Tierra de bisontes. Cienfuegos VII - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Tierra de bisontes. Cienfuegos VII E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Beschreibung

En la séptima entrega de la serie Cienfuegos, el genial gomero se adentra en la isla de Santo Domingo, en el paradisíaco territorio de Xaraguá, donde reina la princesa Anacaona, carismática líder de los indígenas cuya vida marca un hito en el antes y el después de las relaciones de "civilizados" y oriundos del nuevo continente. Una saga apasionante para conocer cómo nunca se había hecho el descubrimiento y la conquista de América. Lo mejor y lo peor del ser humano en una serie de aventuras ambientadas en el contexto histórico más interesante de nuestra historia.

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TIERRA DE

BISONTES

 

 

 

 

 

 

   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alberto Vázquez-Figueroa

 

Categoría: Novela histórica

Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

 

Título original: Tierra de bisontes

Primera edición: 2006

Reedición actualizada y ampliada: Mayo 2021

 

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

 

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

 

ISBN:9788418263996

Impreso en España

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

La luz de la luna penetraba incluso hasta los arrecifes que se encontraban casi a veinte metros de profundidad.

Allí, en el archipiélago que más tarde sería conocido como «El Jardín de la Reina», el agua aparecía siempre tan quieta y transparente que cabría pensar que más que agua era un cristal sobre el que la vieja barca se deslizara como si patinase sobre una fina capa de hielo que tan solo era atravesado, de tanto en tanto, por los alegres saltos de silenciosos delfines.

Las quietas noches de plenilunio de la costa suroeste de Cuba, en las que la suave brisa que llegaba de la isla traía olor a tierra mojada y vieja selva, tenían mucho de embriagador y mágico, por lo que hacía años que el canario Cienfuegos había tomado la costumbre de hacerse a la mar a la caída de la tarde con el fin de dedicar la noche a pescar o a extasiarse con uno de los paisajes más hermosos que hubiera contemplado nunca.

Tal vez la luna rielando sobre el mar le devolvía a aquel día de su ya muy lejana infancia en que, poco antes de morir, su madre lo condujo por entre los mil vericuetos de los peligrosos senderos que bordeaban los precipicios de la isla de La Gomera en busca de la orilla de un mar que hasta aquel momento el chicuelo tan solo había contemplado desde lo alto de las montañas.

Para alguien nacido y criado en la cima de un impresionante risco, el mar y el cielo eran puntos casi igualmente lejanos, por lo que de niño Cienfuegos siempre mantuvo el disparatado convencimiento de que algún día se introduciría en el cielo de la misma forma en que su madre le había introducido en el mar.

Pasaron en la quieta ensenada tres días y tres noches, sin duda los más hermosos de la infancia de un crío que jamás conoció a su padre y que perdió a su madre dos semanas más tarde, lo cual siempre le obligó a sospechar que cuando le llevó a ver el mar su madre ya debía saber que iba a morir.

Durmieron acurrucados el uno junto al otro sobre la tibia arena negra, escuchando en suave rumor de las olas batiendo contra las rocas del acantilado y aspirando un fresco aroma salado que poco tenía que ver con el acostumbrado hedor de los machos cabríos con los que se veían obligados a lidiar a diario.

Su madre había sido una pastora montaraz, hija y nieta de los antaño famosos «Garaones», una de las escasas familias de rebeldes aborígenes «guanches» que en La Gomera prefirieron huir a las montañas antes que someterse a los caprichos de los conquistadores españoles, pero que evidentemente había acabado por sucumbir al asedio de algún aguerrido invasor que le dejó como único recuerdo de su incruenta conquista un hermoso retoño de piel clara, ojos verdes y cabellos sorprendentemente rojizos.

Tal vez la palpable e incuestionable evidencia de que al fin había sido vencida por sus eternos enemigos era lo que había impulsado a «La Garaona» a mantenerse oculta entre barrancos y montañas hasta el fin de sus días.

Si, tal como algunos aseguraban, había sido violada por un capitán con ayuda de dos brutales soldados, o si la plaza fuerte se había rendido voluntariamente ante el irresistible ataque de un verbo fácil y una deslumbrante sonrisa, era algo que nadie supo nunca, pero como resulta evidente que una derrota es casi siempre deshonrosa, la cabrera había optado por mantener el fruto de tal acción lo más lejos posible de la curiosidad ajena.

Otros opinaban que su «conquistador» había sido en realidad un gigantesco marino llegado de nadie supo nunca, y cuyo barco se había estrellado contra los acantilados del norte durante una noche de tormenta.

Por lo visto se había propinado tal golpe en la cabeza en el momento de naufragar que a partir de ese instante, y hasta el día en que murió, casi cinco años después, la única palabra que aprendió a decir en castellano fue «cagarruta».

Ahora, treinta y tantos años más tarde, nadie podría saber exactamente cuántos, el hijo del capitán o del marino se encontraba a miles de leguas de la negra playa canaria, pero aún el olor a mar conseguía devolverlo a aquellos tres maravillosos días en que su madre lo abrazaba consciente de que muy pronto dejaría de hacerlo.

Para algunos seres humanos, la infancia dura once años.

Para otros, únicamente tres días.

