Tuareg - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Beschreibung

Los Tuareg constituyen un pueblo altivo cuyo código moral difiere del de los árabes. Auténticos hijos del desierto, los Tuareg no tienen rival en cuanto a sobrevivir en las condiciones más adversas. El noble inmouchar Gacel Sayah, protagonista de esta novela, es amo absoluto de una infinita extensión de desierto. Cierto día llegan al campamento dos fugitivos procedentes del norte, y el inmouchar, fiel a las multiseculares y sagradas leyes de la hospitalidad, los acoge. Sin embargo, Gacel ignora que esas mismas leyes le arrastrarán a una aventura mortal...

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 410

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tuareg

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alberto Vázquez-Figueroa

 

 

Categoría: Novelas | Colección:

Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa

 

Título original: Tuareg

 

Primera edición: 1980

Reedición actualizada y revisada: Septiembre 2021

© 2021 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

 

ISBN: 978-84-18811-10-4

Impreso en España

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

 

 

 

 

 

 

 

A mi padre

 

 

 

 

 

 

 

 

 

«Alá es Grande. Alabado sea».

–Hace ya muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas sobre la arena y la piedra sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado mi hermano menor, y aunque tres días de camino separaban mi «jaima» de la suya, pudo más el amor que por él sentía que la pereza, y emprendí la marcha sin temor, pues como he dicho, era joven y fuerte, y nada espantaba mi ánimo.

–Había llegado el anochecer del segundo día cuando encontré un campo de muy elevadas dunas, a media jornada de marcha de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y subí a una de ellas intentando avistar un lugar habitado en el que pedir hospitalidad, pero sucedió que no distinguí ninguno, y decidí por tanto detenerme allí y pasar la noche guardado del viento.

–Muy alta debiera haber estado la luna, si para mi desgracia no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella, cuando me despertó un grito tan inhumano que me dejó sin ánimo e hizo que me acurrucase presa del pánico.

–Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a este siguieron quejas y lamentaciones en tal número que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la Tierra con sus aullidos.

–Pero he aquí que de improviso sentí que escarbaban en la arena y al poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esta forma lo advertí sucesivamente en cinco o seis lugares diversos, mientras los desgarradores lamentos continuaban y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso.

–No acabaron aquí mis tribulaciones porque al instante escuché una respiración fatigosa, me tiraron puñados de arena a la cara, y que mis antepasados me perdonen si confieso que experimenté un miedo tan atroz que di un salto y eché a correr como si el mismísimo «Saitan», el demonio apedreado, me persiguiese. Y fue así que mis piernas no se detuvieron hasta que el sol me alumbró, y no quedaba a mis espaldas la menor señal de las grandes dunas.

–Llegué, pues, a casa de mi hermano, y quiso Alá que se encontrase muy mejorado, de tal forma que pudo escuchar la historia de mi noche de terror, y al contarla al amor de la lumbre, tal como ahora os la estoy contando, un vecino me dio la explicación a lo que me había ocurrido, y me contó lo que su padre le había contado. Y dijo así: «Alá es grande. Alabado sea».

–Ocurrió, y de esto hace muchos años, que dos poderosas familias, los Zayed y los Atman, se odiaban de tal modo que la sangre de unos y de otros había sido vertida en tantas ocasiones que sus vestiduras, e incluso su ganado, podrían haberse teñido de rojo de por vida. Y sucedió que habiendo sido un joven Atman el último caído, estaban estos ansiosos de venganza.

–Ocurría también que entre las dunas donde tú dormiste, no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, acampaba una «jaima» de los Zayed, pero en ella habían muerto ya todos los hombres y tan solo se encontraba habitada por una madre y su hijo, que vivían tranquilos, ya que incluso para aquellas familias que tanto se odiaban, atacar a una mujer seguía siendo algo indigno.

–Pero ocurrió que una noche aparecieron sus enemigos, y tras maniatar a la pobre madre que gemía y lloraba se llevaron al pequeño con el propósito de enterrarlo vivo en una de las dunas.

–Fuertes eran las ligaduras, pero sabido es que nada es más fuerte que el amor de madre, y la mujer logró romperlas, pero cuando salió al exterior ya todos se habían ido y no distinguió más que un infinito número de altas dunas, por lo que se lanzó de una a otra escarbando aquí y allá, gimiendo y llamando, sabiendo que su hijo se asfixiaba por momentos y ella era la única que podía salvarlo. Y así le sorprendió el alba.

–Y así siguió un día, y otro, y otro, porque la Misericordia de Alá le había concedido el bien de la locura para que de este modo sufriera menos al no comprender cuánta maldad existe en los hombres.

–Y nunca más volvió a saberse de aquella infortunada mujer, y cuentan que de noche su espíritu vaga por las dunas no lejos de la tumba del Santón Omar Ibrahím, y aún continúa con su búsqueda y sus lamentaciones, y cierto debe ser, ya que tú, que allí dormiste sin saberlo, te encontraste con ella.

–Alabado sea Alá, el Misericordioso, que te permitió salir con bien y continuar tu viaje, y que ahora te reúnas aquí, con nosotros, al amor del fuego.

–«Alabado sea».

Al concluir su relato, el anciano suspiró profundamente volviéndose a los más jóvenes, aquellos que escuchaban por primera vez la antigua historia, y dijo:

–Ved cómo el odio y las luchas entre familias a nada conducen más que al miedo, la locura y la muerte, y cierto es que en los muchos años que combatí junto a los míos contra nuestros eternos enemigos del norte, los Ibn-Azíz, jamás vi nada bueno que lo justificase, porque las rapiñas de unos con las rapiñas de otros se pagan y los muertos de cada bando no tienen precio, sino que como una van arrastrando nuevos muertos, y las «jaimas» se quedan vacías de brazos fuertes y los hijos crecen sin la voz del padre.

Durante unos minutos nadie habló pues se hacía necesario meditar sobre las enseñanzas que contenía la historia que el anciano Suílem acababa de contar, y no hubiera resultado correcto olvidarlas al instante pues para eso no valía la pena molestar a un hombre tan venerable que perdía horas de sueño y se fatigaba por ellos.

