Sendas oscuras - Gregory Philippa - E-Book

Sendas oscuras E-Book

Gregory Philippa

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Beschreibung

Luca Vero, miembro de la Orden de la Oscuridad, en compañía de sus amigos, debe investigar la razón detrás de varios acontecimientos extraños que están sucediendo. Están atrapados en una pequeña aldea que se encuentra bajo el azote de la enfermedad del baile (una enfermedad que obliga a los contagiados a bailar sin parar), y Luca y los suyos deben luchar con todas sus fuerzas para no perder su cordura. Isolda cae víctima de la enfermedad, e Ishraq logra salvarse de una muerte casi segura para cobrar venganza de quien pretendía asesinarla. Al final, los jóvenes del pueblo descubren que el mayor peligro no es la enfermedad, sino aquellos que han venido a su rescate. Ellos son los verdaderos desquiciados de Europa, que tienen un odio profundo que permanecerá por siglos.

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Gregory, Philippa, 1954-

Sendas oscuras : (La Orden de la Oscuridad IV) / Philippa Gregory ; traducción Gina Orozco. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2020.

292 páginas ; 17 x 23 cm.

ISBN 978-958-30-6123-3

1. Novela histórica 2. Novela estadounidense 3. Misterio - Novela 4. Inquisición - Novela I. Orozco Velásquez, Gina Marcela, traductora II. Tít.

813.54 cd 22 ed.

A1661254

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., septiembre de 2020

Título original: Dark Tracks (Order of Darkness IV)

© 2018 Simon & Schuster UK Ltd., 1er piso,222 Gray’s Inn Road, Londres, WC1X 8HB, A CBS Company

© 2018 Philippa Gregory

© 2019 Panamericana Editorial Ltda., de la versión en español

Calle 12 No. 34-30. Tel. (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

César A. Cardozo Tovar

Mapas e ilustraciones

© Fred van Deelen

Traducción del inglés

Gina Marcela Orozco Velásquez

Diseño de carátula

Luz Tobar, Martha Cadena

Guardas

Fra Mauro, monje de la Orden de la Camáldula,1449. © DEA/F. FERRUZZI/ Getty Images

Fotografías de carátula

© Shutterstock: Tony De Laender, Anton_Ivanov

Diagramación

Martha Cadena

ISBN 978-958-30-6123-3 (impreso)ISBN 978-958-30-6340-4 (epub)

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No. 95-28. Tels. (57 1) 4302110-4300355. Fax: (57 1) 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Cerca de Linz, Austria,

marzo de 1461

UNALARIDOFURIOSO salió del interior de la choza del le­ñador.La mujer, que estaba regresando con dificultad del arroyo con una pesada cubeta de agua helada en cada mano, levantó la cabeza y lanzó un grito en respuesta. Algo en su tono enfureció al hombre, si bien él siempre estaba al borde de la furia, y, cuando la mujer apoyó una de las cube­tas chorreantes en el terreno fangoso que había frente a la edificación destartalada, se abrió la tosca puerta de ma­dera, y el leñador salió con su camisa sucia medio abierta y sus gruesos pantalones ondeando.El hombre la sujetó del brazo libre para inmovilizarla y procedió a abofe­tearla con fuer­za.La mujer se tambaleó por el golpe, pero apretó la mandíbula para contener el dolor y se mantuvo de pie con la cabeza agachada, como un buey adiestrado.

El hombre acercó su cabeza a la de ella y le gritó, rociando saliva sobre su rostro impasible. Luego la soltó y, en un arrebato, pateó las dos cubetas en el fango; ahora tendría que ir de nuevo al arroyo y traer más agua.El leñador se rio, como si la idea de su inútil trabajo fuera lo único divertido en aquel mundo tan amargamente duro, pero su risa se desvaneció en cuanto la vio.

La mujer no estaba presionando su mejilla abofetea­da con la palma fría de su mano, ni estaba sollozando con la ca­beza inclinada. Tampoco estaba alejándose de él, ni re­cogiendo las cubetas vacías que rodaban por el suelo. Había extendido sus brazos de par en par y estaba chasqueando los dedos al ritmo de un tambor que solo ella podía oír.

—¿Qué haces, mujer?—preguntó él—. Oye, tonta, ¿qué crees que estás haciendo?

La mujer tenía los ojos cerrados, como si sus sentidos solo pudieran percibir el suelo liso de madera, la luz de las velas, las paredes limpias y blanqueadas, y el olor fresco de un granero despejado y listo para un baile de verano. Tenía la cabeza inclinada, como si estuviera oyendo el repiqueteo de una pandereta y la melodía tentadora e irresistible de un violinista. Mientras el leñador la miraba con sumo desconcierto, la mujer levantó el ruedo de su vestido harapiento, lo extendió y comenzó a bailar, preciosa como una niña.

—¡Ya te haré bailar!

El hombre comenzó a acercarse a ella, pero la mujer no se apartó de él.En su lugar, dio tres pasos hacia la izquier­da, un saltito y luego tres pasos hacia la derecha. Enseguida giró como si un compañero de baile galante le estuviera dando vueltas. Ignorando el fango helado que cubría sus pies descalzos, la mujer comenzó a hacer la parte del baile en la que las mujeres pasean alrededor del salón y, como si la estuvieran observando unos admiradores, mantuvo la cabeza en alto, con los ojos ciegos a las ramas deshojadas de los árboles y al cielo frío que se extendía sobre ellos.

El leñador apoyó sus pesadas manos sobre los hombros de la mujer y la sintió contonearse al percibir su contacto, como si estuviera a punto de bailar con ella.El hombre intentó llevarla al interior de la choza, pero ella solo bailó hacia la puerta abierta, le hizo una reverencia al sucio interior y se apartó de nuevo bailando.El hombre apretó su puño para golpearla hasta dejarla inconsciente, pero algo en su rostro sonriente y soso lo hizo dudar; sintiéndose repentinamente impotente, dejó caer su mano a un costado.

—Te has vuelto loca —dijo perplejo—. Siempre has sido una loca, pero ahora has perdido el juicio y serás nuestra ruina.

Liezen, Austria,

abril de 1461

UNVIAJERODETÚNICAYCAPUCHA dirigió su agotado corcel hacia el interior del establo de una posada modesta en la ciudad de Liezen, le arrojó las riendas al mozo de cuadra que llegó corriendo tras oír su silbido penetrante y luego se apeó de la montura, soltando un suspiro.

—¿Hay un Luca Vero alojado aquí?—le preguntó al muchacho, al tiempo que le lanzaba una moneda—, ¿y su escribano?

—¿Quién lo busca?—Una voz incorpórea provino desde el interior oscuro de uno de los establos, y entonces un joven alto de unos veinte años, de rostro sonriente y anguloso, se asomó por encima de la media puerta del pesebre.Su caballo se acercó por detrás de él y apoyó el hocico sobre el hombro del joven, como si ambos quisieran saber quién estaba buscando a Luca Vero.

