Sultana roja - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

Sultana roja E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

Este audiolibro está narrado en castellano. Sultana roja es una de las obras cumbres en la dilatada bibliografía de Alberto Vázquez Figueroa. Consta de seis volúmenes, en los cuales asistimos a la evolución de María, una chica cuyo padrastro sacó de la pobreza durante su infancia, y para quien aseguró un futuro feliz... hasta que todo se truncó con su trágica muerte en un atentado. Las ansias de venganza devoran a María, que toma la determinación de encontrar a los culpables y llega al extremo de infiltrarse en la organización que mató a su padre. Lo que María no sospecha es que acercarse tanto a la bestia tiene un precio... que podría ser ella misma.La serie Sultana roja narra la historia de María, víctima de un atentado y motivada por la venganza.

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Alberto Vázquez Figueroa

Sultana roja

 

Saga

Sultana roja

 

Copyright © 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468250

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

El padrastro de María rescató a su familia de la pobreza y le proporcionó una vida feliz y segura. Sin embargo, un salvaje atentado siega su vida absurdamente. 2:15 horas de la madrugada. El centro de Madrid. Una mujer de unos treinta años detiene su coche al lado de un surtidor de gasolina. Introduce billete tras billete en el cajero automático y observa imperturbable cómo la gasolina rebosa del depósito y se esparce por el asfalto. Saca un mechero, lo enciende y lo acerca al reguero que casi le roza los zapatos… Desde ese momento sólo una idea obsesionará a María: la venganza. Y a ella dedicará metódica e implacable todos sus esfuerzos.

En esta impactante novela, Alberto Vázquez-Figueroa nos introduce en el tenebroso mundo del terrorismo y sus pavorosas posibilidades de sembrar la destrucción en la realidad cotidiana.

PRIMERA PARTE

LA BRASA

CAPÍTULO PRIMERO

Dos y diez de la madrugada; los primeros noctámbulos de la ciudad más noctámbula de Europa comenzaban a desfilar hacia sus casas, pese a que el calor invitaba a continuar en las terrazas al aire libre en las que aún podían admirarse provocativos cuerpos de muchachitas casi adolescentes que no parecían tener prisa por caer en la cama, a no ser que lo hicieran acompañadas.

Los exámenes de fin de curso habían concluido un par de semanas antes, y por dicha razón eran mayoría los chicos y chicas que deambulaban por las calles o hacían corro en torno a un banco en el que un par de galanes tomaban asiento en el respaldo sin preocuparse por el hecho de estar plantando las sucias suelas de sus zapatos en el punto exacto en el que al día siguiente tal vez hiciera un alto en el camino un fatigado anciano.

En la Castellana, a la altura de María de Molina y los Altos del Hipódromo, los travestis exhibían sus semidesnudos cuerpos al tiempo que abundaban en provocativos gestos, casi en el mismo momento en que, en la esquina de Recoletos con Almirante, tres jóvenes chaperos aguardaban la llegada del tímido cliente —felizmente casado y padre de familia— que no hubiera logrado vencer esa noche las oscuras exigencias de sus más íntimos deseos.

Por el resto de la siempre despierta ciudad, aquí y allá, en lugares muy concretos y sobradamente conocidos, deambulaban docenas de prostitutas a las que se advertía satisfechas por no tener que soportar ya los gélidos rigores del cortante viento que meses atrás llegaba de la sierra barriendo las largas avenidas, y una apresurada ambulancia cruzaba a lo lejos atronando la noche con su irritante alarido.

No se trataba, por tanto, mas que una del millón y una noches madrileñas en la que era de suponer que nacerían y morirían seres humanos, se haría el amor, se consumirían alcohol y drogas e incluso se bailaría un remedo de sevillanas para turistas hasta que la primera claridad del día anunciara su llegada por encima de las inclinadas siluetas de las Torres Kio.

No obstante, a las dos y quince minutos de esa noche de finales de junio, una mujer de poco más de treinta años, cabello negro, facciones muy marcadas y profundos ojos oscuros, que vestía camiseta blanca y pantalones vaqueros, detuvo un Rover 800 de color cobrizo junto al surtidor de la plaza Isabel II, descolgó la manguera y la acomodó en la toma de carburante del vehículo.

No se distinguía a nadie por las proximidades.

A poco más de dos manzanas de distancia, calle Arenal arriba, tres cansados clientes, abandonaban charlando el Joy Eslava para subir a un taxi.

La mujer de la camiseta blanca extrajo del bolsillo posterior de su pantalón un puñado de billetes de mil pesetas y los fue introduciendo, uno tras otro, en el cajero automático de la gasolinera.

¡Muchos! Sin duda, demasiados.

A continuación, y tras dirigir una distraída ojeada a su alrededor, fijó la palanca de empuñadura de la manguera y permitió que el oloroso líquido amarillento comenzara a fluir al interior del depósito del Rover de color cobrizo de impecable aspecto.

Para cualquier insomne que tuviera la ocurrencia de asomarse en ese momento a una ventana, la escena no ofrecería la más mínima apariencia de anormalidad.

Una noche de verano más, y una atractiva conductora de provocativos pechos que había esperado hasta el último momento para reabastecerse de combustible.

Un buen momento para regresar a la cama mientras el taxi y sus tres clientes se alejaban hacia la plaza de Oriente y la calle Bailón.

La mujer pareció sentir curiosidad por los carteles de la película que se ofrecía en el cine que abría sus puertas a menos de treinta metros de distancia, y dejando la manguera encajada en el coche se aproximó a observarlos.

Nada hacía presagiar el más mínimo peligro.

La gasolina continuaba fluyendo con fuerza.

No obstante, y eso sí que resultaba en verdad sorprendente, el Rover no parecía sentirse nunca satisfecho. Litros y litros de combustible penetraban en su interior sin acabar de llenar el insaciable depósito, y se hacía necesario aproximarse mucho para llegar a la conclusión de que al tiempo que penetraba por uno de sus costados, la gasolina surgía por un pequeño tubo que casi rozaba el suelo, para esparcirse libremente por el asfalto.

A los pocos minutos la mujer volvió sobre sus pasos, se detuvo a unos diez metros del vehículo y observó, imperturbable, el charco de gasolina que se deslizaba por debajo de dos utilitarios que se encontraban aparcados a corta distancia y continuaba su camino en dirección a la fachada posterior del Palacio de la Opera, un enorme edificio cuya enésima restauración, a punto ya de concluirse, había costado miles de millones y que se encontraba a menos de veinte metros de distancia.

Dos barrenderos hicieron en esos momentos su aparición descendiendo por la cuesta de Santo Domingo charlando animadamente mientras empujaban un carrito, y el más joven de ellos no pudo por menos que lanzar un leve silbido de admiración al observar la llamativa figura de la mujer del pantalón tejano, que se limitó a mirarles con desconcertante indiferencia al tiempo que sacaba del bolsillo un mechero, lo encendía y se acuclillaba para aplicarlo al pequeño reguero de gasolina que casi le rozaba los zapatos.

