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Nómada es una novela de corte rural del escritor Gabriel Miró. La historia gira en torno a la pérdida y el duelo, en este caso el que sufre un hidalgo de tercera categoría tras la pérdida de su mujer y su hija.
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Seitenzahl: 65
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Gabriel Miró
(De la falta de amor)
Saga
Nómada
Copyright © 1908, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726508888
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
A mi padre, que murió el mismo día -6 de marzo de 1908- que se publicó este cuento.
«Y yo he sido el oprobio de ellos; viéronme, y menearon sus cabezas».
(Psalmo, CVIII)
Despacio, y en coloquio piadoso con el ama Virtudes, ovillaba doña Elvira la recia madeja de lana azul, para seguir urdiendo los doce pares de medias que ofreciera en limosna. Servíanle de devanadera las rollizas manos del ama.
Era la señora vieja, cenceña, grave, de tabla compungida de priora; y la criada, mediada de años, maciza, con pelusa de albérchigo en las redondas mejillas, luminarias en los ojuelos grises, y pechos poderosos y movedizos, que doña Elvira no miraba sin decirse: «¡Para qué tanto, Señor! Es ya insolencia». Y el visaje lastimero del ama parecía replicarle: «¡Y yo qué culpa tengo!».
-Ama Virtudes, me temo que llegue el frío y no podamos entregar al señor rector los doce cabales.
-¡El frío! ¡Y hasta que anochece cantan aún que revientan las cigarras en las oliveras!
-Atiende, ama, que estamos en septiembre y se han de acabar para Todos Santos.
-Pues para entonces dé la señora los que haya (que bien serán ocho), y los otros en la Purísima, que es cuando es menester el abrigo.
-Dar en veces... -y detúvose doña Elvira, porque la hebra se había enredado en los pingües pulgares del ama Virtudes-. ¡La quebrarás!... Dar en veces la promesa no me agradaría... ¿Lo ves?... Se ha roto. ¡Claro! Es que te distraes, ama.
-¡Es que fuera me creo que habla don Diego!
-¿Dices de don Diego? -Y la señora quedose mirando el ovillo gordo y azul como un mundo de Niño Jesús.
-Sí; ¡a voz de mi hermano!
Jovialmente ladró un perro y sonaron espuelas.
-¡Oh, ama Virtudes, Nuestro Señor no quiere mi paz!
Luego, las dos mujeres pusieron la labor en un rubio cestillo y comenzaron el Rosario.
Pasó un lebrel, que se detuvo resoplando en el regazo del ama; sus fauces abiertas y encendidas simulaban reír; meneaba la cola solicitando caricia; pero ama Virtudes rezaba.
Don Diego quedose en la puerta de la sala. Roblizo, sanguíneo, sólo en lo corvo de la nariz y en los rasgos altivos de la boca había semejanza con su hermana. Iba enlutado y se tocaba con un fieltro inmenso.
-Decían fuera que estabas ya en tu dormitorio, y aun no dieron las ocho en el pueblo. Ahí fuera son todos unos miserables. Me reciben como si vieran al Enemigo.
-Estamos rezando el Rosario, Diego.
-¡Siempre que vengo te encuentro rezando, hermana!
Y el caballero sonrió; sentose en una butaca y exhaló una espesa y blanca nube de humo de su cigarro.
A sus pies tendiose el perro.
-Estamos rezando, Diego.
El caballero descubriose, y reclinando la cabeza, rapada y sensual, en el borde del ancho respaldo, se quedó mirando las vigas.
En el segundo Misterio, el lebrel tuvo pesadilla y comenzó a gañir y estremecerse. Los senos de ama Virtudes palpitaron tan violentos y pujantes, que la señora los contempló iracunda.
-¡Señor, Señor! -suspiró el ama cruzando los brazos; pero no lograba serenarse.
Don Diego condujo el perro a la cocina, la obscura; el mastín de la heredad arrufó ferozmente, arrastrando la cadena sobre los cantos. Ladraron las dos bestias enloquecidas; gritaba don Diego y respondíale zahareña una voz de mujer.
La señora besó la cruz del abalorio, y dijo:
-¡Ama Virtudes, Nuestro Señor no quiere mi paz!