Los recuerdos son por lo tanto infinitamente menores, pero permanecen en la memoria como grabados a fuego.

El resto de esos once años se habían limitado a perseguir cabras por entre peñas y barrancos, ordeñarlas, ayudarlas a parir o degollarlas y despellejarlas cuando ya no servían más que de alimento o vestimenta.

Cienfuegos aborrecía todo cuanto se relacionase con las cabras, empezando por su olor, y acabando con el sabor de su carne, y por lo tanto era el único animal que se había negado a llevar a la isla caribeña en que decidió establecerse definitivamente con su extensa «familia».

Y es que, a su modo de ver, pocas cosas activaban de una forma más rápida la memoria que un olor, y esa memoria tan solo le traía a la mente años de tristeza, penurias y angustiosa soledad.

De todo ello, la soledad era a lo único a lo que le agradaba regresar a menudo, dado que en la pequeña isla en que se habían establecido era tanta la actividad y tanta la gente que pululaba a todas horas a su alrededor que pocas ocasiones tenía de detenerse a meditar en lo que había sido su más que agitada vida.

Cebó por enésima vez el anzuelo con un grueso gusano y permitió que el sedal en cuyo extremo había atado una piedra se deslizara hacia un arrecife en el que se distinguían las manchas de una increíble cantidad de peces de todas las formas, tamaños y colores.

Con harta frecuencia la piedra ni siquiera tenía tiempo de llegar al fondo.

Un tirón le avisaba de que una presa había mordido el anzuelo y se iniciaba entonces un apasionante lucha en la que lo más importante era impedir que, por muy grande y poderoso que fuera el enemigo, este consiguiera romper la liña, lo que significaba una costosa pérdida.

Se necesitaba mucha paciencia y habilidad puesto que el gomero sabía muy bien que ningún pez valía lo que valía el anzuelo y el aparejo con los que estaba intentando capturarlo.

Incontables horas solían pasar sus dos mujeres y sus hijos trenzando largas sogas de cáñamo, pero por mucha que fuera su habilidad raramente conseguían obtener la resistencia y calidad de los cientos de brazas traídos años atrás desde la lejana Sevilla.

La vida en la isla, que aunque en un principio no tenía nombre había acabado llamándose «La Escondida», dado que la principal preocupación de sus habitantes se concretaba en mantenerla lejos de la mirada de unos extraños de los que nada bueno cabía esperar, había pasado a convertirse en auto-suficiente con el transcurso del tiempo.

No obstante, una vez cada dos años, la nave que les había traído hasta allí y que por lo general permanecía desmantelada y camuflada en una quieta ensenada zarpaba rumbo a Santo Domingo en busca de todo aquello que los isleños no se sentían capaces de fabricar por sí mismos, aunque Cienfuegos pretendía que tales viajes se fueran espaciando cada vez más en el tiempo.

Y es que les constaba que el Caribe se estaba volviendo un mar harto peligroso.

Supuestamente nadie podía viajar a «Las Indias Occidentales» sin un permiso especial sellado y rubricado en Sevilla, pero portugueses, franceses, holandeses, y especialmente los ingleses, solían hacer caso omiso a tal mandato buscando la forma de establecerse en unos territorios que según el controvertido «Tratado de Tordesillas» pertenecían en exclusiva a la Corona española.

La mayoría de tales intrusos no eran en realidad más que piratas en busca de un buen botín, y andaban siempre al acecho de una presa fácil en las proximidades de las costas dominicanas.

Y una pequeña nave desarmada que regresaba de adquirir pertrechos en una concurrida Santo Domingo repleta de espías constituía sin duda un bocado muy apetecible para un pirata, un corsario o un simple bucanero.

Los habitantes de «La Escondida» habían aprendido por tanto a valerse cada vez más por sí mismos.

La luna inició su lento descenso en el horizonte, por lo que los arrecifes del fondo comenzaron a difuminarse.

Durante casi media hora Cienfuegos mantuvo un emocionante tira y afloja con una rebelde dorada que en buena lógica se negaba a abandonar el paraíso en que había nacido para pasar al otro lado de la mortal línea que significaba la superficie del agua, y cuando al fin consiguió izarla a bordo y abrirla en canal con el fin de despojarla de unos intestinos que solían pudrirse con gran rapidez, el gomero se tomó un merecido descanso tumbándose en el fondo de la barca decidido a fumarse, tranquilo y relajado, uno de los gruesos, frescos y aromáticos cigarros que su hija mayor solía prepararle con infinito mimo.

Al darlo por concluido, cebó de nuevo el anzuelo y se dispuso a reanudar el trabajo que más le gustaba, pero en el momento de extraer de las oscuras aguas su nueva captura sintió un inesperado pinchazo en la muñeca, tan brutal que le obligó a lanzar un grito de dolor, se tambaleó peligrosamente y suerte tuvo de caer en el interior de la embarcación porque de haberse precipitado por la borda habría muerto irremediablemente.

Apenas tardó un par de minutos en perder el sentido.

El gomero jamás logró averiguar qué clase de animal le había inoculado de un solo golpe tan virulenta ponzoña, pero lo cierto fue que le paralizó como si hubiera sufrido de improviso el impacto directo de un rayo al tiempo que el brazo se le hinchaba hasta alcanzar el grosor de uno de sus muslos.