Los horrorizados barrenderos pudieron observar cómo una enloquecida llamarada corría sobre la calle, hacía volar por los aires a los dos utilitarios y convertía en cuestión de segundos una de las plazas más antiguas y nobles de Madrid en una auténtica sucursal del infierno.

La mujer observaba su obra con total indiferencia, mientras las llamas comenzaban a lamer los muros del Palacio de la Ópera.

CAPÍTULO II

¿Incendiaria…?

¿Cómo podría negarlo, si me han sorprendido con las manos en la masa?

¿Atracadora…?

Resultaría estúpido intentar ocultar que he participado en una veintena de atracos. En cuanto la policía rebusque en sus archivos encontrará mi ficha bajo una u otra identidad. En estos últimos años he utilizado varias.

¿Prostituta?

Si aceptar dinero por irse a la cama con un hombre es ser prostituta, me temo que lo soy.

¿Lesbiana?

Si haber hecho el amor con otra mujer, aun sin interesarme especialmente, también lo soy.

¿Drogadicta?

Si meterse de tanto en tanto una raya de coca entre pecho y espalda es ser drogadicta, lo acepto.

¿Terrorista…?

Eso depende del punto de vista.

¿Asesina…?

¿Y qué es exactamente un asesino? ¿Alguien que mata por placer? ¿Alguien que mata por dinero? ¿Alguien que mata por venganza, o alguien que mata por necesidad? Incluso, ¿por qué no?, alguien que mata por obligación. En cuanto me lo aclaren, decidiré‚ si me considero o no una asesina.

¿Lacra humana?

En eso sí que disiento. Yo no soy en absoluto una lacra humana, ni una escoria tal como se viene asegurando, sino más bien alguien a quien se le debe mucho, ¡tanto!, que dudo que consigan pagarme por más que se esfuercen.

No. No estoy exagerando. Hace ya casi treinta años, desde el día mismo en que nací, que guardo silencio sobre todo cuanto he visto, y creo que ha llegado el momento de hablar.

Mi historia es larga.

Dura, a menudo cruel, y demasiado larga.

Mi verdadero nombre, que ninguna policía de este mundo ha conseguido determinar hasta el presente, es María de las Mercedes Sánchez Rivera, que como se puede advertir es bastante vulgar y poco tiene que ver con los absurdos apodos de Sultana Roja o La Antorcha con que se me suele conocer.

Ni Sultana Roja, ni La Antorcha; sencillamente Merche Sánchez, nacida un 10 de marzo en un miserable poblacho andaluz de cuyo nombre no quiero acordarme.

Mis primeros años debieron ser los normales en una niña nacida de padres aceituneros, supongo que ni mejor ni peor, pero lo que sí sé es que al poco de nacer mi hermano pequeño, Rafael, murió mi padre, con lo que nos quedamos en la más pura miseria.

Mi madre hacía cuanto podía por sacarnos adelante, trabajando en el olivar y en las casas de los señoritos de sol a sol, pero eran cuatro las bocas que tenía que alimentar, cuatro los cuerpecitos que tenía que vestir y ocho los piececitos que tenía que calzar, y pese a que se dejaba la piel y la juventud en el intento, la mayor parte de las veces no conseguía ni alimentarnos, ni vestirnos, ni mucho menos calzarnos.

A tal punto llegaba nuestra necesidad, que algunas noches mi madre se escabullía en silencio cuando creía que dormíamos, y el día que decidí seguirla fue para descubrir que se encaminaba a La Jota de Corazones, uno de esos clubes de carretera en los que suelen detenerse los camioneros.

Yo no tendría entonces más de ocho años, pero en el pueblo era cosa sabida a qué se dedicaban las mujeres que frecuentaban aquel antro.

¿Qué podía hacer?

Cuando tienes hambre y tres hermanos a los que cuidar la procedencia del dinero poco importa, siempre que alcance para pagar el alquiler y lo poco que podíamos llevarnos cada día a la boca.

No obstante mi madre se moría de vergüenza y pese a que no la hubiera oído salir o regresar yo sabía muy bien cuándo había pasado una noche en La Jota de Corazones puesto que al día siguiente ni siquiera se atrevía a mirarnos a la cara, y evitaba a toda costa tomar a Rafaelito en brazos.

Se sentía sucia. Sucia y despreciable.

Fueron años difíciles.

¡Muy, muy difíciles!

Amargos.

¡Muy, muy amargos!

Años de silenciosas lágrimas en los que me empeñaba en no demostrar que pasaba llorando las horas que mi madre estaba fuera, sobre todo cuando alguno de los pequeños se despertaba y preguntaba por ella.

Una de esas noches, Currito enfermó.

Comenzó a delirar, agitándose en la cama y cuando acudí a su lado descubrí que ardía en fiebre.

¡Supe que se moría!

¡De veras lo supe!

Respiraba entrecortadamente, se lamentaba entre sueños, y a cada minuto que pasaba la fiebre iba en aumento.

Le puse unos paños fríos en la frente, pero no dieron resultado.

Yo temblaba.

Al fin eché a correr en mitad de la noche, a punto estuve de que un camión se me llevara por delante, pero me precipité en el interior de aquel lugar inmundo llamando a gritos a mi madre.

Recuerdo aquel instante con mayor nitidez que cuanto aconteció la otra noche, cuando le pegué fuego al teatro.

El incendio, con toda su aparatosidad, apenas tiene nada que ver con las miradas de rechazo de media docena de viejas putas y clientes borrachos.

Mi madre salió envuelta en una sucia sábana y pude leer en sus ojos el horror más profundo que niña alguna haya podido leer en los ojos de su madre.

¡Qué vergüenza sentía!

¡Qué asco de sí misma!

¡Curro se muere!

¡Se muere, madre! ¡Se muere!

Un hombre en calzoncillos emergió hecho una furia del cuartucho y la aferró por el brazo tratando de llevársela a la cama.

Le rompió una botella en la cabeza y corrió, descalza, carretera abajo.

Demasiado tarde.

Curro se nos murió en los brazos con el canto del gallo.

Mi madre envejeció diez años.

No volvió a salir por las noches, vagaba como un fantasma por los campos, y trabajaba dieciséis horas diarias sin descansar ni un solo día en todo el año.

Nadie la saludaba.

Nadie quería saber nada de nosotros y las mujeres se oponían a que sus hijos jugaran con los hijos de Rocío la Puta.

Ser paria entre los tuyos es mil veces peor que ser paria entre los extraños.

Lo sé por experiencia.

¡Maldita experiencia!

Mi vida no ha sido más que una pura experiencia.

Cada una más amarga que la otra.

Cada vez más terrible.

Pero en aquel momento, cuando el mundo se derrumbaba, o sería mejor decir que se deshacía como el hielo al sol, apareció Sebastián.