Al fin, Gacel, que había escuchado ya docenas de veces aquel viejo relato, indicó con un gesto de las manos que era hora de que todos se retiraran a dormir y se alejó solo, como cada noche, a comprobar que el ganado había sido recogido, los esclavos habían cumplido sus instrucciones, su familia descansaba en paz, y reinaba el orden en su pequeño imperio constituido por cuatro tiendas de pelo de camello, media docena de «sheribas» de cañas entretejidas, un pozo, nueve palmeras y un puñado de cabras y camellos.

Luego, también como cada noche, ascendió despacio hasta la alta y dura duna que protegía su campamento de los vientos del este y contempló a la luz de la luna los restos de ese imperio: una infinita extensión de desierto, días y días de marcha a través de arenas, rocas, montañas y pedregales en los que él, Gacel Sayah, reinaba con dominio absoluto, pues era el único «inmouchar» allí establecido, y era, también, dueño del único pozo conocido.

Le gustaba sentarse sobre aquella cima a dar gracias a Alá por las mil bendiciones que a menudo arrojaba sobre su cabeza: la hermosa familia que le había proporcionado, la salud de sus esclavos, el buen estado de los animales, los frutos de sus palmeras, y el supremo bien de haberle hecho nacer noble dentro de los nobles del poderoso pueblo del Kel-Talgimus, el «Pueblo del Velo», los indomables «imohags», a los que el resto de los mortales conocían por el apelativo de tuaregs.

Nada había al sur, al este, al norte o al oeste: nada que marcase límite a la influencia de Gacel «el Cazador», que había ido alejándose poco a poco de los centros habitados, para establecerse en el más lejano confín de los desiertos, allí donde podía sentirse por completo a solas con sus animales salvajes, addax fugitivos que acechaban durante días en la llanura; muflones de las altas montañas aisladas entre grandes mares de arena; asnos salvajes, jabalíes, gacelas, e infinitas bandadas de aves migratorias.

Había huido Gacel del avance de la civilización, de la influencia de los invasores y del exterminio indiscriminado a las bestias de las arenas, y sabida era, en toda la extensión del Sáhara, que la hospitalidad de Gacel Sayah no tenía igual de Tombuctú a las orillas del Nilo, aunque su furia solía abatirse sobre las caravanas de esclavos y los «cazadores locos» que osaban adentrarse en su territorio.

–Mi padre me enseñó –decía– a no matar más que a una gacela aunque la manada huya y cueste luego tres días alcanzarla. Yo me repongo en tres días de marcha, pero nadie devuelve la vida a una gacela muerta inútilmente.

Gacel fue testigo de cómo los «franceses» extinguieron a los antílopes del norte, a los muflones de la mayor parte del Atlas, y a los hermosos addax de la «hamada», al otro lado de la gran «sekia» que fuera miles de años atrás río caudaloso, y por ello había elegido aquel rincón de llanuras pedregosas, arenas infinitas y montañas hirientes, a catorce días de marcha de El-Akab, porque nadie más que él ambicionaba la más inhóspita de las tierras del más inhóspito de los desiertos.

Habían quedado definitivamente atrás los tiempos gloriosos en los que los tuaregs asaltaban caravanas o atacaban aullando a los militares franceses, y habían pasado igualmente los días de rapiña, lucha y muerte corriendo como el viento por la llanura, orgullosos de su sobrenombre de «bandoleros del desierto» y «amos» de las arenas del Sáhara desde el sur del Atlas a las orillas del Chad. Se olvidaron también las guerras fratricidas y las algaradas de las que los ancianos guardaban tan grata y lejana memoria, y aquellos eran los años del ocaso de la raza «imohag» porque algunos de sus más valientes guerreros conducían camiones para un patrón «francés», servían en el Ejército regular o vendían telas y sandalias a turistas de chillonas camisas.

El día que su primo Suleimán abandonó el desierto para vivir en la ciudad, decidido a transportar ladrillos hora tras hora, sucio de cemento y cal a cambio de dinero, Gacel comprendió que tenía que huir y convertirse en el último de los tuaregs solitarios.

Y allí estaba, y con él su familia, y gracias daba a Alá mil y una veces, pues en todos aquellos años, tantos que ya había incluso perdido la cuenta, ni una sola noche, allá, a solas en lo alto de su duna, se arrepintió de la decisión tomada.

El mundo había vivido en ese tiempo extraños acontecimientos de los que le llegaban muy confusos rumores a través de esporádicos viajeros, y se alegró de no haberlos visto de cerca, pues las viejas noticias hablaban de muerte y guerra; de odio y hambre, de grandes cambios cada vez más acelerados; cambios de los que nadie parecía sentirse satisfecho y que no auguraban nada bueno tampoco para nadie.

Una noche, sentado allí mismo, contemplando las estrellas que tantas veces los guiaron por los caminos del desierto, descubrió de pronto una nueva, fulgurante y veloz, que surcaba el cielo, decidida y constante, sin el vuelo alocado y fugaz de las estrellas errantes que caían de pronto a la nada. Se le heló por primera vez de terror la sangre, pues nada existía en su memoria ni en la memoria de sus antepasados, la tradición o las leyendas, que hablara de una estrella así, que regresaba siguiendo idéntica ruta noche tras noche y a la que se unieron en años sucesivos otras muchas hasta constituir una auténtica jauría corredora que venía a turbar la antigua paz de los cielos.

Qué significado tenían, jamás pudo saberlo. Ni él, ni el anciano Suílem, padre de casi todos sus esclavos, tan viejo, que su abuelo lo había comprado, ya hombre, en Senegal:

–Nunca corrieron las estrellas como locas por los cielos, amo –dijo–. Nunca, y eso puede significar que el fin de los siglos se aproxima.

Preguntó a un viajero, que no supo darle respuesta. Preguntó a un segundo, que aventuró dudoso:

–Creo que es cosa de los «franceses».

Pero no quiso admitirlo, porque aunque mucho oyera hablar de los adelantos de los franceses, no les creía tan locos como para perder su tiempo en llenar aún más de estrellas el cielo.