La embarcación quedó al pairo.

El agresor, cualquiera que fuese su forma, tamaño o la extraña familia a la que pertenecía, regresó a las profundidades arrastrando tras de sí el anzuelo y el largo sedal, cuyo extremo permanecía por precaución atado siempre a la proa, por lo que al cabo de un rato la frágil embarcación comenzó a desplazarse muy despacio en dirección a mar abierto.

La bestia no debía sentirse a salvo en un arrecife poblado de hambrientos depredadores, por lo que evidentemente buscaba la protección de aguas más profundas y por lo tanto menos concurridas.

No obstante, el cabo al que se mantenía unida no daba más de sí, por lo que se vio obligada a mantenerse nadando entre dos aguas hasta que, con la primera claridad del día, un hambriento tiburón que vagabundeaba por los alrededores la eligió como suculento desayuno.

Evidentemente aquella no había sido su noche.

Aunque sí fue, probablemente, la peor noche en la vida del causante de todas sus desgracias.

El insoportable dolor, que le llegaba desde el nacimiento del cuello hasta los pies con especial incidencia en el brazo, mantenía al gomero tendido boca abajo, incapaz de moverse, semiinconsciente a ratos y a ratos totalmente fuera de este mundo, juguete de un millón de pesadillas que correteaban por su mente como una jauría de perros rabiosos.

Colores, docenas de brillantes colores de una variedad como nunca había visto en la realidad, estallaban de continuo en su cerebro al igual que un castillo de fuegos artificiales que se elevaran para chocar irremisiblemente contra las paredes de su cráneo. Sentía que se ahogaba, pero cada vez que abría la boca en busca de aire fresco, lo único que conseguía era expulsar un chorro de amarillentos vómitos que le quemaban la garganta.

La muerte navegó a menos de una milla de distancia.

Andaba tras su pista, pero tal vez el hecho de que la luna se ocultara sumiendo el mar en profundas tinieblas le obligó a desistir de su empeño quedando a la espera de ocasión más propicia.

Sabía por experiencia que pronto o tarde aquel a quien ahora perseguía acudiría en su busca.

El fugitivo, ¡tanta costumbre tenía el gomero Cienfuegos de huir de la muerte!, continuó tumbado sobre un lecho de vómitos y peces muertos, sin que ni siquiera el violento sol caribeño que le abrasó la desnuda espalda le obligara a reaccionar.

El activo veneno con la que aquel maldito pez se defendía de sus enemigos o inmovilizaba a sus presas corría libremente por sus venas y tan solo el hecho de que se tratara de un hombre excepcionalmente corpulento, fuerte y saludable, impidió que acabara matándole.

Cualquier otro de menor envergadura o resistencia no hubiera llegado vivo al mediodía.

Cienfuegos consiguió soportar el suplicio por más que fuera harto cruel y lacerante.

Era como si una corriente de plomo derretido fuera y viniera de su corazón a los riñones y de allí al hígado para ascenderle de improviso hasta el cerebro.

Aulló de insufrible dolor en cuatro o cinco ocasiones pero la inmensidad del mar convirtió en inútiles sus quejas.

Estaba solo puesto que incluso los delfines se habían alejado tiempo atrás.

A los delfines les suelen gustar las naves veloces y la gente que canta.

Aborrecen los barcos al pairo y los lamentos.

En eso se parecen a los seres humanos.

Volvió la noche y volvió la luna.

Y con ella una suave brisa que llegaba del este.

La barca, sin nombre, puesto que en «La Escondida» todo pertenecía a todos y por lo tanto nada necesitaba un nombre que la distinguiera del resto, comenzó a desplazarse lentamente dejando definitivamente atrás lo poco que se distinguía ya de las costas de Cuba.

Incluso un par de gaviotas que a la caída de la tarde habían acudido a picotear los ya hediondos dorados que se desparramaban por el fondo de la embarcación optaron por alzar el vuelo y regresar a sus nidos de tierra firme.

El herido gimió lastimeramente y acabó por hundirse de nuevo en un sopor que le mantenía alejado del resto del mundo.

Al tercer día una corriente suave pero firme y constante se apoderó de la embarcación y comenzó a desplazarla hacia el nordeste.

Un enorme tiburón de alta aleta se aproximó para golpear con su fuerte cola el frágil casco de madera.

Pareció oler o presentir que al otro lado de las delgadas tablas se encontraba un apetitoso almuerzo, por lo que giró una y otra vez a su alrededor intentando encontrar la forma de satisfacer su hambre, pero al cabo de un par de horas se alejó de lo que se le debió antojar una gigantesca tortuga de inabordable caparazón que dormitaba dejándose arrastrar por la corriente.

Probablemente aquel tiburón sabía mucho de corrientes porque la experiencia debía haberle enseñado que las aguas que llegaban desde Europa y África cruzando la inmensidad del Océano Atlántico penetraban en el Mar Caribe por entre el rosario de islas de Las Antillas para acabar por concentrarse en el canal que separaba la isla de Cuba de la península del Yucatán.

Más tarde el inmenso y constante flujo bordeaba las costas mexicanas y norteamericanas, acababa dirigiéndose hacia el sur a todo lo largo de la península de La Florida y regresaba finalmente al océano y de allí a la lejana Europa.

