédula de nacimiento los nombres de Sebastián y Macario: aquél, para complacencia de mi padrino, Sebastián Reyes, mercader de cerdos y ovejas; y el último, porque nací el día de San Macario, pero Macario de enero, pues se sabe de otro varón Macario, santo igualmente, que la Iglesia celebra el 1.º de abril. Estos conocimientos hagiológicos se los debo a una abuela mía, que me guió y educó con grandísimo celo de piedad. Debo a la misma señora las peregrinas noticias de que nací moreno como el pan de las familias pobres; que apenas me acristianaron volviose mi carne de baza en blanca, encendida y rubia como una candela, y que lloré mis primeras lágrimas al declinar el sol, cuando su redondo filo de fuego parecía rajar la torre de una aldea lejana. Por eso, por la incertidumbre de la hora -según me dijo-, tengo distinta tonalidad en la parda color de mis pupilas, y los lóbulos de mis orejas están algo separados de los maxilares.
No barruntéis ni el más leve olor de brujería en mi abuela. Fue muy devota; limpia de alma y sana de cuerpo. Conservó vista para coser mis delantales, y blanca y cabal su dentadura hasta bien doblados los ochenta años. Habitaba, sola con su criada, una casita azul rodeada de huerto, cerca del río. Me llevaban a besarla todas las tardes, y contábame milagros de elegidos. Pensaba tanto en la muerte, que, en vida, pagó su entierro en once parroquias. Y una noche el buen río se hinchó y arrebató árboles, gallinas, cabras, barracas, la casita azul con mi abuela en su seno, y le dio ignorada sepultura sin la santa mediación de las once iglesias, cuyos párrocos afirmaron que no se explicaban lo ocurrido.
...Ya menguado y dócil el Segura, fui a su ribera, y lloré, y maldije sus aguas.
Por las noches, el croar de las ranas, que se sentía desde mi dormitorio, sonaba con bullicio de viejas que desatinadamente gritaban: parr-rro-quiá, parr-rro-quiá, parr-rro-quiá... quiá, quiá...
Yo me zabullía bajo las sábanas para librarme de sus burlas.
Nuestra casa era grande y blanca; el campo, de llanura apretada de frutales, de cáñamos y mieses. Las acequias, de quijeros muy espesos de hierbas y de agua limpia, trémula, peinada por las matas caedizas, parecían sendas estremecidas, resplandecientes y vivas. Separaban los tablares de hortal, liños de moreras anchas y jugosas; y los setos, que guardaban los generosos naranjos, eran de aromos, de cuyas ramas, me dijo mi pobre abuela, hicieron los sayones la corona de espinas del Señor.
Al lado de los corrales, seguía la barraca de la familia labradora, con su cruz de ciprés bendito, el hastial siempre encalado, y en el rudo enjalbiego caían apretadamente las lenguas llameantes de los pimientos y los dorados racimos de las mazorcas. Delante subía una parra vieja, y sobre el techo, de mantos de leños y henestrosa, bajaba, amparándola, el follaje de dos olmos, asilo de pájaros y cigarras y protección y sombra del tinado o pesebre, donde roznaban las vacas, que se volvían a mirarnos al zagal del labrador y a mí, cuando jugábamos con la becerra; y ella nos topaba, nos derribaba y lamía. La madre labradora nos avisaba los peligros, mientras le daba teta a una criatura nacida la misma mañana que la ternera, o fregaba escudillas de boj y lebrillos y cántaros en el remanso de la acequia.
Jesús, mi amigo, y yo, nos pasmábamos de que la becerra fuese ya más grande, más ágil y graciosa que su hermano.
Como el paisaje era tan liso, veíamos el tren, que pasaba por las tardes, y puso en mí la primera levadura de sueños en tierras lejanas, desde que asomaba diminuto, haciendo un gritito de pájaro cansado, y luego crecido, largo, negro, retemblando por en medio de los naranjales, hasta reducirse y perderse en un copo de humo que se elevaba sobre los caseríos, claros y menudos como granos de arroz.
-¡Ahora se va a meter dentro del sol! -le decía yo a Jesús. Es que, entonces, el sol iba cayendo como una gota enorme de sangre... y diciéndolo, me lo creía sintiendo estremecidamente que el tren horadaba el azul por el círculo abrasado.
Las mañanas de fiesta, mi madre, que siempre vestía de luto, quitábase el delantal y tocaba su rubia cabeza con mantilla fina y arcaica; mi padre poníase camisa planchada sin lustre, aunque no se mudase las ropas de pana; entonces, sus mejillas y sus manos tostadas, grandes y nobles, resaltaban como las hogazas de nuestros añacales en la blancura del mantel. Recuerdo que si no traía mi padre esa rígida camisa, ni el de Jesús su traje de paño gordo y negro y las esparteñas nuevas, no me parecía que verdaderamente fuese domingo.
Juntas las dos familias, caminábamos por las calientes sendas al humilladero. Después, en el comedor de la casa, desayunaba con nosotros el señor capellán.