—Su señor me envió a entregarle un mensaje —dijo—. Supongo que eres Freize, el criado de Luca, ¿verdad?

Freize le hizo una venia, un tanto sorprendido de que supiera su nombre.

—Así es, y este es mi caballo, Rufino.

El caballo también pareció hacer una reverencia y mirar al viajero con la misma curiosidad cortés.

—¿Usted es…?—preguntó Freize.

—Soy el hermano Jerónimo —dijo el desconocido, y se volvió hacia el mozo de cuadra—. Asegúrate de que lleven mi alforja adentro y consígueme la mejor habitación disponible. Duermo solo.

—Hay habitaciones disponibles —comentó Freize—. Hay suficiente espacio como para que alguien pueda tomar una habitación privada, si acaso puede permitirse ese lujo o si alguien más paga por él, y también hay un buen comedor; aquí se come muy bien.He descubierto el placer de los bollos rellenos.¿Los conoce?Si come dos, no necesitará comer nada más durante varias horas; pero si come tres, necesitará tomar una siesta. Dudo que alguien pueda comer cuatro, y debería probar el pollo guisado.Lo preparan de una forma tan exquisita que cualquiera viajaría desde Roma tan solo para probarlo.

El hombre esbozó una sonrisa apenas notoria.

—No vine aquí por el pollo —dijo—, ni por los bollos rellenos.

—Sin embargo, cabalgó desde Roma, ¿no es así?—Qui­­so confirmar Freize.

El forastero sonrió, dando a entender que Freize había adivinado su ruta.

—Bueno, ha recorrido un largo camino como para des­preciar semejante exquisitez —dijo Freize sin rastro alguno de timidez—. Supongo que le pagaron por venir hasta aquí.¿Es el mensajero que nos dijeron que vendría?

—Sí. Vine a reunirme con Luca Vero, tu amo.Es un ho­nor ser miembro de su orden.

—¿Debe realizar el mismo tipo de trabajo?—Freize tiró con suavidad de la oreja de su caballo para despedir­se de él. Luego salió del establo y cerró la puerta con cuida­­do detrás de él—.¿Es otro inquisidor?¿Juró viajar a lugares inhós­pi­tos para buscar pruebas y señales del fin del mundo, del final de los días, y juzgar, de ser necesario, a los pobres tontos que ya se han llevado un susto de muerte, e informarle todo a milord?

El extraño asintió ante la descripción pesimista de su trabajo.

—Soy miembro de la Orden de la Oscuridad y tengo la tarea de investigar estos tiempos terribles —dijo—. Des­­­­de la caída de Constantinopla, el demonio está aquí, recorre el mundo a diario. Adondequiera que yo vaya, solo encuentro más y más horrores, y desde donde quiera que esté, le informo todo a milord, quien a su vez le rinde cuentas al santo padre.No hay duda de que ahora hay más y más even­tos, y de que cada vez son más extraños.

—¡Eso mismo digo yo! —exclamó Freize, encantado de encontrar por fin a alguien que estuviera de acuerdo con él—. ¡No creería lo que sucedió en Venecia! Hubo alquimistas y riquezas, todo el oro se echó a perder y no pudi­mos pagar para sacar al padre de Luca de la esclavitud, conocimos personas de lo más raras, el tiempo fue pésimo e incluso vimos animales extraños.En este viaje nos han seguido; puedo jurar que nos ha perseguido una especie de ser, una criatura pequeña que no se deja ver fácilmente, pero que está allí.La he visto por el rabillo del ojo; se aparta de las bridas cuando voy a ensillar y se oculta detrás de las cubetas con el alimento para los caballos. Nunca come, nunca duerme y no cabe duda de que no es de este mundo.¿Qué será esa criatura? Por eso le digo a mi amigo y señor: ¿por qué no regresamos a casa y vemos cómo se desarrollan los acontecimientos desde allí? Visto que hay tantas personas anormales en este mundo y que hay cosas extrañas sucediendo todo el tiempo, ¿por qué debemos ir a buscarlas? ¡Dejemos que vengan a nosotros! ¡Dios sabe que en este mundo peligroso ocurren suficientes hechos malos y extraños como para tener que ir a buscarnos problemas!

Freize tomó la delantera y cruzó el arco de la puerta hacia la posada, mientras el hermano Jerónimo le expresaba su desacuerdo:

—Tu amo tiene que ir en busca de esas cosas porque es un inquisidor de la Orden de la Oscuridad.Es su trabajo y su deber ir adonde sea que haya peligro o enigmas, y descubrir de qué se trata.

Freize no parecía convencido.

—Pero ¿qué sentido tiene todo eso?¿Qué pasa con sus informes?

—Milord los tiene en cuenta, por supuesto —dijo el hombre—. Como líder de nuestra orden, él lee todo lo que le enviamos.Si es grave y urgente, se lo hace llegar de inmediato al santo padre, y el papa en persona estudia el caso y, al comparar el informe de tu amigo con las señales que vieron todos los demás inquisidores, entonces comprenden todo…

—¡Exacto! ¿Qué es lo que comprenden?—preguntó Freize, mientras empujaba la puerta de la posada—. Saben que docenas o quizá centenares de cosas terribles están sucediendo en todo el mundo, y nosotros corremos como tontos de un lado a otro para atestiguarlas de primera mano. ¡Como si alguien quisiera verlas! ¡Como si alguien en sus cabales no quisiera correr en la dirección opuesta!

—Solo al reunir todos los informes saben que en efec­to son signos del fin de los días, que se avecina el fin del mundo.

Freize vaciló.

—Entonces, ¿usted también lo cree?—preguntó, como si tuviera la esperanza de que la respuesta fuera negativa—.¿En verdad cree que el fin del mundo está por ocurrir?

—Con toda certeza —dijo el hombre con seriedad—.Ya empezó, y que Dios nos ampare. Comenzó con la caí­da de Constantinopla, cuando los infieles otomanos se to­ma­ron el altar de la Iglesia de Oriente. Ahora debemos temer por nosotros, pues si se toman el altar de la Iglesia de Occi­dente en Roma, el hogar del papa de Occidente, será el fin.Tu amo, yo mismo y todos los que le servimos a milord en la Orden de la Oscuridad debemos descubrir cuándo caerá el manto negro sobre nosotros.No se trata de averiguar si va a suceder, sino de cuánto tiempo disponemos. Bien podría ser mañana.—Miró el rostro horrorizado de Freize—. Más te vale elevar tus plegarias, pues tal vez ocurra esta misma noche.

* * *

—Un visitante muy grato nos trae la mejor de las noticias.—Freize anunció con tono lúgubre la llegada del hermano Jerónimo a sus compañeras de viaje, Isolda e Ishraq.El joven las miró pasando de un rostro sonriente a otro; una de ellas, rubia como una sajona, y la otra morena, como si viniera de España—.He aquí otro inquisidor, tal y como nos lo prometieron, que apareció de la nada para comunicarnos nuestra misión y advertirnos que el Diablo camina entre nosotros en estos días —dijo con tristeza—. Como si no estuviera aterrado ya.