El punto por el que el hambriento escualo merodeaba en aquellos momentos, el cuello de botella del noroeste de la isla de Cuba, constituía por tanto un lugar perfecto para permanecer tranquilamente al acecho de jugosas presas con las que saciar su insaciable apetito, pese a que esta ocasión su paciencia no hubiera recibido premio alguno.

La barca siguió su camino, juguete de un mar tranquilo pero en continuo movimiento, y en su encharcado interior el hombre herido se mantuvo firme en sus ansias de conservar la vida, convencido de que alguien que había sabido enfrentarse a situaciones realmente difíciles no merecía caer víctima de un asqueroso pez, traidor y ponzoñoso.

Sus enemigos habían sido tantos y tan extraordinariamente poderosos que una muerte a todas luces vulgar y anodina rayaba los límites del ridículo.

Cienfuegos había logrado escapar al acoso del celoso y brutal capitán León de Luna y sus sanguinarios mastines, había atravesado en compañía del Almirante Colón el «Océano Tenebroso» descubriendo un Nuevo Mundo, había sobrevivido a un naufragio y a la destrucción de un fuerte del que se convirtió en único superviviente, había resistido la esclavitud a manos de feroces caníbales, y había atravesado oscuras selvas, los ardientes desiertos y las heladas cordillera de «Tierra Firme» en continúo enfrentamiento con tribus hostiles y fieras hambrientas.

Se trataba por tanto de un superviviente nato; un «hombre-corcho» que siempre regresaba a la superficie por violenta que fuera la tormenta, y aun inconsciente como se encontraba no parecía dispuesto a permitir que una sucia bestezuela de los oscuros abismos consiguiera lo que nadie más había conseguido.

¡Pero era tan intenso el dolor!

¡Tan abrasador el fuego que circulaba hora tras hora por su venas!

¡Tan violentas las luces que estallaban en su cerebro!

Los desgarrados aullidos se transformaron en un sordo y continuo lamento y un jadear semejante al de los grandes dorados cuando caían en el fondo de la barca, y ese agotador esfuerzo por mantenerse a toda costa a este lado de la raya le fue extenuando hasta el punto de que al cuarto día ya no era más que un guiñapo incapaz de alargar la mano y apoderarse de uno de los odres de piel de oveja que siempre llevaba a bordo.

Por suerte comenzó a llover a media tarde, y lo hizo con tal fuerza e intensidad que los gruesos goterones le hicieron daño en una espalda que había sido abrasada por el violento sol del trópico.

De un modo casi instintivo, puesto que para sobrevivir Cienfuegos ni siquiera necesitaba tener conciencia de lo que hacía, giró sobre sí mismo con el fin de permitir que el agua penetrara hasta el fondo de su garganta, lo cual contribuyó sin duda a que no acabara allí mismo su larga y agitada historia.

La persistente corriente del golfo continuó siendo dueña de la situación, jugueteó con la barca hasta aburrirse, y al fin se la entregó a unas largas y cadenciosas olas que batían contra la costa y que optaron por arrojarla contra un espeso manglar entre cuya espesa vegetación quedó atrapada como una mosca en una tela de araña.

De inmediato, y atraídos por el para ellos excitante hedor a pescado podrido, docenas de enormes cangrejos treparon por las ramas y se dejaron caer sobre cuanto quedaba de los dorados que cubrían el fondo de la embarcación.

Sin embargo algunos de ellos se decantaron por el novedoso manjar que significaba un cuerpo humano igualmente maloliente y cubierto de llagas, hasta el punto de que en realidad fueron los agresivos cangrejos los que consiguieron que Cienfuegos reaccionara.

No le resultó en absoluto agradable despertar para descubrirse pasto de docenas de pequeñas bestezuelas que le observan ansiosamente con sus saltones ojos, dispuestas a desgarrarle la carne con sus fuertes y afiladas pinzas.

A rastras, y utilizando las escasas fuerzas que aún le quedaban y que a cualquier otro no le hubieran bastado, el gomero consiguió escapar de la mortal trampa infestada de diminutos, despiadados y feroces enemigos, para acabar encaramándose a una rama que a duras penas soportaba su peso.

Aunque no consiguió llegar solo; media docena de hambrientos crustáceos de un color rojo violento continuaban aferrados a su carne, por lo que se vio obligado a arrancarles las fuertes tenazas con el fin de ir arrojándolos al agua uno tras otro.

–¡La madre que os parió! –no pudo por menos que exclamar–. ¿Acaso me queréis devorar vivo?

Luego permaneció muy quieto, como un mono trepado en la cima de una acacia espinosa, tratando de descubrir que parte de su cuerpo o de su espíritu no se encontraba lastimosamente maltratado.

No existía ni un solo centímetro de su piel que no apareciese lacerado, un músculo que no le doliese, ni un hueso que no amenazara con quebrársele.

Las deformes manos habían duplicado su tamaño, los hinchados párpados apenas le permitían la visión y los labios no eran más que una costra alineada junto a otra costra semejante.

La mayoría de los incontables cadáveres que había visto a lo largo de su vida ofrecían bastante mejor aspecto.