Había yo recogido un mastín desorejado por las feroces manos de un lanero. Era un perro humilde y agradecido que, cuando miraba, siempre ponía los ojos mojados como si llorase; y el capellán lo aborreció, porque le pedía de la torta servida para el chocolate. Algunas veces le daba sonriéndole, pero vi que, por debajo de la mesa, pisaba y rechazaba al pobre animal. Se lo conté a mi madre, y me dijo que acaso todo me lo hiciese ver mi malquerencia, y que, si era cierto, que le perdonase. Me escondí entre las sillas, y reparé en que el sacerdote llevaba alpargatas rotas y pantalones astrosos de mendigo. Luego, sentándome, me fijé más en aquel hombre flaco, de boca como desgarrada y dientes y quijales casi saliéndosele de las encías, descoloridas y enfermas. Engullía vorazmente.
Una tarde, corriendo con mi perro, llegué cerca de la barraca del clérigo. Vivía con su madre, vieja, chepuda y sorda. El hijo estaba llorando. Me recaté para espiarles y oírles. Y supe que el señor cura lloraba de hambre.
Me fui a la heredad de mi padrino, Sebastián Reyes. Hallé a su mujer cociendo patatas para los cerdos. Mis padrinos eran hacendados. En la cámara tenían perniles y tinajas de cecina; en el corral, gallinas, conejos y cabras; y en las alacenas, huevos, roscos, arropes y miel. Le dije a la señora Leandra la miseria del capellán, y se quedó mirándome, y exclamó:
-¡Válgame nuestro Padre Jesús, con qué poca decencia habla este manifacero de un señor sacerdote!
Y de merienda diome pan y uvas agraces.
De mi casa les enviaron socorro a la vieja y su hijo; y yo le llevé un cordero añojo y blanco que tenía. Fui muy contento; me sofoqué al ofrecerle mi regalo; y cuando regresaba, pensando en el recental, me dio mucha tristeza. Me dormí llorando, y se me apagó la caridad y el amor por el cura.
...Una noche, la víspera de los Santos Reyes, yo no quería acostarme. Me contaban las criadas la llegada de los buenos Magos mientras partían nueces y almendras, y desgranaban y tostaban maíz, y preparaban harina y fundían miel para hacer nuégados y pestiños. Yo, que entonces veía a los ángeles y a la Virgen María, siendo el asombro del señor capellán -aun antes de lo del cordero-, vi esa noche a los generosos soberanos cruzar la sala y salir de mi alcoba. El rey negro iba envuelto en un manto de grana; al mirarme le relumbraron los ojos como los de un gato. Me sonrió, brillándole sus dientes tan blancos, tan fríos, que me estremecí. Miedo y alegría me hicieron gritar. Ardíanme las sienes y la frente; las venas del cuello latían hasta azotarme toda la garganta. Me acostaron. El espectro de Baltasar me aterraba; y sus manos negras, sudadas y enormes comenzaron a estrangularme. Mi padre quiso sosegarme negando y deshaciendo la dulce leyenda de los Magos. Pero Baltasar no me dejaba.
En amaneciendo vino el médico, un viejo enjuto, larguísimo, todo brazos y zancas, retorciéndose siempre. De su cara sólo se le descubría la nariz, pesada y encendida, y los ojos, grises y duros, como dos gotas de plomo congelado; lo demás se ocultaba bajo una maleza corta, apretada y áspera, que en vez de afeitarse debía segársela, como un pasto seco.
Ahora, recordando, hallo semejanza entre el médico y el capellán. ¿Tendría también hambre? Vivía solo. Hablaba tronadoramente. Me dijeron que mis padres le contestaban despacio, para que él lo imitase; y el viejo seguía voceando. Me miró; me abrió la boca. Sus manos se parecían a las del rey negro. ¡Mis últimos Magos! Luego gritó:
-¿Hay parra aquí, verdad?
-¡Parra! -exclamaron mis padres.
-¡Sí, parra, parral! ¿Dónde lo tienen?
Y desciñose de su costado el botiquín, que era como la caja mugrienta de un buhonero. Le pidieron que dijese el mal que yo padecía; y él gritó que el crup. Todos se angustiaron; hicieron oración. Y, en tanto, el médico fue a la barraca de los labradores, y de la vid cortó una rama larga y tierna, y la doblaba, cerrándola redondamente para probar su temple o resistencia en lo flexible.
Volvió, y pidiendo hilas las empapó en agua azul y salina de una redoma de su frasquera, y las ató en la punta del verde sarmiento.
A mí colocome entre sus duros hinojos, y me hundió la vara en el paladar. Me moría de tanto padecer. El tapón de hilas salía ensangrentado.
Repitiose por la tarde mi suplicio. Mis padres y el labriego miraban al cirujano con susto. Acabada la ferocísima faena, me trababa de los pies, abría la ventana y sacábame colgando a la serena, y me golpeaba la nuca.
La primera vez que lo hizo se le abalanzó mi padre, queriendo estrujarlo. Entonces él le miró como miran las estatuas, y pronunció impasible:
-Si no le curo puede usted pegarme un tiro en el cuello, en la sien, donde usted quiera; pero ahora déjeme usted en paz.
