El derecho de gracia ante la justicia - Concepción Arenal - E-Book

El derecho de gracia ante la justicia E-Book

Concepción Arenal

0,0

Beschreibung

Importante ensayo jurídico de Concepción Arenal en el que la autora aborda el concepto de Derecho de Gracia desde un punto de vista crítico a la vez que presenta argumentos para su eliminación del código jurídico.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 134

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Concepción Arenal

El derecho de gracia ante la justicia

 

Saga

El derecho de gracia ante la justicia

 

Copyright © 1896, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509953

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Capítulo I

El derecho de gracia en principio

El derecho de gracia no puede ser, en el concepto de los que lo defienden, más que una forma dela justicia; es indudable que tantas personas equitativas de diferentes épocas y países no podían estar de acuerdo en sostenerle si no le creyeran justo. Por otra parte, en concepto de los que le atacan, no es más que una forma de la arbitrariedad, porque no se concibe que hombres eminentes por su ciencia y su virtud, de diversas naciones, se propusieran suprimirle si le consideraran propio para contribuir a la realización del derecho.

La cuestión es, y no puede ser otra, que ésta:

El derecho de gracia, ¿es justo? O, mejor planteada: La gracia, ¿puede ser un derecho?

En la práctica, como tal se considera y se realiza; en la teoría, se dividen los pareceres; y puesto que son varios, y muchos muy competentes, y que sobre todas las autoridades debe estar la de la razón, procuremos atender a ella solamente, prescindiendo de si los autores son muchos o pocos, afamados u obscuros, para reflexionar sobre las razones que alegan, y que pueden resumirse del modo siguiente:

1.º Testimonio de la historia. 2.º Esplendor y prestigio del poder supremo. 3.º La equidad de templar el rigor de leyes crueles. 4.º La necesidad o conveniencia de un poder que aprecie las circunstancias personales del reo, y, prescindiendo de la ley, atienda solamente a la justicia. 5.º La justicia de impedir la ejecución de una sentencia que, después de pronunciada, ha resultado ser injusta. 6.º La conveniencia, casi necesidad, de hacer gracia en ocasiones a los delincuentes políticos. 7.º La justicia de abreviar la condena de los penados que dan pruebas de arrepentimiento. 8.º La necesidad de armar a la sociedad de penas severas que intimiden a los criminales, pero que por medio del derecho de gracia no degeneran en crueles, porque sólo se aplican cuando es indispensable.

I. El testimonio de la Historia

No somos de los que pretenden destruir la Historia de una plumada, ni prescindir desu influencia, ni desatender sus lecciones; pero tampoco de los que están dispuestos a admitir los hechos como argumentos, ni a inferir su justicia de su antigüedad. Ya se sabe que todo lo que sucede tiene su motivo; pero, aun admitiendo que este motivo sea razón de ser, la razón de ser varía con el modo de ser, y cuando éste cambia, serán absurdas cosas que parecían razonables, e injustas muchas instituciones con que se creía auxiliar la justicia. La tortura, el juicio de Dios, el derecho de asilo, la venganza de la sangre, cosas son todas que han existido, como el derecho de gracia, y que han dejado todas de existir en los pueblos civilizados, donde va siendo cada vez más clara la idea de la justicia.

El derecho de gracia, en cierta manera, parece un anacronismo. ¿Por qué ha sobrevivido a las circunstancias a que debe su origen? Si no es justo, como esperamos demostrarlo, ¿por qué no ha desaparecido con otras injusticias que no están en armonía con el modo de ser de las sociedades actuales? ¿Por qué existe a la vez en los Estados Unidos de América, en Rusia y en el Japón?

Procedamos con orden. Procuremos investigar primero por qué se ha establecido, y después por qué se conserva.

Nos parece que el derecho de gracia debe su origen al falso concepto que se formaba de la justicia, a la crueldad con que ésta se ejercía, y al natural deseo del soberano de ejercer una prerrogativa grata, que le realzaba a sus propios ojos y a los ajenos, aumentando su poder y su prestigio.