Pero ningún cadáver respiraba, y el gomero Cienfuegos era de lo aquellos a los que les basta con poder respirar.

El resto se limitaba a una cuestión de fuerza de voluntad.

 

 

Se necesitaba tenerle mucho apego a la vida para conseguir mantenerse tres largos días con sus correspondientes noches en inestable equilibrio sobre las frágiles ramas de un manglar, pero la vida era cuanto en aquellos momentos poseía Cienfuegos, por lo que, armado con una de esas ramas, se dedicaba a derribar con secos golpes a los insistentes cangrejos que parecían haberle tomado una especial afición a su tumefacta carne, razón por la que no cesaban de intentar ascender una y otra vez hasta el precario refugio en que se encontraba encaramado.

Con la subida de la marea los rojos crustáceos desaparecían en lo más profundo de sus madrigueras enterrándose en el fango u ocultándose bajo las rocas, temerosos de convertirse en presa de los innumerables peces que llegaban con unas aguas que lo inundaban todo hasta casi un metro de altura, y esas eran las únicas horas durante las cuales el agotado canario conseguía descansar cerrando los ojos y permitiendo que un sueño reparador le devolviera poco a poco las fuerzas.

No obstante, durante la noche un frío viento que llegaba del norte le obligaba a tiritar y castañear los dientes, por lo que se veía obligado a permanecer despierto, golpeándose las piernas y los brazos con las palmas de las manos y sin poder evitar preguntarse en qué situación más difícil que aquella podría haberse encontrado alguna vez un ser humano.

Lejos de su casa y su familia, en un lugar perdido y absolutamente desconocido, semidesnudo, hambriento, herido, enfermo y sin tan siquiera suelo firme sobre el que pisar, entumecido y acosado por el hambre, el frío y miríadas de pequeños pero irreductibles enemigos decididos a no dejar de él mas que los huesos, había llegado sin duda al límite de la resistencia humana.

–Lo único que me faltaba es haberme quedado embarazado… –masculló para sus adentros en un esfuerzo por mantener el humor y la fe en si mismo y en su capacidad de hacer frente a las desdichas–. ¿Qué mas puede ocurrir?

Que lloviera a mares.

Y la tercera noche llovió a mares.

No se trató de un esporádico chaparrón tropical a los que tan acostumbrado estaba en «La Escondida» donde el agua caía por lo general cálida y gratificante; fue por el contrario una espesa cortina de una lluvia agresiva y furibunda, que llegaba empujada por fuertes rachas de un viento helado que aullaba entre las ramas sacudiéndolas como si su mayor deseo se centrara en arrojarle de una vez por todas al suelo con el fin de dejarle a merced del ejército de cangrejos.

Tentado estuvo de darse por vencido admitiendo al fin que las fuerzas de la naturaleza serían siempre superiores a la capacidad de resistencia del ser humano, pero le vino a la mente el recuerdo de sus dos esposas, la rubia alemana Ingrid y la morena indígena Araya, a las que amaba por igual, y de sus seis hijos, que sin duda le necesitaban para poder seguir creciendo en libertad en una isla que estaba comenzando a convertir en una antesala del paraíso.

De no haber sido por un desgraciado pez ponzoñoso, se encontraría en aquellos momentos sentado en el porche de su hermosa casa, concluyendo de cenar y dispuesto a contar una vez mas a cuantos cada noche se lo suplicaban, el apasionante relato de cómo había viajado en la carabela «Santa María» a las órdenes del mismísimo Almirante Don Cristóbal Colón, cómo había aprendido a leer de la mano del «Cartógrafo Mayor del Reino», el genial y entrañable Juan de La Cosa, que le trató como a un hijo, y cómo había sido de los primeros en otear el horizonte cuando el estrafalario y siempre sonriente Rodrigo de Triana gritó a voz en cuello desde lo alto de la cofa:

–¡«Tierra a la vista»!.

A sus hijos y los amigos de sus hijos les encantaba sentarse a su alrededor mientras encendía un grueso cigarro y repetía por enésima vez el horror y el asombro que sintió el día en que un grupo de indígenas cubanos le invitaron a cenar por primera vez sopa de gusanos e iguana a la brasa, y a continuación comenzaron a echar humo por las narices como si se tratara de auténticos dragones.

–¡Y lo peor del caso es que me pedían que les imitara! –exclamaba como si la sola idea se le antojara inconcebible–. Si no quería ofenderlos, lo cual tal vez me hubiera costado la vida, tenía que comerme la sopa sin demostrar repugnancia, fingir que me encantaba el estofado de rabo de iguana, y aceptar que me metieran en la boca un rollo de unas hojas secas que nunca había visto antes y le prendieran fuego. ¡Que noche, madre! ¡Que borrachera y qué noche!

Los chicos, e incluso los mayores, disfrutaban con sus historias, por lo que en ocasiones permanecían casi hasta el amanecer charlando en torno a una pequeña hoguera hasta el punto de que a menudo el propio Cienfuegos llegaba a preguntarse cómo diablos era posible que le hubieran ocurrido semejante cúmulo de fantásticos acontecimientos durante su movida y apasionante existencia.