«Debe tratarse de una señal divina –se dijo–. La forma con que Alá quiere indicarnos algo, pero... ¿qué?».

Trató de buscar una respuesta en el Corán pero el Corán no hacía mención a estrellas fugaces de matemática precisión, y con el tiempo se habituó a ellas y a su paso, lo cual no quería decir que las olvidase.

En el límpido aire del desierto, en la oscuridad de una tierra sin una sola luz en cientos de kilómetros a la redonda, se tenía la impresión de que las estrellas descendían hasta casi rozar la arena, y Gacel extendía a menudo la mano como si realmente pudiera tocar con las puntas de sus dedos las parpadeantes luces.

Dejaba pasar así un largo rato, a solas con sus pensamientos, y descendía luego sin prisas para echar una última ojeada al ganado y al campamento y retirarse a descansar al comprobar que, ni hienas hambrientas, ni astutos chacales amenazaban su pequeño mundo.

A la puerta de su tienda, la mayor y más confortable del campamento, se detenía unos instantes a escuchar. Si el viento no había comenzado aún a llorar, el silencio llegaba a ser tan denso que incluso hacía daño en los oídos.

Gacel amaba ese silencio.

 

 

Cada amanecer el anciano Suílem o uno de sus nietos ensillaba el dromedario predilecto de su amo, el «inmouchar» Gacel, y lo dejaba esperando a la puerta de su tienda.

Cada amanecer, el targuí tomaba su rifle, subía a lomos de su blanco mehari de largas patas y se alejaba hacia cualquiera de los cuatro puntos cardinales en busca de la caza.

Gacel amaba a su dromedario todo cuanto un hombre del desierto es capaz de amar a un animal del que tan a menudo depende su vida, y secretamente, cuando nadie podía oírle, le hablaba en voz alta como si entendiera, llamándole «R. Orab, el Cuervo», burlándose de su blanquísimo pelo que se confundía a menudo con la arena convirtiéndolo en invisible cuando tenía una alta duna a sus espaldas.

No existía mehari más veloz ni resistente a este lado de Tamanrasset, y un rico comerciante, dueño de una caravana de más de trescientos animales, ofreció cambiárselo por cinco de los que él quisiera elegir, pero no aceptó. Gacel sabía que si algún día, por cualquier razón, algo le ocurría en una de sus solitarias andanzas, «R.Orab» sería el único camello de este mundo capaz de llevarlo de regreso al campamento en la más oscura noche.

Con frecuencia solía dormirse, mecido por su balanceo y vencido por el cansancio, y más de una vez su familia lo recogió a la entrada de su «jaima» metiéndolo en la cama.

Los «franceses» aseguraban que los camellos eran animales estúpidos, crueles y vengativos que tan solo obedecían a gritos y golpes, pero un auténtico «imohag» sabía que un buen dromedario del desierto, en especial un mehari purasangre, cuidado y enseñado, podía llegar a ser tan inteligente y fiel como un perro y, desde luego, mil veces más útil en la tierra de la arena y el viento.

Los franceses trataban a todos los dromedarios por igual en todas las épocas del año, sin comprender que en sus meses de celo las bestias se volvían irritables y peligrosas, en especial si el calor aumentaba con los vientos del este, y por eso los franceses nunca fueron buenos jinetes del desierto y jamás pudieron dominar a los tuaregs, que en los tiempos de luchas y algaradas los derrotaron siempre, pese a su mayor número y su mejor armamento.

Luego, los franceses dominaron los oasis y los pozos, fortificaron con sus cañones y sus ametralladoras los escasos puntos de agua de la llanura, y los jinetes libres e indomables, los «Hijos del Viento», tuvieron que rendirse a lo que, desde el comienzo de los siglos había sido su enemigo: la sed.

Pero los franceses no se sentían orgullosos por haber vencido al «Pueblo del Velo», porque en realidad no llegaron a derrotarlo en guerra abierta, y ni sus negros senegaleses, ni sus camiones, ni aun sus tanques, fueron de utilidad en un desierto que los tuaregs y sus meharis dominaban de punta a punta.

Los tuaregs eran pocos y dispersos, mientras los soldados llegaban de la metrópoli o las colonias como nubes de langosta, hasta que amaneció un día en que ni un camello ni un hombre, ni una mujer, ni un niño pudo beber en el Sáhara sin permiso de Francia.

Ese día, los «imohags», cansados de ver morir a sus familias, depusieron las armas.

Desde ese momento fueron un pueblo condenado al olvido; una «nación» que no tenía razón alguna de existir puesto que las razones de esa existencia, la guerra y la libertad, habían desaparecido.

Aún quedaban familias dispersas, como la de Gacel, perdidas en confines del desierto, pero ya no estaban compuestas por grupos de guerreros orgullosos y altivos, sino por hombres que continuaban rebelándose interiormente, sabiendo a ciencia cierta que jamás volverían a ser el temido «Pueblo del Velo», «de la Espada» o «de la Lanza».

Sin embargo, los «imohags» continuaban siendo dueños del desierto, desde la «hamada» al «erg» o a las altas montañas batidas por el viento, pues el verdadero desierto no eran los pozos en él desperdigados, sino los miles de kilómetros cuadrados que los circundaban, y lejos del agua no existían franceses, «áscaris» senegaleses, ni aun beduinos, pues estos últimos, conocedores también de las arenas y los pedregales, transitaban tan solo por las pistas, de pozo a pozo, de pueblo a pueblo, temerosos de las grandes extensiones desconocidas.

Únicamente los tuaregs, y en especial los tuaregs solitarios, afrontaban sin miedo la «tierra vacía», aquella que no era más que una mancha blanca en los mapas, donde la temperatura hacía hervir la sangre en los mediodías calurosos, no crecía ni el más leñoso de los arbustos, e incluso las aves migratorias la esquivaban en sus vuelos a cientos de metros de altura.

Gacel había atravesado dos veces en su vida una de esas manchas de «tierra vacía». La primera fue un reto cuando quiso demostrar que era un digno descendiente del legendario Turki, y la segunda, ya hombre, cuando quiso demostrarse a sí mismo que seguía siendo digno de aquel Gacel capaz de arriesgar la vida en sus años mozos.