Sebastián era la vida entre los muertos; la luz en las tinieblas; la paz en mitad de una batalla; la alegría que derrota sin esfuerzo a la tristeza; el ser humano entre los hombres; el padre de todos los huérfanos del mundo y la última esperanza de todos los desesperados del planeta.

Era alto, fuerte, trabajador, animoso, divertido y tan rebosante de bondad que su sola presencia tenía la virtud de alejar las penas como el viento aleja a los mosquitos en los atardeceres de verano.

Amó a mi madre como jamás mujer alguna se sintió amada.

Y nos quiso a nosotros con mayor intensidad de lo que hubiera podido querer a sus propios hijos porque siempre decía que a los hijos te los manda Dios, pero que a nosotros nos había elegido él mismo.

¡Qué tiempo tan feliz!

¡Qué cambio!

Nos sacó de aquel poblacho odioso y aquel cuartucho miserable y nos llevó a vivir al campo, con patos y gallinas; con dos enormes perros y una vaca a la que me encargaba de ordeñar cada mañana.

Aún tengo metido en el cerebro el olor de aquel establo.

Ningún perfume, ni el más caro que me haya podido regalar jamás el más rendido enamorado, se puede comparar con la tibia dulzura de aquel aroma inimitable.

Lucero se llamaba la vaca.

Yo la ordeñaba, ya lo he dicho.

Luego Rafael la sacaba a pastar al prado.

Manolín jugaba a torearla y ella le dejaba hacer hasta que le aburría tanto agite de capote y se lo quitaba de encima con un golpe de rabo.

Echaba de menos a Curro, pero su recuerdo se iba perdiendo en mi memoria poco a poco, quizá porque en el fondo su recuerdo se encontraba unido a los mas tristes recuerdos.

Mi madre resurgió de sus cenizas.

Amaba a Sebastián tanto como ella a él, lo cual es ya decir suficiente.

Cantaba, y resulta difícil explicar lo que significa oír a tu madre cantar, si con anterioridad no la has oído más que llorar noche tras noche.

Tenía una hermosa voz, llena de sentimiento.

¡De amor!

Por su hombre y sus hijos.

Mi madre y Sebastián nunca pudieron casarse.

Más bien no quisieron.

Sebastián estaba casado, pero como su mujer llevaba más de cinco años en el hospital y los doctores siempre le aseguraban que no duraría un invierno más, prefería no amargarle sus últimos momentos pidiéndole el divorcio.

¡Hasta en eso era bueno!

Mi madre lo entendía.

Y se esforzó para que nosotros también lo entendiéramos.

Al fin y al cabo, para unos niños estar casado o no por la ley poco importaba.

¿Qué nos importaban a nosotros los papeles?

Muy pronto cumpliré‚ treinta años, y de todo ese tiempo, tan sólo aquellos cinco merecen la pena ser tenidos en cuenta.

¡Cinco años escasos que valen sin embargo por cincuenta!

Cada vez que Sebastián se marchaba de viaje, contábamos las horas que faltaban para su regreso.

Siempre volvía.

Y siempre cargado de regalos.

Pero eso no importaba. El mejor regalo era siempre su presencia, la alegría con que nos alzaba en brazos, los cuentos que nos contaba, el mimo con que permitía que Rafael se le durmiera en las rodillas, la forma en que acariciaba el cabello de Manolín, o las largas miradas de complicidad que dedicaba a mi madre que recogía la mesa.

Ella se sonrojaba.

Y a mí me gustaba ese sonrojo.

Y me gustaba permanecer despierta para comprobar una vez más que se estaban amando y murmuraban cosas que no lograba entender, pero cuya entonación bastaba para permitir que al fin me durmiera convencida de que nuestro pequeño mundo no corría peligro.

Al amanecer Lucero mugía en el establo.

Los perros me seguían a todas partes.

Las gallinas habían puesto sus huevos.

Mi madre cantaba.

Y Manolín, Rafaelito y yo nos íbamos a la escuela.

Los domingos bajábamos al olivar, a pasar el día entre los árboles, comer, jugar y bañarnos en el arroyo hasta que se secaba a mediados de agosto.

Así día tras día. Año tras año. ¡Cinco!

Me hice mujer y Sebastián me regaló un vestido de flores, me dio un beso en la frente y me recordó que a partir de aquel momento tenía una responsabilidad mayor frente a los míos.

—Convertirse en mujer significa algo más que manchar las bragas cada mes —me dijo—. Convertirse en mujer significa convertirse en la depositaria del respeto de aquellos que te quieren. No traiciones jamás ese respeto.

Esa noche, mientras escuchaba los dulces suspiros de mi madre, me juré a mí misma que me mantendría virgen hasta el día en que un hombre como Sebastián se cruzara en mi camino.

Nadie como Sebastián se cruzó jamás en mi camino.

Pero en el suyo sí que se cruzó alguien.

Un día le llamaron del hospital.

Su esposa agonizaba.

Bajó a Córdoba, y el destino, ¡maldito destino!, colocó a su paso una bomba destinada a un camión de militares.

La alegría saltó hecha pedazos.

La eterna sonrisa se heló en sus labios.

Las manos que con tanto amor acariciaban colgaron de los árboles.

El corazón que por tantos latía, cesó de latir.

¡Ni enterrarle pudimos!

Aquellos ensangrentados despojos ni siquiera encontraron el eterno descanso.

¡Los quemaron!

Alguien trajo una mañana un jarroncito verde en el que aseguraron que se escondía todo cuanto quedaba de un hombre sobre el que García Lorca hubiera escrito un precioso poema.

«Romancero de Sebastián Miranda, un hombre bueno», lo habría titulado.

«Romancero de Sebastián Miranda, un hombre alegre».

«Romancero de Sebastián Miranda, un hombre amado».

¿Por qué vuelvo a llorar después de tantos años?

¿Qué derecho tengo a llorar, yo que tantas lágrimas he obligado a derramar en este mundo?

Las lágrimas son el reflejo de los débiles, y se supone que yo soy una terrorista fría y calculadora a quien nada conmueve.

¡Le quería tanto!

¡Le debía tanto!

Y todo cuanto quedaba de él no eran más que cenizas.

Mi alma se convirtió a su vez en cenizas.

¿Y qué puede crecer en un campo de cenizas?

El odio.

El odio siempre es malo, pero cuando ese odio anida en corazón de una adolescente en el momento en que está a punto de abrirse a la vida con todas sus maravillosas esperanzas, pasa —de ser un simple sentimiento— a convertirse en una abominable razón de la existencia.

La muerte de Sebastián fue para mí como helada tardía cuando comienza a recogerse la cosecha, y el campesino descubre, desolado, que aquel fruto dulce, jugoso y maduro que tantas alegrías estaba a punto de proporcionar, no sirve ya mas que como alimento de marranos.

Los cerdos devoraron mis mas tempranas ilusiones.

Mis sueños de juventud.

Mis ansias de mujer que empieza a ser mujer.