—Pobre Freize —bromeó Ishraq, al tiempo que le daba un abrazo y posaba brevemente su cabeza sobre su ancho hombro.

Freize bajó la mirada y vio el pelo liso y negro de la joven, su hiyab echado hacia atrás de forma desenfadada, sus elevadas cejas negras y la curva de su mejilla aceitunada, y el brazo de él se cerró aún más alrededor de la cintura de la joven.

—Eres un consuelo —admitió él—.Al menos moriré en compañía de una joven hermosa.—Miró a la rubia Isolda y le hizo una reverencia—.De dos jóvenes hermosas.

—Lo más seguro es que el mundo no se acabe antes de la cena, de modo que aunque sea te queda esa esperanza —señaló Isolda.

—Sin duda habrá bollos rellenos —agregó Ishraq.

—Sí, pero él querrá que vayamos a algún lado —se quejó Freize—, a un lugar horrible que está por caer en el infierno, y querrá que averigüemos por qué.No quiero ir a ningún lado. Estoy cansado de viajar. Quiero ir a casa.

—Al menos tienes un lugar adónde llegar —comentó Isolda desde su asiento junto a la pequeña ventana—.Si no llego donde el hijo de mi padrino y reúno un ejército, nunca recuperaré mi castillo ni mis tierras. Solo podré seguir viajando con ustedes si el inquisidor los envía al este, pues esa es mi ruta.Si las órdenes los llevan en otra dirección, tendremos que separarnos aquí.

—Voy contigo —le recordó Ishraq, su amiga desde la infancia—, adonde sea que vayas.

—El inquisidor no me dijo nada —dijo Freize—. Solo que se reuniría con Luca.

—Bajemos —sugirió Ishraq—y averigüémoslo nosotros mismos.

—Pero ¿está bien que nos vea?—vaciló Isolda—. Tal vez Luca no quiera que se sepa que estamos viajando con él.

—De seguro ya lo sabe todo el mundo —dijo Freize con alegría—. Desde que milord se valió de ustedes para encubrir la investigación en Venecia, todos saben que el inquisidor Luca Vero viaja con una dama y su acompañante. Cuando el hermano Jerónimo entró a los establos, supo mi nombre de inmediato.Yo creería que toda Roma sabe que ustedes dos están viajando con Luca, conmigo y con el hermano Pedro, el escriba. Ishraq tiene razón: tenemos que averiguar si podemos seguir juntos. Vayamos a ver.

* * *

Fue Isolda, la señora de Lucretili, el miembro más solemne del grupo, quien los guio hacia el pasillo para buscar a Luca y al hermano Pedro, quienes estaban sentados a la mesa del comedor junto al recién llegado.

—Nos preguntábamos si podíamos acompañarlos —le dijo a Luca con cortesía—. Quisiéramos saber su nuevo destino, y si nuestros viajes aún siguen el mismo rumbo.

Luca se puso de pie de inmediato, con una sonrisa cáli­da y amistosa.

—Por supuesto —dijo—. Por favor, entre, tome asiento.—Al forastero le dijo—: Ella es Isolda, la señora de Lucretili.¿Milord le dijo que todos viajamos juntos?

—Mencionó que usted tenía acompañantes —dijo el hombre, quien se puso de pie e hizo una reverencia—, pero no tenía idea… —Su mirada perpleja quedó fija en la hermosa joven, cuyo tocado cónico se elevaba desde sus trenzas enrolladas de grueso pelo rubio, y cuyo exquisito vestido de terciopelo azul oscuro tenía mangas a la moda, cortadas para revelar la seda de color turquesa intenso que había debajo, así como su aire de confianza.

Ishraq entró detrás de Isolda.

—Ella es mi amiga y acompañante, Ishraq.

El forastero retrocedió y se persignó, pues la muchacha que tenía delante era diferente a todas las que había visto en su vida.

Su piel era oscura como el fruto del haya, pero era completamente lisa; sus ojos eran oscuros y ­estaban enmarcados con kohl; y su pelo negro estaba oculto bajo un pañuelo de seda color índigo atado alrededor de su cabeza.

Lo que más lo sorprendió fue su túnica, que era como la de una mujer árabe, y sus pantalones holgados, los cua­les había atado a sus delgadas piernas para poder montar.La mirada del hombre se dirigió a Luca en un gesto casi acusador.

—¿Una infiel?—preguntó—.¿Viaja con una mora?

—Ishraq es una amiga y es muy leal.—Luca comenzó a defenderla, pero Ishraq solo se rio del hombre, dejando ver sus pequeños dientes perfectamente blancos.

—No represento ningún peligro para usted, inquisidor —dijo—, de modo que no hace falta que se persigne al verme. Fui criada en un hogar cristiano por un gran señor cruzado y ahora le sirvo a su hija, la señora de Lucretili.—Ishraq señaló con la cabeza a Isolda, quien miró desafiante al extraño y se acercó para estar hombro a hombro con su amiga de la infancia—.He estado en un hogar cristiano desde que era una bebé, pero mi madre era mora y estoy orgullosa de mi herencia.

—De todos modos… —dijo el hermano Jerónimo, toda­vía conmocionado.

—Conocí a su señor, y no me causó buena impresión —continuó la joven árabe, cuyo discurso audaz alarmó aún más al inquisidor—. Ahora que me conoce, veo que tampoco le causé una buena impresión, de manera que nuestros prejuicios están al mismo nivel. Sin embargo, le recuerdo que los moros ahora ­controlan la mitad de la cristiandad y están intentando conquistar el resto, de modo que, si yo fuera usted, preferiría tenerme de amiga en lugar de enemiga. Como sabe, somos bastante peligrosos como enemigos y, sin duda, lo mejor es no ser ofensivos al vernos.

—El avance de los otomanos es un desastre, una de las grandes señales del fin de los días —refrenó el hombre—.La caída de nuestra sagrada Constantinopla confirma el fin del mundo; es una tragedia.

—Solo para ustedes —dijo ella con brevedad—. Desde el punto de vista de los otomanos, las cosas van bastan­te bien.No es que yo esté de su lado, pero creo que, si ustedes van a pasar el resto de sus vidas en busca del conocimiento, lo mejor es que consideren cuán diferentes se ven las cosas desde otro punto de vista.

En el silencio atónito, Luca e Isolda tuvieron cuidado de evitar la mirada del otro por miedo a reírse a carcajadas ante la expresión de asombro en el rostro del inquisidor.

El hermano Pedro, el escriba, intervino.