El infierno de sol y calor; el horno desolado y enloquecedor, ejercían una extraña fascinación sobre Gacel; fascinación que nació una noche, muchos años atrás, cuando al amor de la lumbre oyó hablar por primera vez de «La Gran Caravana» y sus setecientos hombres y dos mil camellos tragados por una «mancha blanca» sin que ni uno solo de esos hombres o bestias regresara jamás.

Se dirigía de Gao a Trípoli y estaba considerada como la mayor caravana que los ricos mercaderes «haussas» organizaron nunca, guiada por los más expertos conocedores del desierto, transportando a lomos de elegidos meharis una auténtica fortuna en marfil, ébano, oro y piedras preciosas.

Un lejano tío de Gacel, del que él llevaba el nombre, la custodiaba con sus hombres, y también se perdió para siempre, como si jamás hubieran existido, como si hubiera sido solo un sueño.

Muchos fueron los que en los años siguientes se lanzaron a la loca aventura de reencontrar sus huellas con la vana esperanza de apoderarse de unas riquezas que, según la ley no escrita, pertenecían a quien fuera capaz de arrebatárselas a las arenas, pero las arenas guardaron bien su secreto. La arena era capaz, por sí sola, de ahogar bajo su manto ciudades, fortalezas, oasis, hombres y camellos, y debió llegar, violenta e inesperada, transportada en brazos de su aliado, el viento, para abatirse sobre los viajeros, atraparlos y convertirlos en una duna más entre los millones de dunas del «erg».

Cuántos murieron después persiguiendo el sueño de la mística caravana perdida, nadie podía decirlo, y los ancianos no se cansaban de rogar a los jóvenes para que desistieran en tan loco intento:

–Lo que el desierto quiere para sí, es del desierto –decían–. Alá proteja al que trate de arrebatarle su presa...

Gacel ambicionaba tan solo desvelar su misterio; la razón por la que tantas bestias y tantos hombres desaparecieron sin dejar rastro, y cuando se encontró por primera vez en el corazón de una de las «tierras vacías» lo comprendió, pues se podría pensar que no setecientos, sino siete millones de seres humanos se diluirían fácilmente en aquel abismo horizontal del que lo extraño era que alguien, no importaba quien, saliera con vida.

Gacel salió. Por dos veces. Pero «imohags» como él no había muchos y por ello el «Pueblo del Velo» respetaba a Gacel «el Cazador», «inmouchar» solitario que dominaba territorios que ningún otro pretendió nunca dominar.

 

 

Aparecieron ante su «jaima» una mañana. El anciano se encontraba en las puertas mismas de la muerte y el joven, que le había transportado a hombros los dos últimos días, apenas pudo susurrar unas palabras antes de caer sin sentido.

Ordenó que acondicionaran para ellos la mejor de las tiendas y sus esclavos y sus hijos los atendieron día y noche en una desesperada batalla por conseguir, contra toda lógica, que continuasen en el mundo de los vivos.

Sin camellos, sin agua, sin guías, y no perteneciendo a una raza del desierto parecía un milagro de los cielos que hubieran logrado sobrevivir al pesado y denso «siroco» de los últimos días.

Llevaban, por lo que pudo comprender, más de una semana vagando sin rumbo por entre las dunas y los pedregales, y no supieron decir de dónde venían, quiénes eran, ni hacia dónde se encaminaban. Era como si hubieran caído de pronto en una de aquellas estrellas fugitivas y Gacel los visitó mañana y tarde, intrigado por su aspecto de hombres de ciudad, sus ropas, tan inadecuadas para recorrer el desierto, y las incomprensibles frases que pronunciaban entre sueños en un árabe tan puro y educado que el targuí apenas conseguía descifrarlo.

Por fin, al atardecer del tercer día, encontró despierto al más joven, que inmediatamente quiso saber si aún se encontraban muy lejos de la frontera.

Gacel le miró con sorpresa:

–¿Frontera? –repitió–. ¿Qué frontera? El desierto no tiene fronteras... Al menos, ninguna que yo conozca.

–Sin embargo –insistió el otro– tiene que existir una frontera. Está por aquí, en alguna parte...

–Los franceses no necesitan fronteras –le hizo notar–. Dominan el Sáhara de punta a punta.

El desconocido se irguió sobre el codo y le observó con asombro.

–¿Franceses? –inquirió–. Los franceses se fueron hace años... Ahora somos independientes –añadió–. El desierto está formado por países libres e independientes. ¿Es que no lo sabías?

Gacel meditó unos instantes. Alguien, alguna vez, le había hablado de que, muy al norte, se estaba librando una guerra en la que los árabes pretendían sacudirse el yugo de los «rumís», pero no prestó atención al hecho, pues esa guerra venía librándose desde que su abuelo tenía memoria.

Para él ser independiente era vagar a solas por su territorio y nadie se había molestado en venir a comunicarle que pertenecía a un nuevo país.

Negó con un gesto:

–No. No lo sabía –admitió confuso–. Ni sabía tampoco que existiera una frontera. ¿Quién es capaz de trazar una frontera en el desierto? ¿Quién evita que el viento lleve la arena de un lado a otro? ¿Quién impedirá que los hombres la atraviesen...?

–Los soldados.

Le miró con asombro.

–¿Soldados? No hay suficientes soldados en el mundo para proteger una frontera en el desierto... Y los soldados le temen. –Sonrió levemente bajo el velo que le ocultaba el rostro, que jamás descubría cuando se encontraba ante extraños–. Únicamente nosotros, los «imohags», no tememos al desierto. Aquí, los soldados son como agua derramada: la arena se los traga.

El joven quiso decir algo, pero el targuí advirtió que se encontraba fatigado y le obligó a recostarse en los almohadones:

–No te esfuerces –rogó–. Estás débil. Mañana hablaremos, y quizá tu amigo se encuentre mejor. –Se volvió a mirar al anciano y por primera vez advirtió que no debía ser tan viejo como había imaginado en un principio, aunque sus cabellos eran blancos y ralos, y su rostro aparecía surcado de profundas arrugas–. ¿Quién es? –inquirió.