Una semana más tarde, ¡justo una semana!, y tras cinco años de empañar nuestra felicidad con su interminable agonía, la esposa de Sebastián pasó a mejor vida —y en este triste caso sí que la frase resulta ciertamente apropiada— lo cual trajo aparejado que casi de inmediato sus parientes se precipitaran sobre nosotros como los buitres sobre una mula muerta.

Nos quitaron la casa, la vaca y hasta los perros, pero lo peor de todo fue que nos quitaron de igual modo la dignidad.

Nos trataron peor que a quinquis o leprosos.

Lo único que pudimos llevarnos fue una muda de ropa y el jarroncito con las cenizas de Sebastián.

¿Alguien tiene una idea de lo que significa encontrarse en una destartalada estación de tren, con una madre alelada, dos hermanos hambrientos y un jarrón de cenizas, a media tarde de un bochornoso verano andaluz?

¡Ni maleta teníamos!

Lo más parecido a una maleta era mi madre, que se dejaba llevar y traer sin pronunciar palabra, y se quedaba allí donde la dejábamos con la única ventaja de saber que nadie iba a robárnosla.

Yo acababa de cumplir, si no recuerdo mal, dieciséis años.

Manolín tendría por aquel tiempo doce.

Rafaelito nueve… Mi madre, mil.

Me vi en la obligación de convertirme, contra mi voluntad, en cabeza de familia.

Dejé a mi madre en un banco de la estación, y me fui con los niños a pedir limosna por las calles.

Así como suena… Limosna.

Yo era ya toda una mujer para mi edad, muy alta, con largas piernas y grandes pechos que destacaban bajo el vestido de flores que me había regalado Sebastián, por lo que cuando alargaba la mano solicitando unas monedas los hombres me miraban de arriba abajo sin acabar de creérselo.

—¡Pídeme lo que quieras, niña! —me decían—. Todo, menos limosna.

Pero lo único que yo necesitaba en esos momentos eran unas monedas con las que dar de comer a mi familia y pagar cuatro pasajes hasta Sevilla.

Tres días tardé en conseguir ese dinero.

Tres días de dormir en los bancos de la estación gracias a que el encargado era un buen hombre acostumbrado a la miseria de un pueblo nacido y criado en la miseria, y por las noches nos encerraba allí, pese a que las ordenanzas lo prohibían.

¡Sevilla!

Una vez vi una película en la que se cantaba algo así como que «la lluvia en Sevilla es una maravilla».

El hijo de la gran puta que escribió esa canción no tiene ni la menor idea de lo que significa vagar por las calles de Sevilla calada hasta los huesos aunque se trate de finales de agosto.

Yo tenía por aquel entonces una figura demasiado provocativa, ya lo he dicho, y con un vestidito empapado que me marcaba el culo y casi podría asegurar que el coño, no era el mejor ejemplo de mendigo al que dejen entrar en un bar a solicitar humildemente unas monedas.

Por suerte, ¿fue suerte?, a las pocas semanas entré a servir en casa de un torero ya retirado y metido a ganadero.

Suena a típico, torero y en Sevilla, pero así ocurrió y así debo contarlo.

Me había apostado en la puerta de un restaurante —La Albahaca creo que se llamaba— en plena plaza de Santa Cruz, y en esos momentos salió la pareja mas postinera que hubiera visto nunca.

Me miraron y leí el asombro en sus ojos.

—¿Por qué pides limosna? —inquirió ella, y sin aguardar respuesta me ofreció trabajo cuidando a sus hijos.

Siempre he tenido muy buena mano con los niños, no en vano me vi obligada a criar a tres, y aquel par de mocosos eran, debo reconocerlo, un encanto de críos.

Durante un par de meses, todo se me antojó perfecto.

Encontré una linda habitación para mi madre y mis hermanos y me pagaban lo suficiente como para poder sacarlos adelante.

El señor, algo brusco porque era un pobre campuruso sin educación que había tenido que abrirse paso a cornadas, me trataba con respeto y una tímida admiración que jamás llegó a ofenderme. Su mujer, doña Adela, de familia de tronío jerezana, hablaba cuatro idiomas, lo cual, a mí, por aquel tiempo, me dejaba alelada.

Era culta, fina, simpática y a sus fabulosas fiestas acudían ministros, e incluso obispos y cardenales.

Yo ayudaba a servir la mesa y me encantaba.

Una tarde en que el señor y los niños se habían ido a pasar el día en la finca, doña Adela me pidió que me probara alguno de sus vestidos pues no sabía cuál elegir para su fiesta de cumpleaños.

Tendida en la cama, me miró largamente y de pronto musitó:

—Con semejante cuerpo todos resultan perfectos.

Luego me tomó de la mano, me tumbó a su lado y comenzó a acariciarme dulcemente.

Fuimos amantes durante muchísimo tiempo. Demasiado.

Mirándolo bien, la palabra amante no es en este caso la más apropiada.

Doña Adela era mi amante.

Yo la dejaba hacer.

Jamás participé activamente en el juego.

Aún seguía siendo virgen.

Acudía a su habitación, permitía que me desnudara muy despacio advirtiendo cómo las manos le temblaban y me tumbaba en la cama para dejar que me besara todo el cuerpo y se pasara luego largas horas hociqueando y babeando entre mis piernas.

¡Y Cómo se excitaba!

Se corría una y otra vez lanzando mugidos más sonoros que los de la mismísima Lucero, y de pronto se quedaba muy quieta, arrodillada, mirándome a la cara y jurándome que yo era su dueña y ella mi esclava.

A mí todo aquello me sonaba a milonga.

No es que yo sea de piedra, ¡ni por lo más remoto!, es que a decir verdad me daba risa ver a una señora tan fina y elegante, toda una universitaria que hablaba cuatro idiomas, levantando de tanto en tanto la cara para quitarse un pelo de la lengua y volver de inmediato a la carga.

Ni tan siquiera una vez consiguió que me excitara.

Aprendí, eso sí, a cerrar los ojos y lanzar suaves lamentos de placer mientras le clavaba las uñas en el cuero cabelludo.

Debí dejarle la cabeza como un mapa.

¡Y qué regalos me hacía!

Anillos y pulseras que cogían de inmediato el camino de la casa de empeños, de tal forma que pronto pude alquilar un pequeño apartamento en el que mi madre disponía de su propio dormitorio.

Los niños iban al colegio.

Y les compré zapatos. Zapatos de verdad; de los de piel y cuero.

Mientras tanto, el pobre señor ni se enteraba.

Está claro que, torero o ganadero, lo suyo siempre fueron los cuernos, aunque imagino que no tan sofisticados.

Tomé mis precauciones.

Camuflé detrás de un florero la cámara de vídeo con la que solían grabar las tientas de vaquillas y escenas familiares, y aunque debo admitir que no aspirarían a un Oscar conseguí unas buenas tomas de doña Adela que poco tenían de «escenas familiares».