—Yo también me sorprendí cuando nos encontramos escoltando a estas dos damas —comentó—. Nos conocimos en el camino después de nuestra primera investigación, y desde entonces hemos viajado juntos. Por supuesto, yo preferiría evitar a las mujeres, a todas en general, pero nuestros caminos han permanecido juntos hasta el momen­to, y ni siquiera yo, un monje célibe que ha dedicado su vida a nuestra orden, puedo negar que se trata de mujeres excepcionales que actúan con valentía ante el peligro y que son de utilidad a la hora de investigar.En cualquier caso, ellas se dirigen hacia el este y tienen sus propias razones para viajar, y milord nos ordenó viajar juntos hasta que nuestros caminos se separen. Cuando llegue el momento lamentaré tener que despedirme de ellas.¿Quizá nuestro nuevo destino nos separe mañana?

Una rápida mirada entre Luca e Isolda dio a entender que esperaban seguir juntos. Ishraq le sonrió a Pedro.

—Bueno, espero que no —dijo ella—.He aprendido mucho de usted, hermano. Pero ¿usted qué opina, Luca?—Ishraq volvió su atención hacia él, con sus ojos relucientes de picardía—. Como el monje célibe más joven que viaja con nosotras, ¿estaría contento de que nos separáramos o lamentaría perdernos, como el hermano Pedro?

—Soy novicio —dijo Luca con dignidad serena—. Como sabes, aún no he hecho mis votos. Pero no podría haber completado mis investigaciones sin ayuda de ustedes. Les debo mi gratitud a ambas.

—Si milord no tiene objeción con que todos ustedes viajen juntos, entonces no puedo oponerme.—Se apresuró a decir el inquisidor visitante.

—Muy independiente de su parte —observó Ishraq con sarcasmo.

—Ya conoce a Freize, nuestro factótum de cabecera —dijo Isolda cuando Freize abrió la puerta un poco más y entró a la habitación desde donde había estado escuchando.

—¿Factótum…?

Isolda asintió con firmeza.

—Así es como prefiere que lo llamen —dijo en voz baja—, y lo admiramos y respetamos sus preferencias.

—Como puede ver, no soy un simple criado —señaló Freize—. Soy indispensable.

—Somos un grupo heterogéneo —admitió el hermano Pedro—. Pero ¡las cosas que hemos visto en este ­viaje! Milord ha quedado satisfecho con nuestros informes e incluso vino a visitarnos en medio de una de nuestras investigaciones.

El hermano Jerónimo estaba impresionado.

—¿En serio?—exclamó—¿Por qué lo hizo?

El hermano Pedro respondió, insulso:

—Por supuesto que no sabemos por qué.

—¿Es posible que usted lo sepa?—le preguntó Isolda al hermano Jerónimo—. Ocurrió cuando una galera otomana llegó a la costa para hacer reparaciones, y el propietario, Radu Bey, insistió en cenar con Luca. Milord dijo que Radu Bey era el mayor enemigo de la cristiandad. Intentó capturarlo.

El hermano Jerónimo miró hacia otro lado.

—No podría saberlo —dijo escuetamente—.He oído hablar del moro Radu Bey; es el segundo al mando del mismísimo sultán, un peligro para cada cristiano y para todas las comunidades cristianas del mundo.

—No es moro —señaló Ishraq—.Es de piel clara.

—Pero ¿por qué es un enemigo tan puntual del señor de la Orden de la Oscuridad?—apuntó Isolda.

—Todos los moros son nuestros enemigos —dictaminó el inquisidor—, pues es su avance lo que señala el final de los días. Aun así, ese tal Radu Bey no forma parte de mi investigación, ni aparece mencionado en sus órdenes.No puedo especular nada sobre él.—El hermano Jerónimo concluyó la conversación al introducir la mano en su bolsillo y sacar un manuscrito enrollado.

Freize inclinó la cabeza hacia Luca, como si los hechos estuvieran confirmando sus peores temores.

—Más órdenes selladas —dijo—, y con ellas tendremos que despedirnos del pollo guisado y los bollos rellenos.

—Nos gusta especular —comentó Ishraq con sutileza, lo que le mereció una rápida sonrisa de reproche de Luca.

—¿Comparte las órdenes con todos?—preguntó el inquisidor, al tiempo que miraba a Luca.

El joven asintió.

—Sin los conocimientos y las habilidades de todos, habríamos fracasado una y otra vez.

El forastero levantó las cejas, como si aquella le pareciera la forma más extraña de hacer una investigación, y enseguida rompió el sello y extendió el papel enrollado sobre la mesa del comedor.

Todos se sentaron y aguardaron.

—Parece haber un brote de un mal que se ­conoce como la enfermedad del baile —comenzó—, la maladie de la ­danse. Milord quiere que tome la antigua carretera hacia el norte y luego vaya al este a lo largo de las riberas del río Danubio.En algún lugar del camino escuchará rumores sobre unos bailarines, pues hay un brote en esa región. Están viajando río abajo; no sé en dónde se encuentran en este momento, de modo que tendrá que preguntar por ellos y buscarlos. Deberá reunirse con ellos y estudiarlos mientras bailan juntos. Los que puedan hablar deberán ser entrevistados individualmente. Tendrá que conversar con el sacerdote local y averiguar si algún exorcismo u oración ha funcionado en ellos. Puede experimentar con remedios y hacer pruebas individuales en bailarines con cualquier cosa que crea que pueda funcionar, pero solo si son personas sin importancia y cuya muerte o destrucción sea irrelevante. Tendrá que dirigirse al terrateniente local, lord Vargarten, quien gobierna las tierras al norte del río, y hablar con el obispo para averiguar si ya se habían presentado brotes antes y, de ser así, cuál fue la causa y cómo se le puso fin, y le informará a milord tan pronto sepa si se trata de algún tipo de frenesí, envenenamiento, demencia o algo peor.

—¿Peor?—preguntó Freize con ansiedad—.En el nombre del cielo, ¿en qué clase de mundo viven ustedes?¿Qué imaginan que puede ser peor que un frenesí, un envenenamiento o la demencia?

—Una posesión —dijo el hermano Jerónimo con brevedad—. Pudieron haber sido invadidos y tomados por de­monios, y tal vez esos demonios son los que los hacen bailar.

—¿Demonios?

—Es posible. Sí.

La expresión de horror de Freize habló por todos ellos.

—¿Demonios?—dijo de nuevo—.¿Quiere que vayamos a mezclarnos con personas que pueden estar poseídas por demonios?

El hombre inclinó la cabeza.

—Sin duda la labor del inquisidor es ver los horrores del mundo y descubrir su naturaleza. Ustedes son libres de optar por no acompañarlo, pero es algo que deben decidir él y todos sus acompañantes.

—Pero ¿ir tras ellos?—preguntó Freize—, ¿y si son demonios?, ¿y si quieren poseernos?

El inquisidor intercambió una sonrisa con el hermano Pedro ante la simplicidad del sirviente.

—No nos veremos afectados —dijo—. Somos hombres con educación; somos hombres de la Iglesia.

—Entonces, ¿qué pasará con las jóvenes?—reclamó Freize.

