Viaje al fin del mundo: Galápagos - Alberto Vázquez Figueroa - E-Book

Viaje al fin del mundo: Galápagos E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Este audiolibro está narrado en castellano.Tras un largo periplo por el continente americano, el autor llega al archipiélago de las Galápagos, uno de los lugares más interesantes, lejanos y desconocidos del planeta. En las Galápagos sobreviven especies animales totalmente desaparecidas del resto del a Tierra. Las islas Galápagos o islas encantadas constituyen, sin duda, el último paraíso de los animales salvajes, el único lugar donde hombres y animales pueden convivir en perfecta paz y armonía.-

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Alberto Vázquez Figueroa

Viaje al fin del mundo: Galápagos

 

Saga

Viaje al fin del mundo: Galápagos

 

Original title: Viaje al fin del mundo: Galápagos

 

Original language: Castilian Spanish

 

Copyright © 2019, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726468243

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Alberto Vázquez-Figueroa efectúa aquí un largo viaje que lo lleva primero a Venezuela, con el propósito de poner en marcha una audaz idea: trasladar a las desiertas llanuras de la Gran Sabana guayanesa todas aquellas especies de animales actualmente en vías de desaparición en África.

 

El autor dedica íntegramente la segunda parte del libro al archipiélago de las Galápagos, uno de los lugares más interesantes, lejanos y desconocidos del planeta, en el que sobreviven especies animales totalmente desaparecidas ya del resto de la Tierra.

 

Galápagos, o las Islas Encantadas, constituyen, sin duda, el último paraíso de los animales salvajes; el único lugar donde hombres y animales aún pueden convivir en perfecta paz y armonía.

A Marie-Claire, mi esposa.

Primera parte

VIAJE AL FIN DEL MUNDO

Capítulo I

«OPERACIÓN ARCA DE NOÉ»

El inmenso avión comenzó a descender, de los helados nueve mil metros al calor de Maiquetia. Y desde el aire, contemplé largamente el mar y el sucio puerto de La Guaira, mientras el avión giraba para enfilar el comienzo de la pista.

Poco más de media hora después, un taxista que conducía a velocidad suicida me depositaba a las puertas del hotel. Había insistido en llevarme al nuevo «Caracas-Hilton», pero preferí el «Tamanaco», cuya piscina, en los mediodías, es, sin duda, el lugar más agradable de la ciudad.

Me bañé y me asomé al amplio ventanal que dominaba la piscina, los jardines y la ciudad, con el monte Ávila en el fondo. Comenzaba a oscurecer, y no creo que exista en el mundo una capital cuyas puestas de sol puedan compararse a las de Caracas. Constituyen un espectáculo único e inolvidable que jamás me canso de contemplar.

Luego, en unos minutos, me planté en casa de mi hermano que no tenía ni idea de mi llegada, aunque la imaginaba, porque le había puesto previamente al corriente de mi proyectada «Operación Arca de Noé».

Esta idea había nacido tiempo atrás en la misma Venezuela, pero tenía como origen otro continente, África. Los muchos años que había vivido en ella me permitieron darme cuenta de hasta qué punto resultaba cierto el temor —tan extendido— de que, poco a poco, la maravillosa fauna africana acabaría por desaparecer de la faz de la Tierra.

En menos de un siglo, los animales salvajes han dejado de ocupar la mitad de sus territorios originales en el Continente Negro. En las regiones en que aún subsisten, su número se ha reducido en ese tiempo a menos de la cuarta parte.

En el simple transcurso de la mitad de mi vida, todo ha cambiado, y recuerdo que siendo un muchacho, a comienzos de la década de los cincuenta, los rebaños de gacelas, antílopes y avestruces corrían libremente por las inmensas llanuras del Sáhara. Ahora, durante mi último viaje a ese mismo Sáhara, no encontré, durante días y días de marcha, una sola gacela, ni un antílope, ni huella alguna que recordase que allí existieron avestruces en un tiempo.

Y lo más triste es que el desierto sigue siendo el mismo, sin que haya empeorado un ápice el «hábitat» de los animales. Su desaparición se debe, pura y simplemente, a la inmensa pasión de los hombres por disparar un arma sobre todo lo que tenga vida.

Mientras España mantuvo un protectorado sobre Marruecos y el Sáhara, la mayoría de los militares y funcionarios que vivían en este último eran, por lo general, gente que amaba el desierto y a sus criaturas. Se encontraban a gusto en aquellas desoladas regiones, y, aunque muchos de ellos eran cazadores, sabían respetar las reglas de la Naturaleza y sabían, también, cómo y cuándo había que disparar sobre un animal.

