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A todos es un ensayo de corte jurídico de Concepción Arenal. En él, la autora analiza las bases aprobadas por las Cortes en 1869 para la reforma de las prisiones.
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Seitenzahl: 165
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Concepción Arenal
Saga
A todos
Copyright © 1869, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726660036
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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No es al frente de un escrito de tan poco mérito como este donde yo había pensado poner su nombre de Ud., amigo mío, en prueba de lo mucho que le aprecio, y en recuerdo de lo mucho que le debo. No le dedico a Ud., pues, este opúsculo, sino que le pongo bajo su protección, a ver si con ella puede lo que no podría solo, contribuir algo a que se dé el primer paso en las reformas de las prisiones.
Concepción Arenal
Si no te pido perdón, quiero darte al menos excusa por haber puesto a estas páginas un título detrás del cual no está lo que probablemente esperas.
Cuando digo todos supondrás que son monárquicos y republicanos, isabelinos, alfonsinos, carlistas, unitarios y federales, y piensas bien, por vida mía; pero en lo que te equivocas es si crees que voy a hablarles de forma de gobierno, ni de libertad, ni de orden.
Voy a dirigirte algunas palabras, no muchas como verás, sobre las reformas de los establecimientos penales, es decir, sobre la cuestión de disminuir las probabilidades de que te roben o te asesinen. Me parece que el asunto vale la pena de que te ocupes de él; tú no debes ser de la misma opinión, a juzgar por la indiferencia con que le miras. Préstame un rato de atención, y así nunca te prive nadie de tu hacienda ni de tu honra, y vivas muchos años, y mueras en tu cama de muerte natural.
Estado de nuestras prisiones
Ha dicho un gran pensador que el Diccionario de la Lengua era el primer libro de una nación; es decir, que daba idea de su cultura. No sabemos hasta qué punto será exacto este dato; pero lo que con el Diccionario tal vez pudiera parecer dudoso en algunos casos, con la prisión creemos que es cierto siempre: dado el estado de una prisión, puede calcularse el del pueblo cuyos criminales encierra. Error en las ideas, injusticia en las leyes, corrupción en las costumbres, dureza en el carácter, atraso en la instrucción; todo tiene allí sus terribles comprobantes, todo ha encarnado en seres que han hecho mal y sufren.
Si esto es cierto, y para nosotros es evidente, ¿cuál es el estado de España juzgado por sus prisiones? Bien triste. La clase de delitos prueba la rudeza de nuestras costumbres, nuestra ignorancia, y causa dolor; el régimen de los establecimientos penales prueba el olvido de nuestro interés, de nuestros deberes, y da vergüenza. Pero este régimen, ¿está en perfecta consonancia con nuestro estado social? ¿Los demás ramos de la Administración están a tan bajo nivel y en el mismo culpable abandono? No. Todo ha mejorado, todo ha progresado más o menos; con mejor o peor criterio, en todo hemos procurado imitar lo que se hace en países más adelantados; sólo nuestros establecimientos penales son lo que eran: antros cavernosos de maldad, propios para matar los buenos sentimientos y dar vida a monstruos.
Nos hemos propuesto ser muy breves, y sería necesario entrar en largas consideraciones para investigar las causas de tan culpable o insensato abandono; los efectos están a la vista de todos.
No queremos entrar en detalles sobre los abusos que en las prisiones se han cometido, de los horrores que allí han pasado, ni de esa mezcla de licencia y crueldad simbolizada en la vara del cabo. Podríamos decir con verdad más de lo que pudiéramos probar, y en la conciencia de los que saben algo de estas cosas está todo lo que callamos. Vamos, no obstante, a citar algunos párrafos de un escritor que ha estado en presidio por delitos de imprenta. Don Bernardo Sacanella y Vidal, en una Memoria sobre el sistema penitenciario de España, dirigida al señor Ministro de la Gobernación, dice:
«Otra de las causas que más influyen en el estado deplorable en que hoy se hallan nuestros Establecimientos penales, y que hace poco menos que inútil la reforma, es el personal, para el que deberían exigirse rigurosas pruebas de aptitud y moralidad, porque la posibilidad de regenerar a los criminales depende de la elección del personal. ¿Y qué corrección puede exigirse del penado que continuamente observa en varios de sus jefes actos mil veces más punibles que los que a él le tienen allí? El más asqueroso comercio, la más baja o indigna venalidad, son los constantes ejemplos de virtud que se presentan a la vista de los desgraciados que gimen en los presidios bajo el yugo de hombres que se han señalado tanto por su barbarie como por su inmoralidad. Buitres que, a semejanza de aquel que nos cuenta la Mitología, devoran las entrañas de los que yacen encadenados, y a quienes no es permitido exhalar un lamento. Estas son las cualidades que adornan la generalidad de los empleados de presidios.
