Saud el Leopardo - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Saud el Leopardo E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

0,0

Beschreibung

El rey Saud, fundador de la nación saudí, ha fascinado a Alberto Vázquez-Figueroa desde siempre. Es comprensible cuando se conoce la historia de este héroe de dos metros de altura que tuvo noventa hijos varones y que inició la lucha por la recuperación de su trono con tan solo la ayuda un puñado de amigos, logrando vencer al todopoderoso imperio otomano y proclamando así la independencia de su pueblo. Adnan Khashoggi considerado durante mucho tiempo el hombre más rico del mundo, le regaló a Vázquez-Figueroa un estuche "forrado en piel de cordero aún no nacido" con textos en oro repujado y que contenía unas noventa grandes láminas con reproducciones exactas de los cuadros que adornan el Palacio Real de Riad y que cuentan, paso por paso, la historia de rey Saud. Las páginas de esta novela parecen estar describiendo cada uno de los cuadros. Los separan más de un siglo, pero ahora, en esta nueva edición de la novela, aparecen por primera vez estas maravillosas ilustraciones.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 324

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Saud el Leopardo

 

 

 

 

   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alberto Vázquez-Figueroa

Título original: Saud el Leopardo

 

Primera edición: 2009

Edición actualizada y ampliada: Diciembre 2020

© 2020 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

 

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Diseño de portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Fotografía de portada: @Shutterstock

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

 

ISBN: 978-84-18263-71-2

Impreso en España

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/93 272 04 45).

Prólogo

 

 

Nunca he tenido muy clara la razón por la que la figura del rey Saud de Arabia me llamó la atención desde que era muchacho.

Tal vez fuera porque por aquel entonces vivía en el Sahara y todo cuanto se refiriera al desierto me apasionaba tal vez porque era un héroe de dos metros de altura que había tenido noventa hijos varones, o tal vez porque había iniciado la lucha por la recuperación de su trono con tan solo la ayuda un puñado de amigos, pero logró vencer al todopoderoso imperio otomano proclamando la independencia de su pueblo.

Fuera lo que fuera, y habiendo leído todo cuanto se había escrito sobre él, un día se me ocurrió la absurda idea de escribir, no una novela –de lo que por aquel entonces me sentía incapaz– sino un guion de cine, sin caer en la cuenta de lo inútil y estúpido de mi empeño puesto que semejante película exigiría un presupuesto desorbitado.

El citado guion quedó, como resulta lógico imaginar, durmiendo el sueño de los justos en el oscuro cajón de los sueños perdidos, hasta que casi treinta años después, ajado y con la ictericia propia de los documentos que han pasado mucho tiempo olvidados, surgió de entre los muertos.

Estaba muy deteriorado y plagado de tachaduras pero tuvo la virtud de reavivar mi admiración por el personaje en unos tiempos en los que ya me sentía capaz de escribir una novela, puesto que había publicado otras treinta.

Me puse en ello y al poco de salir a la luz recibí un extraño regalo enviado por alguien relacionado con Adnan Khashoggi, hijo del que fuera médico personal del rey Saud y tío carnal de Dodi Al Fayed, el «play boy» que murió en un extraño accidente de coche en París junto a la princesa Diana de Gales.

Adnan Khashoggi estuvo considerado durante mucho tiempo el hombre más rico del mundo gracias a turbios negocios de tráfico de armas, y su inmenso yate, el «Nabila», solía permanecer atracado gran parte del año en Marbella.

Yo le había conocido, muy de pasada, durante un Festival de Cine en Cannes, aunque dudo que tan ocasional conocimiento tuviera algo que ver con tan excepcional regalo ya que se trataba de un estuche «forrado en piel de cordero aún no nacido» con textos en oro repujado y que contenía unas noventa grandes láminas con reproducciones exactas de los cuadros que adornan el Palacio Real de Riad y que cuentan, paso por paso, la historia de rey Saud.

Fue entonces cuando comprendí la razón de tan excepcional regalo; yo nunca había estado en Riad, pero cada cuadro era como una página de mi novela, y cada página de mi novela parecía estar describiendo cada uno de los cuadros.

Los separan más de un siglo, pero ahora en esta nueva edición de la novela se encuentran juntos.

Siempre me han fascinado esos cuadros, por lo que tardé algún tiempo en darme cuenta de un curioso detalle que pone de manifiesto la mentalidad de un pueblo: las mujeres fueron importantísimas en la vida de Saud, que las amaba y respetada, pero entre todos esos cuadros tan solo aparece una imagen femenina y de forma muy lejana y secundaria.

 

 

Alberto Vázquez-Figueroa

Saud el Leopardo

 

 

 

 

   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alberto Vázquez-Figueroa

PRIMAVERA 1901

A lomos de camellos,

a lomos de caballos,

saliendo de la nada,

con nada entre las manos,

así llegaron.

 

Con la fe como espada.

Con la verde bandera,

y la limpia mirada,

así llegaron.

 

¿De dónde habían salido?