Abandonado, sin embargo, Marruecos, el Sáhara se vio invadido por militares y funcionarios que llegaba casi obligados; que no sentían el menor amor a aquellas tierras, y que no encontraron mejor forma de matar su tedio que abatir todo bicho viviente que pusiera a su alcance.

El día en que Marruecos alcanzó su independencia, el viejo Sáhara romántico de los «meharis», de las caravanas y de las noches de campamento murió, con él murieron también los grandes rebaños de las arenas.

Pero ésa no fue sino una más entre las muchas circunstancias que —a lo largo de estos cien años— han contribuido a que los animales vayan desapareciendo lentamente de África.

Primero, fue en el Norte, donde el número de los pequeños y resistentes elefantes de la antigüedad, que el hombre conseguía domesticar a diferencia de sus congéneres del resto del continente, comenzó a disminuir, hasta que el último murió, poco antes de comenzar el siglo XX, en una aldea de Túnez.

Más tarde, sobre 1930, moría también el último león de Berbería, incomparablemente más hermoso e impresionante que su hermano del Sur, dotado de una increíble arrogancia y de una enorme y majestuosa melena negra que le bajaba hasta la mitad del pecho. Se diezmaron, luego, las gacelas egipcias, de las que apenas quedan ya un centenar; el «ñu de cola blanca» conservado tan sólo en cautividad; «la cebra de Burchell» y el «antílope azul», extinguidos por completo. El «antílope lira» —el bontebok— desapareció junto con su pariente, el «blesbok». Sólo quedan ejemplares disecados, pese a que hace doscientos años cubrían inmensos territorios del sur de África.

Resultaría tedioso continuar la enumeración de tantas y tantas especies que ya han desaparecido para siempre, y que nunca —por mucho que lo intentásemos— conseguiríamos hacer revivir. Cuarenta dicen unos; muchas más, aseguran los pesimistas, y otras tantas desaparecerán irremisiblemente en el transcurso de la próxima generación.

Y esa desaparición está motivada no sólo por las matanzas de los aficionados a la caza, sino también por culpa de los nativos poco respetuosos para con la Naturaleza, o a causa, por último, de los tiempos modernos. El progreso, la ineludible necesidad del hombre de extenderse cada vez más, de ganarle terreno a la selva o a las praderas, de ir empujando hacia las tierras más inhóspitas a los grandes rebaños de animales libres que reinaron durante siglos en el Continente Negro.

Aunque parezca una aseveración absurda y aventurada, África se ha quedado pequeña, y será cada día más y más pequeña, hasta que llegue un momento en que hombres y animales no puedan convivir.

Fuera de las grandes Reservas o Parques Nacionales, como el de Serengueti, en Kenia, o el Krüger, en La República Sudafricana, pocos rincones quedan ya en los que las cebras, jirafas, ñus, elefantes y gacelas merodeen a su antojo, y difícilmente podrán sobrevivir al año 2000.

Asistí a esta tragedia. Vi cómo se asesinaban cada año miles de elefantes con el fin de aprovechar sus patas para hacer papeleras, y cómo se liquidaban manadas de cebras con el único fin de convertirlas en alfombras. Presencié, también, el crecimiento de las ciudades; el trazado de las carreteras; la extensión de las grandes plantaciones; el nacimiento de las primeras industrias; todo cuanto, en fin, va contra la posibilidad de subsistencia de las bestias salvajes.

Y creía que contra eso nada podía hacerse, y que al igual que los bisontes dejaron de corretear por Norteamérica, llegaría un momento en que los elefantes dejarían de corretear por África.

Pero un día, buscando diamantes en los ríos de la Guayana venezolana —tan ricos en ellos—, me eché la escopeta al hombro dispuesto a conseguir algo de comer en la inmensidad de aquella Gran Sabana. Cuál no sería mi asombro, al advertir que había que caminar horas y horas y buscar mucho, para encontrar, al fin, algo sobre lo que disparar.

Me detuve a considerar, entonces, que en todos los años pasados en Sudamérica (Guayanas, Amazonas, Llanos o Andes) había comprobado idéntica escasez de vida animal, y había allí praderas, selvas, montañas y ríos tan desiertos como el Sáhara mismo, pese a que, aparentemente, sus condiciones de habitabilidad resultaban óptimas.

Comencé a estudiar con detenimiento ese «hábitat» y, a lo largo de cuatro años de comparaciones, llegué a la conclusión de que por clima, tierra, forraje, abundancia de agua, e incluso semejanza de paisaje, no había ninguna diferencia básica entre la Gran Sabana venezolana y las praderas africanas; del mismo modo que no eran fundamentales las diferencias entre la selva amazónica y la guineana, o entre los Llanos y algunas zonas del desierto.