»Pregúntese a esos hombres qué estudios han hecho sobre los medios de corrección, para devolver útil a la sociedad al hombre que está apartado de su seno; los medios de persuasión que emplean, el tratamiento moral que observan; y os contestarán de seguro que todo eso son zarandajas que ellos no están obligados a estudiar; que no necesitan otra corrección que la vara y los hierros, y que están dispuestos a hacerse matar en una de esas reyertas que por su causa se suceden con demasiada frecuencia».
No necesita comentarse esto; si lo necesitara, pueden servirle de comentario las palabras del Sr. Ministro de Gracia y Justicia, declarando en el Parlamento que en nuestros presidios los criminales se hacen peores, y se escapan:
La falta de enseñanza religiosa, literaria e industrial, y el escaso producto de nuestros presidios:
El estudio de las disposiciones que a ellos se refieren:
Las sublevaciones frecuentes, en que la guardia tiene que hacer fuego sobre los confinados, causando muchos heridos y muertos:
Las reyertas que tienen entre sí los presidiarios, y en las que se matan o se hieren:
Los robos dentro de la prisión completan el cuadro, y dan idea del estado de nuestros establecimientos penales.
Un pueblo que prescindiera de la conciencia y de la honra, siendo las condenas perpetuas, se concibe que arrojase sin piedad a sus hijos extraviados, como otros tantos miembros podridos, encerrándolos eternamente en esas horribles mansiones donde el extravío no tiene enmienda, el crimen arrepentimiento, ni la virtud esperanza. Pero cuando las condenas son temporales; cuando muchas son de corto plazo, abreviado con frecuencia por rebajas e indultos; cuando todos los días vuelven a la sociedad esos hijos que han aprendido en la prisión el modo de herir mejor a su madre, no se comprende que, siquiera por egoísmo, esa sociedad no se ocupe un poco más de lo que la interesa tanto. Nueva prueba de que es más fácil que el hombre llegue a la utilidad por la justicia, que a la justicia por la utilidad.
La revolución, ¿pasará como han pasado hasta ahora todos los Gobiernos de todos los partidos, sin plantear, sin iniciar siquiera la reforma de los establecimientos penales? ¿No hará nada para lavar esa gran culpa y esa gran vergüenza, para secar ese manantial de delitos y de crímenes, para cegar ese abismo y, en fin, para que tengamos derecho a llamarnos un pueblo civilizado y cristiano?
La revolución tiene el deber más imperioso de plantear un sistema penitenciario; lo primero, porque los principios obligan, y cuando no se obra en consecuencia con ellos, son como cuerpos extraños, que causan enfermedad en vez de dar fuerza. Lo segundo, porque de hecho está abolida la pena de muerte. Lo tercero, porque de la excitación de las pasiones y de las luchas a mano armada por cuestiones políticas van muchos hombres a presidio que, sin ser inocentes, no son tampoco criminales, y lo serán confundiéndoles con los ladrones y asesinos, o sin confundirlos; basta encerrar muchos hombres y sujetarlos al régimen de nuestros establecimientos penales para que se depraven.
La pena de muerte en estos últimos tiempos no se aplica por el simple homicidio; es preciso que medien circunstancias tales, que hacen del reo un gran malvado, casi siempre un monstruo. Hemos visto ya indultados varios asesinos que habían matado por robar. Reflexionemos un momento la gravedad que esto tiene. Hay móviles impulsadores hacia el crimen, que no suelen presentarse dos veces en la vida, y que, por consiguiente, no hacen probable la reincidencia; pero el robo es una tentación perenne para el hombre holgazán y vicioso, cuya propensión a apoderarse de lo ajeno es tan fuerte, que, combinada con su crueldad y demás perversos instintos, le ha llevado a ser el horror del mundo, el oprobio de la humanidad: el ladrón asesino. La reincidencia es probable, es casi segura.
Se nos dirá: al indultarlos de la pena capital se los deja condenados a cadena perpetua y secuestrados para siempre de la sociedad. Responderemos que los confinados se escapan de las prisiones, y, sin escaparse, de indulto en indulto salen de ellas, en un país que parece ignorar que el derecho de gracia no puede ser más que una forma de la justicia. Responderemos que, aunque no se escapen ni reciban nueva gracia los indultados de la pena de muerte, que, lo repetimos, no son simples criminales, sino fieras, por regla general, están confundidos en la prisión con los que han de volver a la sociedad, a veces con hombres honrados, llevados allí por las pasiones políticas, por el arrebato de un momento, o por uno de esos delitos, obra de la ley, que se llaman delitos de contrabando. Los indultados de la pena de muerte entran en la categoría de cadena perpetua; hay siempre muchos en la Península (las mujeres todas), y, aunque vayan a África, allí darán lecciones a los que de África vuelven, porque extinguen su condena o porque se escapan.