Del lejano pasado,

de la triste derrota,

de la muerte y el llanto.

 

Y van de nuevo camino

de más muerte y más llanto,

pues apenas son treinta

y ellos son demasiados.

 

 

 

 

 

 

Como un mar inacabable de olas petrificadas, las dunas se extendían hasta perderse de vista en el brumoso horizonte mientras el viento robaba de sus crestas diminutos granos de arena que arrojaba con fuerza contra las rocas, los matojos y los rostros de los hombres.

Zorros, hienas, chacales y gacelas se protegían como podían del despiadado sol del mediodía bajo el que se calentaba un lagarto rojizo, mientras una escurridiza serpiente dejaba un extraño surco sobre el terreno al deslizarse, huyendo enloquecida, de las pezuñas de las veloces bestias que se abalanzaban sobre ella como si pretendieran aplastarle la cabeza.

Ondeando al viento al frente de la treintena de caballos y camellos que avanzaban sobre la interminable llanura, destacaba una bandera verde en la que campeaban dos espadas y una leyenda en caracteres árabes que rezaba:

No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.

Y junto a la bandera, a la cabeza de un puñado de orgullosos jinetes de rostros decididos que no parecían sentir ni calor ni cansancio, se distinguía, destacando sobre el resto, la imponente figura de un hombre de dos metros de estatura, delgado, ágil, musculoso y fuerte, de nariz recta, profundos ojos negros e imperativos ademanes, Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de la casa de Saud, descendiente directo de una hija del santo Wahab y nieto del glorioso rey del Nedjed, Saud el Grande.

Escoltándolo cabalgaban su hermano menor Mohamed, de dieciocho años, y su primo Jiluy, que tenía fama de ser el más fuerte y osado de los guerreros de su tiempo. Los seguían, muy cerca, Ali, Turki, Mulay, Omar y un puñado de soñadores que marchaban convencidos de que su joven príncipe les conduciría de victoria en victoria. Poco a poco los paisajes del desierto fueron cambiando; las arenas y dunas dieron paso a los pedregales, montañas rocosas e incluso algún que otro lejano oasis que los jinetes evitaban, continuando inmutables bajo el ardiente sol, siempre con su estandarte al frente, como si tan solo persiguiesen un objetivo muy concreto.

Y ese objetivo se presentó al fin en forma de una larga caravana de mulas que avanzaba cansinamente por la llanura, conducida por medio centenar de soldados fatigados y sudorosos, uno de los cuales portaba sin excesivo entusiasmo la bandera turca de la media luna y la estrella sobre fondo rojo.

Como un violento y destructivo simún, profiriendo aullidos y levantando nubes de polvo, los jinetes se abatieron sobre los sorprendidos muleros, que de inmediato se aprestaron a la defensa obedeciendo las órdenes de un desconcertado capitán que les gritaba a voz en cuello que formaran un círculo con sus animales y dispararan sus armas.

Algunos beduinos cayeron heridos, y varios camellos rodaron por la arena lanzando berridos de dolor al tiempo que las mulas escapaban despavoridas arrojando al suelo su carga.

La batalla se generalizó, los soldados, mejor armados y con más abundancia de munición, parecieron inclinar por un momento la balanza a su favor, pero Ibn Saud cargó, alfanje en mano, seguido casi a la cola de su caballo por los decididos Omar y Jiluy. Rompieron las filas enemigas, sembraron el desconcierto, y apoyados al poco por el resto de los guerreros lograron que los turcos depusieran las armas.

Los jinetes del desierto rodearon a los vencidos, que parecían temer las represalias y, sobre todo, parecían temer el afilado acero del alfanje de Ali, un negro gigantesco que había saltado rápidamente a tierra, y que se paseaba entre ellos con el arma firmemente empuñada dispuesto a cercenar cabezas.

Al fin, el hercúleo verdugo se detuvo ante el oficial turco, que había resultado herido en un brazo, y alzó los ojos hacia Ibn Saud aguardando, con una simple mirada, su autorización para decapitarle.

Su líder se lo denegó con un imperativo gesto:

–Solo son soldados que han luchado como era su deber. Si no lo hubieran hecho merecerían ser ejecutados, pero al demostrar su valor merecen que los dejemos en libertad.

Los turcos no daban crédito a lo que oían, y algunos se hincaron de rodillas tratando de besarle las sandalias en cuanto hubo descendido de su caballo, pero el saudita los rechazó sin aceptar su agradecimiento, limitándose a dirigirse al oficial herido con el fin de señalar:

–Regresa a Estambul y cuéntale al califa que el príncipe Abdul-Aziz Ibn Saud ha vuelto con intención de reconquistar el reino de su padre. Adviértele que no debe continuar ayudando a mis eternos enemigos, los rashiditas, ni interponerse en mi camino, porque no descansaré hasta ver de nuevo la casa de Saud en el trono de mis antepasados. Si quiere vivir tranquilo que se olvide de Arabia.