El otro dudó unos instantes. Cerró los ojos y musitó quedamente:

–Un sabio. Investiga la historia de nuestros antepasados más remotos. Nos dirigíamos a Dajbadel cuando nuestro camión se averió.

–Dajbadel está muy lejos... –le hizo notar Gacel, pero se había sumido en un sueño profundo–. Muy, muy lejos hacia el sur... Nunca llegué hasta allí.

Salió sin hacer ruido, y ya al aire libre experimentó una sensación de vacío en el estómago; como un presentimiento que nunca antes le había asaltado. Algo en aquellos dos hombres aparentemente inofensivos le inquietaba. No iban armados ni su aspecto hacía temer peligro alguno, pero un hálito de miedo flotaba en torno suyo, y era miedo el que él percibía.

«...Investiga la historia de nuestros antepasados...» había dicho el joven, pero el rostro del otro aparecía marcado por huellas de un sufrimiento tan profundo, que no podían haberse dibujado tan solo en una semana de hambre y sed en el desierto.

Miró a la noche que llegaba y trató de buscar en ella respuesta a sus preguntas. Su espíritu de targuí y las milenarias tradiciones del desierto le gritaban que había obrado correctamente al acoger bajo su techo a los viajeros, pues el sentido de la hospitalidad constituía el primer mandamiento de la ley no escrita en los «imohags», pero su instinto de hombre acostumbrado a guiarse por los presentimientos, y el sexto sentido que le había librado tantas veces de la muerte le susurraban que estaba corriendo un gran riesgo y que los recién llegados ponían en peligro la paz que tanto esfuerzo le había costado conseguir.

Laila surgió a su lado, y sus ojos se alegraron ante la dulce presencia y la portentosa belleza adolescente de la mujer niña de piel oscura a la que había convertido en su esposa aun en contra de la opinión de los ancianos, que no veían correcto que un «inmouchar» de tan noble alcurnia se uniese legalmente a un miembro de la despreciable casta de los esclavos «aklis».

Ella tomó asiento a su lado, le miró de frente con sus inmensos ojos negros, siempre llenos de vida y de reflejos escondidos, e inquirió suavemente:

–Te preocupan esos hombres, ¿no es cierto?

–No ellos... –replicó pensativo–, sino algo que los acompaña como una sombra o un olor.

–Vienen de lejos. Y todo lo que viene de lejos te perturba, porque mi abuela predijo que no morirías en el desierto. –Extendió la mano tímidamente hasta rozar la suya–. Mi abuela se equivocaba con frecuencia –añadió–. Cuando nací me auguró un tétrico futuro, y sin embargo me casé con un noble, casi un príncipe.

Sonrió con ternura:

–Recuerdo cuando naciste –dijo–. No puede hacer mucho más de quince años... Tu futuro aún no ha comenzado...

Le apenó haberla entristecido porque la amaba, y aunque un «imohag» no debía mostrarse demasiado tierno con las mujeres, era la madre del último de sus hijos, por lo que abrió a su vez la mano para tomar la de ella.

–Tal vez tengas razón y la vieja Khaltoum se equivocara –señaló–. Nadie puede obligarme a abandonar el desierto y morir lejos.

Permanecieron largo rato contemplando en silencio la noche y advirtió que la sensación de paz le invadía nuevamente.

Cierto era que la negra Khaltoum predijo con un año de anticipación la enfermedad que llevaría a su padre a la tumba, y predijo también la gran sequía que agotó los pozos, dejó sin una brizna de hierba el desierto y mató de sed a cientos de animales acostumbrados desde siempre a la sed y la sequía, pero cierto era también que, con frecuencia, la vieja esclava hablaba por hablar, y sus visiones parecían más fruto de su mente senil que auténticas premoniciones.

–¿Qué existe al otro lado del desierto? –inquirió Laila al cabo de ese largo silencio–. Nunca fui más allá de las montañas de Huaila.

–Gente –fue la respuesta–. Mucha gente. –Gacel meditó recordando su experiencia en El-Akab y los oasis del norte, y movió la cabeza negativamente–. Les gusta amontonarse en espacios diminutos o en casas estrechas y malolientes, gritando y alborotando sin razón, robándose y engañándose como bestias que no saben vivir más que en manada.

–¿Por qué...?

Hubiera querido dar una respuesta porque le enorgullecía la admiración que Laila sentía por él, pero no conocía esa respuesta. Él era un «imohag» nacido y criado en la soledad de los grandes espacios vacíos, y en su mente, por más que lo intentara, no cabía la idea del hacinamiento y el voluntario gregarismo al que parecían tan aficionados los hombres y mujeres de otras tribus.

Gacel acogía con gusto a los visitantes y amaba reunirse en torno a la hoguera, a contar viejas historias y comentar las pequeñas incidencias de la vida cotidiana, pero luego, cuando las brasas se consumían y el negro camello que transportaba a lomos el sueño cruzaba silencioso e invisible el campamento, cada cual se apartaba a su distante tienda a vivir su vida a solas, a respirar profundo, a gozar del silencio.

En el Sáhara cada hombre tenía el tiempo, la paz y la atmósfera necesarios para encontrarse a sí mismo, mirar hacia la lejanía o hacia su interior, estudiar la naturaleza que le rodeaba y meditar sobre cuanto no conocía más que a través de los libros sagrados. Pero allá, en las ciudades, en los pueblos, e incluso en los minúsculos villorrios bereberes, no había paz, ni tiempo, ni espacio, y todo era un aturdirse con ruidos y problemas ajenos, con voces y riñas de extraños, y se tenía la impresión de que resultaba mucho más importante lo que le ocurriera a los demás que lo que pudiera ocurrirle a uno mismo.

–No lo sé... –admitió al fin de mala gana–. Nunca pude descubrir por qué les gusta actuar de ese modo, amontonarse y vivir pendientes los unos de los otros. No lo sé... –repitió–. Y tampoco encontré a nadie que lo supiera con exactitud.