Pero así había sido, y cuando a su modo de ver todo aquello había quedado definitivamente atrás y las peligrosas aventuras parecían haber aceptado pasar a convertirse en simples anécdotas con la que entretener a una extasiada concurrencia, el destino volvía a mostrarle su cara más amarga, obligándole a comprender que aun era capaz de reservarle pruebas infinitamente más difíciles de superar que todas las que le hubiera presentado hasta el momento.

Lo que el ancho, profundo y rugiente océano, las espesas y oscuras selvas, los caudalosos ríos, las inaccesibles montañas, las peligrosas fieras o los sanguinarios caníbales no habían sido capaces de conseguir, lo estaba consiguiendo una minúscula porción del activo veneno que un repugnante bicho al que ni siquiera había sido capaz de vislumbrar le había inoculado en mitad de la noche.

Su enorme corpachón al que jamás sobró una gota de grasa, siempre estaba dispuesto a saltar, correr, trepar, nadar o luchar, pero ahora sus antaño poderos músculos parecían haberse convertido en una especie de gelatina inconsistente que a duras penas obedecía las órdenes que le enviaba el cerebro.

Aquel que un tiempo apodaron con toda justicia Brazofuerte, capaz de derribar a un mulo de un puñetazo en la testuz, apenas reunía ahora las energías suficientes como para agitar la rama con la que alejar a unos ridículos cangrejos que pretendían devorarle en vida.

–¡Malditos hijos de puta! ¡Dejadme en paz!

Pero el indisciplinado ejército de gruesa armadura medieval insistía en su empeño atacándole desde todos los puntos accesibles.

Cuando se reunían más de cien el continuo chasquido de sus pinzas tenía la virtud de ponerle los vellos de punta.

Al cuarto día, y a raíz de una de aquellas macabras sinfonías que en cierto modo sonaban a «réquiem» anticipado, Cienfuegos pareció llegar a la conclusión que si aspiraba a sobrevivir debía cambiar de táctica pasando al contraataque, por lo que permitió que un audaz cangrejo le mordiera el pie, con lo que rápidamente se apoderó de él y lo partió en dos de un sonoro mordisco.

Lo mastico muy despacio, incluidas las tripas y las partes mas blandas del caparazón, consciente que si pretendía fortalecerse no cabía hacerle ascos a nada.

En un par de horas pasó de posible víctima a eficaz verdugo, atracándose de cangrejos hasta que estos parecieron llegar a la amarga conclusión de que se habían topado con un peligroso enemigo del que mas valía mantenerse a prudente distancia.

A la semana el canario se había transformado de acosado en acosador, hasta el punto de que las minúsculas e inofensivas gambas que pululaban por doquier, los «ermitaños», las almejas, las ostras e incluso cualquier pececillo que hubiera quedado atrapado en un charco al bajar la marea se convirtieron en apetecibles manjares que iba a parar de inmediato a un estómago que parecía capaz de digerirlo todo sin el menor reparo.

Los huevos de aves marinas de los nidos cercanos y mas de un polluelo a punto de romper el cascaron se transformaron al instante en materia alimenticia para quien se mostraba dispuesto a ingerir sin el menor reparo cuanto pudiera ayudarle a volver a ser lo que siempre había sido.

Por desgracia la frágil embarcación se había convertido en un montón de astillas al ser golpeada una y otra vez por las olas contra los troncos del manglar, pero el gomero pudo recuperar los sedales, los anzuelos, los odres que aun contenían un poco de agua, su afilado cuchillo y el ancho e inseparable machete que desde que tenía memoria le acompañaba a todas partes.

Con la vela se confeccionó una larga túnica que le abrigaba por las noches, y a la vista de que el mástil era a todas luces demasiado grueso para lo que pretendía de él dedico varias horas a desbastarlo a golpe de machete hasta convertirlo en una de aquellas largas pértigas, muy rectas y flexibles que con tanta habilidad utilizaba en su juventud a la hora de subir y bajar por los escarpados ricos de La Gomera, lo que en mas de una ocasión le habían permitido escapar de una muerte cierta.

Escindió el extremo más delgado del tal modo que en un momento dado pudiera insertarle la hoja del cuchillo que a continuación afirmaba con la cuerda que normalmente se enrollaba a la cintura, consiguiendo así que se convirtiera en una peligrosa lanza que, dada su fuerza podía atravesar de parte a parte a un hombre a diez pasos de distancia.

El sedal, los anzuelos y las gambas que pululaban por doquier le permitieron capturar peces de mediano tamaño, y utilizando las tablas de la barca encendió un buen fuego que le permitió comer al fin algo caliente y abundante.

Era un hombre acostumbrado desde niño a sacar provecho de cuanto la naturaleza ponía a su alcance, pero debido a ello era consciente de que en determinadas ocasiones esa misma naturaleza se tornaba muy exigente obligándole a devolverle, con intereses, todo cuanto hasta ese momento le había proporcionado.

Para cualquier ser «civilizado» aquel intrincado manglar hubiera constituido un inhóspito lugar en el que acabar pereciendo de hambre y desesperación, pero para el cabrero se convirtió en un seguro refugio en el que recuperarse y fortalecerse lejos de la mirada de auténticos enemigos.

A cualquier persona considerada «normal», tan agresiva dieta le hubiera provocado incontenibles diarreas, pero al gomero lo único que le provocaba eran continuas y dolorosas erecciones nocturnas.