La justicia era venganza, primero privada, la venganza de la sangre, después pública. Se comprende que, concibiendo la justicia como venganza, se concibiera como derecho el perdón; se comprende que, a través del error que apoyaba la crueldad, se abriera paso la conciencia, el sentimiento, que, sintiéndose justo, quisiera legitimarse y erigiera en ley la misericordia. Desde el momento en que los tribunales obraban en nombre de la vindicta pública, de las entrañas de la humanidad salía, como instintiva protesta, aquel impulso piadoso que los pueblos soberanos y los reyes absolutos erigían en derecho, y llamaban la más bella de sus prerrogativas. El pueblo reunido en asamblea o el monarca que sustraían un reo al rigor de las leyes, le perdonaban, le salvaban; desde el momento en que el crimen se considera como una ofensa personal y el castigo como una venganza, es bello, dulce y equitativo olvidar el agravio, evitar la crueldad, y en el conflicto producido por el error y el sentimiento, caer en contradicción y llamar gracia a la justicia.

Las formas crueles de ésta también debían ser un móvil para templar su crueldad, aunque fuera por excepción. Es muy frecuente que la justicia aparezca en forma de privilegio, que al principio utilizan sólo unos pocos, y luego va extendiéndose y generalizándose hasta llegar a todos. Las víctimas obscuras de la crueldad de las leyes caían sin ser notadas por el soberano; pero cuando alguna lograba hacerse notar y compadecer por una circunstancia cualquiera; cuando había algo en ella que la hacía considerar como semejante, entonces el corazón y la conciencia se congratulaban de hallar en el derecho de gracia un medio de evitar el doloroso conflicto sin alterar el orden establecido, y de armonizar la crueldad con la santidad de las leyes. Por regla general, creían que éstas eran buenas; lo creían al menos los que las hacían, que no solían ser aquellos a quienes habían de ser aplicadas, y para las excepciones se ponía en manos del poder supremo aquel tornillo, que se aflojaba o se apretaba, según parecía conveniente.

Este poder de perdonar, de salvar, había de ser muy preciado, contribuyendo a que lo fuese, ¡cosa rara! las buenas cualidades y los muchos defectos del que le ejercía. Primeramente, la natural compasión, que hacía tan dulce el volver la vida al condenado a muerte; cambiar en contento su congojosa agonía y la de todos los que le amaban, más terrible aún; decir a la que se llora viuda: ¡ya tienes esposo!; a los niños inocentes: ¡ya no sois huérfanos!; a la madre: ¡ya tienes hijo! Todo esto sale del alma, llega a ella, y es una cosa tan grata, tan dulce, que debe considerarse como justa, como santa. Y luego, ¡qué superioridad no supone en el que le ejerce, y cómo aumenta su poder y su prestigio!

El señor de la vida de los demás no debe ser un hombre como los otros. Su orgullo y su vanidad, lo mismo que su corazón, se lo dicen, y pueblo o rey, cuando por encima del fallo de las leyes, sin atenderlas ni consultar más que a sí mismo, dice a un hombre: sé libre o gime en cautiverio, vive o muere, se imagina ser algo sobrehumano y aproximarse a la Divinidad. Si es un individuo, le llamarán ungido del Señor, y divino a su derecho; si es multitud, dirán que la voz del pueblo es la voz de Dios. El amor de la humanidad y el amor propio, que tan pocas veces se armonizan, se unen para dar gran precio al derecho de perdonar; y benévolo y orgulloso el que le ejerce, no parece egoísta al reclamarle con empeño, apoyándose para conseguirlo en los buenos sentimientos de aquellos mismos que domina.

Así, pues, un equivocado concepto de la justicia, la crueldad de las leyes, el prestigio del soberano, debieron ser las principales causas que han dado origen al derecho de gracia.

Y hoy que se comprende mejor la justicia, que la legislación criminal se ha suavizado y que el poder de los soberanos se limita, ¿cómo subsiste el derecho de gracia?