La muchacha le observó largo rato, quizás asombrada de que el hombre que constituía su vida y del que había aprendido cuanto valía la pena saberse no tuviera respuesta a una de sus preguntas. Desde que tenía uso de razón, Gacel lo había sido todo para ella: primero el dueño al que una niña de la raza esclava de los «aklis» contemplaba como a un ser casi divino, amo absoluto de su vida y sus pertenencias; amo también de la vida de sus padres, sus hermanos, sus animales y cuanto existía sobre la faz de su universo.

Luego fue el hombre que algún día, cuando llegara a la pubertad y tuviera su primera regla, la convertiría en mujer, la llamaría a su tienda y la poseería haciéndola gemir de placer como oía por las noches, cuando soplaba el viento del oeste, que gemían sus otras esclavas, y por fin fue el amante que la transportó en volandas al paraíso, su auténtico dueño, más dueño aún que cuando fue amo, pues ahora poseía también su alma, sus pensamientos, sus deseos y hasta el más escondido y olvidado de sus instintos.

Tardó en hablar, y cuando quiso hacerlo se vio interrumpida por la presencia del mayor de los hijos de su esposo, que acudía corriendo desde la más alejada de las «sheribas».

–La camella va a parir, padre –dijo–. Y los chacales rondan...

 

 

 

Comprendió que los fantasmas de sus temores cobraban cuerpo cuando distinguió en el horizonte la columna de polvo que se alzaba, quedando largo rato suspendida en el cielo, inmóvil, pues ni un soplo de viento se deslizaba sobre el mediodía de la llanura.

Los vehículos, pues vehículos mecánicos tenían que ser por la velocidad a la que avanzaban, dejaban tras sí una sucia huella de humo y tierra en el límpido aire del desierto.

Luego fue el tenue zumbido de sus motores, que rugieron más tarde, espantando a las torcaces, los fénecs y las culebras, para acabar con un chirriar de frenos, voces destempladas y órdenes violentas cuando se detuvieron arrastrando consigo el polvo y la suciedad, a no más de quince metros del campamento.

Toda muestra de vida y movimiento se había detenido al verlos. Los ojos del targuí, de su esposa, sus hijos, sus esclavos e incluso sus animales, se hallaban prendidos en la columna de polvo y en el pardo oscuro de los monstruos mecánicos, y chiquillos y bestias retrocedieron atemorizados, mientras las esclavas corrían a esconderse en lo más profundo de las tiendas, lejos de la vista de extraños.

Avanzó despacio, se cubrió el rostro con el velo distintivo de su condición de noble «imohag» respetuoso de sus tradiciones, y se detuvo a mitad de camino entre los recién llegados y la mayor de sus «jaimas» como queriendo indicar, sin palabras, que no debían avanzar mientras él no diera su permiso y los acogiera como huéspedes.

Lo primero que advirtió fue el gris sucio de los uniformes cubiertos de sudor y polvo, la agresividad metálica de los fusiles y ametralladoras, y el crudo olor a botas y correajes. Luego, su vista recayó, con extrañeza, sobre el hombre alto de «jaique» azul y revuelto turbante. Reconoció en él a Mubarrak-ben-Sad, «imohag» perteneciente al «Pueblo de la Lanza», uno de los más hábiles y concienzudos rastreadores del desierto, casi tan famoso en la región como el mismísimo Gacel Sayah, «el Cazador».

–«Metulem, metulem» –saludó.

–«As salaam alaikum» –replicó Mubarrak–. Buscamos a dos hombres... Dos extraños...

–Son mis huéspedes –replicó con calma–, y se encuentran enfermos.

El oficial que parecía comandar la tropa avanzó unos pasos. Sus estrellas brillaban en la bocamanga cuando hizo ademán de apartar al targuí, pero este le detuvo con un gesto, cortando el paso hacia el campamento.

–Son mis huéspedes –repitió.

El otro le observó con extrañeza, como si no supiera a qué se estaba refiriendo, y Gacel advirtió de inmediato que no era un hombre del desierto; que sus gestos y su forma de mirar hablaban de mundos y ciudades lejanas.

Se volvió a Mubarrak y este comprendió por qué desvió la vista hacia el oficial.

–La hospitalidad es sagrada entre nosotros –indicó–. Una ley más antigua que el Corán.

El militar de las estrellas en la bocamanga permaneció unos instantes indeciso, casi incrédulo ante lo absurdo de la explicación y se dispuso a continuar su camino.

–Yo represento la ley aquí –dijo tajante–. Y no existe otra.

Ya había pasado cuando Gacel lo aferró por el antebrazo con fuerza y le obligó a volverse y mirarle a los ojos.

–La tradición tiene mil años y tú apenas cincuenta –musitó mordiendo las palabras–. ¡Deja en paz a mis huéspedes!

A un gesto del militar los cerrojos de diez fusiles resonaron, el targuí advirtió que las bocas de las armas le apuntaban al pecho y comprendió que toda resistencia resultaría inútil.

El oficial apartó con un gesto brusco la mano que aún lo sujetaba y, desenfundando la pistola que colgaba a su cintura, continuó su camino hacia la mayor de las tiendas.

Desapareció en ella y un minuto después se escuchó una detonación, seca y amarga. Salió e hizo un gesto a dos soldados, que corrieron tras él.

Cuando reaparecieron, arrastraban entre ambos al anciano, que agitaba la cabeza y lloraba mansamente como si hubiese despertado de un largo y dulce sueño a una dura realidad.

Pasaron ante Gacel y subieron a los camiones. Desde la cabina, el oficial le observó con severidad y dudó unos instantes. Gacel temió que la profecía de la vieja Khaltoum no fuera a cumplirse y lo mataran allí mismo, en el corazón de la llanura, pero al fin el otro hizo un gesto al conductor y los camiones se alejaron por donde habían venido.

Mubarrak, el «imohag» del «Pueblo de la Lanza», saltó al último vehículo y sus ojos permanecieron fijos en los del targuí hasta que la columna de polvo lo ocultó. Le bastaron esos instantes para captar cuanto pasaba por la mente de Gacel y sintió miedo.