–Cuando esté de vuelta me dedicaré a comer lo mismo… –se dijo–. Ingrid y Araya se van a poner muy contentas.

Habían pasado aproximadamente tres semanas desde el momento en que las olas le empujaron contra la costa cuando se considero en condiciones de abandonar el intrincado mundo de ramas y raíces con el fin de iniciar el camino de regreso a casa.

La primera pregunta que tenía que hacerse era donde podía encontrarse su «casa», y la segunda donde podía encontrarse él mismo.

Por lo general era un hombre con un magnífico sentido de la orientación debido sin duda al hecho de haber vivido siempre al aire libre, pero se vio obligado a reconocer que en este caso semejante habilidad de nada le servía dado que carecía de marcas de referencia por las que poder guiarse.

El hecho de haber llegado hasta allí tras un largo período de inconsciencia le impedía determinar hacia qué punto cardinal había derivado la barca, y pese a que mantuviera la esperanza de que aun se encontraba en las costas de Cuba, tal vez a algunas millas de distancia de donde había partido, la lógica, y el conocimiento del lugar en que vivía le impulsaba a temer que no fuera así.

Cienfuegos sabía muy bien que aguas afuera del archipiélago en que se encontraba «La Escondida» las corrientes marinas fluían hacia el noroeste, siempre en dirección al ancho canal que separaba Cuba del Yucatán, y en ese caso entraba dentro de lo posible que esas corrientes, le hubieran arrastrado hacia un mundo desconocido y totalmente inexplorado.

Pero como era de ese tipo de seres humanos que aborrecen sumergirse antes de tiempo en inútiles elucubraciones prefiriendo hacer frente a los problemas en el momento en que se presentaban, decidió que si en verdad se encontraba en Cuba no tendría otra cosa que hacer que encaminarse al oeste con el fin de llegar, mas pronto o mas tarde a la vista del conocido archipiélago en que se encontraba «La Escondida».

Si no era así, y había ido a parar lejos de Cuba se replantearía la cuestión a su debido tiempo.

Algo le preocupaba sin embargo; al sur de Cuba nunca había experimentado tanto frío como el que había sufrido aquellas ultimas noches.

 

 

Necesitó dos largos días para abandonar definitivamente la extensa y obsesiva trampa del manglar.

Dos días de idas y venidas, resoplidos, reniegos e infinidad de arañazos hasta el punto de que cuando al fin consiguió poner el pie en una ancha y abierta playa, apenas quedaba un centímetro de su piel que no conservara el recuerdo de una puntiaguda rama.

Pese a ello, o quizás gracias a ello, durmió a pierna suelta sobre la blanda y seca arena, agradeciendo en el alma no tener que seguir haciéndolo encaramado en una oscilante horquilla sobre la que se sentía como un mono borracho.

A la mañana siguiente una infeliz tortuga que tomaba tranquilamente el sol junto a la orilla paso a convertirse en el mejor almuerzo que había ingerido desde que abandonara «La Escondida».

Poco después llegó a la conclusión de que en realidad no había ido a parar a tierra firme sino a una pequeña isla, y que no existía otra forma de alcanzar la orilla que se distinguía a lo lejos que construyendo una balsa o arriesgándose a intentar hacerlo a nado.

Se sabía buen nadador y en otros tiempos no hubiera tenido el menor problema en cruzar tranquilamente el ancho brazo de mar, pero de igual modo le constaba que no se encontraba en plenitud de facultades por lo que el fuerte y frío viento que llegaba del norte podría acabar jugándole una mala pasada.

Para la cena se obsequió con una docena de huevos de tortuga y medio centenar de gruesas lapas, asado todo ello sobre las brasas de una hoguera de madera de manglar cubiertas con una leve capa de fina arena, según una sabrosa receta de Araya, quien había demostrado ser una autentica especialista a la hora de sacar el mejor provecho posible a cuanto la naturaleza ponía al alcance de su mano.

Sus dos «esposas» eran seres muy diferentes y quizás era eso mismo lo que las hacía tan perfectamente complementarias.

La alemana, culta y refinada, capaz de hablar correctamente cinco idiomas y leerse un libro en cada uno de ellos a la semana, había sabido tallar y sacar brillo al diamante en bruto que descubriera tantos años atrás a orillas de un arroyo gomero, y su amor por el era tan profundo, sincero y duradero, que no había dudado a la hora de abandonar a su primer marido, el poderoso capital León de Luna, y las comodidades que su privilegiada posición económica y social le ofrecían, con tal de permanecer el resto de sus días junto a quien había pasado a constituir la única razón de su existencia.

Fue en su busca enfrentándose a los mil peligros de los mares, las selvas, las fieras, la Inquisición, la maledicencia, la rígida moral preestablecida, y los deseos de los hombres; los derrotó a todos, y ni siquiera se dio por vencida cuando llego a la conclusión de que había llegado un momento en que se veía obligada a compartir a aquel a quien amaba con una nueva mujer.