El inquisidor perdió enseguida su confianza pomposa.

—Ah, respecto a eso… no sé —dijo—.Se sabe que las mujeres son más vulnerables a la locura y a los arrebatos. Sus mentes son frágiles, tienen poca determinación y no son fuertes. Quizá estas jóvenes deban quedarse atrás por su propia seguridad.

—Es nuestra ruta. Podemos seguir el río Danubio hacia el este —dijo Isolda con frialdad—.El viaje que hemos realizado hasta ahora es prueba suficiente de nuestra determinación y fortaleza, y ambas recibimos educación.Si eso es una salvaguardia, entonces estaremos bien.

—No me refiero al canto y la costura —dijo el hombre, sonriéndole a la hermosa joven.

Isolda lo miró con tanto desdén con sus ojos de color azul profundo, que por un momento el hombre se quedó sin aliento, como si le hubieran sacado el aire de un golpe.

—No, yo tampoco.

—La señorita Isolda fue criada en Italia por su padre, el señor de Lucretili, para que heredara sus grandes propiedades y asumiera su papel en el consejo —explicó Luca—. Ella gobernó su castillo y sus tierras mientras él estuvo enfermo.Es una midons, regente del castillo.Ha estudiado mu­cho más que canto y costura.

El hombre inclinó la cabeza.

—Pero ¿puedo preguntar por qué su señoría no está en casa, gobernando sus tierras en Lucretili?

—Mi hermano robó mi herencia al morir mi padre. Voy a buscar al hijo de mi padrino para pedirle que reúna un ejército para mí y así poder recuperarla —dijo Isolda de forma simple—. Planeo una batalla a muerte.No me ­detendré en el camino para bailar.

—Pero ¿qué me dice de su esclava?

—No soy ninguna esclava; soy una mujer libre —lo corrigió Ishraq—.El señor de Lucretili me permitió asistir a las universidades de España y fue allí donde estudié.

—¿Admiten mujeres en las universidades moras?

—Oh, sí —dijo ella con una pequeña sonrisa—. Algunos de sus mejores filósofos y científicos son mujeres.

El hermano Jerónimo trató de asentir, como si aquella no fuera una noticia sorprendente y perturbadora para él.

—¿En serio?

—Estudié Filosofía, Astronomía, Geografía y Mate­máticas, y me formé como guerrera —dijo Ishraq, sonriendo mientras aumentaba el asombro del hombre—.El señor de Lucretili fue muy generoso y quiso darme una amplia educación. Eso deberá bastar para estar a salvo.

El sacerdote inclinó la cabeza.

—Yo estoy aprendiendo mucho en este momento. Has estudiado cosas que tengo prohibido aprender: libros prohibidos, ciertos conocimientos heréticos.La Astronomía por sí sola es limitada, pues algunos hombres han dicho las ­cosas más descabelladas, herejías… Bueno, puedo ver que tu aprendizaje te protegerá, y al final es tu decisión, pero estoy obligado a advertirte que puede haber peligro.

—Pero ¿qué hay de Freize?—preguntó Isolda—.¿Se verá tentado a bailar?Es un joven de gran valor e iniciativa, pero no tiene educación, ¿o sí, Freize?¿Estarás bien?

—No sé leer —señaló Freize—. Puedo firmar mi nombre y hacer cálculos, pero nadie diría que soy un erudito.¿Eso significa que comenzaré a bailar cuando lleguemos adonde sea que vayamos? Dios nos ampare.

—No sé —dijo el hermano Jerónimo con cierta franqueza—. Ese es el peligro al que se enfrentan.No sabemos la causa de la enfermedad del baile, por qué comienza ni por qué se detiene. Ese es el objetivo de la investigación: descubrir la causa y la cura para salvar a las personas de la enfermedad y enviarlas de regreso a casa.

—¿Alguien se ha curado antes?—preguntó Luca.

—Muchas personas afirman haber expulsado demonios, pero la enfermedad del baile parece comenzar y detenerse sin razón alguna. Eso es lo que nos hace pensar que es una señal del fin de los días. Sin duda es imposible que las personas se propongan bailar hasta morir sin ningún motivo. Debe haber alguna razón; quizá ustedes puedan descubrir cuál es. Rezaré por todos.

—Le agradezco sus oraciones —dijo Freize con tristeza—. Pero ¿después qué sigue?, ¿después de haber bailado con los dementes?

El inquisidor levantó la vista y se permitió sonreír.

—Después de eso tu amo Luca escribirá su informe y yo, o algún otro mensajero, le entregará su próxima misión —dijo—. Mientras tanto, tengo entendido que traen una gran cantidad de oro desde Venecia que le pertenece a milord, ¿no es así?

—Así es —dijo el hermano Pedro—, y nos alegraría librarnos de esa carga.

—Pueden entregármelo la mañana en la que nuestros caminos se separen —dijo el inquisidor—. Voy hacia el oeste.Se lo entregaré a otro inquisidor que lo llevará a Roma y al propio milord.

—Pero ¿acaso cuántos inquisidores más hay?—preguntó Ishraq con curiosidad.

El hombre la miró como si fuera una espía del enemigo y estuviera tratando de sacarle información secreta.

—Suficientes como para identificar todos los peligros que enfrenta la cristiandad y todas las señales del fin del mundo —dijo con seriedad—. Algunos de ellos informan sobre el ascenso de tus compatriotas; hay quienes advierten sobre las fuerzas otomanas que se acercan cada vez más con cada victoria sobre el corazón de la cristiandad.Se adueñaron de Constantinopla, la ciudad cristiana más grande de Oriente, y son una amenaza para toda Grecia. Sin duda planean conquistar toda Europa y, cuando lleguen a Roma, sabemos por las profecías que será el fin de los días. Pero nosotros, los guardianes de la cristiandad, estamos en todas partes y lo vemos todo. Los otomanos piensan que son imparables, pero siempre estamos atentos. Observamos y advertimos, indagamos e informamos.

—El hijo de mi padrino lucha contra ellos —comentó Isolda.

—¿Quién es?

—El tercer conde Vlad de Valaquia —respondió ella.

El hombre hizo una venia, como si reconociera la presencia de un general poderoso.

—Lucha contra ellos —confirmó—, y mantenemos una vigilancia constante.

—Pero aun así siguen avanzando —comentó Ishraq.

—Satanás avanza —aseguró el hombre—, y el mundo está llegando a su fin.

* * *

El hermano Jerónimo partió al amanecer y se llevó consigo el burro cargado con el oro que había quedado de la escoria que habían comprado en Venecia. Milord había ganado una fortuna engañando a los otomanos, y el grupo estaba complacido de entregarle sus ganancias y librarse de la carga.El hermano Pedro se alegró especialmente al ver ­partir el oro, pues solo podía verlo como el botín del pecado, como las ganancias de una apuesta inmensamente peligrosa que solo entendía milord, quien jugó con cristianos y otomanos como fichas en un tablero.