El agotado capitán le observó entre incrédulo y asombrado al tiempo que su vista recorría, uno por uno, los rostros de la minúscula tropa de beduinos, algunos heridos y todos pésimamente armados con viejos fusiles, espingardas casi prehistóricas, alfanjes y lanzas.

–¿Y con este miserable ejército piensas enfrentarte al Imperio otomano? –acertó a murmurar apenas.

–Con él, y con la ayuda de Alá –fue la seca respuesta. El oficial pareció ganar confianza ante la aparente seguridad de que no le iban a cortar la cabeza, por lo que poco a poco se irguió sin dejar de sujetarse el brazo herido.

–Lo que es valor no te falta –admitió en un tono de auténtica sinceridad–. Pero vas a necesitar algo más que valor y la ayuda de Alá a la hora de emprender tan loca empresa. Por cada uno de tus seguidores, el califa cuenta con dos millones de hombres.

–Pero por cada uno de esos millones de hombres yo cuento con mil millones de granos de arena, y puedes estar seguro de que ningún Ejército turco sabrá vencer a un ejército de arena.

 

 

Los fabulosos cuentos de Las mil y una noches parecían haberse convertido en realidad visto que el palacio que se alzaba en el centro de la ciudad-fortaleza de Hail no desmerecería cuanto se aseguraba en las leyendas. De igual modo la fiesta que se estaba celebrando en el salón principal era digna de aquellas viejas historias que relatara tantos siglos atrás la princesa Sherezade al sultán Aarohum Al-Rashid, aunque en esta ocasión no se trataba de cientos, sino tan solo de un par de docenas de asistentes a la danza del vientre que interpretaba una hermosa bailarina de cabellos muy negros y provocativos ojos verdes. Todo era lujo, abundancia y casi inútil derroche de riquezas, y la más espectacular muestra de ese lujo y ese derroche la constituía sin lugar a dudas el jaique de seda negra recamado en oro y perlas del todopoderoso emir Mohamed Ibn Rashid, quien apenas superaba los cuarenta años de edad, pero al que una disoluta vida de relajamiento y placeres sin freno había envejecido en demasía pese a que aún no resultaba difícil adivinar que en otros tiempos debió de ser un hombre extraordinariamente fuerte, ágil, e incluso atractivo.

Astucia y crueldad constituían, no obstante, los rasgos sobresalientes de quien se había auto-proclamado años atrás rey del Nedjed, un hábil e intrigante político que había sabido ganarse, a base de aparente sumisión y abundante falacia, la amistad de unos invasores otomanos a los que en realidad despreciaba.

Pese a tal desprecio, uno de los más brillantes e inteligentes generales del Ejército turco se sentaba en aquellos momentos a su lado, compartiendo las delicias de su mesa y la belleza de las semidesnudas esclavas.

La fiesta continuó hasta el momento en que la bailarina de los ojos verdes desapareció tras una cortina, lo que aprovechó el elegante general para comentar, como si no le diera mayor importancia al hecho:

–Una cuadrilla de rebeldes beduinos, que por lo visto no respetan en absoluto tu autoridad, atacó hace tres días una de mis caravanas de aprovisionamiento.

–Lo sé –fue la agria respuesta del dueño del palacio–. Las noticias corren con demasiada velocidad por el desierto. Sobre todo las malas.

–¿Corrió también la noticia de que los mandaba Abdul-Aziz Ibn Saud? –insistió el otomano.

–No, eso no lo sabía –admitió el emir visiblemente molesto.

–Pues por lo visto el joven príncipe ha decidido abandonar su destierro en Kuwait en un intento de recuperar el trono que le arrebataste –recalcó el militar con marcada intención, al tiempo que observaba de reojo y casi burlonamente a su interlocutor.

El rostro de Mohamed Ibn Rashid denotó un evidente disgusto, lo que cabía atribuir tanto al hecho de que hubiera ignorado la identidad del atacante, como a que en verdad le inquietara y, mucho, la nefasta noticia de que se trataba de un miembro de la aborrecida estirpe a la que había traicionado once años atrás.

–¿El joven Abdul-Aziz? –inquirió intentando aparentar una indiferencia que no sentía–. Creo recordar que, cuando su padre escapó de Riad, Ibn Saud tendría casi diez años, por lo que ahora debe de tener...

–Veintiuno –fue la seca y segura respuesta–. Pero los que le conocen aseguran que se ha convertido en una especie de gigante de dos metros de altura y un gran guerrero que ha jurado no descansar hasta clavar tu cabeza en una pica y expulsarnos a los turcos de Arabia.

–¡El muy cretino no escarmienta! –masculló el emir entre dientes–. Ya lo intentó hace dos años, pero le obligué a regresar con el rabo entre las piernas a esconderse bajo la cama del emir de Kuwait. Y sabes muy bien que si no hubiera sido porque intervino la Armada inglesa habría acabado con ambos y en estos momentos yo ocuparía el trono de ese cretino de Mubarrak.