Gimiendo llamaba yo siempre a mi amigo Jesús. Lo supo su padre, y me trajo al chico, que me contemplaba desde la vidriera, todo pasmado y temeroso, porque no consentía mi madre en dejarlo que entrase.
El hortelano insistía:
-Todo es lo que Nuestro Señor quiere. Mi chico pasa, que si ha de tener algún mal, vendrá el mal, aunque lo suba a la torre del pueblo; y si no, libre tiene que ser, aunque se acueste con Antón.
Todavía no quisieron mis padres, y el otro tercamente decía:
-Ha de pasar y quedarse.
Entró Jesús, presentándome dentro de una hoja ancha y lustrosa de morera un gusano de seda, que se nos murió aquella noche.
Desde que conmigo vivía Jesús, yo estaba muy gozoso, y respiraba con más alivio. Todos le acariciaban y regalaban, dándole mis juguetes, hasta entonces guardados por caros, y confituras traídas del pueblo, y cremas y dulce de zamboa y de cidra, que mi madre hacía muy rico. No se cansaba mi padre de bendecir la santa eficacia de la religión ferviente y heroica.
Con los cuidados y abundancia, aun engordó más Jesús. Y cuando yo sané del todo, el viejo médico, que en verdad me había salvado, aunque bárbaramente, se perdió en sus soledades, y toda la gratitud fue para mi amigo.
Vuelto a la pobreza de su barraca, Jesús se encanijó, se malhumoró. Y la primera mañana que corrí a jugar con él y la becerra, me miró con rabia
-¿Cuándo te pondrás malo otra vez?
Recién llegado a los trece años, me dejaron interno en un colegio de religiosos de la comarca, muy antiguo y de grande renombre.
La frialdad y el silencio de los Estudios, del refectorio y de los claustros; los hondos pasadizos cavados dentro de los muros; las siniestras hornacinas de los dormitorios, en cuyas paredes se tendía la sombra pavorosa de un santo obispo de talla descomunal; la foscura y pesadez de los tejados y torres, donde bajaban las nieblas y volaban los vencejos y gavilanes, que yo contemplaba desde mi pupitre; lamentos de campanas, clase de gramática, zumbas de los antiguos, y la emoción de la dulce libertad del cielo y de los campos, todas mis sensaciones, ayudadas de mi flaqueza, me mustiaron y entristecieron, y acabé por enfermar, aunque no de modo que necesitase volver a mi casa de la ribera. La melancolía de mi ánimo se tradujo y manifestó inexplicablemente en mi cuerpo por un plebeyo reúma de la rodilla izquierda. Había de ir en pos de las brigadas, zaguero y cojo, como cría lisiada de un rebaño.
Mis mayores miedos me acometían los lunes, en entrando en clase y ver a los maestros. Estaban recién afeitados, y todas sus facciones destacaban con filo duro en la piel pingüe y encarnada, o amarillenta y exprimida, singularmente la boca y la nariz. Las narices de los Padres y Hermanos, siquiera no fuesen todas desaforadas como las de Tomé Cecial, eran encendidas y sonoras. Es que todos sorbían un rapé, candente como un yodo, que tomaban de sus tabaqueras de hueso amarillo, que parecía cortado de cráneos.
Yo no tenía «queriditos», ni amistades particulares. No era listo ni bullicioso, ni tenía fuerza. Si en los recreos jugábamos «a carros», carros bajos, ferreños, en los que uno montaba de pie como un griego, y otros tiraban uncidos en los varales y cuerdas, yo era siempre de los que tiraban. En los paseos y excursiones campesinas, formábamos en ternas. Y, entonces, y en las comidas con Deo gratias, todos contaban de sus casas y bienes. Mientras uno decía, los demás estaban ganosos de referir lo suyo, para vencerle. Un muchacho de Alfaz, ya talludo, de apellido Senabria, siempre nos hacía un menudo recuento de los dineros y joyas de su padre, viudo, jurando que tenía un reloj de oro, tan ancho como un huevo frito, pero mal frito. No lo pude olvidar, y en todos mis empachos creí que dentro de mis entrañas me caminaba el enorme reloj del padre de Senabria, un reloj con yema endurecida y clara aceitosa.
En filas y Estudios estaba a mi lado un mallorquín pálido, alto, de buen talle, muy galán y aficionado a rociarse de colonia las ropas y el pañuelo. Su calzado era el más elegante y lustroso, y sus corbatas, muy lindas. Cuando salíamos, ladeábase la gorra, y, a hurto de los Hermanos Inspectores, miraba sonriente y picaresco a las muchachas ventaneras. Se llamaba Bellver. Sus elegancias y desenvolturas tuvieron imitación en los colegiales grandes, y por culpa de ellos se decretó que la ruta de nuestros paseos fuese siempre apartada: la vía del tren, la carretera del Alto de las Atalayas a Murcia, el camino del Calvario, las blandas orillas del río...