No era bueno humillar a un «inmouchar» del «Pueblo del Velo» y lo sabía. No era bueno humillarlo y dejarlo con vida.

Pero tampoco hubiera sido bueno asesinarlo y desencadenar una guerra entre tribus hermanas. Gacel Sayah tenía amigos y parientes que hubieran tenido que lanzarse a la lucha; a vengar con sangre la sangre de quien tan solo había intentado hacer respetar las viejas leyes del desierto.

Por su parte, Gacel permaneció muy quieto, observando el convoy que se alejaba, hasta que el polvo y el ruido se perdieron por completo en la distancia. Luego, despacio, se encaminó a la «jaima» grande ante la que se arremolinaban ya sus hijos, su esposa y sus esclavos. No necesitó entrar para saber de antemano lo que iba a encontrar. El hombre joven aparecía en el mismo punto en que lo dejara tras su última charla, con los ojos cerrados, atrapado en el sueño por la muerte. Tan solo un pequeño círculo rojo en la frente le hacía parecer distinto. Lo observó con pena y rabia un largo instante y luego llamó a Suílem.

–Entiérralo –pidió–. Y prepara mi camello.

Por primera vez en su vida Suílem no cumplió la orden de su amo, y una hora después entró en la tienda y se arrojó a sus pies tratando de besarle las sandalias.

–¡No lo hagas! –suplicó–. Nada conseguirás.

Gacel apartó el pie con desagrado.

–¿Crees que debo consentir semejante ofensa? –inquirió con voz ronca–. ¿Crees que seguiría viviendo en paz conmigo mismo tras haber permitido que asesinen a uno de mis huéspedes y se lleven a otro?

–¿Qué otra cosa podías hacer...? –protestó–. Te hubieran matado.

–Lo sé. Pero ahora puedo vengar la afrenta.

–¿Y qué obtendrás con ello? –inquirió el negro–. ¿Devolverás la vida al muerto?

–No. Pero les recordaré que no se puede ofender a un «imohag» impunemente. Esa es la diferencia entre los de tu raza y la mía, Suílem. Los «aklis» admitís las ofensas y la opresión, y os sentís satisfechos siendo esclavos.

Lo lleváis en la sangre, de padres a hijos, de generación en generación. Y siempre seréis esclavos. –Hizo una pausa y acarició pensativo el largo sable que había extraído del arcón donde guardaba sus más preciadas pertenencias–. Pero nosotros, los tuaregs, somos una raza libre y guerrera, que se mantuvo así porque jamás consintió una humillación ni una afrenta. –Agitó la cabeza–. Y no es hora de cambiar.

–Pero ellos son muchos –protestó–. Y poderosos.

–Es cierto –admitió el targuí–. Y así debe ser. Solo el cobarde se enfrenta a quien sabe más débil que él, porque la victoria jamás le ennoblecerá. Y solo el estúpido lucha por su igual, porque en ese caso tan solo un golpe de suerte decidirá la batalla. El «imohag», el auténtico guerrero de mi raza, debe enfrentarse siempre a quien sabe más poderoso, porque si la victoria le sonríe, su esfuerzo se verá mil veces compensado y podrá seguir su camino orgulloso de sí mismo.

–¿Y si te matan? ¿Qué será de nosotros?

–Si me matan, mi camello galopará directamente al Paraíso que Alá promete, porque escrito está que quien muere en una batalla justa tiene asegurada la Eternidad.

–Pero no has contestado a mi pregunta –insistió el negro–. ¿Qué será de nosotros? ¿De tus hijos, tu esposa, tu ganado y tus sirvientes?

Su gesto fue fatalista.

–¿Acaso he demostrado que puedo defenderlos? –inquirió–. Si consiento que maten a uno de mis huéspedes, ¿no tendré que consentir que violen y asesinen a mi familia? –Se inclinó y con un gesto firme le obligó a ponerse en pie–. Ve y prepara mi camello y mis armas –pidió–. Me iré al amanecer. Luego te ocuparás de levantar el campamento y llevar a mi familia lejos, al «guelta» del Huaila, allí donde murió mi primera esposa.

 

 

El amanecer llegó precedido por el viento.

Siempre el viento anunciaba el alba en la llanura y su ulular en la noche parecía convertirse en llanto amargo una hora antes de que el primer rayo de luz hiciera su aparición en el cielo, más allá de las rocosas laderas del Huaila.

Escuchó con los ojos abiertos, contemplando el techo de su «jaima» con sus rayas tan conocidas y creyó estar viendo los matojos corriendo sueltos sobre la arena y las rocas, siempre con prisa, siempre queriendo encontrar un lugar al que aferrarse, un hogar definitivo que los acogiese y los librase de aquel eterno vagar sin destino de un lado a otro de África.

Con la lechosa luz del alba, filtrada por millones de diminutos granos de polvo en suspensión, los matojos surgían de la nada como fantasmas que quisieran lanzarse sobre hombres y bestias, para perderse luego, tal como habían llegado, en la infinita nada del desierto sin fronteras.

«Debe existir una frontera en alguna parte. Estoy seguro...», había dicho con un tono de desesperada ansiedad, y ahora estaba muerto.

A Gacel nunca nadie le habló antes de fronteras porque nunca existieron entre los confines del Sáhara.

«¿Qué frontera detendría a la arena o al viento?».

Volvió el rostro hacia la noche y trató de comprender, pero no pudo.

Aquellos hombres no eran criminales, pero a uno lo habían enterrado y al otro se lo habían llevado nadie sabía adónde. No se podía asesinar a nadie tan fríamente, por grande que fuera su delito.

Y menos aún mientras dormía bajo la protección y el techo de un «inmouchar».

Algo extraño rodeaba aquella historia, pero Gacel no acertaba a averiguar qué, y tan solo una cosa quedaba clara: la más antigua ley del desierto se había quebrantado y eso era algo que un «imohag» no podía aceptar.