Existen, pues, en Sudamérica millones de hectáreas de tierras vacías; tierras por las que el hombre no siente ningún interés y que podrían convertirse perfectamente en «hábitat» de todas esas especies de animales, que ya no tienen en su continente esperanza alguna de subsistencia.

Llegado a esta conclusión, dediqué mi tiempo a estudiar las posibilidades de aclimatación que existían para el caso de que pudiese llevarse a cabo un trasplante de animales. Comprobé que todas las especies que, por una u otra razón, se han llevado a Sudamérica han conseguido aclimatarse perfectamente. No se trata ya de la vaca, el caballo, la gallina o cualquier animal doméstico. Otros, como el búfalo o la «capra hispánica», se han desarrollado y reproducido en libertad sin el menor problema.

Hace más de un siglo, un ganadero llevó a la isla de Marahó, en la desembocadura del Amazonas, dos parejas de búfalos africanos, y hoy abundan de tal forma, que su cacería constituye uno de los principales atractivos de la isla. En otra ocasión, un barco cargado de «capra hispánicas» naufragó contra una pequeña isla situada frente a las costas venezolanas, y actualmente constituye un auténtico hervidero de ellas. Convencido, por tanto, de que existía una posibilidad de salvación para los animales de África, me trasladé a la República Sudafricana, donde tomé contacto con las autoridades responsables de los Parques Nacionales. Aunque sorprendidas en un principio por mi idea, acabaron por admitir que, en efecto, en su opinión no existía ningún impedimento para llevar a cabo ese trasplante. Si llegaba a hacerse, estaban dispuestas a colaborar en él, puesto que tenían en sus Parques problemas de espacio, agua y alimentos para sus animales.

En aquellos días, en el Krüger estaban sacrificando tres mil elefantes, que no podían alimentar sin poner en peligro a la restante población del Parque.

—Si pudiera llevarme esos tres mil elefantes a la Amazonia —comenté—, tardarían un millón de años en comérsela.

Esa matanza necesaria, pero dolorosa, me reafirmó en mi idea de seguir adelante con la «Operación Arca de Noé»; «Operación» en la que sueño con ver las vacías tierras americanas surcadas por inmensos rebaños de elefantes, jirafas, gacelas, ñus, avestruces, impalas y tantas especies que embellecieron durante siglos las verdes colinas de África.

Ésa era, pues, la razón de mí llegada a Venezuela: buscar ayuda para mi proyecto.

Tenía, además, en mi poder, una baza que juzgaba importante: había logrado interesar en la «Operación» a una gran compañía aérea, que unía Sudáfrica con Europa y Europa con Sudamérica, y que estaba dispuesta a trasladar gratuitamente a los animales a través de los tres continentes.

Mi hermano, conocedor y copartícipe de mis ilusiones, había decidido —en unión de José Antonio Rial, destacado escritor y periodista afincado en Venezuela— que la entidad que mejor podría colaborar con mis intenciones era la Corporación Venezolana de la Guayana, organismo de increíble poderío económico, que tiene a su cargo el desarrollo de una de las regiones más ricas del mundo: la Guayana de Venezuela.

Habían puesto, por tanto, en antecedentes a su presidente: el general Rafael Alfonso Ravart, un hombre de tan extraordinaria capacidad de trabajo, que aun habiendo cambiado tres veces el Gobierno venezolano, y habiendo subido al poder en la última ocasión los que pudieran considerarse sus enemigos políticos —los «Demócratas-cristianos» del presidente Rafael Caldera—, ha permanecido en su puesto, sin que nadie se atreva a removerle. Venezuela es uno de los pocos países que reconocen que, cuando un hombre le es útil, continúa siendo útil, sea cual sea su forma de pensar.

El general me recibió en el despacho que ocupa en el inmenso edificio de la «Shell», apenas a un tiro de piedra del hotel, y durante horas discutimos sobre la posibilidad de convertir la Gran Sabana —hoy tierra de buscadores de oro y diamantes— en un inmenso Parque de Aclimatación. Con los años, las manadas serán allí tan comunes como en Serengueti, y acudirán turistas de todo el mundo, especialmente norteamericanos, que, a dos horas de vuelo de Miami, podrán disfrutar de un espectáculo maravilloso.

Los animales atraerán turistas, esos turistas atraerán, a su vez, a hombres de negocios que darán vida a un inmenso territorio que hoy en día se encuentra casi vacío.

El general tenía decidido el lugar en que se establecerían los primeros animales: un antiguo rancho, el «Hato Masobrio», enclavado entre los ríos Orinoco y Caroni, junto a la recién inaugurada presa del Guri.

Sobre un gran mapa, señaló el punto elegido y preguntó:

—¿Le gustaría verlo?

—Conozco la zona —repliqué—. Pero me agradaría echarle un nuevo vistazo.

—Mañana, a las ocho, uno de nuestros aviones, estará esperando.