No es que pretendiera hacer chantaje; no es mi estilo; es que deseaba tener las espaldas cubiertas por si algún día se les ocurría reclamarme tanta joya y tan inusuales regalos.

Sabido es que en estos tiempos —y en todos— la palabra de una «señora» vale siempre mucho más que la de una «chica de servicio».

Y si se me ocurría intentar contar la verdad probablemente acabaría en la cárcel por calumnias.

Aquella cinta de vídeo, celosamente guardada, constituía por tanto un seguro al que no deseaba tener que recurrir.

La «apasionada y loca historia de amor desesperada», en palabras de doña Adela, que a menudo resultaba un tanto rimbombante y redicha, continuó sin ningún tipo de apasionamiento, locura o desesperación por mi parte, hasta que una aciaga tarde en la que suponía el señor se encontraba como siempre en la finca, la puerta del dormitorio se abrió y se quedó allí, clavado en el umbral, observando el conocido trasero de su esposa que, de tan atareada como se encontraba investigando en lo más profundo de mí, ni tan siquiera se percató de su presencia.

Nuestras miradas se cruzaron largamente y en silencio, y como siempre había demostrado ser un hombre acostumbrado a enfrentarse con absoluta impasibilidad a fieras de más de seiscientos kilos y cuernos como agujas, ni tan siquiera hizo el menor gesto, aunque en sus ojos pude leer una amargura tan sólo comparable a la que descubría demasiado a menudo en los ojos de mi madre.

Se le debió quebrar el alma al sorprender en tan denigrante postura a la madre de sus hijos, aunque debo admitir que, curiosamente, no pareció encontrarse especialmente molesto conmigo, como si hubiese comprendido desde el primer momento, que poco o nada tenía que ver con el hecho de que semejante escena estuviese ocurriendo.

Se limitó a permanecer junto al quicio de la puerta, sin mover un solo músculo poco más de un minuto que se me antojó una eternidad, y tras hacerme un significativo gesto llevándose el dedo índice a los labios, cerró la puerta a sus espaldas tan silenciosamente como la había abierto.

Siempre he tenido la impresión de que el señor regresó imaginando que encontraría a doña Adela en la cama con alguien, pero que lo que jamás se le pasó por la cabeza es que ese alguien fuera la cuidadora de sus hijos.

Al día siguiente telefoneó para comunicar que se quedaría por lo menos otra semana en la finca, y comprendí de inmediato que me estaba dando tiempo para quitarme de en medio de la mejor manera posible.

Por mi parte me sentía incapaz de volver a mirarle a la cara.

Aún no me encontraba lo suficiente curtida como para enfrentarme a cierto tipo de situaciones.

Años más tarde hubiera sido diferente.

Y es que la experiencia enseña mucho.

Tal vez demasiado.

Pasé gran parte de la noche meditando, y al día siguiente decidí que había llegado el momento de montarle una escena de celos a doña Adela a base de hacerle creer que no soportaba la idea de compartirla con su marido. A mi modo de ver, si realmente me consideraba su único amor, lo que teníamos que hacer era proclamar a los cuatro vientos la auténtica naturaleza de nuestra relación.

¡Menudo susto!

Se le cayeron los palos del sombrajo.

—¿Es que te has vuelto loca? —me espetó.

—Loca por ti —fue mi romántica respuesta—. Loca por ser tuya a todas horas.

Evidentemente semejante reacción no entraba en sus planes.

Ni por lo más remoto.

Renunciar a su marido, sus hijos, sus amigos, sus casas y sus fincas significaba —y eso era algo que yo ya sabía de antemano— renunciar a demasiadas cosas.

Nadie vale tanto.

Pero aun así me eché a llorar.

Le rogué. Le supliqué tomando su rostro entre mis manos y mirándole a los ojos le hice un irresistible relato de lo felices que llegaríamos a ser viviendo juntas y amándonos noche tras noche sin que nadie nos molestara.

Jamás en mi vida me he mostrado tan seductora y persuasiva, tal vez porque jamás tuve a ningún hombre tan loco por mí, y en honor a doña Adela debo admitir que si no conseguí «convencerla» fue por sus hijos.

Creo que hubiera sido capaz de renunciar a su marido e incluso al respeto de cuantos la conocían, pero la sola idea de que los niños pudieran echarle en cara algún día el que los hubiera abandonado resultaba superior a sus fuerzas.

Yo la conocía demasiado bien y contaba con ello.

En el fondo era una buena mujer cuyo principal error había sido dejarse deslumbrar siendo casi una niña por el torero más rumboso y más valiente del momento, sin caer en la cuenta de que los años pasan muy aprisa y lo único que le quedó fue un pobre hombre con el cuerpo y el alma cuajados de cicatrices.

Doña Adela se encontró de pronto con dos hijos y un ex torero remendado que pese a sus encomiables esfuerzos no había conseguido pulirse lo suficiente como para dejar de ser el eterno diamante en bruto que se va a la tumba sin haberse convertido en brillante.

A menudo me asaltaba la impresión de que doña Adela se sentía incapaz de traicionarle con otro hombre, y que en un principio me había elegido como «mal menor» con el fin de dar salida a sus más ocultas frustraciones.

Si quiero ser sincera, en aquel tiempo me hice muchas preguntas a las que nunca supe encontrar respuesta.

¿Resulta menos censurable engañar a un hombre con una mujer que con otro hombre?

¿Aceptan mejor los maridos tal engaño?

No lo entiendo.

Como mujer, la sola idea de imaginar al hombre al que amo metiéndose en la cama con un calvo, me rompe los esquemas.

Preferiría mil veces saber que se encama con otra mujer. Al menos eso puedo comprenderlo. Y combatirlo.

No obstante, he podido constatar que la mayoría de los hombres lo entienden de otra manera.

¿Por qué?

Quiero suponer que no me encuentro preparada para analizar a fondo un tema tan complejo, ni que éste es el lugar ni el momento para hacerlo.

Lo que ahora mismo importa es el hecho de que conseguí que doña Adela me pagara una carrera en Madrid, adonde podría acudir a «visitarme» siempre que quisiera.

¡Exactamente! Una carrera… Derecho.

Cierto que no había tenido ocasión de concluir el bachillerato, pero es que en la universidad no me matriculé con mi verdadero nombre, sino con el de Rocío Fernández, una pobre muchacha de Coria del Río, que había muerto un año antes en un estúpido accidente de tráfico.

A partir del momento en que conseguí apoderarme del documento de identidad de una chica de mi edad, morena y de pelo largo, las cosas me resultaron increíblemente sencillas, puesto que he podido constatar que nadie se preocupa nunca por comprobar la coincidencia en las huellas dactilares, y las fotos del DNI suelen parecerse a todo el mundo, menos a quien tienen que parecerse.

Me fui a Madrid.

Mi madre prefirió quedarse en Sevilla donde los chicos habían rehecho su vida, y en mis planes no entraba tener cerca a una familia que pudiera complicarme la mía.