–Por aquel entonces Ibn Saud se encontraba prácticamente solo, pero por lo que he conseguido averiguar ahora le siguen treinta hombres –le advirtió el otomano. Mohamed Ibn Rashid no pudo evitar una sonrisa de desprecio mientras hacía como que prestaba toda su atención a una nueva bailarina que acababa de aproximarse hasta casi rozarle el rostro de forma insinuante, pese a lo cual resultaba evidente que su pensamiento se encontraba lejos de allí.

Al fin agitó la cabeza como si le costara trabajo aceptar que lo que acababan de contarle pudiera ser verdad.

–¡Treinta hombres! –replicó casi escupiendo las palabras–, ¡qué absurda locura! Mañana mismo puedo lanzar tras él a un millar de mis mejores jinetes xanmars. Empiezo a creer que ha llegado el momento de acabar de una vez por todas con esa maldita estirpe de la casa de Saud.

–Pues te aconsejo que actúes cuanto antes, porque si lo ocurrido llega a los oídos del califa podría alcanzar la conclusión de que no estás capacitado para ser su aliado y buscarse otro.

–¿Supones que lo haría? –se inquietó Mohamed Ibn Rashid.

–Nunca he sido tan osado como para intentar siquiera suponer qué es lo que pasa por la mente del comendador de los creyentes. Me limito a obedecer y punto.

–¿Tienes alguna idea sobre dónde puede encontrarse en estos momentos Ibn Saud?

–Ayer llegó una paloma con un mensaje de uno de mis espías que asegura que le han visto dirigirse al sureste, hacia el territorio de los ajmans.

Mohamed Ibn Rashid sonrió ahora de una forma mucho más espontánea, puesto que evidentemente la noticia le agradaba sobremanera.

–¡Los ajmans! –exclamó como regodeándose en semejante nombre–. En ese caso no vale la pena movilizar a mis jinetes. Esos cerdos ismaelitas acabarán con él.

–Yo no confiaría tanto en ellos.

–No lo pongo en duda –admitió el turco–. Sospechamos que en una ocasión Suleiman asesinó a dos de nuestros oficiales de Caballería que se habían perdido en su territorio, pero nunca hemos podido confirmarlo debido a que desaparecieron sin dejar rastro.

–Es su especialidad –insistió el emir–. Acoge, engaña, asesina, roba y entierra luego a sus víctimas a sotavento de una gran duna, de tal modo que en cuanto la arena avanza empujada por el viento cubre los cadáveres, que desaparecen para siempre.

–¡Hijo de puta!

–El mayor que existe. Si no se encuentran los cadáveres durante los primeros días, ya no se encuentran nunca.

–¡Lógico! Esas dunas suelen afirmarse y permanecer en el mismo lugar durante cientos de años.

–Por lo que me han contado, las inmensas y bellísimas dunas de su territorio, que con frecuencia recuerdan cuerpos de mujeres desnudas, ocultan cientos de cadáveres.

–¡Listo el muy cerdo! –masculló una vez más el general–. ¿O sea que esos dos pobres oficiales probablemente descansarán ahora bajo millones de toneladas de arena?

–Eso me temo, amigo mío –reconoció el emir fingiendo una pena que no sentía–. Suleiman está considerado una vergüenza y una deshonra entre los habitantes del desierto.

–Sin embargo, lo has convertido en uno de los más firmes pilares de tu gobierno.

–En efecto... –se vio obligado a reconocer de manifiesta mala gana su interlocutor–. Las circunstancias me han obligado a tenerle como indeseable aliado pese a que soy consciente de que es el beduino más avaro, traidor, corrupto y rastrero de Arabia.

–¡Lo que ya es decir mucho! –comentó su huésped antes de meterse en la boca la boquilla del narguile que acababan de encenderle.

Mohamed Ibn Rashid no pudo por menos que dirigirle una larga mirada de reconvención al tiempo que le espetaba:

–Ese comentario no ha tenido ninguna gracia.

–Es que no lo hecho con intención de ser gracioso, sino de ser sincero... –replicó el otro sin inmutarse–. No olvides que si te sientas en un trono es gracias a mí, o, para ser más exactos, a lo que me ordenó que hiciera mi señor, el califa. Y te garantizo que nos vimos obligados a soltar dinero a raudales, porque la adhesión de la mayoría de los sheiks de las tribus beduinas tan solo se obtiene a base de oro. ¡Mucho oro!

–Me consta y siempre te lo he agradecido, pero sabes muy bien que os lo estamos pagando con creces a base de impuestos.

–¡Demasiado despacio, amigo mío! Demasiado despacio. Y ahora gira la vista a tu alrededor y muéstrame a alguien de esta sala que no haya traicionado en alguna ocasión a la casa de Saud, o que no esté dispuesto a traicionarte a ti, o incluso a mi señor, el califa, en cuanto le aseguren que alguien le va a reducir los impuestos a la mitad.

 

 

El campamento se alzaba en el extremo oeste de un oasis de palmeras tristes y polvorientas, protegido del viento por un pequeño pero escarpado macizo rocoso, y no estaba constituido más que por una veintena de burdas jaimas de pelo de camello, sucias y descuidadas, plantadas sin orden ni concierto, así como por tingladillos de cañas y hojas de palma entre los que pululaban cabras, camellos, ovejas y gallinas junto a mujeres desgreñadas y chiquillos mugrientos.