Ama Virtudes, que ya había recuperado la suya, gimió beatísima:
-¡Señor, Señor!
En otro tiempo, fue don Diego alcalde de Jijona. Varón opulento y llano, trazó festejos peregrinos; hizo grandes mercedes. Tenía dos galeras para ir con sus amigos a holgar en las masías, y caballos veloces que montaba como un indio. Casó en razonable edad con una castellana, tierna y hacendosa como la sabina o calabresa de Horacio; y engendró una niña delgadita y pálida. Creció la hija; siempre estaba callada, y sus ojos viajaban, sin saciarse, por los campos y el cielo. Cuando llegó Pascua Florida, la vistieron de blanco. Su padre, al mirarla, reía secándose las lágrimas, y la llamó rama de almendro en flor. «¡Si no me atrevo a besarla para que no se deshoje!».
Y el tifus la deshojó. Murió la niña y murió la madre. Don Diego blasfemaba con locura, pero sufragó misas y plegarias hasta en la capilla de su principal masía, en la ermita de San Sebastián y en el humilladero de San Antonio; y rezó muchas tardes con su única hermana doña Elvira, que se mantuvo siempre en doncellez y habitaba una heredad blanca, acribillada de ventanitas y luceras y tapiada como un convento.
En los estrados de las casas señoriles de Jijona, en los portales de las humildes, platicaban las gentes del apartamiento y aflicción de don Diego. Este hombre fuerte, alborozado y aturdido, que jamás supo paladear la miel de la vida, aun desbordante de contento, sufría reciamente cuando aquel se disipaba, y el recuerdo del bien, apenas gustado, le ceñía de dolor el alma como un cíngulo de fuego.
-¡Señor -decía-, si es que yo no me daba cuenta; y me marchaba y no las he gozado! ¡Señor, devuélvemelas; ahora que sería todo padre y todo esposo! ¡Lo juro! ¡Señor, yo qué sabía!
Y el afligido vagaba por los corredores, por el comedor y las salas de su casón, gritando los nombres de las muertas. Seguíale siempre el perro, alto, flaco, caminando lento y entristecido, con tanta humana tristeza en sus nobles ojos que parecía pensar: «¡Si yo pudiese llorar sin que tú, amo mío, me oyeras!».
Una tarde, rezando con su hermana, sintió don Diego que la angustia, angustia crasa, toda hiel, le ondulaba hasta en el penetral de su alma, y cortó un Credo con sollozos. Doña Elvira, para mitigarle, dijo dulcemente:
-¡Si Nuestro Señor se ha acordado de tu mujer y de tu hija y ha dispuesto de ellas, es porque así convendría, hermano! Murieron nuestros padres, morirás tú, moriremos todos... ¡Todo ha de morir! ¡Pues cúmplanse los designios del Altísimo! -Y luego prosiguió:- Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.
Don Diego cruzó a saltos el aposento. Pronto los cascos de su potro cavaron el camino de heredad en galope frenético, mientras el caballero murmuraba: «¡Y por qué el Altísimo no se habrá acordado de mi hermana!».
...Cuando por las noches llegaba a su mansión, ama Virtudes, ama porque lo fuera de la niña muerta, lo recibía suspirosa. La frente y los carrillos del ama relucían de grosura. Sus ojos, entonces, eran todo lumbre. Mirábala don Diego preguntándose: «¿Qué habrá dentro de esta pobre orza de manteca, siempre encarnada y resudando?». Seguidamente padecía remordimientos de la grosera desviación de su amargura.
Alumbrábale ama Virtudes hasta su alcoba, dejándole una candela prendida y agua en un hondo copón de vidrio rizado. Luego intentaba llevarse el perro, y éste, que, aunque manso, era socarrón y malicioso, derribábase en la alfombra y le entregaba sus brazuelos, como diciendo: «¡Arrástrame si puedes!», y entornaba los párpados para no ver a su enemiga. La cual no podía.
Desnudábase don Diego, y el lebrel le enviaba su mirada húmeda y grande. Apagada la luz, sentía el caballero un vaho caliente y sonoroso. De súbito, el arcaico lecho de caoba lanzaba un crujido de ruina, y el perro hundíase enroscado en la blandura.