En aquel tiempo tenía muy claro qué era lo que andaba buscando.

Años después ya no lo tuve tan claro.

Por lo general la mayoría de las personas tardan en madurar, e incluso muchas de ellas llegan a viejas sin haber conseguido averiguar qué le habían pedido a la vida.

Son seres que andan siempre como perdidos, confusos e insatisfechos puesto que al no haberse planteado una meta, no tienen ni la menor idea de en qué punto del camino se encuentran ni hacia dónde se tienen que dirigir.

Otros, los más afortunados, se trazan un camino casi desde que tienen uso de razón, y lo siguen ciegamente hasta el fin de sus días.

Si la suerte les acompaña, triunfan.

Si les da la espalda, fracasan, pero al menos les queda el consuelo de que lucharon por aquello en lo que creían y valió la pena el esfuerzo.

Existe por último un tercer grupo, y en él me incluyo, que se marca ese rumbo con una fe ciega desde el primer momento; se apasiona, lucha e incluso está dispuesto a morir por aquello que anhela, pero que de improviso se descubre solo en mitad de una inmensa pradera, sin tener la más remota idea de hacia dónde se encamina ni de qué lugar proviene.

Yo, antes de cumplir los veinte años, me consideraba, ¡pobre de mí!, una mujer decidida, segura de sí misma y con la suficiente inteligencia y sangre fría como para conseguir cuanto me había propuesto sin ayuda de nadie.

Acceder a la universidad con documentación falsa no me preocupaba, por lo tanto, en absoluto, puesto que resultaba evidente que no tenía la más mínima intención de graduarme, obtener un título o ejercer como abogado.

Eso quedaba para quienes pretendían labrarse un futuro, y yo por aquel tiempo continuaba teniendo la sensación de que mi futuro se había truncado definitivamente el día en que me arrebataron a Sebastián.

Sé que suena estúpido pero así es y así debo contarlo.

Lo queramos o no, son los golpes que nos asestan durante la pubertad los que nos marcan de una forma indeleble, y si a los quince años tienes la sensación de que te han arrancado para siempre la razón de tu vida, supongo que se debe tardar muchísimo tiempo en aceptar que existen otras razones para continuar viviendo.

Si es que existen.

CAPÍTULO III

Lo que esperaba encontrar en la universidad no lo encontré.

Viejas películas, viejos libros y viejas historias de viejos luchadores, me habían llevado al convencimiento de que la universidad era el punto desde el que irradiaban todos los focos de inquietud de las nuevas generaciones; el lugar en el que nacían las teorías más avanzadas, y el caldo de cultivo en que el que se desarrollaban las revoluciones.

Recuerdo haber visto, de muy niña, cómo los estudiantes se enfrentaban a pecho descubierto a los enormes caballos de la violenta policía de los últimos años de la dictadura, y recuerdo de igual modo cómo ya en plena democracia se lanzaban de continuo a la calle, demasiado a menudo, sin razón válida alguna.

Ahora, sin embargo, aquella mítica universidad creadora de sueños más bien parecía dormida.

Había luchado durante cuarenta años por conseguir que nos convirtiéramos en un país demócrata y progresista, y cabría asegurar que a partir del momento en que lo consiguió se le acabaron las ideas o se olvidó de que debía seguir luchando por un mundo cada vez mejor y más justo.

En apenas seis años de gobierno, el socialismo, que tanto contribuyó tiempo atrás a que las voces de los universitarios se escucharan altas y fuertes, había conseguido silenciarlas.

Ahora, los únicos gritos de protesta se limitaban a solicitar rebajas en el precio de las matrículas.

¿Acaso consideraban que vivíamos en una sociedad tan perfecta que no cabía exigir más?

¿Acaso el «estado de corrupción total» que se había instalado en la mayor parte de los estamentos del país no merecía el esfuerzo de tomar de nuevo las calles?

Admito que me encontraba perpleja.

No. Aquello no se parecía en nada a cuanto había imaginado.

Todo se me antojaba demasiado tranquilo. Demasiado burgués.

Aunque para ejemplo de burguesía, me sobraba con doña Adela que acudía a «visitarme» un par de veces al mes.

En las escasas ocasiones en que conseguía que no tuviera las orejas tapadas por mis muslos, le hablaba de mis inquietudes y de la profunda decepción que sentía al descubrir que fuera de las aulas mis compañeros no pensaban más que en coches, música, drogas y sexo.

—¿Y qué esperabas? —solía ser su agria respuesta—. O mucho me equivoco, o debes ser la única virgen que frecuenta esa universidad, y cuando se tiene todo tan a mano, se olvidan muchas cosas. Quedaron atrás los tiempos en los que la juventud soñaba con solucionar los problemas de los más necesitados. Ahora en lo único que piensan es en una discoteca, una raya de coca y un buen polvo a ser posible con una desconocida.

—No es tan fácil.

—Así de fácil.

—Tiene que existir alguna otra razón más sutil y más profunda.

—¿Cómo qué? ¿Cómo una «conspiración judeomasónica» inspirada por las altas esferas del gobierno, encaminada a silenciar a los alumnos de todas las universidades del país? Lo dudo. Ni siquiera los socialistas conseguirían corromper a tanta gente. Lo que en verdad ocurre es que los ideales han muerto.

—No los míos.

—¿Y cuáles son, si puede saberse?

¿Qué respuesta había?

¿Qué respuesta podía darle a alguien que había comenzado a besarme una vez más los pezones y cuya lengua amenazaba con descender hacia mi ombligo?

¿Qué respuesta hubiera tenido aun en el caso de que me hubiera prestado una sincera atención?

En caso de haberle confesado que estaba buscando la razón por la que unos desconocidos habían hecho saltar en pedazos al hombre más maravilloso que nunca existió, me habría replicado, y con razón, que ningún catedrático ha tenido jamás respuesta a tal pregunta.

Ni ningún catedrático, ni ningún ser humano de este mundo.

Probablemente, ni siquiera quienes colocaron personalmente aquella bomba.

«Fue un error —me habrían respondido—. Un desgraciado accidente».

Pero un coche-bomba no es nunca un accidente.

Es, en todo caso, un accidente premeditado, y esa era una respuesta que no aceptaba.

Yo por aquel entonces necesitaba —y aún sigo necesitando— que alguien me ayude a entender la auténtica razón por la que aquel coche-bomba estaba aparcado aquel día en aquella calle de Córdoba.

La explicación de que estaba destinado a un furgón militar y se activó antes de tiempo no me bastaba.

Y continúa sin bastarme.

He pasado casi una d‚cada entre terroristas; he tratado de comprenderlos y pensar cómo piensan; he buceado en lo más profundo de sus personalidades, pero aún no tengo respuesta.

Nada de lo que puedan hacer, decir o pensar; ningún ideal, vale lo que valía la vida de Sebastián Miranda.