En la mayor de las jaimas, el grasiento y sudoroso Suleiman, gordo hasta parecer apopléjico, de mirada huidiza e hipócrita sonrisa, sheik indiscutible de una de las familias más fanáticas y sanguinarias de los ajmans, hizo un gesto de asentimiento con el fin de que su bella e inquietante hija, Zoral, ofreciera ceremoniosamente una bandeja de humeante carne de cabra a Abdul-Aziz Ibn Saud, quien la rechazó con un gesto mientras cogía un puñado de dátiles de un plato.

–No, gracias –dijo–. Con esto me basta.

Un tanto desconcertada, la atractiva muchacha, que parecía moverse más como un felino que como un ser humano, ofreció la bandeja a Mohamed, Jiluy y Ali, deteniéndola largo rato ante Omar, pero los cuatro la rechazaron igual que su príncipe, alegando que se conformaban con dátiles y agua.

–Poco alimento es ese para quienes necesitarán de todas sus fuerzas a la hora de luchar contra Mohamed Ibn Rashid y los malditos otomanos, ¡a quienes Alá confunda y el desierto se trague para siempre! –comentó de inmediato Suleiman–. Te veo en exceso delgado, querido amigo.

–Las fuerzas que necesito en esta lucha no se obtienen de la carne de un animal muerto –le hizo notar Ibn Saud sin apenas inmutarse–. Y no he venido desde tan lejos en busca de manjares, sino de tu ayuda con el fin de librar a Arabia de los rashiditas y sus amigos turcos.

–¿Y cómo podría alguien tan humilde como yo ayudarte en tan difícil y arriesgada empresa, mi admirado y bien amado príncipe?

–Con hombres, camellos, armas y municiones –fue la seca respuesta–. Y sobre todo dinero.

El sheik de los ajmans señaló con un amplio gesto su sucia jaima y los cuatro sobados arcones de cuero que parecían constituir todo su mobiliario y posesiones al tiempo que señalaba:

–Tú mismo puedes comprobar cuan pobre continúo siendo, príncipe. No tengo más que una única hija, mi tribu es pequeña, mis guerreros escasos, mis tierras infértiles y mis camellos insuficientes. No sé cómo podría ayudarte.

Ibn Saud contempló en silencio a su repelente anfitrión y ni siquiera intentó disimular el desagrado que le producía. Tomó otro dátil, se lo metió delicadamente en la boca, lo masticó despacio y extrajo el hueso, que depositó sobre un plato con estudiada elegancia.

–Hace años –dijo–, siendo yo apenas un niño, mi padre, el rey Abdul Rahman, fue expulsado de su capital, Riad, por el traidor Mohamed Ibn Rashid, al que apoyaban los turcos.

–Lo sé y siempre lo lamenté –replicó el gordo–. Apreciaba a tu padre.

–Lo dudo mucho, dado que en tan terribles circunstancias mi familia vagó por el desierto buscando la protección de las tribus beduinas, en un desesperado intento por salvar la vida y la honrosa estirpe de los Saud. Todas, incluida la de los pobres murras, que la mayor parte de los días no tienen nada que llevarse a la boca, nos brindaron una hospitalidad que ha constituido desde siempre la principal virtud de los nómadas; todas menos una...

El rostro de Suleiman se había ido demudando a medida que Ibn Saud hablaba; su nerviosismo aumentaba y sus ojos se volvían a todas partes como esperando una ayuda que no llegaba. Intentó atajar con un gesto de la mano a su huésped, que no obstante continuó impertérrito:

–Los ajmans fingieron acogernos bajo su techo con intención de robarnos, asesinarnos y cobrar posteriormente la recompensa que los turcos ofrecían por nuestras cabezas, pero mi padre se dio cuenta a tiempo y...

–¡No! ¡Yo no! –se defendió desesperadamente el sheik para gritar a continuación–: ¡Fedayines! ¡Ahora! —Ese grito iba dirigido hacia el fondo de la jaima, en la que se abrió de improviso una especie de falsa pared de la que surgieron dos beduinos armados de largos alfanjes que apartaron a un lado a la muchacha con la evidente intención de lanzarse sobre Ibn Saud y sus hombres.

Ni siquiera tuvieron tiempo de dar un paso, puesto que Omar, que ocultaba su mano derecha bajo un amplio jaique, hizo un leve movimiento, sonaron dos disparos, y los atacantes cayeron casi simultáneamente, sin lanzar un grito de agonía.

Suleiman había dado a su vez un salto esgrimiendo una amenazadora gumía, pero dejó caer el brazo al comprobar que ahora el arma de Omar le apuntaba directamente a los ojos mientras Ibn Saud agitaba la cabeza en un gesto de reconvención.