Capítulo II

EL SALTO ÁNGEL

En efecto, a las ocho de la mañana del día siguiente, un avión nos esperaba para llevarnos, en poco más de una hora, a Puerto Ordaz, sobre la orilla del río Orinoco, exactamente en su confluencia con el Caroní.

José Antonio Ríal había decidido acompañarme. Sentía curiosidad por conocer una ciudad a la que puede considerarse como un milagro del esfuerzo humano.

Puerto Ordaz es, hoy por hoy, la ciudad más moderna del mundo. Más incluso, que Brasilia —la artificial capital brasileña—, y cuando hace diez años recorrí esta región, no existía aquí más que un conjunto de casuchas —San Félix—, que se alzaban sin orden ni concierto, y no tenían interés ni vida propia. En la actualidad, Ciudad Guayana, nombre por el que se conoce también a Puerto Ordaz, cuenta con 250 000 habitantes y tiene calles asfaltadas, puentes, parques, jardines y edificios públicos de audaz arquitectura.

La proximidad de la presa de del Guri, de las minas hierro de Cerro Bolívar y de yacimientos de bauxita —quizá los más ricos del mundo— auguran a la ciudad un prometedor futuro. Por otra parte, su emplazamiento entre dos ríos, junto a las cataratas y rápidos de la «Llovizna» y «Cachamay», es privilegiado, mientras que la temperatura, aunque elevada, no resulta sofocante.

La visita a los terrenos de «Hato Masobrío» estaba prevista para el día siguiente, pero yo deseaba aprovechar el tiempo recorriendo de nuevo el gran lago y las obras de la presa del Guri, que durante mi última estancia, un año antes, había dejado a medio concluir.

A una hora de camino de Puerto Ordaz, río arriba, las negras aguas del Caroní se estrellan contra el grueso muro de 110 m de altura con que los ingenieros han cerrado el antiguo cañón de Necüima, y se extienden en un gigantesco embalse cuya superficie de 800 km2 , forma un dédalo de islas y ensenadas que transforman por completo aquel paisaje que conocí muy distinto.

Dicen que Guri será, en su día, la mayor presa del mundo —superando incluso la de Asuán, en Egipto—; pero, particularmente, más que su prodigio técnico, me había llamado siempre la atención el tremendo esfuerzo humano que se requirió para salvar de la inundación a los animales salvajes que habitaban en las regiones que habían de quedar inundadas.

El año anterior, había rodado un documental sobre esta apasionante «Operación Rescate» y me agradaba volver a conocer sus resultados y encontrarme de nuevo con uno de sus principales dirigentes, el doctor Alberto Bruzual, especialista en fauna guayanesa y con el que había mantenido largas conversaciones sobre mi proyectado traslado de especies africanas.

Cuando le pregunté cuántos animales lograron salvar de perecer ahogados, se mostró satisfecho de la labor de su equipo.

—Más de dieciocho mil —replicó—, y aún quedan algunos. En conjunto, la «Operación» ha sido un éxito, si se tiene en cuenta que sólo ha habido trescientas muertes, lo que arroja un índice de pérdidas realmente bajo. El mayor número de estas muertes se cifró, en principio, entre caimanes y anacondas, animales que, en nuestros cálculos iniciales, no creíamos precisaran de nuestra ayuda.

Resultaba extraño que estos animales —eminentemente acuáticos— necesitasen que se les salvara, ante mi incredulidad, el doctor me indicó:

—Ha de tener en cuenta que ni unos ni otros son totalmente acuáticos. Son animales de respiración pulmonar, que se sumergen o nadan para cazar, pero que no tardan en regresar a la orilla. Sin embargo, fue tal la cantidad de agua que encontraron de pronto a su alrededor cuando se cerraron las compuertas, que muchos perecieron de miedo, enloquecidos por la presencia de una masa líquida a la que no estaban acostumbrados. A menudo, la distancia hasta tierra firme era de cinco kilómetros, y eso es demasiado para una anaconda o un caimán. Cuando comenzamos a encontrarlos muertos, tuvimos que reestructurar todo nuestro plan de acción.

Éste —al que yo había asistido— era por demás interesante. Muy de mañana, apenas amanecía, las piraguas y las lanchas motoras se lanzaban al lago a la busca de animales en apuros, o iban a sacarlos —contra su voluntad— de pequeñas islas en las que, momentáneamente, se encontraban a salvo, pero que estaban condenadas a ser inundadas también. Allí era necesario echar a tierra a los perros rastreadores para que empujaran a los animales al agua, donde resultaba más fácil su captura. A los monos, los perezosos e incluso los puercoespines y felinos había que hacerlos bajar de los árboles y era raro el cazador que no presentara en alguna parte su cuerpo las marcas de los dientes de un mono indignado.