Entendió muy pronto que el Nuevo Mundo al que acababa de llegar nada tenía que ver con la Vieja Europa que había dejado atrás, y que ni sus exuberantes paisajes, su bochornoso clima, sus excitantes alimentos, sus semidesnudos habitantes o sus liberales costumbres recordaban en absoluto la brumosa frialdad de su Alemania natal, la frugalidad de sus comidas, la severidad de sus vestimentas o el manto de hipocresía con el que se solían cubrir los sentimientos mas naturales.

Por ello, la noche en que advirtió que no estaba ya en disposición de atender al fogoso Cienfuegos tal como éste necesitaba debido a su fortaleza y juventud, aceptó sin la menor vacilación, y sin sentirse en absoluto despreciada, que una ardiente nativa acudiera gustosa a «echarle una mano» en las «labores domésticas» fueran estas de la clase que fueran.

Ingrid sabía muy bien que ni el amor es únicamente pasión, ni la pasión únicamente amor, pero que el amor empieza a debilitarse cuando desaparece la pasión, y la pasión acaba por morir cuando ha muerto el amor. Como mujer inteligente y práctica había optado por establecer un delicado equilibro gracias al cual ella disfrutaba de la mayor parte del amor, mientras que la hermosa y siempre dispuesta Araya se consideraba muy feliz sintiéndose propietaria de la mayor parte de la pasión.

Y nunca discutían.

Cada una cultivaba con mimo su parcela, obtenía los frutos apetecidos, y jamás se empinaba a intentar descubrir qué clase de frutos se cultivaban al otro lado del muro.

La alemana había llegado hacia tiempo a la conclusión de que demasiado a menudo los seres humanos envidiaban lo que en el fondo nunca habían querido para sí, pero que acababan deseándolo simplemente porque otros lo deseaban.

Sabía a ciencia cierta que le bastaba una palabra o una simple insinuación para que «su hombre» la satisficiera plenamente con todo el amor del mundo, y por ello consideraba que condenarle a limitar sus necesidades a las propias constituía una forma de egoísmo a su modo de ver inaceptable.

Estaba convencida de que los celos no eran en el fondo una forma de sentirse inferior, pero al mismo tiempo tenía plena conciencia de que en lo único que Araya la superaba era en juventud, y ningún ser medianamente inteligente debía sentirse inferior a otro por el simple hecho de tener mas años.

Si así fuera, los recién nacidos estarían en el máximo nivel de superioridad respecto a los demás seres vivientes cuando la realidad es que ni siquiera son capaces de valerse por si mismos.

Sentado allí, sobre la arena de una remota isla, y contemplando absorto el ancho brazo de mar que se vería obligado a atravesar si pretendía dar el primer paso de regreso al hogar en que le esperaban sus dos mujeres, Cienfuegos no podía por menos que preguntarse si se estarían consolando mutuamente por el hecho de que el hombre que compartían desde hacia años, el padre de sus hijos, hubiese desaparecido en alta mar.

Sería así sin duda alguna, y sin duda sería Ingrid quien se mostraría más fuerte, convencida de que de un modo u otro el gomero se la ingeniaría para volver a la isla, puesto que ella era quien mejor conocía la sorprendente capacidad de sus infinitos recursos.

–Hay quien nace para ser rico, santo, soldado, rey o asesino –solía decir cada vez que surgía el tema–. Y Cienfuegos nació para salir con bien de todos los peligros.

Evidentemente peligro había y se hacía necesario estudiar con harto detenimiento la situación, puesto que si el canario acostumbraba esquivar a la muerte, no se debía únicamente a una cuestión de suerte, sino a había aprendido, desde que se crió solo en las más agrestes montañas conocidas, que clase de riesgos podía asumir y cuales no.

Y el frío era un terrible enemigo con el que no estaba acostumbrado a luchar.

Cada vez que se había enfrentado a él había salido malparado, por lo que no le agradaba la idea de internarse en unas aguas que probablemente acabarían por agarrotarle los músculos.

Tras meditar largo rato vació los odres de agua y sopló dentro hasta casi reventar cerrándolos luego todo lo herméticamente que le fue posible de tal modo que los convirtió en aceptables flotadores que al menos le permitirían descansar a ratos.

Corto gruesas ramas de mangle con las que trenzó una rustica balsa que rodeaba por completo los odres, y colocando encima cuanto había conseguido salvar del naufragio se hizo a la mar empujando ante él aquel informe armatoste que evidentemente cumplía con su obligación de flotar.

–¡La leche, que fría esta! –no pudo por menos que exclamar en cuanto se hubo alejado unos metros de la orilla por lo que empezó a patalear de modo firme y constante no solo con el fin de avanzar, sino sobre todo de hacer circular la sangre lo mas aprisa posible.

Una hora más tarde, cuando se encontraba ya casi en el centro del canal, advirtió, alarmado, que la corriente que llegaba del oeste le empujaba hacia mar abierto dejando a un lado la isla y al otro tierra firme por lo que corría el riesgo de perderse para siempre en la inmensidad del golfo.

Por fortuna, y cuando ya el frío y el agotamiento estaban a punto de conseguir que se diera por vencido, al salir del abrigo de la punta oriental largas olas que llegaban de mar afuera le empujaron de un modo firme y constante hacia la playa que andaba buscado.

Se enterró en la arena seca para escapar del frío y así pasó la noche, tan molido como si le hubiera posado por encima una manada de elefantes.