–Nunca cambiarás, Suleiman –musitó Ibn Saud con evidente amargura–. Tus latrocinios, tus traiciones y tu avaricia continúan siendo la vergüenza de los habitantes del desierto.

Indicó con la mirada los arcones, y Ali, con un golpe del revés de su alfanje, hizo saltar los candados. Al volcarlos, de dos de ellos surgió una cascada de monedas e infinidad de objetos de oro y plata que se desparramaron sobre los desnudos pies de Zoral.

El repugnante sheik se precipitó a interponerse entre el negro y su tesoro al tiempo que aullaba como un poseso hasta un punto que se podría afirmar que había perdido el juicio.

–¡No toques mi oro! –aulló–. ¡No lo toques! Quítame la vida si quieres pero no me quites el oro.

Ibn Saud, que se había puesto en pie sin abandonar ni por un instante aquella especie de inalterable serenidad que presidía cada uno de sus ademanes y que emanaba de toda su persona, sacudió la cabeza con un gesto de auténtica lástima.

–¿De qué te servirá todo ese oro en el otro mundo, Suleiman? –preguntó–. ¿De qué te servirá? ¿Acaso imaginas que el Paraíso que Alá promete a los honrados y a los justos se puede comprar con el fruto del robo y la rapiña?

Hizo una leve indicación a Omar, haciéndole comprender que debía llevarse de allí a la muchacha que se había limitado a permanecer en pie contemplando a su padre como si se hubiera convertido en estatua de piedra. En cuanto ambos hubieron abandonado la estancia, Ibn Saud afirmó con la cabeza, en lo que constituía una muda orden, y con suma habilidad Ali pinchó al gordo en el costado con la punta de su alfanje y, cuando se inclinó instintivamente, de un solo tajo rápido y brutal le cercenó la cabeza, que rodó sobre la alfombra para ir a detenerse sobre la aún humeante bandeja repleta de carne de cabra.

Ibn Saud indicó despectivamente los arcones:

–Que la mitad se emplee en comprar armas y la otra mitad se reparta entre los murras, a los que este malnacido persiguió y asesinó durante su larga y asquerosa vida. Confío en que en estos momentos esté ya intentando robarle los cuernos a Saitan el Apedreado.

 

 

Los turcos son feroces

y cruel su aliado,

mas ellos no les temen

pese a ser demasiados.

Con la verde bandera

y la fe como espada,

así marcha Saud

sobre un blanco caballo.

Viene a reconquistar

aquel reino robado,

viene a recuperar

el honor mancillado.

Por allí llega Saud

sobre un blanco caballo,

y los turcos le ignoran

porque son demasiados.

Pero Saud galopa

sobre un blanco caballo

porque sus enemigos

nunca son demasiados.

 

 

 

 

Una muchacha muy alta, muy negra y de portentosa belleza, enormes ojos expresivos y cuerpo de gacela, se afanaba extrayendo agua de un profundo pozo con el fin de dar de beber a un grupo de no más de ocho o diez corderos y cabras que ramoneaban la corta vegetación de la llanura pedregosa.

De improviso sus ojos se fijaron en un punto tras una alta duna en la que acababa de hacer su aparición un puñado de jinetes que galopaban directamente hacia ella.

Al frente ondeaba una vez más la bandera verde de la casa de Saud, pero ahora eran casi cincuenta los jinetes, y se distinguían entre ellos los jaiques rayados, distintivos de otras tribus que no se encontraban entre la montonera que un mes atrás había asaltado la caravana de soldados otomanos.

La muchacha alargó la mano hacia un viejo fusil colgado de un poste, pero pareció comprender que de nada le serviría, por lo que buscó a su alrededor un lugar en el que esconderse del incierto peligro que se aproximaba. Al fin, llegó de igual modo a la conclusión de que no existía escape posible, por lo que optó por dejar el arma en su sitio y continuar con su tarea de sacar agua.

La tropa se detuvo, rodeándola entre un berrear de camellos, un agitar de patas y voces de mando, y la muchacha no pudo por menos que dar un paso atrás, asustada, pese a que Ibn Saud saltó a tierra al tiempo que le hacía un gesto con el fin de que se tranquilizase.

–¡No temas! –dijo–. No pretendemos hacerte daño; solo queremos agua. ¿De quién es este pozo?

–De mi amo, Malik el-Fassi. Él lo cavó y su agua es toda su riqueza.

Ibn Saud asintió con gesto de haber comprendido lo que quería decir, alargó la mano y depositó en la de ella un puñado de monedas.

–Esto es para que se las entregues a tu amo; quien abre un pozo en el desierto merece una justa recompensa. —La muchacha se apresuró a ofrecerle el pellejo de cabra que servía de odre para extraer el agua, Ibn Saud bebió con ansia y de inmediato se lo pasó a su hermano Mohamed, que se encontraba a su lado.

A continuación extrajo una nueva moneda y se la ofreció a la joven.

–Esta es para ti –señaló con una tenue sonrisa–. Con ella podrás comprar tu libertad. ¿Cómo te llamas?

–Baraka.