Más peligroso resultaba el trato con las serpientes, de las que se salvaron casi mil, aunque entre ellas no había más que unas cien auténticamente venenosas. Se salvaron también unas cinco mil tortugas de tierra, a las que en Venezuela llaman morrocoyes, y unos quinientos puercoespines. Resulta instructivo destacar que se respetó a todas las especies, beneficiosas o no, porque de lo que se trataba era de conservar la fauna aborigen en toda su pureza, sin discriminaciones sobre su conveniencia.

El destino de estos animales fue muy variado. La mayoría fueron a parar —después de un breve descanso para que se les pasase el susto— a la gran isla Coroima, que con sus 1500 ha ofrece terreno y alimento más que suficientes. Otros marcharon a Parques Zoológicos, y las serpientes venenosas se dedicaron a la producción de sueros antiofídicos.

La «Operación Rescate» —según mis informaciones— bastante cara, ya que se emplearon en ella todos los medios necesarios, desde una flotilla de embarcaciones hasta helicópteros. El resultado mereció la pena y, por una vez, el hombre demostró que también es capaz de respetar a la Naturaleza.

Por lo que a mí se refiere, me alegró comprobar que los venezolanos no escatimaban su dinero a la hora de emprender una «Operación» que tenía muchos puntos de contacto con la que estábamos proyectando.

Al día siguiente, una avioneta monomotor, pilotada por un veterano de las Guayanas, Pedro Valverde, nos trasladó en veinte minutos de vuelo al «Hato Masobrio», antiguas tierras ganaderas que la Corporación de la Guayana compró porque parte de ellas habían de quedar sumergidas por las aguas de la presa del Guri.

Los animales que se traigan de África tienen asegurados aquí, agua y pastos, en esta Gran Sabana que —a una altitud de entre 1200 y 1500 m— se extiende a todo lo largo de la orilla derecha del Orinoco.

Estos paisajes son de extraordinaria paz y belleza y aparecen salpicados de continuo por la presencia de altas palmeras moriche que le dan un aspecto paradisíaco; están surcados por innumerables ríos, muchos de los cuales arrastran oro y diamantes. Son tierras semidesiertas, pues no albergan más de un 3% de la población total de Venezuela, formada en su mayor parte por caucheros, aventureros, buscadores de oro y diamantes, y algunas familias de indios nómadas, en su mayoría pacíficos, que viven de la pesca y de la caza.

Las aguas de estos ríos —que fueron en su tiempo extraordinariamente ricas en vida— se encuentran hoy despobladas debido a la costumbre de los indios emplear un veneno llamado «barbasco», extraído del jugo de ciertas plantas y que tiene la propiedad de atontar a los peces haciéndolos subir a la superficie, donde son fácilmente capturados.

Pese a ello, abundan las feroces pirañas, las anguilas eléctricas, las temibles rayas de dolorosa picadura, y un curioso pez, privativo de estas regiones, llamado «cuatro ojos», cuyo único pariente, la blenia, encontraría más tarde en las Galápagos. El «cuatro ojos» debe su nombre a que, tanto su córnea como su retina, se encuentran divididas en dos: una parte superior y otra inferior, lo que le permite nadar en la superficie, de modo que puede ver perfectamente fuera del agua, mientras capta lo que ocurre bajo ella. Busca su alimento en el fondo, y está atento a la presencia de sus enemigos: garzas y patos que puedan llegar de aire.

Otra característica del «cuatro ojos» es que su reproducción es vivípara y la hembra da a luz crías totalmente desarrolladas. La aleta anal del macho se ha transformado de forma que pueda depositar el semen en la hembra y resulta curioso advertir que esta aleta anal de los machos se inclina en el 50% de los casos hacia la izquierda y en los restantes hacia la derecha. Por su parte, el órgano genital de igual número de hembras sólo se abre a la derecha, mientras que en las otras lo hace hacia la izquierda. Eso quiere decir que un «cuatro ojos», para llevar a cabo su apareamiento, ha de encontrar una pareja cuyas características sean semejantes a las suyas.

En lo que se refiere a la fauna de estas tierras, podría decirse que es casi tan escasa como la presencia humana. Las aves abundan, especialmente loros y colibríes, junto a algunos tucanes, carpinteros, tangaras y oropéndolas, pero lo cierto es que pueden transcurrir días sin que se encuentre un solo animal —y menos aún animal comestible— en esta Gran Sabana que constituiría, sin embargo, un magnifico «hábitat» para cientos de especies.