Todo este progreso, aunque innegable, no es tan general ni ha profundizado tanto como imaginan los que le desean; porque ellos, y los libros que leen y los amigos con quienes tratan, van formando de la justicia una idea clara, imaginan que la luz ha penetrado donde realmente hay sombras u obscuridad profunda. Si la idolatría de los reyes va desapareciendo, todavía hay poderes absolutos y multitudes que los quieren así y derraman su sangre por sostenerlos. Todavía la justicia es vindictapública para miles, para millones de hombres, pues más bien ha variado la clase de personas a quienes desean aplicarla que el modo de concebirla. En cuanto a la crueldad de las leyes, estamos muy lejos de poder decir con verdad que ha desaparecido. En nuestro concepto, la pena de muerte, que debió ser la más poderosa causa para establecer el derecho de gracia, es la principal razón para que se conserve. Con él, el legislador acalla sus escrúpulos, si los tiene; la pena homicida no recaerá sino sobre un corto número de aquellos a quienes se impone; está en el Código, más bien que como una realidad, como una amenaza, y este tornillo, que se afloja o se aprieta, según conviene, dicen que lo concilia todo: la intimidación de los criminales y la humanidad de la ley, que, por medio del soberano, perdona a todos los que pueden ser perdonados sin peligro. Hoy, si se suprimiera el derecho de gracia, los legisladores más resueltos en favor de la pena de muerte creemos que vacilarían al establecerla, y la opinión pública pediría la reforma del Código penal y de las Ordenanzas militares desde el momento en que las sentencias capitales hubieran de ser indefectiblemente ejecutadas.

El testimonio de la Historia, que se invoca a favor del derecho de gracia, depone contra él, puesto que demuestra que se apoya en un falso concepto de la justicia. La justicia no se perdona, no se concede; se aplica cumpliendo un deber, y faltando a él se niega. Suprimiendo de la pena la idea de venganza, debe desaparecer la de perdón. La crueldad de las leyes, razón histórica, y todavía de historia contemporánea, explica el derecho de gracia, puede hacerlo considerar como un expediente, pero nunca como una parte racional de la administración de justicia. ¿Qué idea tiene de ella el legislador que no comprende su realización sin la arbitrariedad? Y que el derecho de gracia es, ha sido, será y tiene que ser arbitrariedad, lo dicen la razón y la experiencia. Así procuraremos demostrarlo en estos breves apuntes; pero ya que del testimonio de la Historia se trata, bueno será hacer constar que no se ha conocido nunca su uso sin su abuso, que éste se consideraba inherente a él por los mismos que le establecían, y que los monarcas absolutos, cuyos derechos no tenían límites, los establecían para éste; tan seguros estaban de la irresistible tendencia a extralimitarse. Cuando cierto rey señalaba un número dado como el máximum de los delincuentes que podría perdonar, hacía una cosa tan absurda como si de antemano estableciese el de los culpables que podrían condenarse. En un caso, se dice: ¿y los que, pasado ese número, merecieran pena? Y en el otro: ¿y los que fueren dignos de perdón? Pero aquí lo absurdo de la limitación pone en relieve que el derecho no es sino un error consecuencia de otros; un expediente; un uso cuyo abuso siempre se veía y siempre se procuraba, aunque en vano, evitar; un mal con que se quisieron enmendar otros mayores que, si en tiempos eran irremediables, hoy pueden y deben tener remedio.

II. El esplendor y prestigio del poder supremo

La justicia no puede sacrificarse a consideración ninguna, ni recortarse como oropel para adorno de los que no pueden brillar sino empañándola. El derecho de gracia, si no es justo, no puede ser derecho, ni nadie ejercerle para lograr así mayor importancia, la cual, sobre no ser equitativa, es ilusoria, porque todo poder injusto concluye por volverse contra el que la ejerce, en daño de su poder legítimo. ¿Gana mucho el prestigio del jefe del Estado firmando amnistías, indultos, conmutaciones y rebajas de penas sin circunspección ni reserva? ¿No se compromete su reputación de justo con el ejercicio de una prerrogativa que no puede ( que no puede, comprendámoslo bien) ejercitar equitativamente? ¿Y qué dirán los pueblos cuando, en un país en que de hecho está abolida la pena de muerte como en Prusia, el monarca que durante años indulta a todos los homicidas y asesinos, aunque lo hayan sido con las circunstancias más horribles, deja que se cumpla la ley y que se ejecute al que disparó contra él sin herirle?