Recordó a la vieja Khaltoum y una mano helada, el miedo, se le posó en la nuca. Luego bajó el rostro hacia los abiertos ojos de Laila que brillaban insomnes en la penumbra reflejando los últimos rescoldos de la hoguera y sintió pena por ella; por sus quince años mal cumplidos y lo vacías que quedarían sus noches cuando se fuera. Y también sintió pena de sí mismo; de lo vacías que quedarían sus noches cuando ella no estuviera a su lado.

Le acarició el cabello y advirtió que agradecía el gesto como un animal, abriendo aún más sus grandes ojos de gacela asustada.

–¿Cuándo volverás? –musitó más como súplica que como pregunta.

Negó con la cabeza:

–No lo sé –admitió–. Cuando haya hecho justicia.

–¿Qué significaban esos hombres para ti...?

–Nada –confesó–. Nada hasta ayer. Pero no se trata de ellos. Se trata de mí mismo. Tú no lo entiendes.

Laila lo entendía, pero no protestó. Se limitó a apretujarse aún más contra él como buscando su fuerza o su calor, y extendió las manos en un último intento de retenerlo cuando él se puso en pie y se encaminó a la salida.

Fuera, el viento continuaba llorando mansamente. Hacía frío y se arrebujó en su «jaique» mientras un temblor inevitable le ascendía por la espalda, nunca supo si por el frío o por el espantoso vacío de la noche que se abría ante él. Era como sumergirse en un mar de tinta negra, y apenas lo había hecho cuando Suílem surgió de las tinieblas y le tendió las riendas de «R.Orab».

–Suerte, amo –dijo, y desapareció como si no hubiera existido.

Obligó a la bestia a arrodillarse, trepó a su lomo, y con el talón la golpeó levemente en el cuello.

–¡Shiaaaaa...! –ordenó–. ¡Vamos!

El animal lanzó un berrido malhumorado, se irguió pesadamente, y se quedó muy quieto, sobre sus cuatro patas, de cara al viento, esperando.

El targuí lo orientó hacia el noroeste y clavó de nuevo el talón con más ímpetu para que iniciara la marcha.

A la entrada de la «jaima» se recortó una sombra más densa que el resto de las sombras más oscuras. Los ojos de Laila brillaron nuevamente en la noche mientras jinete y montura desaparecían como empujados por el viento y los matojos.

Ese viento sollozaba cada vez con más fuerza, sabiendo que pronto la luz del sol vendría a calmarlo.

Aún el día no era ni siquiera aquella penumbra lechosa que le permitía distinguir apenas la cabeza de su camello, pero Gacel no necesitaba más. Sabía que no existía obstáculo alguno ante él en cientos de kilómetros a la redonda, y su instinto de hombre del desierto y su capacidad de orientarse incluso con los ojos cerrados le marcaban el rumbo aun en la más espesa noche.

Esa era una virtud que únicamente él, y los que como él habían nacido y se habían criado en las arenas, poseían. Como las palomas mensajeras, como las aves migratorias o las ballenas en lo más profundo de los océanos, el targuí sabía siempre dónde se encontraba y hacia dónde se dirigía, como si una viejísima glándula, atrofiada en el resto de los seres humanos, se hubiera mantenido activa y eficiente únicamente en ellos.

Norte, sur, este y oeste; pozos, oasis, caminos, montañas, «tierras vacías», ríos de dunas, planicies rocosas... Todo el universo de las inmensidades saharianas parecía reflejarse como un eco en el fondo del cerebro de Gacel, sin él saberlo, sin tomar plena conciencia de ello.

El sol le sorprendió a lomos de su mehari y fue ascendiendo sobre su cabeza, cada vez más poderoso, acallando al viento, aplastando la tierra, aquietando a la arena y los matojos que no corrían ya de un lado a otro, sacando de sus cuevas a los lagartos, y dejando en tierra a los pájaros, que ni a volar se atrevían cuando alcanzó al fin su cénit.

El targuí detuvo entonces su montura, la obligó a arrodillarse y clavó en tierra su larga espada y su viejo fusil, que sirvieron de soporte, junto a la cruz de la silla, a un tosco y diminuto techo de gruesa tela.

Se refugió a su sombra, apoyó la cabeza en el blanco lomo del mehari y se quedó dormido.

Le despertó, palpitando en las aletas de la nariz, el más ansiado de los olores del desierto. Abrió los ojos y permaneció muy quieto, aspirando el aire, sin querer mirar hacia el cielo, temeroso de que todo fuera un sueño, pero cuando al fin giró la cabeza hacia el oeste, la vio allá, cubriendo el horizonte, grande, oscura, prometedora y llena de vida, distinta a aquellas otras blancas, altas y como mendicantes, que de tanto en tanto llegaban del norte para perderse de vista sin aventurar la más vana esperanza de lluvia.

Aquella nube gris, baja y esplendorosa, parecía ocultar en su seno todos los tesoros de agua del universo, y era probablemente la más hermosa que Gacel hubiera alcanzado a ver en los quince últimos años, quizá desde la gran tormenta que precedió al nacimiento de Laila, la que había hecho que su abuela le predijera un tétrico futuro porque en aquella ocasión el agua ansiada se convirtió en riada que arrastró «jaimas» y animales, destrozó cultivos y ahogó a una camella.

«R.Orab» se agitó inquieto. Giró su largo cuello y orientó el hocico ansioso hacia la cortina de agua que avanzaba descomponiendo la luz y transformando el paisaje. Barritó suavemente y de su garganta nació un ronroneo de enorme gato satisfecho.

Gacel se puso lentamente en pie, lo despojó de la montura y se despojó a su vez de la ropa, que extendió cuidadosamente sobre matojos para que recibieran toda el agua posible. Luego, descalzo y desnudo, aguardó en pie a que las primeras gotas salpicaran la arena y la tierra, cubriendo de cicatrices, como de viruela, el rostro del desierto, para llegar luego el agua en oleadas, embriagando sus sentidos al escuchar el dulce repiqueteo que se tornaba en estruendo, sentir sobre la piel la tibia caricia, gustar en la boca la frescura limpia y clara, y aspirar el ansiado perfume de la tierra empapada, de la que se elevaba un vaho denso y turbador.