Si todos los Gobiernos han faltado a su deber dejando las prisiones en el estado en que están, ¿el Gobierno de la revolución no faltará doblemente cuando de hecho ha abolido la pena de muerte, cuando dice que no la deja en el Código sino como una amenaza? ¡Una amenaza! Mucho se engaña el que crea que ha de ser eficaz. Las penas, para que sean temidas, han de ser infalibles; la pasión propende siempre a aumentar las probabilidades de la impunidad.
Las prisiones en que los criminales se hacen peores, y de donde se escapan, no contienen al criminal que no las teme. Hay allí esperanza de libertad y seguridad de desorden. Se fuma, se habla, se blasfema, y se come y se bebe bien, si hay dinero. Aunque haya dureza en el trato, el criminal es duro también, no se asusta; lo que le asustaría sería el orden y la disciplina severa; las otras mortificaciones son para él tanto más tolerables, cuanto él sea peor.
Es decir: que no tenemos ni pena de muerte, ni sistema penitenciario; nada que intimide, que corrija, ni que reprima. En cambio tenemos costumbres duras e instintos feroces. No se puede leer un periódico sin ver la noticia de alguna muerte violenta. En una Audiencia sola hubo el año pasado TRESCIENTAS causas de homicidio; y en tal situación se dan continuamente indultos, se conceden rebajas, y no se piensa en reformar las prisiones.
Tengámoslo muy presente: nada bueno puede haber en el orden social, que no esté conforme con la justicia. De justicia vive la sociedad, y donde no haya justicia, habrá venganza. Y la hay y ha de haberla más si seguimos almacenando criminales de modo que se perviertan, y soltando fieras para que claven su garra en criaturas inocentes.
Cuando no se castigan los criminales, se cazan. Podríamos citar muchos ejemplos de ello, algunos muy recientes. Y de esto nadie se asusta, y contra esto nadie clama; prueba de que nuestras costumbres son rudas, y que el respeto a la vida del hombre está más en nuestros labios que en nuestro corazón.
Empecemos a respetarla de veras, y no sólo la vida material, sino la del alma que matamos, al matar en nuestros presidios la moralidad la conciencia. Estudiemos, siquiera sea muy brevemente, los diferentes medios que podemos emplear para corregir al culpable, y cuál sistema penitenciario nos convendría mejor.
Sistema de clasificación
No es posible detenerse un momento a reflexionar lo que debe ser una prisión, sin convencerse de que, al comunicar los criminales entre sí, se pervierten, se amaestran en sus malas artes, y tienen tendencia a ponerse al nivel del peor, que es quien goza de mayor autoridad.
Se ha pensado, pues, en clasificarlos para que los peores no se reúnan con los que son menos malos, y, como si dijéramos, para fijar un máximum, el más bajo posible, a la perversidad de cada clase.
En la clasificación se atiende a la edad, género de delito, reincidencia, etc., teniéndose por más perfecta la que forma más grupos.
La clasificación no es posible, y, si lo fuese, sería inútil. Puede contribuir al orden material de la prisión; mas para el orden moral es impotente.
La clasificación busca identidades o, cuando menos, grandes semejanzas, y dice: los de la misma edad, los del mismo delito, los reincidentes, deben parecerse; pero la experiencia no confirma esta suposición. Hay jóvenes de tal manera depravados, que pueden dar lecciones de maldad a los veteranos del vicio y aun del crimen. La misma condena por el mismo delito recae a veces sobre individuos esencialmente diferentes, ya por falta de prueba que hizo inevitable disminución de pena en un delito grave, ya por las circunstancias en que se halló el delincuente, legalmente tan culpable como otro, moralmente mucho mejor. La reincidencia es unas veces efecto de maldad, otras de la situación en que se halla el licenciado de presidio, con tan pocos medios de ganar su subsistencia honradamente, en una sociedad que no cree en su honradez.
Así, pues, la clasificación viene a ser material, de moral que debía ser; y si para alcanzar la perfección vamos subdividiendo, aumentando el número de grupos y disminuyendo el de individuos que los componen, llegaremos a la unidad, si no hemos de incluir en la misma categoría moralidades muy diferentes.