Nada de lo que pudieran alcanzar en mil años de lucha proporcionaría a nadie la felicidad que Sebastián proporcionaba a cuantos le rodeaban cada vez que sonreía.

Ni el mayor océano de odio conseguiría ahogar una sola gota de su amor.

La «ejecución» —como ellos dicen— de un millón de culpables no justifica la muerte de un solo inocente, sobre todo si ese inocente es un hombre que transmite inocencia.

Mi «padre» —sé muy bien que no es mi padre pero me siento feliz y relajada cuando lo llamo padre— llevaba en su corazón la semilla de la bondad y la iba dejando caer allí por donde pasaba.

Y germinaba. Crecía la bondad tras él, tal como crece el romero en los caminos, embelleciendo el campo y alegrando a las gentes, y aún recuerdo que cuando a la única hija de doña Aurora la aplastó un tractor, la pobre mujer no consiguió dormir en paz hasta que Sebastián acudió a su lado, le colocó la cabeza sobre su hombro, le acarició la frente y comenzó a murmurarle palabras de consuelo al oído.

Luego permaneció muy quieto durante horas, aferrándole con fuerza la mano y permitiendo así que aquel espíritu dolido y maltratado fuera volviendo poco a poco a la vida.

Yo le observaba.

De tanto en tanto atisbaba por un ventanuco y me daba la impresión de estar viendo como una extraña fuerza; un amor y un consuelo sin límites iba pasando a través de la mano de Sebastián hacia la mujer que dormía, como si se tratara de una desconcertante transfusión de sangre nueva y limpia que alejaba para siempre las sombras de la muerte; sombras de muerte que él recibía a su vez de buena gana, puesto que cargar con dolores ajenos parecía ser, con frecuencia, su destino marcado.

¿Quién agotó para siempre aquella fuente de consuelo?

¿Quién se arrogó el derecho de aplastar de una forma tan ciega la semilla del bien?

¿Quién podría responderme de un modo lógico y claro a tal pregunta?

Doña Adela no, de eso estaba segura.

Doña Adela lo único que hacía era darme dinero y conseguir que cada día me sintiera más sucia y asqueada.

Pero no me importaba.

¿Qué importancia tenía lo qué pudiera pensar de aquella denigrante situación si confiaba en que el dinero me permitiera encontrar respuestas?

Ahora ya sé muy bien que no existían respuestas.

En aquel tiempo, no.

En aquel tiempo continuaba siendo una muchacha —a medias culpable, a medias inocente— que vivía convencida de que había elegido el camino correcto, pese a que dicho camino atravesara lugares tan escabrosos como la cama que me veía obligada a compartir de tanto en tanto con aquella babosa.

Su olor me perseguía más tarde durante todo un día.

Su perfume, denso y penetrante, aún me revuelve las tripas obligándome a aborrecer de inmediato a quien lo lleva, y el rojo de sus uñas me despierta a menudo en mitad de unas noches en las que las pesadillas me empujan a creer que aún conservo parte de su lengua en lo más profundo de mi sexo.

Fue así cómo me gané a pulso la fama de lesbiana.

Alguien de la universidad descubrió por azar la relación que me unía a doña Adela, y como jamás se me había visto coqueteando con un hombre, la deducción fue simple, y debo admitir que plenamente justificada.

Las moscas acudieron de inmediato al olor de la mierda.

Marión fue la primera.

Era pequeña, dulce y frágil, con enormes ojos color de miel y una belleza etérea y llamativa; tan asustada y tímida que más parecía una niña en busca de protección paterna que un marimacho ansioso por comerse una higa, pero en cuanto balbuceó a duras penas que podríamos estudiar juntas, comprendí de inmediato que lo que pretendía estudiar poco tenía que ver con el derecho romano.

—Yo cobro por eso —dije por decir algo.

—¿Cuánto?

Me sorprendió la rapidez y seguridad de su pregunta, pero casi de inmediato comprendí que la tenía preparada, como si hubiera asumido desde un principio que una mujer como yo jamás se iría a la cama con una mujer como ella si no era por dinero.

Consiguió confundirme.

Lo admito. Consiguió confundirme, puesto que era yo quien no tenía asumido que alguien como Marión estuviera dispuesta a pagar por irse conmigo a la cama.

—Tengo que pensarlo —fue todo lo que se me ocurrió en aquellos momentos.

Ha pasado mucho tiempo, pero aún me avergüenzo por haberle hecho concebir falsas esperanzas a un ser al que se advertía tan profundamente desgraciado.

¿Era aquello todo lo que yo había aprendido de las enseñanzas de Sebastián?

¿Era así como él se hubiera comportado en una situación semejante?

Dudo mucho que ningún hombre se hubiera aproximado nunca a mi padre con el fin de hacerle una propuesta semejante, pero conociéndole como le conocía dudo mucho también que aquella hubiera sido su respuesta.

Sebastián tenía recursos para todo, y quiero imaginar que también hubiera tenido la suficiente delicadeza como para hacer comprender a cualquier despistado lo absurdo de su pretensión sin llegar a ofenderle.

Pero es que, en mi caso particular, las pretensiones de Marión no tenían nada de descabelladas.

Era ya vox populi que una señorona muy elegante pagaba mi coqueto apartamento, y empezaba a preocuparme el hecho de que un día se descubriera quién era en realidad la tal «señorona».

Doña Adela casi nunca me hablaba de su marido.

Ni de los niños.

Pese a mis ocasionales preguntas sabía arreglárselas para eludir el tema, como si se esforzase por dejar puertas afuera su vida familiar, al igual que tampoco yo mencionaba jamás a mi madre y mis hermanos.

En aquella cama sólo cabíamos dos, y en sus visitas raramente abandonábamos la cama.

A veces me asaltaba la impresión de que pretendía llevarse en unas horas todo el placer que necesitaba para las siguientes semanas.

—Por las noches, pienso en ti —solía decirme—. Y si estoy sola aspiro el aroma de tu ropa interior y eso me excita.

Me costaba una fortuna en bragas.

En cada viaje se llevaba las que acababa de usar y las envolvía en papel de aluminio asegurando que de ese modo conservaban durante más tiempo mi olor.

En ocasiones, cuando paso por una obra y veo a un albañil devorando un bocadillo envuelto en papel de aluminio no puedo por menos que recordar a doña Adela, y me la imagino en los servicios del tren de regreso a Sevilla abriendo su paquetito y metiendo las narices en mis bragas.

¡Qué vida! ¡Qué gente!

No hace mucho me enteré de que su marido había muerto, y me pregunté qué clase de bragas andaría oliendo en esos momentos doña Adela.

Que yo recuerde ningún hombre se dedicó nunca a oler mis bragas.

Y desde luego jamás se me ha pasado por la mente la idea de hundir las narices en los calzoncillos de un hombre.

—He conseguido ahorrar sesenta mil pesetas…

Me quedé de piedra.

—¿Cómo has dicho?

—Que he conseguido ahorrar sesenta mil pesetas. ¿Es suficiente?