Puede ser que, de tanto en tanto, un puercoespín o un armadillo se crucen en nuestro camino; incluso que nos tropecemos con un oso hormiguero de enorme cola, una anaconda o un solitario jaguar. Más difícil resultará ver algún venado, danta, zorro o báquiro. Junto a los ríos viven chiguires e iguanas, antes muy abundantes, pero que se ven implacablemente perseguidas por los indígenas, que las consideran un bocado exquisito. También en los altos árboles viven colonias de monos, especialmente araguatos, «carablanca», o «viuda negra», pero no son, desde luego, tan abundantes como en la Amazonía.

Ésta es, pues, la región a la que espero un día poder trasladar a los animales que hoy se encuentran amenazados de extinción en África, y tal vez no sea ése más que un primer paso en la tarea de repoblar Sudamérica con unas especies que, si bien nunca existieron antes aquí, no hay razón alguna para que no puedan habitarla en un futuro.

Si deseamos que, a mediados del siglo próximo, nuestros descendientes admiren un elefante, una jirafa o un hipopótamo, sólo podrán hacerlos trasladándose a las selvas amazónicas o a la Gran Sabana. De otro modo, al paso que vamos, no tendrán más conocimientos de tales animales que el que tenemos ahora nosotros de un dodo o de un mamut.

Concluida la visita al «Hato Masobrio», concluida también, por tanto, la razón de mi estancia en Puerto Ordaz, no pude, pese a ello, resistir a la tentación de recorrer nuevamente aquellos ríos, aquellos campamentos y aquellas selvas por las que había vagabundeado ocho años atrás aquejado por la fiebre del diamante, con el deseo de encontrar otra vez a cuantos amigos había dejado allí, cuando me marché.

Pedro Valverde, el piloto, se mostró encantado con la idea. Aseguró que la avioneta estaba a mi entera disposición para ir a cualquier rincón a que fuera capaz de llevarnos, y como en el mundo de la Guayana no hay tiempo, prisas ni distancias, decidió iniciar la búsqueda.

—Podrá encontrarlos en Paúl —me indicó—. Allí acaba de descubrirse el mayor yacimiento de los últimos años.

Así fue como, sin pensarlo, nos encontramos volando hacia el Sur para dejar bajo nosotros la Presa y el gran lago de Guri, y tropezamos, una hora después —siempre siguiendo el cauce del Caroní—, con los escarpados farallones de los Tepuis, mesetas rocosas que surgen como gigantescos castillos en la llanura de la Gran Sabana. De uno de ellos, el Auyantepuí, cae, impresionante, la más alta catarata conocida: el Salto Ángel, increíble con sus mil metros de altitud.

A mitad de camino en el aire, el chorro desaparece, se evapora, convertido en una nube de minúsculas gotas de agua que, más tarde, vuelven a condensarse abajo, dando nacimiento al Carrao, uno de los muchos afluentes del Caroní, rico también en diamantes.

Conan Doyle situó en esos Tepuis su famosa novela El mundo perdido y, en realidad, no resultaría extraño que algún pequeño animal desconocido en el resto del mundo subsistiera allí, aislado desde que, en la Era Terciaria, los Tepuis se alzaron bruscamente sobre llanura.

Jimmy Ángel, el piloto norteamericano que, en 1936, descubrió el Salto que lleva su nombre, intentó, años más tarde, aterrizar con su avioneta en la cumbre Auyantepuí, y lo consiguió, aun a costa de clavar ruedas en el fango y capotar, dejando allí su avión. Logró descender a pie, pero, poco después, murió y fue enterrado muy cerca de su querida catarata. Más tarde, una pareja de aventureros norteamericanos, convencida de que Jimmy había dejado arriba una auténtica fortuna en diamantes —leyenda que aún corre por la región—, intento también el aterrizaje, y también se estrellaron. Los restos de ambos aviones seguían en la cumbre del Tepui y era posible verlos bajo nosotros.

Valverde dio entonces una lección de lo que es pilotar, y tras sobrevolar a muy baja altura el Auyantepuí, se lanzó con su endeble aparato por entre las altas paredes del cañón que se forma en su parte sur, en uno de los vuelos más impresionantes y majestuosos a que he asistido en mi vida. Apenas cien metros separan las paredes, cortadas a cuchillo; y a mil bajo las ruedas, la selva parecía subir hacia nosotros a velocidad de vértigo. Valverde tuvo que reducir el régimen del motor, y éste tosió cuatro o cinco veces como si amenazara pararse. Si un hombre tiene derecho a confesar, a veces, que siente miedo, tengo que admitir que en esos instantes me pareció como si una mano de hierro me atenazara el cuello, el corazón y el estómago.