La más hermosa de las prerrogativas lleva consigo la más abrumadora de las responsabilidades y el más terrible de los desconsuelos. Es dulce perdonar. ¿Y la amargura de negar el perdón? ¿Y la angustia de decir no a los que piden la vida de los que aman? ¿Cómo no se estremece el hombre al considerar que en tal situación ha de verse? ¿Cómo no tiembla bajo un peso superior a sus fuerzas? Se acongoja la conciencia al considerar esos monarcas a quienes en un día solemne presentan unos papeles que significan otros tantos hombres condenados a muerte, y, poniendo la mano sobre un legajo, salvan a uno, y los demás van al patíbulo. No se comprende cómo no se afligen por los que morirán, más que se consuelan por el que han salvado, y cómo no renuncian al terrible privilegio, diciendo: «La justicia no puede ser una casual imposición de manos, ni una coincidencia fortuita; a esos reos, a todos los reos, que los mate Dios, y que los condene o los absuelva la ley.»

Pero sobre que es imposible que haya en los reyes algo sobrehumano que los ponga en estado de interpretar la justicia divina mejor que los demás hombres, resulta que de hecho en todas partes, y de derecho dondequiera que hay gobierno representativo, no son los reyes los que ejercen el derecho de gracia, sino los ministros. Entre nosotros, por ejemplo, el rey no puede realizar la más pequeña conmutación de pena si el decreto no está refrendado por el ministro de Gracia y Justicia, y en Consejo de ministros se resuelve el que ha de morir en el patíbulo o ser indultado. La fórmula es aconsejar a S. M. que haga gracia o la niegue, pero, en realidad, de este consejo depende la vida o la muerte de los hombres.

Además, como el monarca o jefe del Estado, por su misma elevada posición y otras circunstancias, es más difícil que sepa las del reo que se trata de perdonar, resulta con evidencia, y todo el mundo lo sabe, que la concesión o negativa del perdón depende de un ministro o de varios, y lo que se llama regia prerrogativa no es ni más ni menos que la facultad concedida a los ministros de anular los fallos de los tribunales y hacer cuanto crean conveniente en materia de justicia penal. Y con esta ficción, que a nadie alucina ya, ¿se pretende dar prestigio y esplendor al jefe del Estado? Nosotros no vemos más que una facultad ilusoria, por tal reconocida, y una responsabilidad real: la sombra de un poder imaginario que, en casos dados, puede servir para atribular el corazón y perturbar la conciencia.

III. La equidad de templar el rigor de leyes crueles

La injusticia de las leyes crueles no se evita sustrayendo a su acción algunos pocos privilegiados por medio del derecho de gracia, sino suprimiéndolas para todos. Puede ser una excepción plausible contra una regla vituperable, un expediente, un proceder humano y compasivo, pero no hay nada de jurídico en la facultad de anular en unos casos los fallos de los tribunales dados conforme a la ley, y dejar que se ejecuten en otros. Decir que la dureza de las penas, hace preciso el poder de aminorarlas arbitrariamente, es confesar la necesidad de modificar la legislación penal. Su severidad se alega como razón para la gracia. ¡Qué derecho, cuyo fundamento es una injusticia! Pero lejos de repararla o de aminorarla, la agrava, porque se presenta como un paliativo que permite su prolongación y sustrae a sus rigores, no al menos culpable, sino al más afortunado. Hay dos loterías nacionales a que se juega con monedas o con crímenes, logrando dinero o impunidad con el sorteo y el derecho de gracia.