Allí estaba, tan menuda, tan frágil, con su vocecita casi inaudible y sus enormes ojos bajos asegurándome que en casi un mes había reunido un dinero con el que pretendía que le abriera mis piernas, y admito que dudé entre darle una bofetada o tomar su cara entre mis manos y plantarle un beso en la boca consiguiendo que se desmayase allí mismo.

Recordé a mi padre y me limité a tomar asiento en un banco cercano.

—¡Escucha! —dije—. Perdóname si te he hecho abrigar ilusiones, pero en realidad a mí no me gustan las mujeres. No creo que tenga que darte explicaciones de por qué hago lo que hago, pero te aseguro que tengo mis razones. ¡Olvídate de mí!

—Pero es que yo te quiero —susurró casi sin aliento.

—No. No me quieres, ni creo que sepas lo que quieres. A mi modo de ver lo que ocurre es que te asustan los hombres, e imaginas que alguien como yo puede ayudarte. Pero no es así. Sería para ti peor que el peor de los hombres.

—Me repugnan los hombres.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo he sabido desde que tengo uso de razón.

¿Qué podía responderle? Ni tengo madera de siquiatra, ni soy quien para aconsejar a nadie sobre inclinaciones sexuales. Quizá había nacido efectivamente homosexual, y quizá yo fuera, en efecto, su pareja soñada, pero no tenía la menor intención de volver a pasar por el trance de que alguien más se dedicara al sucio deporte de olerme las bragas, ni por compasión, ni mucho menos por dinero.

La dejé allí sentada, llorosa como una niña a la que acabaran de arrebatarle su muñeca preferida, aferrando con fuerza el diminuto bolso en que al parecer guardaba sus sesenta mil pesetas, y jamás volví a verla, porque jamás volvió a hacer acto de presencia.

A decir verdad no me siento culpable por haberme convertido en la causa de que exista un abogado menos en España.

No me siento culpable por nada, aunque admito que a cualquier otra persona el peso de la conciencia le impediría levantarse de la cama cada mañana.

¿Significa eso que no tengo conciencia?

Es posible, aunque también es posible que cada conciencia sea diferente, del mismo modo que lo es cada ser humano.

Si aceptamos que físicamente no existen dos seres humanos absolutamente idénticos, ¿por qué nos empeñamos en seguir insistiendo en que las normas de conducta deben ser iguales para todos?

Siempre me he negado a que se me aplique el mismo código que a alguien que tuvo una infancia feliz y no se vio obligado a pasar por el trance de ver cómo desmembraban al ser que más amaba.

Mis reglas siempre fueron mis reglas, diferentes al resto de las reglas incluso a la hora de matar, y entre mis reglas no estaba desde luego contribuir al hundimiento de un pobre ser tan desgraciado como Marión.

Tenía en mente otros objetivos mucho más importantes.

Me llevó tiempo, casi medio año, dar a entender, muy sutilmente, que pese a mi fama de lesbiana y mi aspecto de mujer espectacular e inaccesible, en el fondo no era mas que una muchacha rebelde, inmadura, radical y algo alocada que estaba necesitando desesperadamente que alguien con experiencia la encarrilara en la dirección correcta.

Sabía, o más bien presentía, que ese alguien que yo deseaba que me observara me estaba observando, pero que un solo paso en falso, cualquier intento de aproximación por mi parte espantaría a mi presa.

Eran ellos los que debían acudir a mí. No yo a ellos.

Cazar a los cazadores siempre ha sido mi deporte preferido. Y el que mejor practico.

En Venezuela existe un refrán que me fascina: «Navegar con bandera de pendejo».

En su curioso argot viene a significar vivir haciéndose el estúpido en un mundo en el que la mayor parte de la gente se mueve intentando hacer creer a los demás que es mucho más lista de lo que en realidad es.

Mucho antes de conocer tal refrán, yo ya «navegaba con bandera de pendeja» permitiendo que quienes me rodeaban menospreciaran cuanto no se refiriese a mi aspecto físico, que en justicia debo reconocer que por aquellos tiempos resultaba casi del todo imposible menospreciarlos.

Para la mayoría de mis compañeros de universidad yo no era más que una tía buena con una empanada mental de tres pares de cojones.

Una presa fácil.

Me encanta que me consideren una presa fácil.

¡Facilita tanto las cosas!

Se hicieron esperar, pero yo no tenía ninguna prisa y al fin comenzó a nacer la cosecha.

Una tarde, cuando iba de camino a casa, se me aproximó una joven pareja con la aparente intención de preguntarme por una dirección cercana.

Al darles mi respuesta, me llamaron por mi nombre, señalaron que sabían muy bien quién era y me invitaron de inmediato a tomar una copa en el bar de la esquina.

Tenían una proposición que hacerme.

Dudé, pero al fin me encogí de hombros aparentando indiferencia.

—Si es sobre lo que me imagino, perdéis el tiempo —les hice notar.

—No es nada de lo que te imaginas.

Pero yo sí que me lo imaginaba.

¡Ya lo creo que me lo imaginaba!

Comenzaron a hablarme de la vergüenza del mundo en que nos había tocado vivir, del océano de injusticias y corrupciones en que nos ahogaba una sociedad decadente y capitalista, y de la ineludible necesidad que existía de que aquellos que soñábamos con un futuro mejor nos uniéramos en un esfuerzo común.

Hablaron y hablaron en un tono tan apasionado y convincente que me quedé con la boca abierta y los ojos dilatados por el entusiasmo y la admiración.

¡Por fin!

¡Gente que me entendía!

Seres humanos que compartían mis más ocultos anhelos.

¡Camaradas!

¡Cielos, que buena actriz perdió aquel día el Séptimo Arte!

Modestamente, claro.

Era ya noche cerrada cuando se despidieron prometiendo volver a ponerse en contacto conmigo, y los vi desaparecer bajo la lluvia con la emoción que debe experimentar una araña en el momento en que las vibraciones de la tela le indican que una presa ha caído al fin en su bien tejida trampa.

Había tardado en llegar tan maravilloso momento.

Pero valía la pena.

Al día siguiente ni siquiera fui a clase.

Necesitaba meditar.

Sabía que estaba a punto de dar un paso decisivo; de cruzar una línea tras la cual no existía posibilidad alguna de retorno, pero las escasas dudas que aún pudiera abrigar se disiparon en el momento en que me senté a contemplar la foto de la última Navidad que mereció tal nombre.

Allí estaba, sonriendo junto al precioso árbol que habíamos cortado y arrastrado juntos desde el bosque, tan ajeno a la muerte que le rondaba, que costaba admitir que aquellos labios jamás volverían a besarme, y aquella boca jamás volvería a decirme lo que tenía que hacer para convertirme en una auténtica mujer de la que pudiera sentirse orgulloso.

¡Cuánto le echaba de menos!

¡Cuánto le necesitaba, y cuán desvalida me sentía sin su dulce consuelo o sus sabios consejos!