Nuestra avioneta parecía una hoja de papel sacudida por las fuertes corrientes que circulan por aquellos precipicios, y no creí que tuviéramos esperanza alguna de salir de allí. Sin embargo, ya muy cerca del suelo, Valverde dio nueva fuerza al motor, enderezó el morro y, al girar a la izquierda y doblar la esquina del farallón, el Salto Ángel apareció frente a nosotros, tan cerca y tan alto, que se diría que gotas de agua salpicaban el parabrisas del aparato. Aún ignoro cómo pudimos ascender nuevamente para salir de allí, y lo único que recuerdo fue la sensación de terror —y, al mismo tiempo, de placer— que me produjo aquella especie de gigantesca montaña rusa.

Cuando nos alejábamos, Pedro Valverde sonreía, aunque se le advertía ligeramente pálido. Más tarde confesó que también él sentía ese extraño miedo y atracción por el Cañón del Auyantepuí y que, habiéndolo atravesado ya en cuatro ocasiones, estaba convencido de que algún día se estrellaría a sus pies. Luego, señaló, a unos dos kilómetros de distancia, una pequeña planicie sobre la que destacaba el esqueleto de un avión.

—A ésos también les atraía el Cañón —comentó—, y allí, fueron a matarse.

Resulta sintomático advertir que, en esas tierras en las que el avión es casi el único medio de transporte, rara es la cabecera o el final de pista en el que no aparece algún resto de aparato, y los dejan allí abandonados, no sé si por pereza, o como advertencia a los pilotos de que algún día acabarán de igual modo.

El Auyantepuí comenzaba a quedar a nuestras espaldas, cuando Valverde señaló un punto en el horizonte, hacia el Sudoeste.

—Allí hay una Misión de franciscanos españoles —dijo—. ¿Le gustaría hacerles una visita?

La idea me pareció simpática, y veinte minutos después aterrizábamos en una altiplanicie de clima fresco, frente a un gran edificio de piedra y un poblado indígena de no más de treinta casas: Kabanayen.

Al bajar, dos frailes acudieron a saludarnos: fray Quintiliano de Zurita, superior de la Misión, y el padre Martín de Armellana.

El primero, un anciano de barba blanca y rostro bondadoso, lleva treinta y dos años en Venezuela, en estas soledades de la Gran Sabana, y nos confesó que su nombre en el mundo era Julio Solorzano Pérez, natural de Zurita, una aldea de Santander cercana a Torrelavega. Del segundo, no recuerdo el lugar de origen; sólo que me pareció muy aficionado a la lectura. Había recogido en un libro una serie de cuentos y leyendas que le habían ido refiriendo los indios de la Misión.

Estos indios que se autodenominan «pemones» son también conocidos por el toponímico de aringotos, kamarakotos y alekuna, aunque ellos prefieren esa denominación de «pemones». Son gente pacífica que viven al amparo de la Misión, plantando arroz, criando ganado y cazando lo poco que de caza hay por aquellas latitudes. Cuando pregunté al padre Armellana de qué vivían en la Misión, respondió, sin pestañear:

—De puro milagro, hijo mío.

No pude por menos que reírle la salida, aunque, en realidad, exageraba. La Misión cuenta con unas quinientas cabezas de ganado, y las plantaciones de arroz son importantes. Su problema estriba en que no existe comunicación por tierra con el resto del mundo, y todo cuanto les llega ha de hacerlo por avión, desde los alimentos más imprescindibles (el azúcar, el aceite, la harina o el café), hasta el cemento con el que han levantado la Misión y las viviendas de los indios.

El lugar habitado más cercano es el tristemente célebre penal venezolano de El Dorado, del que, últimamente, se ha hablado mucho, gracias a la descripción que de él hace Henri Charrière en su obra Papillon[ 1] .

El Dorado se encuentra a una media hora de vuelo hacia el Norte. Hacia el Sur, sólo existe la inaccesible y desconocida Sierra de Paracaima y las inquietantes cumbres de Roraima; cumbres y sierra en las que jamás ningún hombre blanco ha puesto el pie, y de las que se asegura son el último refugio de aquellas tribus de mujeres guerreras, «las amazonas», que dieran nombre al gran río que descubrió Orellana.

Daba la coincidencia de que yo acababa de pasar tres meses recorriendo la selva amazónica, desde Guayaquil, en el Pacífico, hasta Belén de Pará en el Atlántico, siguiendo paso a paso las huellas de Orellana e intentando averiguar todo lo posible sobre el destino de esas mujeres guerreras. Mis investigaciones me llevaban a la conclusión de que, dos siglos atrás, las últimas amazonas fueron a refugiarse en algún escondido valle de esa Sierra de Paracaima, y quise saber que pensaban de ello los misioneros[ 2].

—Poca cosa —replicaron—. Llegar hasta la Sierra resulta imposible y, desde luego, no sabemos de nadie que haya logrado explorarla. Las tribus de los alrededores, preferentemente waicas y guaharibos, suelen ser hostiles, y más al interior dicen que hay otras muy peligrosas, que no permiten que nadie se aproxime. No podemos asegurar que alguna de ellas esté limitada a mujeres, pero resulta improbable, pues alguna noticia habría trascendido hasta nosotros.