Aunque la clasificación fuera posible, sería inútil. Cuando los hombres se reúnen en un limitado recinto, el aire se vicia, es preciso renovarle para que no perjudique a la salud. Con la atmósfera moral sucede lo propio. La acumulación produce pestilencia; hay que sanear aquel recinto, introduciendo el trabajo y alguna idea grande, noble, santa, que levante los espíritus, y los haga comunicarse por la parte que tienen sublime, y no ponga en contacto sus propensiones viles y bajas. ¿Puede ésta hacerse en una prisión? Imposible; apenas es hacedero en una reunión de hombres formada a impulsos de una grande idea, y sostenida por la fe religiosa o el entusiasmo de la ciencia o el amor a la humanidad.
Cuando no hay fe muy viva en las comunidades religiosas, los hombres se hacen peores; en los colegios se corrompen los niños; ¿la reunión de los criminales no había de depravarlos?
Supongamos lo imposible: una clasificación perfecta, en que están reunidas las moralidades idénticas. Los ladrones con los ladrones, los asesinos con los asesinos, culpables todos en igual grado. Comunicando libremente, el tema de las conversaciones será aquello a que se sientan más inclinados, y los lascivos hablarán de cosas deshonestas, los ladrones de robos y los asesinos de muertes. Se contarán historias propias o extrañas análogas a las propensiones de cada grupo; cada uno llevará su experiencia en el crimen al fondo común, donde se sumará con las otras, porque los sumandos son de la misma especie, y, lejos de repugnar aquella maldad, halla eco en maldades análogas.
Aunque sea contra todas las ideas admitidas, creemos que tendría menos inconvenientes agrupar los criminales de crímenes diferentes, que de uno mismo.
Es frecuente que el ladrón inspire desprecio al que ha vertido sangre, y éste horror al que ha robado sin violencia. No hay tantas afinidades, tantas simpatías, armonía tan acorde entre criminales culpables de diferente crimen; y la suma inevitable de unas maldades con otras es más difícil de hacer cuando los sumandos no son de la misma especie.
Resulta, pues, que toda clasificación que no sea material es imposible, porque lo es saber cuáles son las moralidades idénticas para agruparlas, y que, aunque no lo fuese, no serviría nada para evitar las consecuencias de la comunicación entre los criminales.
Hay que renunciar, pues, al sistema de clasificación.
Colonias penales
Las colonias penales no son un sistema penitenciario, sino un expediente, y la prueba es que, desde el primer momento de la existencia de la colonia, hay que levantar en ella una prisión y adoptar un sistema para castigar a los que delinquen de nuevo, y procurar su enmienda; y la prueba es que, si la colonia prospera, no tardará en rechazar las remesas de criminales que le haga la metrópoli.
En caso de que se recurriese al expediente de colonias penales, es necesario estudiar si hay lugar apropiado, y si, dado los defectos de nuestra Administración y los ejemplos de lo que es en las provincias ultramarinas, se podrá establecer justicia y orden en una colonia penal, donde hay que dejar tanto a la arbitrariedad, y donde los más escandalosos abusos y las más horribles crueldades son tan difíciles de probar y pueden tan fácilmente recibir el nombre de necesidad.
Aunque se establecieran colonias penales, hay que pensar en el sistema penitenciario que debe adoptarse, porque, como hemos dicho, la prisión es uno de los primeros edificios que hay que levantar en las colonias. Además, sólo pueden ser deportados los culpables de delitos graves que tienen largas condenas, y de éstos deben excluirse los ancianos, los enfermos, los valetudinarios, los débiles todos, si no se quiere incurrir en el error de la Administración inglesa, faltando a la humanidad, comprometiendo la existencia de la colonia y haciendo gastos inútiles.
Debiendo levantarse una prisión en la colonia penal; no pudiendo deportarse más que los sentenciados a largas condenas, y de éstos a los que tengan robustez, resulta que, aun estableciendo colonias penales, es preciso plantear un sistema penitenciario.
Sistema de Filadelfia
El sistema celular de aislamiento absoluto, con trabajo, tiene muchos y muy ilustrados admiradores, y gran número de no menos ilustres adversarios. Unos y otros citan ejemplos en apoyo de su opinión y amontonan cifras, siendo difícil, al que busca sinceramente el acierto, saber cómo le alcanzará. La estadística es un arsenal donde fácilmente hallan todos armas, y se necesitan condiciones muy difíciles de llenar para interrogarla de modo que pueda responder la verdad en esta materia. La gran prueba del sistema penitenciario son las reincidencias, en que influyen tantas y tan diversas causas enteramente extrañas a él.
Tomaremos, pues, de la experiencia lo que puede darnos, recurriendo después al raciocinio, guía menos falaz que los hechos mal observados.