Luca, Isolda, Ishraq, Freize y el hermano Pedro se despidieron del hermano Jerónimo, desayunaron y se reunieron en las caballerizas mientras la luz aún estaba fría y perlada. Isolda se envolvió con su capa para protegerse de la niebla de la mañana, y Luca se le acercó para acomodar la capucha sobre su pelo rubio, en un gesto gentil que revelaba lo íntimo de su relación.

—No puedo creer nuestra suerte —dijo—.Es increíble que podamos continuar y que nuestros caminos sigan unidos, que milord nos haya ordenado que viajemos juntos, que podamos estar juntos una mañana más, con un nuevo día por delante.

—Cada día es un regalo para mí también —dijo ella en voz muy baja.

Detrás de ellos, Freize arrojó pesadamente una silla sobre el enorme caballo que el hermano Pedro solía montar.Ni Luca ni Isolda lo notaron; solamente tenían ojos el uno para el otro.

—Muy pronto tendremos que separarnos —le advirtió Luca—.Es nuestro destino. Usted tiene que buscar al hijo de su padrino, y yo tengo que ir adonde milord lo ordene.No sé cómo habré de enfrentar ese día, no puedo ni imaginarlo.No me atrevo a imaginarlo.

Isolda dudó antes de hacerle una pregunta que estaba cobrando cada vez más importancia para ella. Entonces habló tan bajo que Luca tuvo que inclinar la cabeza para escucharla susurrar.

—¿Acaso tiene que llegar ese día, Luca?¿Es ­necesario que continúe?¿No puede venir conmigo a recuperar mi castillo y mis tierras?¿No quiere venir conmigo y ayudarme?

Luca se puso muy serio y negó con la cabeza, con los ojos fijos en su rostro.

—Sabe lo mucho que me importa, Isolda, pero no puedo abandonar mi investigación. Debo obedecer mis votos. Aun soy un novicio, pero los tomaré. Estoy consagrado a Dios. Mis propios padres estuvieron de acuerdo con que me integrara a la Iglesia, y no puedo dejar de obedecerlos a ellos ni romper mi juramento ante Dios. Milord me sacó del monasterio para esta misión especial, pero habré de regresar. Entretanto, le juré lealtad a la Orden de la Oscuridad y, como dijo el otro inquisidor, el trabajo que hacemos es muy importante, quizá el trabajo más importante que se haya hecho jamás.

—Rompió sus votos una vez.—Le recordó ella.

Como si fuera un sueño extraño y erótico, Luca recordó el jardín a la luz de la luna y a la mujer enmascarada y encapuchada que se entregó a él en silencio, sin decir nunca su nombre, para que él no supiera a quién había besado ni a quién había amado aquella noche mágica. Aun ahora, días después de aquel amanecer sobrenatural en el que ella se había ido sin decir ni una sola palabra, Luca ignoraba quién había sido. Isolda le había dicho que ella, Ishraq y otra mujer habían estado fuera del jardín y habían jurado que él nunca lo sabría.

—No debí haber pecado —dijo en voz baja—. Quienquiera que haya sido esa noche tiene potestad eterna sobre mí por ser mi primera amante. Pero al día siguiente usted me dijo que jamás sabría su nombre, que nunca sabría quién había venido a mí en el jardín.No fue una unión propia del mundo real, sino una noche de amor aislada que apenas debe ser recordada y nunca deberá ser discutida. Usted misma me dijo que nunca la olvidara, pero que nunca buscara a esa mujer.

—Nunca sabrá quién fue —confirmó ella—, y no hablaremos de eso. Pero ¿acaso no ve que rompió sus votos esa noche? Con quienquiera que haya estado, su voto de celibato está roto.¿Eso no lo libera de su juramento?

Luca negó con la cabeza, pero ella insistió.

—¿Si recuperara mi herencia?En ese caso podríamos tener una vida muy diferente… juntos… en mi castillo.—Isolda estaba a punto de ofrecérsele, y Luca vio cómo le subían los colores desde su cuello hasta su barbilla y pómulos—. Sería una mujer rica —susurró ella—. Sería la señora de Lucretili otra vez, y usted podría ser el nuevo señor.

—Rompí mis votos en un momento de pecado, cuando estaba solo a la luz de la luna y embriagado de deseo por usted, pero eso no me libera de ellos —dijo Luca con ­firmeza—. Eso me convierte en un mal novicio, me convierte en un fracaso, me hace un pecador, pero no me libera, y aun si fuera libre, usted no podría rebajarse a casarse con un hombre que no fuera al menos un señor o un ­príncipe. ¡Isolda, mi amada, yo no soy nadie! Soy hijo de un granjero que ni siquiera era dueño de sus propias tierras, sino el vasallo de un gran señor feudal, y, lo que es peor, tal vez soy hijo de las hadas. Podría ser hijo de cualquier persona y provenir de cualquier lugar, pero la gente le decía a mis padres, y en mi propia cara, que era hijo de las hadas.Mi propia madre no pudo negarlo, y ahora que ambos son esclavos, ¿quién me dará un nombre? Nadie sabe ­quién soy.En su ira, mi propio padre me negó. ¡Dijo que soy hijo de las hadas!

—¡Su padre fue esclavizado por los otomanos contra su voluntad! —exclamó Isolda—.Lo negó en medio de su ira. Ahora es un esclavo, pero sé que usted lo liberará y que también encontrará a su madre y conseguirá su libertad. Cuando eso suceda, no lo negarán, y nadie lo llamaría hijo de las hadas si estuviera a mi lado y fuera el señor de Lucretili.

Luca estaba muy tentado por ella y por la vida que le ofrecía, pero se contuvo susurrando una pequeña oración y sacudió la cabeza.

—No puede hacer que un hijo bastardo de las hadas ocupe el lugar del señor de Lucretili —dijo con firmeza—. Sería una vergüenza para usted, Isolda de Lucretili. Sería una vergüenza para la memoria de su padre, un gran señor cruzado. Incluso me avergonzaría ser la causa de su deshonra. Nadie la perdonaría por rebajar su linaje y su gran nombre, y yo nunca me perdonaría eso.

Era cierto; Isolda no podía disentir.

—Lo sé —dijo con tristeza—. Supongo que lo sé. Tiene razón, por supuesto. Pero ¿qué podemos hacer?¿Simplemente nos separamos cuando nuestros caminos tomen rumbos diferentes? Ahora que nos conocimos, ¿debemos­ separarnos, como si esto no significara nada?Si nacimos para estar juntos, ¿no es eso más importante que cualquier otra cosa?

—Señor, ¿debo ensillar los otros caballos?—preguntó Freize, interrumpiéndolos con tono alegre—. Pedí en la cocina que nos dieran una alforja con comida y algo de beber. Solo Dios sabe dónde estaremos a la hora de la cena.

Al salir de la posada con las pesadas alforjas, Ishraq se rio de él.

—Al menos nunca pasaremos hambre, no si eres tú quien planea la expedición, Freize.