–¿Baraka...? –no pudo por menos que sorprenderse Mohamed, que le acababa de pasar el odre a Jiluy–. ¿Acaso no sabes que esa palabra significa «suerte» o algún tipo de inexplicable don o gracia divina que se atribuye a ciertos santones y a objetos que han pertenecido a grandes hombres?

–Lo sé.

–En ese caso aclárame si es que eres santa, posees un don, has pertenecido a algún gran hombre o acaso es que traes suerte.

–¡No lo sé! –fue la sincera respuesta de la joven–. En realidad me llamo Agatinya, pero cuando mi amo me compró, su esposa, que estaba a punto de morir de parto, dio a luz un precioso niño y se curó en el acto. Además ese año la cosecha fue extraordinaria, y el día en que le aseguré a mi amo que en este punto exacto había agua decidió cambiarme el nombre.

–¿Y por qué sabías que encontraría agua en este punto exacto?

–Porque las mujeres de mi tribu siempre saben dónde encontrar agua en el desierto, o no sobrevivirían ni una semana.

–¿A qué tribu perteneces? –inquirió un sorprendido Ibn Saud, al que sin duda la belleza y el desparpajo de la muchacha habían impresionado de una forma impropia en él.

–Soy turkana, mi señor.

–¿Turkana? –se escandalizó Jiluy como si hubiera mencionado al propio demonio–. No pareces turca.

–No he dicho turca, mi señor; he dicho turkana –le contradijo ciertamente molesta la negra–. Mi tribu habita a orillas de un gran lago salado, el Turkana, al otro lado del Mar Rojo, en el interior de África. Y te aseguro que aquel desierto de piedras es mil veces más árido que este.

–Nunca he estado en África ni he oído hablar de ese lago o ese desierto, que dudo pueda ser más árido que este, pero me alegra que no seas turca –intervino de nuevo Abdul-Aziz Ibn Saud–. Aborrecemos a los turcos.

»¿Pero cómo es que te encuentras tan lejos de tu casa?

–Los traficantes de esclavos somalíes me raptaron de niña, me trajeron aquí y me vendieron a Malik, que por fortuna es un buen amo que nunca ha abusado de mí ni me ha maltratado.

–¡Lógico si le has traído tanta suerte! ¡De acuerdo! De ahora en adelante eres libre y adviértele al bueno de Malik que ha sido el mismísimo Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de la casa de Saud, quien te ha regalado esa moneda y le ordena que te deje de inmediato en libertad o volveré y le rebanaré el pescuezo.

La muchacha intentó arrodillarse a besarle las sandalias, pero Ibn Saud se lo impidió con un gesto, obligándola a alzarse.

–¡No lo hagas! –le reconvino–. ¡Nunca vuelvas a hacer eso y empieza a comportarte como una mujer libre!

–¿Y cómo se comporta una mujer libre? –fue la inocente pregunta–. Primero mis padres y luego Malik me dijeron siempre lo que tenía que hacer. Creo, señor, que no sabré ser libre.

–Pues tendrás que aprender por ti misma, porque con frecuencia tomar las propias decisiones resulta mucho más difícil que permitir que otros las tomen por ti. –Hizo un gesto con la mano como pretendiendo indicar que se alejara al añadir–: Ve a donde quieras y busca por ti misma tu camino, pero procura que se encuentre lo más cerca posible de los caminos señalados por Alá.

La negra le miró fijamente a los ojos y se diría que su rostro comenzaba a transformarse; incluso su voz sonó distinta al señalar:

–Tú serás grande, mi señor. Como ya te he dicho, las mujeres turkanas sabemos cómo encontrar agua dondequiera que se esconda, y desde que llegué a esta tierra presiento que bajo mis pies hay algo, tal vez enormes manantiales, tal vez otra cosa diferente que no acierto a saber, pero que hará de ti un hombre poderoso entre los poderosos.

Todos los presentes permanecieron unos instantes un tanto desconcertados por unas palabras que habían sido pronunciadas con absoluto convencimiento.

Al fin, fue el propio Ibn Saud quien se decidió a hablar mientras se disponía a montar de nuevo en su caballo, y lo hizo tratando de tomárselo a broma.

–Me parece que lo que tienes no es baraka, muchacha, sino la cabeza llena de grillos, y aunque me divierte e interesa tu charla, casi mil hombres nos vienen pisando los talones y ha llegado la hora de poner tierra de por medio.

–Y por lo que veo estáis huyendo hacia Rub-al-Khali... –La turkana se inclinó y de la bolsa de cuero que se encontraba junto al viejo fusil extrajo un collar de conchas marinas que colocó en la palma de la mano de Ibn Saud–: ¡Toma! –dijo–. Te será muy útil en ese infierno.

–¿Qué es esto? –inquirió él, visiblemente molesto por el extraño obsequio–. ¿Magia de tu tribu? ¿Un amuleto? No puedo aceptarlo porque Alá siempre ha sido y siempre será mi único amuleto.

La hermosa negra negó con la cabeza, al tiempo que una leve sonrisa afloraba a sus labios.