—Sin embargo —señalé—, algunos pilotos que han sobrevolado la región, afirman haber entrevisto desde el aire puentes y ciudades de piedra. Al menos, ruinas. Y ustedes saben que, según la tradición, las amazonas eran las únicas que edificaban con piedra.

—Se habla mucho de eso —admitieron—, pero mientras alguien no sea capaz de ir allí a comprobarlo, todo quedará en fantasías. Desgraciadamente, es una región inaccesible y, hoy por hoy, no creemos que nadie emprenda esa aventura.

Pasamos el resto de la mañana con los misioneros de Kabanayen, que nos atendieron de un modo encantador; emprendimos el vuelo para cruzar de nuevo junto al Auyantepuí y el Salto Ángel, que ya aparecía cubierto por la bruma, y aterrizar en uno de los más bellos rincones del mundo: Canaima.

Las cataratas y la laguna de Canaima constituyen, en mi opinión, lo más parecido al paraíso que pueda hallarse sobre la faz de la Tierra.

Arena blanca, aguas limpias y ni rastro de animales peligrosos; clima agradable y altas palmeras moriche que se inclinan sobre el agua como para dar sombra al bañista. Es, sin duda, el lugar del mundo en el que un día me gustaría hacerme una casa para quedarme a vivir en ella para siempre.

A lo lejos, más allá de los dos saltos, el «Hacha» y el «Sapo», se distingue, apenas recortada, la silueta de Auyantepuí; y aseguran que, en días muy claros, puede verse la espuma del Salto Ángel. Alrededor, praderas, algunos árboles, interminables hileras de palmeras, y una soledad y un silencio majestuosos.

No me gusta recorrer la Guayana sin detenerme al menos unas horas en Canaima, y cuando tengo que marcharme, siento algo semejante a lo que debió de sentir Adán cuando lo expulsaron del Paraíso.

Reemprendimos el vuelo, y al poco rato alcanzamos el hidroavión de unos buscadores de diamantes que se dirigían, como nosotros, a San Salvador de Paúl. Un cuarto de hora después, aterrizábamos en la magnífica pista de tierra que cinco mil mineros, trabajando desinteresadamente, habían construido en un solo día. No les quedó otro remedio; el aire es el único camino que puede unir San Salvador de Paúl con el resto del mundo y por él llega, a base de un puente aéreo de veinticinco aviones diarios, todo cuanto la ciudad necesita, desde el pan y la carne, a los picos, las palas y la sal.

Apenas detenida la avioneta en la cabecera de pista, nos rodeó la Guardia Nacional. Querían asegura de que ni una sola gota de licor, ni la más inocente cerveza, entrara en el campamento minero. El alcohol está rigurosamente prohibido en Paúl; por experiencia, se sabe que es la bebida la que provoca los grandes conflictos en estos lugares.

En menos de dos semanas, Paúl —apenas tres cabañas perdidas en la Gran Sabana— se había convertido en una ciudad de más de diez mil habitantes enloquecidos por la fiebre del oro y del diamante; infestada de aventureros, buscadores, mujerzuelas, contrabandistas y joyeros: un mundo en el que el alcohol no podía hacer más que aumentar los muchos conflictos que ya surgían de por sí. La Policía y el Ejército procuraban, por tanto, que en la ciudad —que contaba en el momento de nuestra llegada con casi quince mil habitantes— no pudiera encontrarse más que refrescos o café. Las escasas bebidas alcohólicas que los contrabandistas conseguían introducir de matute alcanzaban precios tan astronómicos que resultaba imposible emborracharse, a no ser que se estuviese dispuesto a consumir en un día el trabajo de una semana.

Convencidos de que no llevábamos licor a bordo, nos preguntaron si veníamos como buscadores, para proporcionarnos el correspondiente permiso que nos daba derecho a diez metros cuadrados de la zona del yacimiento, al sur del pueblo. En estos yacimientos libres o de «libre aprovechamiento», tales permisos no pueden negársele a nadie, venezolano o extranjero, hombre o mujer, y cada minero elige su parcela por orden de llegada.

Al responder que nuestra visita se debía a simple curiosidad y a deseos de volver a ver a viejos amigos, el teniente de la Guardia Nacional, un muchacho joven, José Alí Hernández, se brindó a prestarnos su ayuda, y mandó llamar a un sargento que parecía conocer a la mayor parte de los buscadores profesionales.

Cuando pregunté al sargento por el Catire Sebastián, o Tomás el Negro, agitó la cabeza negativamente. Al Catire