Isolda y Luca se separaron cuando Ishraq entró al granero que estaba junto al establo, donde se guardaban las monturas de los caballos, para recoger la brida del suyo. Mientras se la echaba al hombro, la joven vio que algo se movía detrás de los comederos que había en la parte trasera del establo; algo pequeño como un niño, rápido como un niño.

Enseguida, en menos de un segundo, Ishraq se agachó y adoptó su pose de lucha, sacó la daga de su bota y extendió su mano para mantener el equilibrio, lista en caso de que se presentara algún problema.

—¿Quién está ahí?

Se oyó un correteo afanoso, luego se abrió una puertecilla en la parte trasera del granero que se cerró de golpe enseguida y al final todo quedó en silencio. Freize entró al granero para buscar las sillas de montar, observó la entrada y vio a Ishraq incorporarse tras su pose de combate.

—¿Qué pasa?—preguntó—.¿Viste algo?

—Me pareció ver a alguien ahí. Estaba escondido.

—¿Sigue allí?

—Creo que se fue. Salió por la puerta como un relámpago.—Ishraq volvió a introducir la daga en la funda de su bota, caminó hacia la puerta trasera y la abrió. Fuera había un pequeño prado y un huerto donde unos gansos blancos y gordos mordisqueaban la hierba.No había nadie allí.

—¿Habías visto algo antes?—le preguntó a Freize mientras cerraba la puerta y entraba al cuarto de monturas.

Freize asintió para indicar que así era.

—Durante todo este viaje. Tengo la sensación de que siempre estoy viendo a alguien o escuchando algo.

—Pero Freize, es extraño. Era muy pequeño; no es más grande que un osezno, pero es rápido y sigiloso como un gato.

Freize asintió.

—Es del tamaño de un niño.

Freize vio que Ishraq se estremecía.

—Un niño no pudo habernos seguido desde ­Venecia —señaló ella—. Hemos cabalgado todos los días y en campo abierto. Ningún niño, ni siquiera un hombre, pudo habernos seguido el paso sin ser visto.

—Lo sé —dijo Freize con compostura y un tono anormalmente tranquilo.

—¿Aún piensas que nos está siguiendo alguna criatura?—preguntó ella en voz muy baja.

Freize permaneció callado.

—En Venecia había una criatura —comentó ella, casi a regañadientes—. Los alquimistas dijeron que habían creado vida. Salvamos a una criatura del frasco roto y la pusimos en el agua.¿Crees que sea esa, Freize?¿La criatura que hicieron ellos?

—Es lo que he estado pensando —admitió él.

Ishraq se veía horrorizada.

—¿Crees que sea la misma criaturita del recipiente de vidrio, la que era pequeña como una lagartija?

Freize asintió con rostro sombrío.

—Pero cuando la lanzamos al canal era del tamaño de un bebé.

—Lo sé.

—Pero ¿ahora crees que es del tamaño de un niño?

—Sí.

—Entonces, ¿está creciendo rápidamente, a un ritmo increíble?

Freize asintió.

—Qué pasa si logró seguirles el ritmo a los caballos, ¿quiere decir que es en extremo veloz?

Freize lucía consternado.

—Me pareció que estaba siguiéndome en el agua —dijo ella en voz muy baja—, que iba a la misma velocidad del bote de remos en el canal de Venecia.

—Ahora nos sigue el paso, aunque andamos a caballo —dijo Freize—. Día tras día de viaje.

Ishraq estaba muy pálida.

—¿Le has mencionado a Luca algo de esto?

—No —admitió él al final—. Porque no estaba seguro de que hubiera algo que decirle. Pensé que tal vez lo estaba imaginando. Esperaba que solo estuviera actuando como un tonto, asustándome con sombras, atemorizándome con misterios. Pensé que con ignorarlo el problema simplemente desaparecería, pero tú también lo has visto.

—En realidad no lo vi. Solo escuché algo.

—De cualquier forma, es real.

Como era bastante propio de ella, Ishraq quiso afrontar su miedo.

—Entonces, ¿qué es?¿Es la lagartija y creció ­hasta con­vertirse en niño?

—Me he preguntado sobre eso —comentó Freize—. Pero luego se me ocurrió otra cosa.

—¿Qué?¿Qué quieres decir, Freize?¿Ahora hablas con acertijos?

—No importa lo que sea. Esa no es la verdadera cuestión.La pregunta es: ¿por qué nos está siguiendo?Si se ­trata de un ser misterioso que alguna vez fue pequeño como una lagartija y ahora tiene el tamaño de un niño humano, ¿por qué nos persigue como lo haría un perro callejero?

Ishraq se acercó un poco a Freize y luego posó la mano con ­delicadeza sobre su fuerte pecho. Pudo sentir los rápidos latidos de su corazón a través de su camisa de lino delgado, y entonces supo que ambos compartían el mismo temor supersticioso.

—¿Qué crees que quiera de nosotros?—le preguntó ella, sabiendo que él no tendría respuesta—.¿Cuándo nos enfrentará?

* * *

Cabalgaron todo el día por el antiguo camino romano que iba hacia el norte, atravesando pequeños campos de trigo y centeno y pasando por vergeles donde crecían frutas y verduras.En ocasiones se salían del camino para tomar un atajo que les indicaba algún aldeano, y en otras tomaban rutas que no eran más que senderos para comerciantes y arrieros, caminos muy difíciles y tan estrechos que había que andar en una sola fila. Había granjas pequeñas y desaliñadas en el camino, cuyas ventanas sin vidrios permanecían cerradas y las puertas atrancadas.

Ascendieron cada vez más y más hasta internarse en un bosque abovedado altísimo y tan tranquilo que ni aun al mediodía se oía el canto de los pájaros bajo la cobertura verde.

No habían encontrado posadas desde que abandonaron el antiguo camino, por lo que se alegraron de poder detenerse a mediodía bajo la sombra de los árboles enormes, para degustar la magnífica comida que Freize había desempacado de las alforjas y beber el vino acidulado.

Al final de la tarde del segundo día, su camino había serpenteado colina abajo y los había sacado de las montañas hasta llevarlos hacia una gran extensión de río tan ancha y tranquila como un lago: era el Danubio.Al otro lado se elevaba un hermoso muelle bullicioso hecho en piedra, con una muralla y una puerta. Sin necesidad de cruzar ­palabra, el grupo cambió el orden de su pequeña cabalgata: las mujeres retrocedieron para montar juntas detrás de los hombres, con las capuchas puestas sobre sus cabezas para ocultar su pelo por completo, y con los ojos fijos en el suelo; eran la mismísima imagen de obediencia y docilidad femenina.El barquero salió de su casa de aquel lado de la orilla y los saludó con la mano para indicar que veía su avance mientras cabalgaban hacia él.

—¿Quieren ir a Mauthausen?—Señaló con su cabeza en dirección al pueblo ubicado en la orilla opuesta.