–¡No! –replicó–. No se trata ni de magia ni de amuletos; no es más que un simple objeto que los miembros de mi tribu siempre llevamos con nosotros. Si en verdad te ves obligado a adentrarte en «La Media Luna Vacía» cuélgatelo del cuello y nunca te desprendas de él porque te salvará la vida.

–¿Cómo?

–Bastará con que lo dejes toda la noche al relente y justo antes del amanecer el hueco de cada concha aparecerá repleto de agua del rocío. Será suficiente como para llenar un pequeño cazo, y un auténtico hombre del desierto como tú es capaz de sobrevivir con eso.

Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de una antigua estirpe de reyes, que había tenido a lo largo de su joven vida infinidad de cultos y sabios tutores, frunció el ceño, clavó con fuerza la mirada en los inmensos ojos de la turkana, que se la sostuvo entre divertida y desafiante, y comenzó a asentir apenas como si una vaga idea se estuviera abriendo paso a través de su mente.

–Tienes razón... –musitó al fin–, mucha razón. El agua del rocío llenará estas conchas. Me gustaría saber más cosas sobre las costumbres de tu pueblo porque tengo la impresión de que se puede aprender mucho de ellas, pero por desgracia este no es buen momento. ¡Nos vamos!

Con increíble agilidad trepó a su montura y partió al galope seguido por sus hombres.

La escultural esclava permaneció muy quieta observando absorta la nube de polvo que se perdía de vista en la distancia, y al poco volvió a la tarea de extraer agua del pozo mientras murmuraba por lo bajo:

–Será grande entre los grandes. Estoy segura, aunque no esté tan segura de que lo que en realidad hay debajo sea agua.

Rub-al-Khali, La Media Luna Vacía o Tierra Muerta, ofrecía, como su propio nombre indica, el más terrible y desolador de los aspectos.

En realidad no era más que una inmensa depresión de arena en forma de gigantesca media luna, la más caliente, seca y despiadada de las regiones del planeta, un desierto del tamaño de Francia, inmerso dentro de aquel otro enorme desierto que constituía la práctica totalidad de la península arábiga; un lugar en el que nadie se sentía capaz de adentrarse y que ningún ser humano había atravesado en su totalidad.

Sería necesario que transcurrieran aún más de treinta años antes de que el primer explorador estuviera en condiciones de atestiguar, sin otro documento válido que su propia vida, que había sido capaz de llegar en línea recta desde el Mar Rojo al Golfo Pérsico cruzando el ignoto corazón de Rub-al-Khali.

En el lenguaje de los beduinos africanos la palabra «Sahara» significa «Tierra que solo sirve para cruzarla». Sin embargo aquel gigantesco espacio de mil quinientos kilómetros de largo por ochocientos de ancho, que se extendía desde el Yemen al Golfo de Omán, territorio sin agua, vegetación, oasis, ni sombra de vida de ningún tipo, ni tan siquiera servía para cruzarlo.

Con cincuenta grados de temperatura al mediodía, noches heladas y constantes tormentas de arena, había sido, desde el comienzo de la historia, la «Tierra de la que nadie volvía nunca».

Y allí, al borde de Rub-al-Khali, se encontraba clavada ahora la verde bandera de las espadas, rodeada por medio centenar de jinetes que contemplaban, con mal disimulado horror, el terrible panorama que se abría ante ellos.

Ibn Saud aparecía con la mirada perdida en el desolado paisaje viéndose a sí mismo niño de no más de diez años, vagando con la piel y los labios cuarteados por la sed, los ojos casi ciegos y el paso vacilante, contemplando sin ver la figura de su padre, el depuesto emir Abdul Rahman, su madre y sus hermanos, que deambulaban como sombras perdidas y aplastadas por un sol de plomo que amenazaba con derretirlos.

Una de sus hermanas caía de bruces y el niño Ibn Saud se precipitaba hacia ella en un vano intento por ayudarla, mientras que el resto de la familia acudía tambaleándose y como entre sueños.

Se diría que los ojos del hombre curtido por mil avatares, y por lo general impasible, brillaban ahora con una extraña pena –tal vez una lágrima rebelde– ante la evocación de tan amargos recuerdos.

Al poco pareció volver a la realidad y, extendiendo el brazo con el fin de señalar el horizonte, su voz resonó más firme y bronca que nunca al dirigirse al abatido grupo de jinetes que le observaban en respetuoso silencio:

–¡Vedla! Es La Media Luna Vacía; el desierto que nadie se ha atrevido a atravesar, la muerte segura, pero el enemigo nos acosa y no nos quedan más que dos caminos: o regresar a casa vencidos o internarnos en ese infierno y esperar un momento más propicio.

Uno de los hombres que parecían comandar a los recién llegados de los jaiques a rayas, un beduino de piel muy oscura y cara de águila, protestó de inmediato:

–Rub-al-Khali siempre ha sido, en efecto, la muerte segura, príncipe; nadie puede sobrevivir una semana ahí dentro, y tú lo sabes.