—Sí —dijo Freize, quien se apeó de su caballo y sacó su bolsa para pagar la tarifa.

—Tal vez no quieran ir —les advirtió el hombre—. Tienen una enfermedad, la enfermedad del baile.

—Un hombre sabio regresaría por donde vino —coincidió Freize.Le hizo un gesto a Luca con la cabeza para indi­carle que habían encontrado a los bailarines.

Luca se bajó de su caballo y dio un paso al frente:

—¿Cuánto tiempo llevan aquí?

—Dos días —dijo el hombre—. Parece que nada los detiene. Llegaron a la ciudad por la puerta norte y tendrán que irse por el mismo camino, pues yo no los dejaré subir a mi bote.No pueden parar de bailar y están tan locos que volcarían mi bote en el agua.El guardia nunca debió haberlos dejado entrar.Se metieron con sigilo; esa es su destreza. Ahora bailan dando vueltas alrededor de la plaza y ¿quién tendrá que pagar para que se los lleven? Nosotros, los habitantes de la ciudad.

—Tenemos que cruzar —confirmó Luca cortante.

Freize sostuvo los caballos mientras el resto del grupo desmontaba.El transbordador era una barcaza ­amplia de fondo plano, enganchada por popa y proa a una cuerda resistente que atravesaba el río, y cuyos extremos estaban sostenidos por grandes postes que se encontraban a cada lado. Freize llevó a bordo un caballo tras otro y los ató a los puntos de enganche de los compartimentos.El resto del grupo subió por la pasarela y el barquero levó anclas.

La rápida corriente del río los atrapó y los arrastró en un remolino río abajo. Luca, Freize, el hermano Pedro y el barquero tuvieron que remolcar la nave el resto del trayecto halando, mano tras mano, la cuerda que se balanceaba por encima de sus cabezas, hasta que cruzaron el río y dieron contra el muelle de la ciudad.

Amarradas junto al transbordador había barcazas que provenían de la parte alta del río, y otras que viajaban contra la corriente desde Viena, más al este.El muelle estaba lleno de capitanes de barcos que estaban pagando sus aranceles en la casa de aduanas, y de gente que cargaba y descargaba mercancías. Sin embargo, todos los hombres trabajaban en silencio y cada uno le lanzaba una mirada por encima del hombro a la puerta cerrada que llevaba a la ciudad. Todos tenían prisa y estaban ansiosos: no se oían conversaciones animadas ni silbidos, ni canciones para marcar el ritmo mientras un grupo tiraba de una polea para descargar una barcaza con sal. Era como si la plaga hubiera llegado a la ciudad. Todos los barqueros tenían prisa de irse, los cobradores de impuestos revisaban las cargas lo más rápido posible, y todo el mundo estaba a la espera del sonido de un baile irresistible.

Las grandes puertas de madera de la ciudad estaban cerradas pero, cuando terminaron de descargar los caballos de los viajeros, el guardia del muelle abrió un lado de la puerta para dejarlos pasar. Todo el mundo dejó sus labores a un lado para verlos entrar al pueblo. Freize le hizo una mueca a Luca.

—Parece que nadie más quiere entrar a la ciudad, solo nosotros —dijo.

—Por supuesto —le respondió Luca—. Sin embargo, te­­ne­­­mos trabajo que hacer aquí.

—Lo sé, lo sé —dijo Freize con tristeza mientras tomaba las riendas de su caballo, Rufino, y lo guiaba a través de la puerta de entrada, seguido por los demás.

Al otro lado de la puerta se vislumbraba un pueblo normal, pequeño y próspero. Las calles estaban empedradas con grandes adoquines de granito local y se ­elevaban cuesta arriba hacia una plaza central, donde había un obelisco de piedra en pleno centro que servía como punto de referencia. Las grandes casas de la ciudad estaban distribuidas de tal manera que formaban tres costados de un cuadrilátero cuyo cuarto lado se completaba con los escalones de la iglesia y la vieja capilla posterior.

—¿Hay una buena posada en esta ciudad?—le gritó Freize a un hombre que iba delante de ellos con la cabeza agachada, llevando una vaca hacia la plaza—.¿Hay algún lugar con una tabernera honesta, vino decente y una buena cocinera?

—La verdad, no —dijo el hombre con pesimismo—.No me atrevería a decir que sea buena cocinera. Pero pueden probar en el Pez Rojo.En la plaza de mercado, a su derecha.

Freize asintió apesadumbrado, como si eso ­fuera justo lo que temiera. Condujo su caballo por la calle adoqui­na­da hasta la plaza central, donde un manojo de trigo que colga­­ba de un balcón indicaba que una puerta oscura era la ­entra­da a la panadería, y al lado, una puerta con una rama seca de acebo señalaba la puerta de una posada. Los demás lo siguieron.

Era evidente que las cosas estaban muy mal. Las puertas de la iglesia que daban a la plaza estaban abiertas de par en par, y los viajeros atestiguaron una disputa familiar entre un anciano de pelo gris que intentaba salir a la fuerza por la puerta, y su hijo que intentaba arrastrarlo de vuelta hacia el interior del recinto sagrado. Afuera, en la plaza, un violinista con un abrigo multicolor harapiento giraba las clavijas de un violín desafinado, y casi dos docenas de personas brincaban y saltaban de un pie al otro. Algunas de ellas estaban vestidas con sus mejores ropas, como si estuvieran asistiendo a un baile que se había prolongado demasiado; otras personas estaban en harapos, como si la ropa se les hubiera desgarrado al bailar entre zarzas o al alejarse a la fuerza de la gente que intentaba contenerlas.

Para su consternación, Luca vio tocados y cintas distintivas de otros pueblos y ciudades muy lejanos, y supuso que los bailarines viajaban de pueblo en pueblo, aumentando en número a medida que avanzaban. Algunos de ellos debían de haber bailado durante días.

—¿Qué está pasando aquí?—le preguntó Freize al pastor, quien se alejó a toda prisa mientras tiraba del cabestro que tenía su vaca alrededor del cuello.

—Se han vuelto locos —dijo el hombre con aire de gravedad—. Comenzó el domingo pasado, justo después de las vísperas. Una mujer llegó al pueblo perseguida por uno de los leñadores. Mientras él la llevaba al sacerdote, otra mujer salió de la iglesia, se levantó la falda hasta dejar ver sus botas y comenzó a bailar, y luego otra se le unió y después media docena más vino desde el norte junto con el violinista, y ahora no hay forma de detenerlos. Poco después el tamborilero comenzó a marcar el compás, ¿dónde va a terminar todo esto?

—¡Caray! —gritó Freize cuando una mujer pasó bailando, lo tomó de la mano y trató de alejarlo del grupo. Freize se aferró con fuerza a las crines de Rufino—. ¡No me dejes ir! —le dijo en voz baja al caballo—. Tendrá que disculparme, pero yo no bailo —le dijo cortésmente a la mujer.